La noche del primer día
de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas,
tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los
visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un
vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura
de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio
muestras de asombro.
¡Otra vez! -exclamó
golpeándose la rodilla. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de
Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas
firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof?
Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mental-mente revista a los nombres de
sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado
más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof.
Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof
aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua
florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni
Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble!
-decíase Navaguin paseándose por el gabinete; ¡es extraordinario e incomprensible!...
¡Llamad al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa;
yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al
conserje; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
-No, señor contestó el
conserje.
-Sin embargo, él ha
firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar
sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha
de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo
bien.
-No, señor; ninguna
persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también
vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la
iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof,
para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo
que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría
delante de Cristo.
-¡Increíble!
¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó Navaguin. ¡Hasta tiene algo
de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de
averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por
chancearse, escribe el nombre de Fedinkof?
Navaguin emprendió el
estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de
curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas.
Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos,
quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese
misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa, y
tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era
espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del
mundo.
-No veo en ello nada de
extraordinario -repuso; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas
veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesi-bles
a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu
que siente simpatías por ti... En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué
es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía
preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso
que su cabeza llenóse de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y
entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados,
arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona
de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún
escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de
alguna doncella por él seducida... Durante toda la noche, Navaguin vio en
sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un
limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba
frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto
de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado
para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su
escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista,
regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió
inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le
preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó
el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la
tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su
mujer al oído, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó
largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con Aníbal, con Ascotchensky, con
su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido
profundo. Cuatro horas duró este ejercicio.
Navaguin acabó por
dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo
y misterioso.
Diariamente se ocupó en
el espiritismo, explicando a sus subalter-nos que existen muchas cosas
sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención
de los sabios. El hipnotis-mo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo,
la cuarta dimen-sión y otros temas nebulosos acapararon completamente su aten-ción.
Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la
lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y
trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su
verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados
dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió
loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:
«Al Infierno, en la Tesorería , siento que me
transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio
Krinolinski.»
Luego de haber leído
algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin viose poseído de la
ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y
compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino
a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó
esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora
trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia
vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra;
la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe
Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro -volvióse
luego hacia el sacristán. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a
mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la
procures cuanto antes.
-Perfectamente,
excelencia -replicó el sacristán inclinándose; perfectamente; comprendo lo que
vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para
mañana?
-Perfectamente; puede
vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la
iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten
por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin
pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof?
-preguntó Navaguin abriendo desmesurada-mente los ojos.
-Así como suena:
Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba
en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto
-confesó el sacristán, confuso y avergonzado. Excelencia, cuando visitamos con
el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar... Esto me
complace en extremo... Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un
pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí
mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin
se puso a caminar a grandes pasos. Extendió la mano con ademán trágico; una
sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el
secretario, voy al correo para expedir el paquete.
Estas palabras llamaron
de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al
sacristán; acordóse de todo; pataleó y gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les
repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?
El secretario y el
sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado
seguía gritando con voz estentórea:
-¡Dejadme en paz! ¡Les
repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...
1.014. Chejov (Anton)
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