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sábado, 10 de agosto de 2013

El talento

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la  casa  de  campo  de  la viuda  de  un  oficial, está  sentado  en  la  cama,  sumido  en  una dulce melancolía matutina.
Es  ya  otoño.  Grandes  nubes  informes  y espesas  se  deslizan  por  el  firmamento;  un viento,  frío  y  recio,  inclina  los  árboles  y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las  mesas,  las  sillas,  el  suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las  ventanas. Al  día siguiente,¡por  fin!,  los habitantes  veraniegos  de la  quinta  se trasladarán a la ciudad.
La  viuda  del  oficial  no  está  en  casa.  Ha salido  en  busca  de  carruajes  para  la mudanza.
Su hija Katia, de  veinte años, aprovechando  la  ausencia mater-na,  ha entrado  en  el  cuarto  del  joven.  Mañana  se separan  y  tiene  que  decirle  un  sinfín  de cosas.  Habla  por  los  codos; pero no encuentra palabras para  expresar  sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con  admiración,  la  espesa  cabellera  de  su interlocutor.  Los  apéndices  capilares  brotan en  la persona de Yegor Savich con una extraordinaria  prodigalidad;  el  pintor  tiene pelos  en  el  cuello,  en  las  narices,  en  das orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le  tapan  los  ojos.  Si  una  mosca  osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos  dar  idea,  se  perdería  para siempre.
Yegar Savich escucha a Katia, bostezando.
Su charla  empieza a fatigarle.  De  pronto  la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
-No puedo casarme.
-¿Pero por qué? -suspira ella.
-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debe-mos ser libres.
-¿Y no lo sería usted conmigo?
-No me refiero precisamente a este caso...
Hablo en  general. Y  digo tan sólo que  los artistas y los escritores célebres no se casan.
-¡Sí,  usted  también  será  célebre,  Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi  situación  es terrible!...  Cuando  mamá  se  entere  de  que usted  no  quiere  casarse,  me  hará  la  vida imposible.  Tiene  un  genio  tan  arrebatado...
Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto...¡Menudos escándalos me armará!
-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted!
Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza  a pasearse por la habitación.
-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje  al  extranjero  es  la  cosa  más  fácil  del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
-¡Naturalmente! -contesta  Katia. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
-¿Acaso  es  posible  trabajar  en  esta pocilga? -grita, indignado, el pintor. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo.  Sigue paseándase  por la  habitación. A cada paso tropieza  con  los  objetos  esparcidos  por  el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar  el  mal  humor  que  le  produce  oírla, abre  la  alacena,  donde  guarda  una  botellita de vodka.
-¡Puerca!  -le  grita  a  Katia  la  viuda  del oficial.  ¡Estoy  harta  de  ti!  ¡Que  el  diablo  te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a  soñar,  a  hacer espléndidos castillos en el aire.
Se  imagina  ya  célebre,  conocido  en  el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Hállase en un rico salón, rodeado de bellas  admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que  Katia  y  algunas  muchachas  alegres.
Podía  conocerlas  por  la  literatura;  pero  hay que confesar que  el  pintor  no  ha  leído ninguna obra literaria.
-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda
Se  ha  apagado  el  fuego.  ¡Katia,  pon  más carbón!
Yegor Savich  siente  una  viva,  una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus  esperanzas  y  sus  sueños.  Y  baja a  la cocina,  donde, envueltas en una  azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo,  hago  lo  que  me  da  la  gana,  no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre  útil,  un  hombre  que  trabaja  por  el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el obscurecer; pero esta  tarde  la  siesta  es  más  breve.  Entre sueños,  siente  nuestro  joven  que  alguien  le tira de una pierna y le llama, riéndose. Abre los  ojos  y  ve,  a  los  pies  del  lecho,  a  su camarada  Ukleikin,  un  paisajista  que  ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría,  saltando  de  la  cama-  ¿Cóma  te  va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo... ¿y tú? Yegor Savich se agacha y saca de debajo de  la  cama  un  lienzo,  no  concluido,  aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira  -contesta.  Una  muchacha  en  la ventana, después de abandonarla el novio...
Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece  Katia,  apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
-Sí, hay expresión -dice. Y hay aire... El horizonte está bien...  Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No  tarda  en  aparecer  sobre  la  mesa  la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el  pintor  Kostilev,  que  se  aloja  en  una  casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora  con  cuello  a  lo  Shakespeare.  Sus actitudes  y  sus  gestos  son  de  un  empaque majestuoso.  Ante  la  copita  de  vodka  que  le ofrecen sus  camaradas  hace  algunos dengues; pero al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos  míos,  un  asunto magnífico! -dice. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente.  Lo  esencial  en  el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los  tres  compañeros,  excitados  por  sus sueños  de  gloria,  van  y  vienen  por  la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso,  con  un  fervoroso,  entusiasmo.  Se les  creería,  oyéndoles,  en  vísperas  de conquistar  la  fama,  la  riqueza,  el  mundo. Ninguno  piensa  en  que  ya  han  perdido  los tres sus mejores años, en que la vida sigue su  curso  y  se  los  deja  atrás,  en  que,  en espera  de  la  gloria,  viven  como  parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran  al  título  de genio, los verdaderos talentos son  excepciones  muy  escasas.  No tienen  en  cuenta que a la inmensa mayoría de los  artistas  les  sorprende  la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A  las  dos de la  mañana,  Kostilev  se despide  y  se  va.  El  paisajista  se  queda  a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre  las  rodillas,  con  los  ojos  fijos  en  el techo, está Katia soñando...
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor. ¿En qué piensas?
-¡Pienso  en  los  días  gloriosos  de  su celebridad  de  usted!  -susurra  ella.  Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

1.014. Chejov (Anton)

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