Las hijas del
consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en un landó[1]. Con ellas
paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-hacendada de dieciséis años,
que había venido en esos días a Peter, a visitar a la parentela ilustre y echar
un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba sentado el barón
Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado, con un paletó
azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de soslayo a su prima.
La prima las divertía y las comprometía. La inocente muchachita, que desde su
nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido capitalino, examinaba con
curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con galones del lacayo, gritaba
a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos... Y sus preguntas eran
aún más inocentes y ridículas...
-¿Cuánto recibe de
salario vuestro Porfirii? -preguntó ella entre tanto, señalando con la cabeza
al lacayo.
-Al parecer,
cuarenta al mes...
-¡¿Es po-si-ble?!
¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es posible que aquí en
Petersburgo se valora tanto el trabajo?
-No haga,
Marfusha, esas preguntas -dijo Zina, y no mire a los lados. Eso es indecente.
Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo!
¡Ja-ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando
corteja a Amfiladova.
-A ustedes,
mesdames, le es ridículo y divertido, pero a mí me remuerde la conciencia -dijo
el barón. Hoy, nuestros empleados tienen una misa de réquiem a Turguéniev, y
yo por vuestra gracia no fui. Es incómodo, saben... Una comedia, pero de todas
formas convenía haber ido, mostrar mi simpatía... por las ideas... Mesdames,
díganme con franqueza, con la mano puesta en el corazón, ¿a ustedes les gusta
Turguéniev?
-¡Oh sí... se
entiende! Turguéniev pues...
-Y vaya pues... A
todo el que le pregunto le gusta, y a mí... ¡no entiendo! ¡O yo no tengo
cerebro o soy un escéptico incorregible, pero todo ese galimatías que levantan
por Turguéniev me parece no sólo exagerado, sino ridículo! Es un escritor, no
me pondré a negarlo, bueno... Escribe llano, el estilo por momentos es incluso
ágil, tiene humor, pero... nada particular... Escribe como todos los escritorzuelos
rusos... Como Grigorevich, como Kraevskii... Ayer saqué a propósito de la
biblioteca Las notas de un cazador, las leí de cabo a rabo, y no
encontré resueltamente nada particular... Ni autoconciencia, ni de la libertad
de prensa... ¡ninguna idea! Y de la caza así, y no hay nada del todo. ¡Está
escrito, por lo demás, no mal!
-¡En nada mal! ¡Él
es muy buen escritor! ¡Y cómo escribía del amor! -suspiró Kitty-. ¡Mejor que
todos!
-Escribía bien del
amor, pero los hay mejores. Jean Richepin, por ejemplo. ¡Qué clase de encanto!
¿Usted leyó su Pegajoso? ¡Otro asunto! ¡Usted lee, y siente cómo todo
eso existe en la realidad! ¿Y Turguéniev... qué escribió? Todo ideas... ¿pero
qué ideas hay en Rusia? ¡Todo de tierras extranjeras! ¡Nada original, nada
autócto-no!
-¡Y la naturaleza
cómo la describía él!
-A mí no me gusta
leer las descripciones de la naturaleza. Se extienden, se extienden... "El
sol se puso... los pájaros cantaron... el bosque susurra..." Yo siempre me
paso esos encantos. Turguéniev es un buen escritor, no lo niego, pero yo no le
reconozco esa capacidad de crear maravillas, como dicen de él. Le dio, al
parecer, un empujón a la autoconciencia, y cierta vergüen-za política ahí en el
pueblo ruso, la pellizcó por lo vivo... No veo todo eso... No entiendo...
-¿Y usted leyó su Oblomov?
-preguntó Zina. ¡Ahí él está en contra del régimen de servidumbre!
-Cierto... ¡Pero
es que yo estoy en contra del régimen de servidumbre! ¿Y gritan así por mí?
-¡Ruéguenle que se
calle! ¡Por Dios! -le susurró Marfusha a Zina.
Zina, con asombro,
miró a la inocente, tímida muchachita. Los ojos de la provinciana recorrían
inquietos el landó, de un rostro al otro, brillaban con un sentimiento no bueno
y, al parecer, buscaban sobre quién derramar su odio y desprecio. Sus labios
temblaban de ira.
-¡Es indecente,
Marfusha! -susurró Zina-. ¡Usted tiene lágrimas!
-Dicen asimismo
que él tuvo una gran influencia en el desarrollo de nuestra sociedad -continuó
el barón. ¿Dónde se ve eso? Yo no veo esa influencia, hombre pecador. En mí,
por lo menos, él no tuvo ni la mínima influencia.
El landó se detuvo
junto a la entrada de los Brindin.
Traducción de René Portas.
1.014. Chejov (Anton)
[1] Landó:
Coche hipomóvil con suspensión, de cuatro ruedas y provisto en su interior de
dos asientos situados frente a frente.
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