Inmediatamente después de haber
sorprendido a su mujer en el lugar de su delito, Fedor Fedorovich Sigaev se
encontraba en el almacén de armas de Schmuks y C.ª eligiendo el revólver que
mejor pudiera servirle. Su rostro expresaba ira, dolor y una decisión
irrevocable.
"Sé lo que tengo que hacer -pensaba.
Cuando son profanados los fundamentos de la familia y el honor es pisoteado en
el barro y triunfa el vicio..., yo, como ciudadano y como hombre honrado, debo
ser el vengador. La mataré primero a ella, luego a su amante y después me
mataré yo".
No había escogido todavía el
revólver ni matado a nadie, cuando ya empezaba su imaginación a dibujarle tres
cadáveres ensangrentados con los cráneos triturados y los sesos fluyendo...
Barullo, tropeles de curiosos y autopsias.
Con la insana alegría del hombre
ofendido, imaginaba el horror de los parientes y del público, la agonía de la
traidora, y hasta le parecía leer ya con el pensamiento los artículos de
primera plana comentando la descomposición de los fundamentos de la familia.
El dependiente del almacén, un
tipo inquieto, afrancesado, de pequeño vientre y chaleco blan-co, presentaba
ante él los revólveres, y haciendo chocar los talones, decía sonriendo
respetuosa-mente:
-Yo aconsejaría a monsieur que
llevara este magnífico modelo del sistema Smith y Wesson. Es la última palabra
en la ciencia de las armas. Tiene tres propulsiones y extractor y puede
disparársele desde seiscientos pasos. Llamo también la atención de monsieur
sobre la limpieza de su acabado. Su sistema es el que está más de moda.
Vendemos diariamente decenas de ellos, que se utilizan contra los bandidos, los
lobos y los amantes. Su tiro es preciso y fuerte; alcanza grandes distancias y
mata, atravesándolos, a la mujer y al amante. En cuanto a los suicidas,
monsieur, no conozco para ellos mejor sistema.
Y el dependiente, apretando y
soltando el gatillo, echándole el aliento al cañón y apuntando, parecía próximo
a ahogarse de puro entusiasmo. A juzgar por la expresión admirada de su rostro,
se sentiría uno dispuesto a pensar que él mismo, de buen grado, se hubiera
pegado un tiro en la frente si hubiera poseído un revólver de tan maravilloso
sistema como el Smith y Wesson.
-¿Y qué precio tiene -preguntó
Sigaev.
-Cuarenta y cinco rublos,
monsieur.
-¡Hum!...¡Es demasiado caro para
mí!
-En tal caso, monsieur, puedo
ofrecerle otro sistema más barato. Aquí está. Tenga la bondad de examinarlo.
Tenemos un surtido enorme en distintos precios... Este revólver, por ejemplo,
del sistema Lefauché que vale solamente dieciocho rublos; pero... -el dependiente
hizo una mueca de desprecio- es un sistema, monsieur, ¡demasiado anticuado!
Sólo lo compran ahora los pobres de espíritu y los psicópatas.
Matarse o matar a la mujer con un
Lefauché se considera ahora signo de mal tono... El buen tono admite únicamente
el Smith y Wesson.
-No tengo necesidad de matarme ni
de matar a nadie -mintió con acento sombrío Sigaev-. Lo compro sencillamente
para tenerlo en el campo... Para asustar a los ladrones.
-A nosotros no nos interesa para
qué lo compra -sonrió el dependiente bajando modesta-mente los ojos-. Si en
cada caso fuéramos a buscar los motivos, tendríamos que haber cerrado la
tienda. Para asustar a los cuervos, monsieur, el Lefauché no sirve, porque hace
un ruido sordo y a la vez fuerte. Yo lo propondría que llevara una pistola
Mortimer corriente de las llamadas para duelos.
-¿Y si le provocara en duelo? -pasó
por la cabeza de Sigaev. Pero no... Sería demasiado honor... A estas bestias
hay que matarlas como a perros..."
El dependiente, dando graciosas
vueltas y pequeños pasitos y sin dejar de sonreír y de charlar, expuso ante él
todo un montón de revólveres. El Smith y Wesson era el de aspecto más
codiciable y sólido. Sigaev tomó uno de estos entre sus manos, fijó la mirada
en él y se quedó ensimismado. Su imaginación le presentaba a sí mismo
destrozando un cráneo, fluyendo sangre cual un río sobre el tapiz y el parqué,
y a la traidora, moribunda, agitando un pie convulsiva-mente... Pero para su
alma indignada esto era poco. Los cuadros de sangre, los sollozos, el espanto,
no le satisfacían; había que pensar en algo más terrible.
"Esto es lo que haré -pensó.
Le mataré y me mataré; pero a ella..., a ella la dejaré vivir. ¡Que muera de
remordimiento y con el desprecio de cuantos la rodean! Esto, para una
naturaleza nerviosa como la suya, será un martirio mayor aún que la
muerte."
Y comenzó a imaginar su propio
entierro. El ofendido tendido en el ataúd, con una sonrisa bondadosa en los
labios... Ella, pálida, torturada por el remordimiento, caminando tras el
féretro, como una Níobe y no sabiendo cómo ocultarse a las miradas
despreciativas y aniquiladoras que sobre ella arroja una muchedumbre
indignada...
-Veo, monsieur, que le gusta el
Smith y Wesson -dijo el dependiente, interrumpiéndole en su ensueño. Si lo
encuentra caro, le rebajaría cinco rublos, aunque tenemos otros sistemas más
baratos.
La figurilla afrancesada giró
graciosamente y cogió de la estan-tería una nueva decena de estuches con revólveres.
-He aquí otro, monsieur. Su
precio es de treinta rublos. No es caro si se tiene en cuenta que el cambio ha
bajado terriblemente y que los derechos de aduanas suben cada día más... Le
juro, monsieur, que soy conservador; sin embar-go, ya empiezo a protestar.
¡Calcule que el cambio y la tarifa de aduanas son la causa de que ahora sólo
los ricos puedan adquirir armas! Para los pobres no quedan más que las armas de
Tula y los fósforos. ¡Y la armas de Tula son una desdicha! Pretende uno
disparar un arma de Tula sobre su mujer y sólo consigue hacer blanco en la
propia paletilla...
Sigaev experimentó de pronto un
sentimiento ofensivo y triste ante la idea de morir él y no ver los sufrimientos
de la traidora. Sólo es dulce la venganza cuando existe la posibilidad de ver y
tocar sus frutos.
Pues ¿y qué sentido tendría el
que él estuviese tendido en el ataúd sin darse cuenta de nada?
"¿Y si hiciera esto?...
Matarle a él, ir a su entierro, verlo todo y matarme yo después...Sí; pero...
antes del entierro me meterían preso y me quitarían el arma... Bien... Lo que
haré será matarle y dejar que ella siga viviendo. Y..., hasta que pase cierto
tiempo, no me mataré; iré a la cárcel. Para matarme siempre estoy a tiempo. El
estar arrestado es todavía mejor, porque así, al prestar declaración, tendré la
posibilidad de demostrar ante el poder y ante la sociedad toda la bajeza de su
comportamiento. Si me matara, ella, con su carácter embustero, engañoso y
desvergonzado, me echaría la culpa de todo, y la socie-dad la absolvería de su
hecho...; pero, por otra parte, quizá se ría de mí si sigo con vida...
Entonces..."
Un minuto después pensaba:
"Sí... Tal vez me acusen de
mezquindad de sentimientos si me mato... Y, además..., ¿para qué matarme?
Esto, en primer lugar. En
segundo..., matarme significa cobardía. Luego, entonces, lo que haré será
matarle a él, dejarla vivir a ella e ir yo a la cárcel. Me juzgarán y ella
figurará como testigo... ¡Habrá que ver su azoramiento, su vergüenza cuando
tenga que prestar declaración ante mi abogado! ¡Por supuesto, las simpatías del
tribunal, del público y de la
Prensa estarán de mi lado...!"
Mientras así cavilaba, el
dependiente continuaba exponiendo su mercancía y consideraba deber suyo entretener
al comprador.
Vea aquí otros, ingleses de nuevo
sistema, que hemos recibido hace poco. Pero le prevengo, monsieur, que todos
los sistemas palidecen ante el Smith y Wesson. Seguramente habrá usted leído
uno de estos días que un militar que había comprado en nuestra casa un revólver
del sistema Smith y Wesson, disparó sobre el amante... ¿Y qué se figura usted
que pasó?... La bala atravesó primero el amante, alcanzó después la lámpara de
bronce, luego el piano de cola y desde el piano de cola, de una carambola, mató
a un pequinés y rozó a la mujer... El efecto fue brillante y hacía honor a
nuestra firma. El militar está ahora arrestado... ¡Seguramente le condenarán a
trabajos forzados!... En primer lugar, porque tenemos leyes muy anticuadas, y,
en segundo, porque ya se sabe que el tribunal toma siempre partido por el
amante. ¿Por qué?... Muy sencillo, monsieur: porque también el jurado, los
jueces, el procurador y el defensor se entienden con esposas ajenas, y es más tranquilo
para ellos que en Rusia haya un marido menos. A la sociedad le encantaría que
el Gobierno desterrara a todos los maridos a la isla Sajalín. ¡Ay, monsieur!
¡No puede imaginarse usted la indignación que despierta en mí este
derrumbamiento de las costumbres morales contemporáneas!... ¡En estos tiempos,
amar a las esposas ajenas agrada tanto como fumar cigarrillos ajenos y leer
libros ajenos! Año por año nuestro comercio decae, pero ello no significa que
haya menos amantes..., significa que los maridos llegan a reconciliarse con su
situación y tienen miedo a los trabajos forzados -y el dependiente, mirando a
su alrededor, murmuró-: ¿Y quien es el responsable, monsieur?... ¡El Gobierno!
"¡Por culpa de un cerdo ir a
parar a Sajalín... no, tampoco es sensato! -reflexionó Sigaev. Si me mandan a
trabajos forzados, sólo conseguiré dar a mi mujer la posibilidad de casarse
otra vez y de engañar a su segundo marido. ¡La que entonces saldrá triunfante
será ella!... No. Lo que haré entonces es esto: dejarla vivir, no matarme ni
matarle a él. Hay que idear algo más cuerdo y sentimental. Los castigaré con mi
desprecio, y entablaré un escandaloso proceso de divorcio..."
-Aquí tiene, monsieur, un nuevo
sistema -dijo el dependiente cogiendo de la estantería una docena más de
revólveres. Llamo su atención sobre el original mecanismo del cierre...
Pero una vez tomada aquella
decisión, Sigaev ya no necesitaba revólver; en cambio, el depen-diente, cada
vez más inspirado, no cesaba de exponer ante él sus artículos de venta. El
agraviado marido comenzó a avergonzarse de que por su culpa el dependiente
estuviera trabajando en vano, entusiasmándose y perdiendo el tiempo.
-Bien... -masculló. Lo mejor
será que vuelva más tarde o que envíe a alguien...
Aunque no veía la expresión del
rostro del dependiente, comprendió, sin embargo, que para suavizar un poco la
violencia de la situación no había más remedio que comprar algo. Pero ¿qué?...
Sus ojos recorrieron las paredes de la tienda en busca de alguna cosa más
barata, y se detuvieron en una red de color verde colgada junto a la puerta.
-¿Y eso?... ¿Qué es eso? -preguntó.
-Es una red para cazar
codornices.
-¿Y qué precio tiene?
-Ocho rublos, monsieur.
-Pues envuélvamela.
El marido ofendido pagó los ocho
rublos, cogió la red, y cada vez más ofendido, salió de la tienda.
1.014. Chejov (Anton)
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