I
En el
monasterio Staro-Petróvsky se cantaban Las Vísperas del Domingo de Ramos.
Cuando comenzaron a repartir las ramas, eran ya casi las diez; las luces se tornaron
opacas, las velas tenían largos pabilos y todo parecia estar cubierto de
niebla. En el crepúsculo de la iglesia la multitud se agitaba como el mar y el
reverendísimo padre Piotr, quien desde hacía unos tres días no se sentía bien
de salud, encontraba que todas las caras -viejas, jóvenes, masculinas, femeninas-
eran iguales, y las que se acercaban para retirar la rama tenían todas la misma
expresión en los ojos. La puerta se hallaba oculta en la bruma; la multitud se
movía sin cesar y parecía no tener fin. Cantaba un coro femenino, y una monja
leía el canon.
¡Qué
sofoco y qué calor! ¡Cómo se prolongaban Las Vísperas! El reverendísimo padre
Piotr estaba cansado. Su respiración era dificultosa, acelerada y seca; a causa
del cansancio le dolía la espalda y sus piernas temblaban. Le molestaban
también los gritos agudos de un mendigo adivino que de tiempo en tiempo
resonaban en el coro. Además, al reverendísimo padre le pareció de repente,
como si fuese un sueño o un delirio, que mezclada con la multitud, se acercaba
su propia madre, María Timoféievna, a quien no había visto desde hacía nueve
años. La mujer, que podía ser una vieja parecida a su madre, recibió de sus
manos la rama, se apartó y lo miró con una alegre y bondadosa sonrisa hasta que
volvió a mezclarse con la gente. Y entonces las lágrimas corrieron por su
rostro sin aparente motivo. Su aima estaba en paz y alrededor todo era normal,
pero él miraba fijamente hacia el lado izquierdo del coro -donde resonaba la
lectura y donde, en las tinieblas de la noche, ya no se podía reconocer a
ninguna persona- y lloraba. Las lágrimas brillaron en su cara y en su barba.
Alguien, cerca de él, empezó a llorar también; luego, algo más lejos, otro más;
después otro y otro más y poco a poco la iglesia llenóse de un tenue llanto.
Poco tiempo después, al cabo de unos cinco minutos, estaba cantando el coro de
monjes, nadie lloraba ya y todo era como antes.
Pronto
terminó también cl servicio. Cuando oi obispo tomaba asiento en la carroza para
ir a su casa, todo el jardín, iluminado por la luna, estaba lleno del alegre y hermoso
tañer de las pesadas y costosas campanas. Los blancos muros, las blancas cruces
sobre la tumba, los blancos abedules, las negras sombras y la lejana luna en el
cielo, detenida justo sobre el monasterio, parecían vivir ahora su propia vida,
incomprensible para el hombre, pero al mismo tiempo cercana a él. Eran los
comienzos de abril y, después de un templado día primaveral, el aire refrescó
y hasta cayó una débil helada, pero en la suave atmósfera percibíase ya el
soplo de la primavera. El camino desde el monasterio hasta la ciudad era arenoso
y había que avanzar a paso lento; por ambos lados de la carroza, a la intensa y
quieta luz de la luna, caminaban por la arena los peregrinos. Todos callaban,
pensativos; todo en derredor -los árbo-les, el cielo y hasta la luna- era
afable, juvenil y cercano, y daban ganas de pensar que así sería siempre.
Por fin, la
carroza llegó a la ciudad y rodó por la calle principal. Los comercios estaban
cerrados, excepto la tienda del millonario Erakin, donde estaban probando la
iluminación eléctrica, que parpadeaba fuertemente, atrayendo una multitud de
curiosos. Luego siguieron las calles anchas y oscuras, una tras otra,
desiertas; luego, la carretera, el campo, el olor a pino. Y de repente surgió
ante la vista un muro blanco y dentado, tras él un alto campanario, todo inundado
de luz, a cuyo lado elevábanse cinco grandes cúpulas, doradas y brillantes;
era el monasterio Pangrátievsky, en el cual vivía el reverendísimo Piotr.
También aquí la pensativa luna brillaba en lo alto, sobre el monasterio. La
carroza atravesó el portón, chirriando por la arena; aquí y allá aparecie-ron
a la luz de la luna las negras figuras de los monjes, resonaron pasos sobre las
losas...
-Reverencia,
cuando usted no estaba, vino aquí su madre –informó el hermano lego al
reverendísimo, al entrar éste en su aposento.
-¿Mi
madrecita? ¿Cuándo llegó?
-Antes
del servicio de Vísperas. Primero averiguó dónde se encontraba usted y luego
partió al monasterio de las monjas.
-¡Quiere
decir que fue a ella a quien yo vi en la iglesia! ¡Oh, Señor!
Y el
reverendísimo se puso a reír de alegría.
-Encargó
transmitirle, reverencia -prosiguió el monje- que volvería mañana. Vino
acompañado de una chicuela, debe ser la nieta. Se alojaron en el hospedaje de
Ovsiánnikav.
-¿Qué
hora es?
-Son más
de las once.
-¡Ah, qué
lástima!
El
reverendísimo se quedó sentado un rato en el salón, meditando, como si no oyera
que era ya tan tarde. Sentía un dolor sordo en los brazos y en las piernas;
también le dolía la nuca. Tenía calor y se sentía molesto. Habiendo descansado
un poco se dirigió a su dormitorio, donde se quedó sentado un rato más, siempre
pensando en su madre. Oyó retirarse al hermano lego y la tos del padre Sisoy,
el monje preste, del otro lado de la pared. El reloj del monasterio dio un
cuarto de hora.
El
reverendísimo se cambió de ropa y comenzó a decir las oraciones para el reposo
nocturno. Leía con atención aquellas viejas y desde hacía tiempo conocidas
oraciones y al mismo tiempo pensaba en su madre. Tenía nueve hijos y cerca de
cuarenta nietos. Antaño vivía ella en una pobre aldea, con su marido, diácono;
vivió allí mucho tiempo, desde los diecisiete hasta los sesenta años. El
reverendísimo la recordaba desde su más tierna infancia, casi desde los tres
años y ¡con qué amor! ¡Querida, preciosa, inolvidable infancia! ¿Por qué será
que este tiempo, que se fue para siempre y que no volverá nunca, parecía más
luminoso, más festivo y más rico de lo que había sido en realidad? Cuando de
niño o en su adolescencia caía enfermo, ¡cuán tierna y atenta se tornaba su
madre! Y ahora las oraciones se mezclaban con los recuerdos, cuya luz se volvía
cada vez más intensa, y las plegarias no le impedían pensar en su madre.
Habiendo
terminado de rezar, desvistióse y se acostó y en seguida, en la oscuridad que
lo rodeó, vio a su difunto padre, a su madre, su aldea natal, Lesopolie... El
chirriar de las ruedas, el balido de las ovejas, el tañer de las campanas de la
iglesia en las claras mañanas estivales, los gitanos bajo la ventana, ¡oh, qué
dulce es pensar en ello! Acudió a su memoria el sacerdote de la aldea, el
padre Simeón, manso y bondadoso; era flaco y de baja estatura, mientras que su
hijo, el seminarista, tenía un cuerpazo enorme y hablaba con estentórea voz debajo;
éste se enojó una vez con la cocinera y la increpó :«¡Eres la burra de Yehudi!
» y el padre Simeón, que lo había oído, no dijo una palabra y hasta sintió vergüenza,
ya que no podía recordar en qué lugar de las Escrituras Sagradas había mención acerca
de aquella burra. Más tarde le sucedió el padre Demián, muy dado a la bebida;
algunas veces se pasaba de la medida hasta tal punto que empezaba a ver
dragones verdes, por lo que lo apodaban «Demián el dragovidente». El maestro de
escuela era un tal Matvey Nikoláich, antiguo seminarista y también bebedor,
aunque persona buena e inteligente; nunca castigaba a sus alumnos, no obstante
lo cual y sin ninguna razón aparente había colgado en la pared un manojo de
azotes de abedul, y debajo de él una inscripción en latín, totalmente absurda: Betula kinder balsamica secuta. Tenía un
perro, negro y peludo, al que llamaba «Santaxís».
El
reverendísimo rió. A ocho verstas de
Lesopolie, en la aldea Obnino, había un icono milagroso. En verano, el icono se
trans-portaba en procesión por los pueblos vecinos y las campanas tañían
durante todo el día ya en una aldea, ya en otra, y al reverendísimo le parecía
en aquel entonces que la alegría temblaba en el aire y él -entonces se llamaba
Pavlusha- caminaba tras el icono, descalzo, con la cabeza descubierta, con fe
ingenua y con una sonrisa también ingenua, infinitamente dichoso. Hasta los
quince años, por lo menos, Pavlusha estuvo atrasado en los estudios, de modo
que hasta se pensaba sacarlo del colegio sacerdotal y ponerlo a trabajar en un
comercio; una vez en la oficina de correos de Obnino, adonde había ido a
retirar cartas, miró largamente a los empleados y dijo a uno de ellos:
«Permítame que le pregunte, ¿cómo reciben ustedes el sueldo, mensualmente o
todos los días?»
El
reverendísimo se persignó y se dio vuelta en la cama para no pensar más y
tratar de dormir.
-Mi madre
ha llegado... -recordó y volvió a reír.
La luna
se asomaba por la ventana; el suelo estaba iluminado y sobre él yacían las
sombras. Cantaba él grillo. En la habitación contigua, del otro lado de la
pared, roncaba el padre Sisoy y hubo algo solitario, algo de huérfano y hasta
de vagabundo en sus ronquidos de anciano. Otrora Sisoy había sido ecónomo del
obispo diocesano y por ese motivo lo llamaban ahora «antiguo padre ecónomo»;
tenía setenta años y vivía ora en el monasterio, a dieciséis verstas de la ciudad, ora en la ciudad
misma, según la ocasión. Tres días antes pasó por el monasterio Pankrátievsky y
el reverendísimo lo retuvo consigo para conversar con él algún día libre, sobre
las cosas y las costumbres del lugar...
A la una
y media tocaron a maitines. Se oyó la tos del padre Sisoy, quien rezongó algo,
malhumorado; luego se levantó y se puso a caminar por las habitaciones, descalzo.
-¡Padre
Sisoy! -llamó él reverendísimo.
Sisoy
retiróse a su cuarto y poco tiempo después apareció ya con las botas puestas y
con una vela en la mano; por encima de la ropa interior llevaba puesta la
sotana y su cabeza estaba tocada con una vieja y desteñida escofia.
-No tengo
sueño -dijo el reverendísimo, sentándose en la cama. Seguramente estoy enfermo.
Pero qué tendré, no lo sé. ¡Tengo fiebre!
-Debe ser
un resfrío, monseñor. Habría que untarlo con sebo de vela.
Sisoy se
quedó un rato de pie y bostezó: «¡Oh, Señor, perdóna-me! »
-En la
tienda de Erakin encendieron anoche la luz eléctrica -dijo-. ¡No me gusta!
El padre
Sisoy era viejo, flaco, encorvado y siempre descontento; también sus ojos,
saltones como los de un cangrejo, miraban enojados.
-¡No me
gusta! -volvió a decir, retirándose. ¡No me gusta nada, que Dios lo ampare!
II
Al día
siguiente, Domingo de Ramos, el reverendísimo dijo la misa en la Catedral de la ciudad,
luego visitó al obispo diocesano; estuvo más tarde en casa de una generala, vieja
y muy enferma, y, por fin, dirigióse a su casa. Después de la una, almorzaban
con él los visitantes queridos: su vieja madre y su sobrina Katia, chicuela de
unos ocho años. Durante el almuerzo, el sol primaveral miraba por las ventanas,
iluminando alegremente el blanco mantel y los rojizos cabellos de Katia. A
través de los dobles vidrios oíase el trajín de los grajos en el jardín y el
cantar de los estorninos.
-Ya van
nueve años que no nos vemos -decía la anciana, pero anoche, en el monasterio,
ni bien lo vi... ¡Dios mío! No cambió ni una pizca, tan sólo enflaqueció un
poco y la barbita la tiene ahora algo más larga. ¡Reina celestial, madre de
Dios! Anoche, durante Las Vísperas, nadie se podía contener, todo el mundo
lloraba. Yo también, mirándolo a usted, me puse a llorar sin saber por qué.
¡Fue la santa voluntad de Dios!
A pesar
del cariño con que ella lo decía, era visible que se encontraba incómoda, como
dudando si debía decirle tú o usted, reír o no, y sintiéndose más mujer de
diácono que madre de obispo.. Katia, mientras tanto, miraba sin pestañear a su
tío, el reveredísimo como deseando adivinar qué clase de persona era. Sus
cabellos se alzaban a causa de la peineta y de la cinta de terciopelo,
formando una aureola; su nariz era respingada y los ojos parecían astutos.
Antes de sentarse a la mesa había roto un vaso y ahora la abuela, conversando,
apartaba de ella ora un vaso ora una copa. El reverendísimo escuchaba a su
madre y recordaba cómo en otros tiempos, hacía muchos años, ella lo llevaba,
junto con otros hermanos y hermanas, a la casa de unos parientes, a quienes
consideraba ricos; y de la misma manera que antes se afanaba con los hijos,
ahora lo hacía con los nietos, con esta Katia...
-Váreñka,
su hermana, tiene cuatro hijos -contaba. Katia es la mayor y Dios sabe por
qué razón, mi yerno, el padre Iván, enfermó y este... murió tres días antes de la Asunción. Y mi Váreñka
ahora está como para pedir limosna.
-¿Y cómo
está Nikanor? -preguntó el reverendísimo por su hermano mayor.
-Mal no
está, gracias a Dios. Así y todo, se puede vivir, a Dios gracias. Sólo que su
hijo Nikolasha, mi nietecito, no quiso seguir la linea eclesiástica y fue a la Universidad , para ser
doctor. Cree que es mejor, pero ¡quién sabe! Fue la santa voluntad de Dios.
-Nikolasha
corta a los muertos -dijo Katia y derramó agua sobre sus rodillas.
-Quédate
quieta, nena -observó con calma la abuela y le quitó el vaso de las manos.
Reza antes de comer un plato.
-¡Cuánto
tiempo sin vernos! -dijo el reverendísimo y acarició con ternura el hombro y
el brazo de su madre. La eché de menos, mamaíta, en el extranjero. Me sentí
muy triste sin usted.
-Muy
agradecida.
-A veces,
de noche, me quedaba sentado solo, junto a la ventana abierta; a lo lejos se
oía la música y me invadía de golpe una nostalgia tan fuerte que estaba
dispuesto a dar cualquier cosa por volver y para verla a usted...
La madre
sonrió, resplandeciendo, pero en seguida volvió a ponerse seria y dijo:
-Muy
agradecida.
El humor
del reverendísimo, cambió bruscamente. Miraba a su madre sin comprender cómo y
para qué tenía aquella respetuosa y tímida expresión. en el rostro y en la voz.
No la reconocía y sintióse triste y fastidiado. Además, la cabeza le dolía
igual que el día anterior; sentía también un fuerte dolor en las piernas, el pescado
le pareció desabrido, soso, y constantemente tenía sed...
Por la
tarde llegaron de visita dos damas, ricas terratenientes, que permane-cieron
sentadas una hora y media, en silencio, con caras alargadas; para tratar
algunos asuntos vino el archimandrita, callado y algo sordo. Y ya tocaron las
campanas, el sol se puso tras el bosque y el día terminó. Al volver de la
iglesia, el reverendísimo oró de prisa, se acostó y se tapó bien.
Le era
desagradable recordar el pescado que había comido en el almuerzo. La luz de la
luna lo molestaba y además oyó una conversación. En un cuarto vecino, al parecer
en el salón, el padre Sisoy hablaba de política:
-Los
japoneses ahora están en guerra. Están peleando. Los japoneses, madrecita, son
lo mismo que los montenegrinos; son de la misma tribu. Estuvieron juntos bajo
el yugo turco.
Luego se oyó
la voz de María Timaféievna:
-De modo
que después de rezar y de tomar el té fuimos este... a Novojátnoie, para
visitar al padre Egor y entonces...
El «tomar
el té» surgía a cada rato y parecía que ella no había hecho otra cosa en su
vida que tomar té. Lentamente, con apatía, el reverendísi-mo iba recordando el
seminario, la Academia.
Unos tres años fue profesor de griego en el seminario, sin
¡lentes ya no podía leer el libro; luego tomó el hábito de monje y lo
designaron inspector. Luego aprobó su tesis. A los treinta y dos años lo nombraron
rector del seminario; lo designaron archimandrita, y la vida entonces se tornó
fácil y agradable y parecía tan larga que no se vislumbraba el fin. Pero su
salud empezó a resentirse, adelgazó mucho, por poco se queda ciego y por
consejo médico debió abandonarlo todo e irse al extranjero.
-¿Y
luego? -preguntó el padre Sisoy en la habitación vecina.
-Luego
tomamos el té... -respondió María Timoféievna.
-¡Padre,
tiene usted la barba verde! -dijo de repente Katia con sorpresa, y se echó a
reír.
El
reverendísimo recordó que, en efecto, la barba del canoso padre Sisoy tenía un
matiz verdoso y rió también.
-¡Dios
mío, esta chica es un verdadero castigo! -replicó en voz alta Sisoy, enojado.
¡A ver si te quedas quieta, traviesa!
Acudió a
la mente del reverendísimo la blanca iglesia, completamente nueva, en la cual
realizaba servicios mientras vivía en el extranjero; recordó el rumor del
tibio mar. Su apartamento se componía de cinco habitaciones, espaciosas y
claras; en el gabinete había una nueva mesa escritorio, biblioteca. Leyó mucho;
escribió a menudo. Recordó su nostalgia; todos los días una mendiga ciega
tocaba la guitarra bajo su ventana y cantaba sobre el amor, en tanto él,
escuchándola, sin saber por qué pensaba en el pasado. Transcurrieron ocho
años, lo llamaron a Rusia y ahora era ya prelado vicario, mientras el pasado
se ha ido lejos, envuelto en la niebla, como un sueño...
Entró el
padre Sisoy con una vela en la mano.
-¡Vaya!
-se sorprendió. ¿Está usted durmiendo ya, reverencia?
-¿Qué
pasa?
-Si es
temprano todavía; serán las diez o menos aún. Hoy compré una vela, quería
untarlo con sebo.
-Tengo
fiebre... -dijo el reverendísimo y se sentó. En efecto, habría que hacer
algo. Tengo pesada la cabeza.
Sisoy le
quitó la camisa y se puso a frotarle el pecho y la espalda con el sebo de vela.
Así..:
así... -decía. Cristo... Señor nuestro... así. Hoy fui a la ciudad... fui a
ver a aquel... ¿cómo se llama?... al arcipreste Sidonsky... Tomé té en su
casa... ¡No me gusta ese hombre! Cristo... Señor nuestro... así... ¡No me
gusta!
III
El obispo
diocesano, viejo y muy grueso, estaba enfermo de reumatismo o gota y hacía un
mes que no se levantaba de la cama. El reverendísimo Piotr lo visitaba casi
todos los días y recibía, en su lugar, a los solicitantes. Y ahora, al sentirse
indispuesto, se asombraba de la vacuidad y la pequeñez de todo lo que se pedía
y por lo que se lloraba; lo irritaban la incultura y la timidez; lo abrumaba la
mole de esas innecesarias minucias y creía comprender ahora al obispo
diocesano, quien, en sus años mozos, había escrito «Estudios sobre la libre voluntad»
mientras que ahora, al parecer, se sumergió en las fruslerías, se olvidó de
todo y no pensaba más en Dios. En el extranjero, el reveren-dísimo por lo visto
se había desacostumbrado de la vida rusa y ésta no le resultaba fácil ahora; el
pueblo le parecía tosco, las mujeres pedigüeñas, aburridas y estúpidas, los
seminaristas y sus maestros, incultos y a veces hasta salvajes. Y los papeles,
entrados y despachados, se contaban por decenas de miles y ¡qué papeles! Los
superintendentes de toda la diócesis ponían a los sacerdotes -jóvenes y viejos-
y hasta a sus esposas e hijos, notas de conducta: cincos, cuatros y a veces
tres y de esto había que conversar, leer y escribir serios papeles. De este
modo no quedaba positivamente un solo minuto libre, el alma se hallaba en
tensión durante el día entero y el reverendísimo Piotr se calmaba tan sólo
cuando estaba en la iglesia.
Tampoco
podía acostumbrarse al miedo que él, sin querer, suscitaba en la gente, a pesar
de su carácter, apacible y modesto. Todas las personas en esta provincia,
cuando las miraba, le parecían pequeñas, asustadas, culpables. En su
presencia, todo el mundo teníá miedo y todos, hasta los viejos arciprestes,
caían a sus pies; hacía poco tiempo, una solicitante, vieja mujer de un pobre
aldeano, de miedo no pudo pronunciar una sola palabra y retiróse sin consegüir
nada. Y él, que en sus sermones jamás se animó a hablar mal de la gente ni a
hacerle reproches, porque le daban lástima, se enojaba con los solicitantes,
perdía los estribos, arrojaba al suelo las solicitudes. Desde que se encontraba
aquí, ni una sola persona había conversado con él de un modo sincero,
sencillo, humano; hasta su vieja madre, al parecer, ya no era la de antes, ¡en
absoluto! ¿Y por qué -se preguntaba- con Sisoy ella charlaba sin cesar y reía
mucho, en tanto que con él, su hijo, se mantenía seria, solía quedarse callada
y se sentía incómoda, cosa que no concordaba con su manera de ser? La única
persona que se comportaba de manera natural en su presencia y decía lo que le
dabá la ganaa era el viejo Sisoy, quien pasó toda su vida entre obispos y
sobrevivió a once de ellos. Por ese motivo resultaba fácil alternar con él, no
obstante su carácter pesado y caprichoso.
El
martes, después de la misa, el reverendísimo estuvo en la casa episcopal,
atendió a los solicitantes, agitándose y enfadándose, y luego partió a su
casa. Se sentía siempre mal y tenía gana de acostarse; mas apenas hubo entrado
en su dormitorio, le anunciaron la llegada de Erakin, joven comerciante que
solía hacer donaciones, quien quería verlo para un asunto muy importante. Había
que recibirlo. Erakin permaneció sentado cerca de una hora, hablaba en voz muy
alta, casi gritando, y resultaba difícil comprender lo que decía.
-¡Ojalá
que...! -decía al marcharse. ¡Sin falta! ¡Según las circunstancias,
reverendísimo monseñor! ¡Es mi deseo...!
Después
de él vino la madre superiora de un monasterio lejano. Y cuando se hubo ido,
tocaron a vísperas y fue preciso ir a la iglesia.
Por la
noche el canto de los monjes era armonioso e inspirado, estando el servicio a
cargó de un joven monje preste, de negra barba; y el revérendísimo, escuchando
acerca del Esposo que llegó a medianoche, y del palacio adornado, no sentía
arrepentimiento por los pecados ni tristeza, sino paz en su alma y silencio,
transportándose en sus pensamientos al lejano pasado, a su infancia y su
juventud, cuando asimismo se cantaba acerca del Esposo y dél palacio, y ahora
aquel pasado aparecía vivo, bello y lleno de alegría, como probablemente nunca
había sido. Y puede ser que en el otro mundo, en la otra vida, recordemos el
lejano pasado, nuestra vida terrenal, con el mismo sentimiento. ¡Quién. sabe!
El reverendísimo estaba sentado en el recinto del altar, en la oscuridad. Las
lágrimas se deslizaban por su rostro. Pensaba en que había logrado cuanto
había de accesible para un hombre de su posición; tenía fe, y sin embargo no
todo era claro, algo faltaba, no tenía gana de morir; y parecía aun que no
había logrado poseer lo más importante, algo con que antaño soñaba vagamente;
y en el presente le inquietaba la misma esperanza en el futuro que tenía en su
infancia, en la Academia
y en el extranjero.
«¡Qué
bien cantan hoy! -pensó, prestando atención al canto. ¡Que bien!.»
IV
El Jueves
Santo dijo la misa en la catedral y realizó el lavatorio de los pies. Cuando
terminó el servicio y la gente salía de la iglesia, el día era saleado, tibio y
alegre; en las acequias corría ruidosamente el agua, y desde los campos llegaba
el ininterrumpido canto de las alondras, tierno y apaciguante. Los árboles se
habían despertado ya y sonreían afablemente, y por encima de ellos iba
extendiéndose, Dios sabe adónde, el insondable, inmenso cielo azul.
De
regreso a su casa, el reverendísimo Piotr tomó té, cambióse de ropa, se acostó
y ordenó al hermano lego que cerrara los postigos de las ventanas. En el dormitorio
se hizo la oscuridad. ¡Pero qué cansancio, qué dolor en las piernas y en la
espalda, un. dolor pesado y frío! ¡qué zumbido en los oídos! Hacía mucho que no
dormía, pero alguna minucia, que despuntaba en su cerebro apenas cerraba los
ojos, ahuyentaba el sueno. Igual que el día anterior, desde los cuartos vecinos
llegaban a través de la pared las voces, el ruido de los vasos, de las
cucharitas de té.... Alegremente y usando refranes, María Timoféievna contaba
algo al padre Sisoy y éste le respondía, disgus-tado: «¡Qué gente! ¡Qué va...!
¡A ninguna parte...!» El reverendísimo volvió a sentirse fastidiado y hasta
ofendido por la manera natural con que la vieja trataba a personas extrañas,
mientras que con él, su hijo, se mostraba tímida, hablaba poco y no lo que
quería decir y hasta, según parecía, buscaba siempre un pretexto para
levantarse, ya que la incomodaba estar sentada en su presencia. ¿Y su padre?
Éste, si estuviera con vida, probablemente no hubiera podido pronunciar una
sola palabra ante él...
En la
habitación vecina algo cayó al suelo y se rompió; al parecer, Katia había
dejado caer la taza o el platillo, puesto que el padre Sisoy, de repente,
escupió y dijo, enojado:
-¡Esta
chica es puro castigó, que Dios me perdone! ¡No hay vajilla que alcance!
Luego
sobrevino el silencio; tan sólo llegaban algunos rumores desde afuera. Y cuando
el reverendísimo abrió los ojos, vio en su cuarto a Katia, que estaba de pie,
inmóvil, y lo miraba. Sus rojizos cabellos, como de costumbre, se alzaban
detrás de la peineta en forma de una aureola.
-¿Eres
tú, Katia? -preguntó. ¿Quién es el que abre y cierra la puerta ahí abajo?
-No oigo
nada -contestó Katia, aguzando el oído.
-Ahora
mismo alguien pasó por allí.
-¡Es en su
vientre, tío!
Él rió y
le acarició la cabeza.
-¿De modo
que tu primo Nikolasha corta a los muertos? -preguntó poco después.
-Sí. Está
estudiando.
-¿Es un
joven bueno?
-Sí,
bastante bueno. Pero bebe mucho vodka.
-¿Y tu
padre de qué murió?
-Mi papá
estaba débil y muy delgado... y de pronto... la garganta... También yo me
enfermé, y mi hermano Fedia también... de la garganta. Papá murió, pero
nosotros sanamos.
Le tembló
la barbilla, las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron por las mejillas.
-Reverencia
-dijo con un hilito de voz y llorando ya con amargura, ¡mamita y nosotros
somos muy pobres...! Denos un poquito de dinero... sea bueno... ¡tío
querido...!
También
él sintió llenarse de lágrimas sus ojos y durante largo rato no pudo
pronunciar ni una palabra; emocionado, le acarició la cabeza y le tocó el
hombro, diciendo:
-Bien,
bien, chiquilla. Espera, que pronto llega el Domingo de Pascua... Conversaremos
entonces. Yo los ayudaré... Ayudaré...
Tímidamente
y sin hacer ruido entró la madre y oró ante los iconos. Al notar que él no
dormía, le preguntó:
-¿No
quiere un poco de sopita?
-No,
gracias... -contestó él. No tengo ganas.
-Me
parece que está usted enfermo... así me parece. ¡Claro, cómo no se va a
enfermar! Todo el día ocupado, todo el día... da pena verlo. Menos mal que las
fiestas están cerca, descansará, si Dios quiere; ya hablaremos entonces... por
ahora no lo voy a molestar con mi charla. Vamos, Kátechka, deja que monseñor
descanse.
Y él
recordó que hacía mucho tiempo, cuando todavía era un chicuelo, su madre solía
hablar con el superintendente de la diócesis en el mismo tono, entre divertido
y respetuoso... Sólo por los ojos, extraordinariamente bondadosos, y por la
inquieta y tímida mirada que le dirigió de reojo al salir de la habitación, se
podía adivinar que era la madre. Él cerró los ojos y parecía dormir, pero dos
veces oyó tocar el reloj y la tos del padre Sisoy del otro lado de la pared. Y
una vez más entró la madre y lo miró un minuto con timidez. Llegó un carruaje
y se detuvo junto al pórtico. Se oyó un golpe de nudillo en la puerta; ésta se
abrió y el hermano lego entró en el dormitorio.
-¡Reverencia!
-llamó.
-¿Qúé?
-Están
los caballos. Es hora de partir para la Pasión del Señor.
-¿Qué
hora es?
-Las
siete y cuarto.
Se vistió
y partió para la catedral. Durante la lectura de los doce Evangelios completos[1]
tenía que permanecer de pie, inmóvil, en medio de la iglesia; él mismo leyó el
primer Evangelio, el más largo, el más hermoso. Sintióse dominado por un humor
saludable y animoso. Este primer Evangelio, «Porque el Hijo del hombre vendrá
en la gloria de su Padre...», lo conocía de memoria; leyendo, levantaba los
ojos de tiempo en tiempo y por ambos lados veía un mar de luces y oía el
crepitar de las velas, sin ver a la gente, igual que en los años anteriores y
le parecía que era la misma gente que estaba en aquellos tiempos, en su
infancia y en su juventud, y que sería la misma siempre todos los años y sólo
Dios sabía hasta cuándo.
Su padre
había sido diácono; su abuelo, sacerdote; su bisabuelo, diácono y toda su
estirpe, quizás desde los tiempos de la conversión al cristianismo en Rusia,
pertenecían al clero, y su amor al servicio religioso, al clero, al tañido de
las campanas era en él innato, profundo, inextirpable; en la iglesia,
especialmente si él mismo tomaba parte en el servicio, sentíase activo,
animoso, feliz. Ahora ocurría lo mismo. Y sólo después de haber leído el octavo
Evangelio, sintió debilitarse su voz, de modo que ya ni se le oía toser;
sobrevino un fuerte dolor de cabeza y comenzó a inquietarlo el miedo de que en
cualquier momento se desplomaría. En efecto, sus piernas estaban tan
entumecidas que poco a poco iba dejando de sentirlas y resultaba incomprensible
cómo y sobre qué se mantenía erguido y por qué no caía...
Al
terminar el servicio, eran las doce menos cuarto. De regreso en su casa, el
reverendísimo se desvistió y se acostó en seguida, sin siquiera habe rorado. No
podía hablar y le parecía que ya no podía mantenerse en pie. Al cubrirse con la
colcha, sintió de pronto un fuerte deseo de ir al extranjero, ¡un deseo
irresistible! Al parecer, hubiera dado su vida con tal de no ver aquellos miserables
postigos y los bajos techos; de no percibir aquel pesado olor del monasterio.
¡Si hubiese por lo menos una persona con quien pudiera hablar, aliviar el alma!
Durante
un largo, rato, en la habitación contigua oíanse unos pasos y él se esforzaba
en vano por recordar quién era. Por fin se abrió la puerta y entró Sisoy con
una vela y con una taza en las manos.
-¿Ya se
acostó usted reverencia? -preguntó. Vengo para hacerle frataciones con vodka y
vinagre. Unas buenas fricciones dan grandes beneficios. Cristo... Señor
nuestro... así... Estuve en nuestro monasterio... ¡No me gusta! Mañana me voy
de aquí, monseñor. No me quedo más. Cristo... Señor nuestro... Así.
Sisoy no
podía permanecer mucho tiempo en un lugar y le parecía hallarse ya un año
entero en el monasterio Pankrátievsky. Al escucharlo, resultaba difícil comprender
dónde estaba su casa; si amaba a alguien o algo; si creía en Dios... Él mismo
no sabía por qué era monje, por lo demás, ni pensaba en ello; hacía mucho se
había borrado de su memoria el tiempo en que había tomado el hábito; diríase
que, directamente, había nacido monje.
-Mañana
me voy. ¡Dios sea con ellos!
-Me
gustaría conversar con usted... hasta ahora no tuve tiempo para hacerlo -dijo
el reverendísima en voz baja, haciendo un esfuerzó. No conozco a nadie aquí y no
sé nada.
-Está
bien, me quedaré hasta el domingo, por usted... pero no más. ¡Que queden con
Dios!
-¿Qué
clase de obispo soy yo? -continuó en voz baja el reverendísimo. Debiera ser un
sacerdote aldeano, sacristán, o un simple monje... Me agobia todo esto... me
aplasta...
-¿Qué?
Cristo... Señor nuestro... Así... Bueno, duerma ahora tranquilo, reverencia...
Ya se sabe... No hay nada que hacer... ¡Buenas noches!
El
reverendísimo pasó en vela toda la noche. Y por la mañana, alrededor de las
ocho, tuvo una hemorragia intestinal. El hermano lego, asustado, corrió primero
a ver al archimandrita y luego viajó a la ciudad para traer al médico del
monasterio. Iván Andreich. Este, un anciano obeso, de luenga barba canosa,
examinó largamente al reverendísimo, meneando la cabeza y frunciendo el ceño,
y luego dijo:
-¿Sabe
una cosa, reverencia? Tiene usted fiebre tifoidea.
A causa
de la hemorragia, el reverendísimo, en el transcurso de una hora, enflaqueció
de manera notable y tornóse pálido y demacrado; su rostro se arrugó, los ojos
se volvieron grandes y parecía envejecido y empequeñecido; se le antojaba que
ya era más flaco, más débil y más insignificante que nadie, y que todo lo que
hubo se había ido lejos para no volver, para no repetirse.
«¡Qué
bien! -pensó. ¡Qué bien!»
Entró su
anciana madre. Al ver su cara arrugada y sus grandes ojos, se asustó, cayó de
rodillas ante la cama y se puso a besarle la cara, los hombros, las manos. También
a ella le parecía, sin saber por qué, que él era más flaco, más débil y más
insignificante qúe nadie y, sin acordarse ya de que era obispo, lo besaba como
a un niño, como a una criatura íntima y querida.
-Pavlusha,
querido -decía. ¡Hijito mío...! ¿Por qué estás así? ¡Pavlusha, contéstame!
Katia,
pálida y seria, estaba a su lado y no alcanzaba a comprender qué le pasaba a su
tío, por qué había tanta pena en la cara de la abuela y ptar qué ella decía
palabras tan conmovedoras y tristes. Él, en tanto, ya no podía pronunciar una
sola palabra, no eñtendía nada, y se le figuraba que era un hombre simple,
ordinario; que iba caminando por el campo, rápida y alegremente, golpeando con
el bastoncito; que encima de él extendíase el ancho cielo, inundado de sol, y
que él se encontraba libre como un pájaro y podía ir a cualquier parte.
-¡Hijo
mío, Pavlusha, contéstame! -decía la anciana. ¿Qué tienes? ¡Querido mío!
-No
moleste a monseñor -observó Sisoy con voz enfadada, atravesando la habitación.
Que duerma un poco... ¡Qué se le va a hacer...! ¡Basta ya...!
Llegaron
tres médicos, realizaron consultas y se marcharon. El día fue largo,
increíblemente largo; luego sobrevino la noche y su paso fue más lento aun; y
por la mañana del sábado, el hermano lego acercóse a la vieja, que estaba
tendida sobre el diván, en la sala, y le pidió que fuera al dormitorió: el
reverendísimo había dejado de existir.
El día
siguiente era Domingo de Pascua. En la ciudad había cuarenta y dos iglesias y
seis monasterios; el sonoro y alegre tañido flotaba encima de la ciudad desde
la mañana hasta la noche, sin cesar, agitando el aire primaveral; cantaban los
pájaros y el sol brillaba intensamente. En la gran plaza de feria había mucho
ruido, balanceábanse los columpios, tocaban los organilleros, chillaba el
acordeón, resonaban voces borrachas. En la calle principal comenzaron los
paseos en coches tirados por trotones; en una palabra, fue un día alegre,
feliz, igual que fue el año anterior y, probablemente, como será también.el año
próximo.
Al cabo
de un mes fue designado un nuevo obispo vicario y ya pocos recordaban al
reverendísimo Piotr. Poco tiempo después lo olvidaron por completo. Y sólo la
vieja madre del difunto, que vive ahora en casa de su yerno, el diácono, en un
pueblecito perdido, cuando, al anochecer, sale a buscar su vaca y se encuentra,
en el prado, con otras mujeres, se pone a hablar de sus hijos, de sus nietos,
de que tenía un hijo obispo y lo dice con timidez, con temor de que no le
crean...
Y, en
efecto, no todas le creen.
1.014. Chejov (Anton)
[1] Se trata de doce
composiciones hechas con diversos fragmentos extraídos de los cuatro
Evangelios.
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