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sábado, 10 de agosto de 2013

El estudiante

En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una chocha inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral  con  alegría  y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo  y  frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.
Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía  los  dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía, que la Propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y parecía  especialmente  sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la redonda,  hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría oscuridad de la noche.  El  estudiante  recordó  que  cuando  salió de  casa, su madre, descalza, sentada  en  el suelo del zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al  ser  Viernes  Santo,  en  su  casa  no  habían hecho comida y sentía un hambre atroz. Ahora, encogido de frío,  el  estudiante  pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos tiempos había existido esa brutal  pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el senti-miento de opresión. Todos esos  horrores  habían  existido, existían  y  existirían  y,  aun  cuando  pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas de volver a casa.
La huerta de las viudas se llamaba así porque  la  cuidaban  dos  viudas,  madre  e  hija. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporro-teos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa, una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de  hombre,  estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar.  Se  oían  voces  de  hombre;  eran  los trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río.
-Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera. ¡Buenas noches!
Vasilisa  se  estremeció,  pero  enseguida  le reconoció y sonrió afable-mente.
-No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico.
Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho. Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se limitaba a mirar al estudiante y permanecer callada, con una expresión extraña en su rostro, como la de un sordomudo.
-En  una  noche  igual  de  fría  que  ésta,  se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro -dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder!
   Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:
-Fuiste a la lectura del Evangelio?
-Sí, fui.
-Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte».
Y el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente  agotado,  con  los  párpados  pesados,  no pudo vencer al sueño  y  se  durmió.  Luego oirías que Judas besó a Jesús y le entregó a sus verdugos aquella misma noche. Le llevaron atado ante el sumo pontífice y le azotaron,  mientras  Pedro,  exhausto,  atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, les siguió... Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo le azotaban...
Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el estudiante.
-Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y  comenzaron  a  interrogar  a  Jesús,  mientras  los  criados  encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba  Pedro  y  también  se  calentaba,  como yo  ahora.  Una  mujer,  al  verle,  dijo:  «Éste también  estaba  con  Jesús»,  lo  que  quería decir que también a él había que llevarle al interrogatorio.  Todos  los  criados  que  se hallaban  junto  al  fuego  le  miraron,  seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No  le  conozco». Poco  después, alguien le reconoció  de  nuevo como uno  de los  discípulos  de  Jesús  y  dijo:  «Tú  también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por  tercera  vez,  alguien  se  dirigió  a  él:
«¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena... Las recordó,  volvió  en  sí,  salió  del  patio  y  rompió  a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir  de  allí,  lloró  amargamente».  Así  me  lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo...
El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas  y  abundantes  lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras ella interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara de  sus  propias lágrimas. Lukeria, por  su parte,  miraba fijamente  al  estudiante,  ruborizada, con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor.
Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya estaba cerca y la luz  de  la  hoguera  oscilaba  ante  él.  El  estudiante dio las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo le envolvió la  oscuridad  y  se  entumecieron  sus  manos.
Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno había vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua.
Ahora el estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro  aquella  terrible  noche  guarda  alguna relación con ella...
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa  se  echó  a  llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo  que  sucedió  diecinueve  siglos antes, tenía relación  con  el  presente,  con  las  dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo.
Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque  Pedro  le  resultaba  cercano  a  ella  y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro.
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. El pasado -pensó- y  el  presente  están  unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro.
Luego,  cruzó  el  río  en  una  balsa  y  después,  al  subir  la  colina,  contempló  su  aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una  luz  púrpura  y  fría.  Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin  interrupción hasta el  tiempo  presente  y siempre constituirían lo más importante de la vida  humana y de  toda  la  tierra. Un  sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza  de  felicidad, de una misteriosa y desconocida  felicidad,  se  apoderaron  poco  a poco  de  él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido.

1.014. Chejov (Anton) 

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