Una mosca de mediano
tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera
metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo
cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio
muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la
cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron.
La esposa de Gaguin,
María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó.
Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se
dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño.
Después de varias vueltas
y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y
se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la
oscuridad era completa. Nose distinguían más que las siluetas de los árboles y los
tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas
masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo
y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el
sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de
la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la
vecindad de los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna
quien rompió el silencio.
De pie, junto a la
ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que
una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado,
se dirigía hacia la casa.
Al principio creyó que
era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente
los contornos de un ser humano.
Luego le pareció que la
sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes,
al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el
hueco negro de la ventana.
«¡Un ladrón!», se dijo
como en un relámpago, y una palidez mortal se extendió por su rostro.
En un instante su
imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se
desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la
vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de
unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío
en la espalda.
-¡Vasia! -exclamó
zarandeando a su marido. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despier-ta,
Vasili, te lo suplico!
-¿Qué ocurre? -balbucea
el consejero suplente, as pirando aire profundamente y emitiendo un ruido con
las mandíbulas.
-¡Despiértate, en el
nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera
y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor...,
¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en
casa de Mavra. -¿Qué pasa? ¿Quién... es? -¡Dios mío! No oye... Pero, comprende,
pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia
tendrá miedo y... ¡la vasija de plata está en el aparador! -¡Majaderías! -¡Vasili,
eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué
es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se
incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
-¡Dios mío, qué seres! –gruñó.
¿Es que ni de no che me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas
tonterías!
-Te lo juro, Vasili; he
visto a un hombre entrar por la ventana.
-¿Y qué? Que entre...
Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla. -¿Cómo? ¿Qué dices?
-Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla. -¡Eso es peor aún! -gritó
María Michailovna. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi
casa semejante cinismo.
-¡Vaya una virtud!... No
permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a
locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía,
consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.
-¡No, Vasili! ¡Tú no me
conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante...,
semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora
mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así.
Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito.
¡Vete allá!
-¡Dios mío!... -gruñó
Gaguin con fastidio. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro
microscópico: ¿por qué voy a ir allí? -¡Vasili, que me desmayo! Gaguin escupió
con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina.
Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso
buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.
-Vasilia -le dijo,
cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está? -Se la he dado a Pelagia para
que la limpie, señor. -¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner
en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.
Al entrar en la cocina se
dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...
-¡Pelagia! -gritó,
buscando a tientas sus hombros para sacudirla. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar
esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?
-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y
quién va a entrar por la ventana?
-Mira, no me andes con
cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha
perdido nada por aquí.
-Pero ¿me quiere hacer
perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día
trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me
sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su
azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como
ésas... ¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera
tan baja!
-Bueno, bueno... No hay
por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
-Es vergonzoso, señor -dice
Pelagia, con voz Llorosa. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que
tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros... -se echó a llorar. No tienen
por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.
-¡Bueno, basta!... ¡A mí
déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo
diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!
Por este interrogatorio
ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y
volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
-Escucha, Pelagia -le
dice. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
-¡Ay, señor, perdóneme!
Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto
a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca
la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.
María Michailovna se
había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila
durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.
«¡Cuánto tarda en volver!
-piensa. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?»
Y en su imaginación se
pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza...,
muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...
Transcurrieron cinco
minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente. -¡Vasili! -gritó
con voz estridente-. ¡Vasili! -¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... -le
contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando
acaso? Se acercó y se sentó en el borde de la cama. -No había nadie –dice-.
Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan
virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...
Y el consejero se puso a
provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.
-¡Lo que tú eres es una
miedosa! -se burla de ella. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas
alucinaciones. ¡Eres una psicópata!
-Huele a brea -dice su
mujer. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.
-Sí... Hay algo que huele
mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas?
Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió
de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.
Raspó un fósforo en la
pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar
la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió
y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...
-¿Has cogido la bata en
la cocina? -le preguntó palideciendo. -¿Por qué? -¡Mírate al espejo! El
consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus
hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser?
Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva
escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras,
etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a
su imaginación.
1.014. Chejov (Anton)
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