Una hermosa mañana de
abril, el conde ruso Tulupov iba en un barco alemán río abajo por el Rin y, por
hacer algo, conversaba con un "salchichero". Su interlocutor, un
enjuto joven alemán muy compuesto, de fisonomía arrogante y científica,
suficiencia personal y unos cuellitos fuertemente almidonados, se presentó como
el maestro de minas Arthur Imbs, y con terquedad no cambiaba el tema de la
empezada conversación, que ya cansaba al conde, sobre el carbón de piedra ruso.
-El destino de nuestro
carbón es muy lamentable, -dijo entre tanto el conde, soltando un suspiro de
conocedor científico. -Usted no se puede imaginar: Petersburgo y Moscú viven
con carbón inglés, Rusia quema en sus estufas sus lujosos bosques vírgenes, ¡y
entre tanto, las entrañas de nuestro sur contienen unas riquezas inagotables!
Imbs movió tristemente la
cabeza, graznó con fastidio y solicitó un mapa de Rusia.
Cuando el lacayo trajo el
mapa, el conde pasó la uña del meñique por la orilla del Mar de Azov, arañó con
la misma uña al lado de Jarkov y dijo:
-Aquí pues... en
general... ¿Entiende? ¡¡Todo el sur!!
Imbs quería averiguar con
más exactitud cuáles eran esos lugares donde se esconde nuestro carbón, pero el
conde no dijo nada definido; señaló desordenadamente con su uña por toda Rusia
y una vez incluso, deseando mostrar la rica región del Don, señaló el
territorio de Stavropol. El conde ruso, por lo visto, conocía mal la geografía
de su patria. Se asombró terriblemente, e incluso expresó incredulidad en su
rostro, cuando Imbs le dijo que en Rusia hay montañas de los Cárpatos.
-Yo mismo tengo, sabe, en
la región del Don, una granja, -dijo el conde. -Ocho mil desiatínas[1]
de tierra. ¡Una hermosa granja! Carbón hay en ésta, imagínese... ¡eine
zahllose... eine oceanische Menge[2] !Millones ocultos en la tierra... se pierden en vano... Hace tiempo ya que sueño
con dedicarme a esa cuestión. Busco una ocasión... un hombre apropiado.
¡Nosotros en Rusia no tenemos pues especialistas! ¡Un despoblado absoluto!
Empezaron a hablar en
general de los especialistas. Hablaron mucho y largo tiempo. La conversación
terminó cuando el conde saltó de pronto, como si lo hubieran pinchado, se
golpeó la frente y dijo:
-¿Sabe qué? Me alegro
mucho de haberme encontrado con usted. ¿No quiere ir a mi granja? ¿Qué tiene
que hacer aquí, en Alemania? ¡Aquí hay muchos científicos alemanes, sin
contarlo a usted, en cambio en mi granja usted hará una obra! ¡Y qué obra!
¿Quiere? ¡Acepte pronto!
Imbs frunció el ceño,
caminó por el camarote de una esquina a la otra y, tras razonar y sopesar,
aceptó.
El conde le estrechó la
mano y gritó por champagne.
-Bueno, ahora estoy
tranquilo -dijo. -Voy a tener carbón.
A la semana Imbs, cargado
de libros, planos y esperanzas, iba ya a Rusia, soñando insensata-mente con los
rublos rusos. En Moscú el conde le dio doscientos rublos, la dirección de la
granja y le ordenó ir al sur.
-Vaya nomás y empiece
allí. Yo puede ser que llegue en otoño. Escríbame.
Al llegar a la granja de
Tulupov, Imbs se instaló en una de las alas, y desde el día después de su
llegada se dedicó a "abastecer a Rusia de carbón". A las tres
semanas, le envió al conde la primera carta. "Yo ya estudié el carbón de
su tierra -escribía después de un largo y tímido preámbulo, -y encontré que,
por su baja calidad, no merece que lo extraigan de la tierra. Ni siquiera si
fuera tres veces mejor convendría tocarlo. Además de la calidad del carbón, me
sorprende la total ausencia de demanda. Su vecino, el productor carbonero
Alpatov, tiene preparados quince millones de puds[3].
Entre tanto, no hay nadie que le dé siquiera un kopec por pud. El camino que
pasa por su granja está construido especialmente para el transporte del carbón
de piedra pero en toda su existencia, no ha pasado aún ni un pud por él. Hay que
ser deshonesto o demasiado superficial para darle a usted siquiera una gota de
esperanza en el éxito. Me atreveré asimismo a agregar que su propiedad está a
tal punto arruinada y abandonada que la extracción de carbón -y en general,
cualquier innovación, sea cual sea- constituyen un derroche." Al final de
todo, el alemán rogaba al conde recomendarlo a otro "Fürsten oder
Grafen[4]"
ruso o enviarle "ein wenig[5]"
para regresar a Alemania. En espera de la benévola respuesta, Imbs se dedicó a
pescar y a cazar codornices al son del caramillo.
La respuesta a esta carta
no la recibió Imbs sino el gerente, el polaco Dzierzhinskii. "Y al alemán
dígale que él no entiende nada, -escribía el conde en la posdata. Yo le enseñé
su carta a un ingeniero de minas (consejero secreto de Mleev) y ésta provocó
risa. Por lo demás, no lo retengo. Que se vaya cuando quiera. Dinero para el
camino tiene. Yo le di 200 rublos. Si él gastó en el camino 50, pues entonces
le quedarán 150 rublos." Al conocer esta respuesta, Imbs se asustó terriblemente.
Se sentó y cubrió de corrido, con su letra alemana, dos hojas de papel de
correo. Le rogaba al conde perdonarlo generosamente, porque le había ocultado
en la primera carta muchas cosas "muy importantes". Con lágrimas en
los ojos y remordimiento de conciencia, escribía que, después del camino de
Moscú, cometió la imprudencia de perder a las cartas con Dzierzhinskii los
restantes 172 rublos. "Posteriormente, yo le gané a él 250 rublos, pero
él no me los da, aunque recibió de mí todo lo que yo perdí, y por eso me atrevo
a acudir a su autoridad. Obligue al estimado señor Dzierzhinskii a pagarme
siquiera la mitad, para que yo pueda dejar Rusia y no comer en vano de su
pan." Mucha agua corrió bajo los puentes, y muchos peces y codornices cazó
Imbs, antes de recibir la respuesta a esta segunda carta. Un día, a fines de
julio, el polaco entró en su habitación y, tras sentarse en la cama, empezó a
recordar en voz alta todas las palabrotas que existen en la lengua alemana.
-¡Un asno asombroso este
conde! -dijo, golpeando con la visera el borde de la mesa. -Me escribe que se
va por unos días a Italia y no me da ninguna instrucción respecto a usted.
¿Dónde lo voy a meter a usted? ¡El carbón al conde le hace falta tanto como a
mí su fisonomía, que se lo lleve el diablo! ¡Y usted también es bueno, ni qué
decir! ¡Un tonto, un mimado andariego, por hacer algo, le parloteó un poco, y
usted le creyó!
-¿El conde se va a
Italia? -se asombró Imbs, palideciendo. -¿Y el dinero, me lo envió? ¡¿No?! ¿Y
cómo me iré yo de aquí? ¡No tengo ni un kopec! Escúcheme, estimado señor
Dzierzhinskii, si usted no me puede dar lo que perdió, ¿no me compraría acaso
mis libros y planos? ¡En Rusia los venderá por una suma muy grande!
-En Rusia no hacen falta
sus libros y planos.
Ibms se sentó y se quedó
pensativo. Mientras el polaco llenaba el aire de su bilis, el alemán resolvía
su cuestión utilitaria y sentía con todos sus instintos alemanes cómo se le
malograba la sangre en esos minutos. La expresión de arrogancia científica del
rostro cedió lugar a una expresión de dolor, de desesperación... La conciencia
de un cautiverio sin salida, lejos de las olas del Rin y de la compañía de los
maestros de minas, lo hizo llorar. Por la noche, se sentaba junto a la ventana
y miraba la luna... Alrededor había silencio. En algún lugar lejano chirriaba
una armónica y gemía una quejumbrosa cancion-cita rusa. Esos sonidos le
apretaron el corazón a Imbs. Se apoderó de él tal añoranza por la patria, por
el derecho y la justicia, que habría dado toda su vida sólo por hallarse esa
noche en su casa.
"Aquí brilla esta
luna y allá brilla también. ¡Y qué diferencia!" -pensaba.
Toda la noche Imbs añoró
su tierra. A la mañana, no soportó la añoranza y decidió irse. Tras colocar sus
libros y planos "inútiles en Rusia" en el morral, bebió agua en
ayunas y, exacta-mente a las cuatro de la mañana, se encaminó a pie hacia el
norte. Decidió ir a ese mismo Jarkov, que hacía tan poco había arañado el conde
en la carta con su uña rosada. En Jarkov esperaba encontrar alemanes que
pudieran darle dinero para el camino.
-En el camino, dormido,
me quitaron las botas -contaba Imbs a sus amigos, sentado al mes en el mismo
barco. -¡Tal es la "honestidad rusa"! Pero, a fin de cuentas, hay que
hacerles justicia: de Slaviansk a Jarkov, un cochero ruso me llevó por cuarenta
kopecs, el dinero que me entregaron por mi pipa de pacotilla. ¡Viajar por esa
suma es deshonesto, pero es muy barato![6]
1.014. Chejov (Anton)
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