En una
hermosa mañana se celebraba el entierro del asesor colegiado Kirill Ivanovich
Vavilonov, muerto de dos enfermedades sumamente frecuentes en nuestra patria:
una esposa maligna y el vicio del alcohol. Mientras el cortejo fúnebre se
dirigía de la iglesia al cementerio, uno de los compañeros de trabajo del
difunto, un tal Poplavski, tomó un coche y se dirigió a toda prisa a casa de su
amigo Grigorii Petrovich Zapoikin, hombre, aunque joven, ya bastante popular.
Tenía Zapoikin (como saben los lectores) un talento extraordinario para
pronunciar discursos en bodas, jubilaciones y entierros. Estaba capacitado para
hablar en cualquier momento: lo mismo recién despierto, que en ayunas, que
borracho o que preso de fiebre. Su discurso fluía llanamente, sin
interrupción..., tan abundantemente como fluye por una canaleta el agua de la
lluvia. Para expresar aflicción, encerraba el vocabulario del orador muchas más
palabras que cucarachas tiene cualquier taberna. Sus discursos eran tan
elocuentes y largos, que a veces, sobre todo en las bodas de los comerciantes,
había que recurrir a la ayuda de la
Policía para hacerle callar.
-Vengo a
buscarte, hermanito -empezó a decir Poplavski al encontrarlo en casa. Vístete
en seguida y vámonos. Ha muerto uno de los nuestros, al que estamos ahora mismo
en trance de enviar al otro mundo, conque hace falta, hermanito, que haya quien
diga alguna cosita para su despedida. Nuestra única esperanza eres tú. Si el
muerto fuera uno de los subalternos... no te molestaríamos; pero éste era un
secretario..., en cierto modo un jefe... Es desagradable enterrar a un
personaje de su categoría sin que se diga algún discurso...
-¡Ah!...,
¡el secretario!... -bostezó Zapoikin. ¿Aquel borracho?
-Sí,
aquel borracho... Habrá comida..., blini..., entremeses... Además nos
pagan el coche. ¡Vamos, alma mía! ¡Allí, junto a la tumba, pronunciarás un
discurso ciceroniano y ya verás lo que te lo agradecen!
Zapoikin
accedió de buen grado. Desmelenó su cabello, obligó a adoptar a su rostro una
expresión de melancolía y salió a la calle en compañía de Poplavski.
-Conocía
a tu secretario -dijo cuando se sentaba en el coche. Que en paz descanse...,
pero era un pillo y una bestia como hay pocos.
-No está
bien, Grischa, eso de ofender a los difuntos...
-Cierto
que aut mortiu nihil bene... No obstante, era un bribón.
Los dos
amigos dieron alcance al cortejo y se unieron a él. Como el féretro iba
conducido a un paso muy lento, antes de llegar al cementerio, los amigos
tuvieron tiempo de entrar cerca de tres veces en la taberna y de beber unas
copitas al eterno descanso del difunto.
En el
cementerio se celebró un oficio religioso. La suegra, la mujer y la cuñada,
como es costumbre, lloraron copiosamente y la mujer hasta gritó cuando bajaban el
ataúd a la fosa. "¡Déjenme ir con él!..." A pesar de lo cual, y
recordando sin duda la pensión por viudez que había de recibir... no se fue con
él. Después de esperar un poco a que todo se tranquilizara, Zapoikin avanzó
unos pasos, paseó su mirada sobre los presentes y empezó a decir:
-¿Puede
uno creer lo que ven los ojos y oyen los oídos?... ¿Este ataúd... estas caras
llorosas..., estos lamentos y estos sollozos..., no serán una pesadilla?... ¡Ay
de mí! ¡No es un sueño, no! ¡No nos engaña la vista! ¡Aquel que hasta hace tan
poco vimos lleno de vigor, de juventud, de frescura y lozanía!..., ¡aquel que
aún hace tan poco tiempo, ante nuestros mismos ojos, llevaba su miel, cual
abeja incansable, a la colmena común del bien del Estado... ¡es el mismo que
vemos ahora convertido en nada..., en un mirage! ¡La muerte irreductible
puso su mano sobre él cuando, a pesar de su avanzada edad, se encontraba aún
lleno de fuerza y de esperanzas ultra-terrenales!... ¡Su pérdida es
irremplazable! ¿Quién nos lo puede reemplazar?... Tenemos muchos buenos
funcionarios, pero puede decirse que Procofii Osipich era único en su género...
Devoto hasta lo más profundo de su alma del honrado cumplimiento de sus
obligaciones, lejos de regatear sus fuerzas, pasaba las noches en vela y era
desinteresado e insobornable. ¡Cuánto despreciaba a aquellos que con perjuicio
del interés general pretendían comprarlo!..., ¡que ofreciéndole tentadores
bienes terrenales, se esforzaban en atraerlo hacia la traición a su deber!
¡Sí!... ¡Ante nuestros ojos hemos visto a Procofii Osipich repartir su modesto
sueldo entre los más pobres de sus compañeros, y ustedes mismos acaban de oír
hace un instante los sollozos de las viudas y de los huérfanos que vivían
gracias a sus limosnas. Esclavo del servicio, de su deber y de la bondad, no
conoció la alegría, y hasta se rehusó a sí mismo la felicidad de la vida
matrimonial. ¡Ya saben ustedes que hasta el final de su vida permaneció
soltero! ¿Y como compañero?... ¿Quién podría reemplazarlo? ¡Lo mismo que si
fuera ayer me parece ver su rostro conmovido y afeitado, dirigido hacia
nosotros!... ¡Su bondadosa sonrisa!... ¡Como si todavía fuera ayer, oigo su
suave, cariñosa y afable voz!... ¡Descansa en paz: Procofii Osipich!...
¡Descansa..., honrado y noble trabajador!
Zapoikin
continuaba perorando, pero los oyentes empezaron a hablar entre sí en voz baja.
El discurso gustaba a todos y hacía verter algunas lágrimas. Mucho de él, sin
embargo, resultaba extraño... En primer lugar era incomprensible por qué el
orador llamaba al difunto Procofii Osipich cuando su nombre era Kirill
Ivanovich. En segundo, todos sabían que éste había pasado la vida entera en
perpetua lucha con su legítima esposa y que, por tanto, no podía calificarle de
soltero..., y en tercero, era inexplicable que habiendo tenido una espesa barba
de color rojizo, que en su vida había hecho afeitar ni una sola vez, hubiera
llamado el orador a su rostro afeitado. Los oyentes se miraban con
extrañeza.
-¡Procofii
Osipich! -proseguía el orador mirando inspirado a la tumba. ¡Tu rostro era
feo!... ¡hasta deforme!... ¡Eras taciturno y severo, pero todos sabíamos que
bajo aquella corteza latía un corazón honrado y afectuoso!...
Pronto,
sin embargo, empezaron a observar los oyentes que algo extraño ocurría al
orador, que sin apartar la vista de un mismo punto, se agitaba nervioso. De
repente quedó callado y con la boca abierta para el asombro, se volvió hacia
Poplavski.
-¡Pero,
oye!... ¡Si está vivo!... -dijo con ojos espantados.
-¿Quién
está vivo?
-¡Pues...
Procofii Osipich!... ¡Está junto al mausoleo!
-¡Si el
muerto no es él! ¡Es Kirill Ivanovich!
-¡Si has
sido tú mismo el que me ha dicho que había muerto el secretario!
-¡No!...
¡El secretario era Kirill Ivanovich! ¡Te has confundido, tonto!... ¡Claro que
también Procofii Osipich fue secretario..., pero hace ya dos años que le
destituyeron!
-¡Diablo!
-¿Por qué
te paras? ... ¡Sigue!
Zapoikin
volvió la cabeza hacia la fosa y con la misma elocuencia que antes prosiguió su
interrumpido discurso.
Al lado
del mausoleo se encontraba, en efecto, Procofii Osipich, el viejo funcionario
de la cara afeitada. Miraba éste con enojo al orador y fruncía las cejas.
-¿Qué
ocurrencia te ha dado -reían los funcionarios, volviendo del entierro en
compañía de Zapoikin- de enterrar a un vivo?
-¡Esto no
está bien, joven! -gruñía Procofii Osipich. ¡Su discurso puede ser apropiado
para un difunto, pero aplicado a un vivo es una burla! ¿Qué no me ha llamado
usted?... Desinteresado..., incapaz de sobornar... ¡Tales cosas, refiriéndose a
un vivo, sólo pueden decirse en son de burla! ¡Nadie le ha pedido tampoco,
caballero, que hablara sobre mi cara!... Si soy feo y deforme..., ¡qué le vamos
a hacer! ¿Para qué decir mi apellido delante de todo el mundo? ¡Esto es una
ofensa!
1.014. Chejov (Anton)
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