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sábado, 10 de agosto de 2013

El obispo

I

En el monasterio Staro-Petróvsky se cantaban Las Vís­peras del Domingo de Ramos. Cuando comenzaron a repartir las ramas, eran ya casi las diez; las luces se tor­naron opacas, las velas tenían largos pabilos y todo parecia estar cubierto de niebla. En el crepúsculo de la igle­sia la multitud se agitaba como el mar y el reverendísimo padre Piotr, quien desde hacía unos tres días no se sentía bien de salud, encontraba que todas las caras -viejas, jóvenes, masculinas, femeninas- eran iguales, y las que se acercaban para retirar la rama tenían todas la misma expresión en los ojos. La puerta se hallaba oculta en la bruma; la multitud se movía sin cesar y parecía no tener fin. Cantaba un coro femenino, y una monja leía el canon.
¡Qué sofoco y qué calor! ¡Cómo se prolongaban Las Vísperas! El reverendísimo padre Piotr estaba cansado. Su respiración era dificultosa, acelerada y seca; a causa del cansancio le dolía la espalda y sus piernas tembla­ban. Le molestaban también los gritos agudos de un men­digo adivino que de tiempo en tiempo resonaban en el coro. Además, al reverendísimo padre le pareció de re­pente, como si fuese un sueño o un delirio, que mez­clada con la multitud, se acercaba su propia madre, Ma­ría Timoféievna, a quien no había visto desde hacía nueve años. La mujer, que podía ser una vieja parecida a su madre, recibió de sus manos la rama, se apartó y lo miró con una alegre y bondadosa sonrisa hasta que volvió a mezclarse con la gente. Y entonces las lágrimas corrieron por su rostro sin aparente motivo. Su aima es­taba en paz y alrededor todo era normal, pero él miraba fijamente hacia el lado izquierdo del coro -donde reso­naba la lectura y donde, en las tinieblas de la noche, ya no se podía reconocer a ninguna persona- y lloraba. Las lágrimas brillaron en su cara y en su barba. Alguien, cerca de él, empezó a llorar también; luego, algo más lejos, otro más; después otro y otro más y poco a poco la iglesia llenóse de un tenue llanto. Poco tiempo des­pués, al cabo de unos cinco minutos, estaba cantando el coro de monjes, nadie lloraba ya y todo era como antes.
Pronto terminó también cl servicio. Cuando oi obispo tomaba asiento en la carroza para ir a su casa, todo el jardín, iluminado por la luna, estaba lleno del alegre y hermoso tañer de las pesadas y costosas campanas. Los blancos muros, las blancas cruces sobre la tumba, los blancos abedules, las negras sombras y la lejana luna en el cielo, detenida justo sobre el monasterio, parecían vivir ahora su propia vida, incomprensible para el hom­bre, pero al mismo tiempo cercana a él. Eran los comien­zos de abril y, después de un templado día primaveral, el aire refrescó y hasta cayó una débil helada, pero en la suave atmósfera percibíase ya el soplo de la primavera. El camino desde el monasterio hasta la ciudad era are­noso y había que avanzar a paso lento; por ambos lados de la carroza, a la intensa y quieta luz de la luna, cami­naban por la arena los peregrinos. Todos callaban, pen­sativos; todo en derredor -los árbo-les, el cielo y hasta la luna- era afable, juvenil y cercano, y daban ganas de pensar que así sería siempre.
Por fin, la carroza llegó a la ciudad y rodó por la calle principal. Los comercios estaban cerrados, excepto la tienda del millonario Erakin, donde estaban proban­do la iluminación eléctrica, que parpadeaba fuertemente, atrayendo una multitud de curiosos. Luego siguieron las calles anchas y oscuras, una tras otra, desiertas; luego, la carretera, el campo, el olor a pino. Y de repente surgió ante la vista un muro blanco y dentado, tras él un alto campanario, todo inundado de luz, a cuyo lado elevá­banse cinco grandes cúpulas, doradas y brillantes; era el monasterio Pangrátievsky, en el cual vivía el reveren­dísimo Piotr. También aquí la pensativa luna brillaba en lo alto, sobre el monasterio. La carroza atravesó el por­tón, chirriando por la arena; aquí y allá aparecie-ron a la luz de la luna las negras figuras de los monjes, resonaron pasos sobre las losas...
-Reverencia, cuando usted no estaba, vino aquí su madre –informó el hermano lego al reverendísimo, al entrar éste en su aposento.
-¿Mi madrecita? ¿Cuándo llegó?
-Antes del servicio de Vísperas. Primero averiguó dónde se encontraba usted y luego partió al monasterio de las monjas.
-¡Quiere decir que fue a ella a quien yo vi en la iglesia! ¡Oh, Señor!
Y el reverendísimo se puso a reír de alegría.
-Encargó transmitirle, reverencia -prosiguió el mon­je- que volvería mañana. Vino acompañado de una chicuela, debe ser la nieta. Se alojaron en el hospedaje de Ovsiánnikav.
-¿Qué hora es?
-Son más de las once.
-¡Ah, qué lástima!
El reverendísimo se quedó sentado un rato en el salón, meditando, como si no oyera que era ya tan tarde. Sentía un dolor sordo en los brazos y en las piernas; también le dolía la nuca. Tenía calor y se sentía molesto. Habien­do descansado un poco se dirigió a su dormitorio, donde se quedó sentado un rato más, siempre pensando en su madre. Oyó retirarse al hermano lego y la tos del padre Sisoy, el monje preste, del otro lado de la pared. El reloj del monasterio dio un cuarto de hora.
El reverendísimo se cambió de ropa y comenzó a decir las oraciones para el reposo nocturno. Leía con atención aquellas viejas y desde hacía tiempo conocidas oraciones y al mismo tiempo pensaba en su madre. Tenía nueve hijos y cerca de cuarenta nietos. Antaño vivía ella en una pobre aldea, con su marido, diácono; vivió allí mucho tiempo, desde los diecisiete hasta los sesenta años. El reverendísimo la recordaba desde su más tierna infancia, casi desde los tres años y ¡con qué amor! ¡Querida, pre­ciosa, inolvidable infancia! ¿Por qué será que este tiempo, que se fue para siempre y que no volverá nunca, parecía más luminoso, más festivo y más rico de lo que había sido en realidad? Cuando de niño o en su adolescencia caía enfermo, ¡cuán tierna y atenta se tornaba su madre! Y ahora las oraciones se mezclaban con los recuerdos, cuya luz se volvía cada vez más intensa, y las plegarias no le impedían pensar en su madre.
Habiendo terminado de rezar, desvistióse y se acostó y en seguida, en la oscuridad que lo rodeó, vio a su di­funto padre, a su madre, su aldea natal, Lesopolie... El chirriar de las ruedas, el balido de las ovejas, el tañer de las campanas de la iglesia en las claras mañanas esti­vales, los gitanos bajo la ventana, ¡oh, qué dulce es pen­sar en ello! Acudió a su memoria el sacerdote de la al­dea, el padre Simeón, manso y bondadoso; era flaco y de baja estatura, mientras que su hijo, el seminarista, tenía un cuerpazo enorme y hablaba con estentórea voz debajo; éste se enojó una vez con la cocinera y la increpó :«¡Eres la burra de Yehudi! » y el padre Simeón, que lo había oído, no dijo una palabra y hasta sintió ver­güenza, ya que no podía recordar en qué lugar de las Escrituras Sagradas había mención acerca de aquella burra. Más tarde le sucedió el padre Demián, muy dado a la bebida; algunas veces se pasaba de la medida hasta tal punto que empezaba a ver dragones verdes, por lo que lo apodaban «Demián el dragovidente». El maestro de escuela era un tal Matvey Nikoláich, antiguo semi­narista y también bebedor, aunque persona buena e inte­ligente; nunca castigaba a sus alumnos, no obstante lo cual y sin ninguna razón aparente había colgado en la pared un manojo de azotes de abedul, y debajo de él una inscripción en latín, totalmente absurda: Betula kinder balsamica secuta. Tenía un perro, negro y peludo, al que llamaba «Santaxís».
El reverendísimo rió. A ocho verstas de Lesopolie, en la aldea Obnino, había un icono milagroso. En verano, el icono se trans-portaba en procesión por los pueblos vecinos y las campanas tañían durante todo el día ya en una aldea, ya en otra, y al reverendísimo le parecía en aquel entonces que la alegría temblaba en el aire y él -entonces se llamaba Pavlusha- caminaba tras el icono, descalzo, con la cabeza descubierta, con fe ingenua y con una sonrisa también ingenua, infinitamente dichoso. Hasta los quince años, por lo menos, Pavlusha estuvo atrasado en los estudios, de modo que hasta se pensaba sacarlo del colegio sacerdotal y ponerlo a trabajar en un comercio; una vez en la oficina de correos de Obnino, adonde había ido a retirar cartas, miró largamente a los empleados y dijo a uno de ellos: «Permítame que le pregunte, ¿cómo reciben ustedes el sueldo, mensualmen­te o todos los días?»
El reverendísimo se persignó y se dio vuelta en la cama para no pensar más y tratar de dormir.
-Mi madre ha llegado... -recordó y volvió a reír.
La luna se asomaba por la ventana; el suelo estaba ilu­minado y sobre él yacían las sombras. Cantaba él grillo. En la habitación contigua, del otro lado de la pared, roncaba el padre Sisoy y hubo algo solitario, algo de huér­fano y hasta de vagabundo en sus ronquidos de anciano. Otrora Sisoy había sido ecónomo del obispo diocesano y por ese motivo lo llamaban ahora «antiguo padre ecó­nomo»; tenía setenta años y vivía ora en el monasterio, a dieciséis verstas de la ciudad, ora en la ciudad misma, según la ocasión. Tres días antes pasó por el monasterio Pankrátievsky y el reverendísimo lo retuvo consigo para conversar con él algún día libre, sobre las cosas y las cos­tumbres del lugar...
A la una y media tocaron a maitines. Se oyó la tos del padre Sisoy, quien rezongó algo, malhumorado; luego se levantó y se puso a caminar por las habitaciones, des­calzo.
-¡Padre Sisoy! -llamó él reverendísimo.
Sisoy retiróse a su cuarto y poco tiempo después apa­reció ya con las botas puestas y con una vela en la mano; por encima de la ropa interior llevaba puesta la sotana y su cabeza estaba tocada con una vieja y desteñida escofia.
-No tengo sueño -dijo el reverendísimo, sentándose en la cama. Seguramente estoy enfermo. Pero qué ten­dré, no lo sé. ¡Tengo fiebre!
-Debe ser un resfrío, monseñor. Habría que untarlo con sebo de vela.
Sisoy se quedó un rato de pie y bostezó: «¡Oh, Señor, perdóna-me! »
-En la tienda de Erakin encendieron anoche la luz eléctrica -dijo-. ¡No me gusta!
El padre Sisoy era viejo, flaco, encorvado y siempre descontento; también sus ojos, saltones como los de un cangrejo, miraban enojados.
-¡No me gusta! -volvió a decir, retirándose. ¡No me gusta nada, que Dios lo ampare!

II

Al día siguiente, Domingo de Ramos, el reverendísimo dijo la misa en la Catedral de la ciudad, luego visitó al obispo diocesano; estuvo más tarde en casa de una ge­nerala, vieja y muy enferma, y, por fin, dirigióse a su casa. Después de la una, almorzaban con él los visitantes queridos: su vieja madre y su sobrina Katia, chicuela de unos ocho años. Durante el almuerzo, el sol primaveral miraba por las ventanas, iluminando alegremente el blan­co mantel y los rojizos cabellos de Katia. A través de los dobles vidrios oíase el trajín de los grajos en el jardín y el cantar de los estorninos.
-Ya van nueve años que no nos vemos -decía la anciana, pero anoche, en el monasterio, ni bien lo vi... ¡Dios mío! No cambió ni una pizca, tan sólo enflaqueció un poco y la barbita la tiene ahora algo más larga. ¡Reina celestial, madre de Dios! Anoche, durante Las Vísperas, nadie se podía contener, todo el mundo lloraba. Yo tam­bién, mirándolo a usted, me puse a llorar sin saber por qué. ¡Fue la santa voluntad de Dios!
A pesar del cariño con que ella lo decía, era visible que se encontraba incómoda, como dudando si debía decirle tú o usted, reír o no, y sintiéndose más mujer de diácono que madre de obispo.. Katia, mientras tanto, miraba sin pestañear a su tío, el reveredísimo como deseando adivinar qué clase de persona era. Sus cabe­llos se alzaban a causa de la peineta y de la cinta de terciopelo, formando una aureola; su nariz era respingada y los ojos parecían astutos. Antes de sentarse a la mesa había roto un vaso y ahora la abuela, conversando, apar­taba de ella ora un vaso ora una copa. El reverendísimo escuchaba a su madre y recordaba cómo en otros tiem­pos, hacía muchos años, ella lo llevaba, junto con otros hermanos y hermanas, a la casa de unos parientes, a quienes consideraba ricos; y de la misma manera que antes se afanaba con los hijos, ahora lo hacía con los nietos, con esta Katia...
-Váreñka, su hermana, tiene cuatro hijos -conta­ba. Katia es la mayor y Dios sabe por qué razón, mi yerno, el padre Iván, enfermó y este... murió tres días antes de la Asunción. Y mi Váreñka ahora está como para pedir limosna.
-¿Y cómo está Nikanor? -preguntó el reverendí­simo por su hermano mayor.
-Mal no está, gracias a Dios. Así y todo, se puede vivir, a Dios gracias. Sólo que su hijo Nikolasha, mi nietecito, no quiso seguir la linea eclesiástica y fue a la Universidad, para ser doctor. Cree que es mejor, pero ¡quién sabe! Fue la santa voluntad de Dios.
-Nikolasha corta a los muertos -dijo Katia y de­rramó agua sobre sus rodillas.
-Quédate quieta, nena -observó con calma la abue­la y le quitó el vaso de las manos. Reza antes de comer un plato.
-¡Cuánto tiempo sin vernos! -dijo el reverendísi­mo y acarició con ternura el hombro y el brazo de su madre. La eché de menos, mamaíta, en el extranjero. Me sentí muy triste sin usted.
-Muy agradecida.
-A veces, de noche, me quedaba sentado solo, junto a la ventana abierta; a lo lejos se oía la música y me invadía de golpe una nostalgia tan fuerte que estaba dispuesto a dar cualquier cosa por volver y para verla a usted...
La madre sonrió, resplandeciendo, pero en seguida vol­vió a ponerse seria y dijo:
-Muy agradecida.
El humor del reverendísimo, cambió bruscamente. Miraba a su madre sin comprender cómo y para qué tenía aquella respetuosa y tímida expresión. en el rostro y en la voz. No la reconocía y sintióse triste y fastidiado. Ade­más, la cabeza le dolía igual que el día anterior; sentía también un fuerte dolor en las piernas, el pescado le pareció desabrido, soso, y constantemente tenía sed...
Por la tarde llegaron de visita dos damas, ricas terra­tenientes, que permane-cieron sentadas una hora y media, en silencio, con caras alargadas; para tratar algunos asun­tos vino el archimandrita, callado y algo sordo. Y ya to­caron las campanas, el sol se puso tras el bosque y el día terminó. Al volver de la iglesia, el reverendísimo oró de prisa, se acostó y se tapó bien.
Le era desagradable recordar el pescado que había comido en el almuerzo. La luz de la luna lo molestaba y además oyó una conversación. En un cuarto vecino, al parecer en el salón, el padre Sisoy hablaba de política:
-Los japoneses ahora están en guerra. Están pelean­do. Los japoneses, madrecita, son lo mismo que los mon­tenegrinos; son de la misma tribu. Estuvieron juntos bajo el yugo turco.
Luego se oyó la voz de María Timaféievna:
-De modo que después de rezar y de tomar el té fuimos este... a Novojátnoie, para visitar al padre Egor y entonces...
El «tomar el té» surgía a cada rato y parecía que ella no había hecho otra cosa en su vida que tomar té. Len­tamente, con apatía, el reverendísi-mo iba recordando el seminario, la Academia. Unos tres años fue profesor de griego en el seminario, sin ¡lentes ya no podía leer el libro; luego tomó el hábito de monje y lo designaron inspector. Luego aprobó su tesis. A los treinta y dos años lo nom­braron rector del seminario; lo designaron archimandrita, y la vida entonces se tornó fácil y agradable y parecía tan larga que no se vislumbraba el fin. Pero su salud empezó a resentirse, adelgazó mucho, por poco se queda ciego y por consejo médico debió abandonarlo todo e irse al extranjero.
-¿Y luego? -preguntó el padre Sisoy en la habita­ción vecina.
-Luego tomamos el té... -respondió María Timo­féievna.
-¡Padre, tiene usted la barba verde! -dijo de re­pente Katia con sorpresa, y se echó a reír.
El reverendísimo recordó que, en efecto, la barba del canoso padre Sisoy tenía un matiz verdoso y rió también.
-¡Dios mío, esta chica es un verdadero castigo! -re­plicó en voz alta Sisoy, enojado. ¡A ver si te quedas quieta, traviesa!
Acudió a la mente del reverendísimo la blanca iglesia, completamente nueva, en la cual realizaba servicios mien­tras vivía en el extranjero; recordó el rumor del tibio mar. Su apartamento se componía de cinco habitaciones, espaciosas y claras; en el gabinete había una nueva mesa escritorio, biblioteca. Leyó mucho; escribió a menudo. Recordó su nostalgia; todos los días una mendiga ciega tocaba la guitarra bajo su ventana y cantaba sobre el amor, en tanto él, escuchándola, sin saber por qué pen­saba en el pasado. Transcurrieron ocho años, lo llama­ron a Rusia y ahora era ya prelado vicario, mientras el pasado se ha ido lejos, envuelto en la niebla, como un sueño...
Entró el padre Sisoy con una vela en la mano.
-¡Vaya! -se sorprendió. ¿Está usted durmiendo ya, reverencia?
-¿Qué pasa?
-Si es temprano todavía; serán las diez o menos aún. Hoy compré una vela, quería untarlo con sebo.
-Tengo fiebre... -dijo el reverendísimo y se sen­tó. En efecto, habría que hacer algo. Tengo pesada la cabeza.
Sisoy le quitó la camisa y se puso a frotarle el pecho y la espalda con el sebo de vela.
Así..: así... -decía. Cristo... Señor nuestro... así. Hoy fui a la ciudad... fui a ver a aquel... ¿cómo se lla­ma?... al arcipreste Sidonsky... Tomé té en su casa... ¡No me gusta ese hombre! Cristo... Señor nuestro... así... ¡No me gusta!

III

El obispo diocesano, viejo y muy grueso, estaba en­fermo de reumatismo o gota y hacía un mes que no se levantaba de la cama. El reverendísimo Piotr lo visitaba casi todos los días y recibía, en su lugar, a los solicitantes. Y ahora, al sentirse indispuesto, se asombraba de la va­cuidad y la pequeñez de todo lo que se pedía y por lo que se lloraba; lo irritaban la incultura y la timidez; lo abrumaba la mole de esas innecesarias minucias y creía comprender ahora al obispo diocesano, quien, en sus años mozos, había escrito «Estudios sobre la libre vo­luntad» mientras que ahora, al parecer, se sumergió en las fruslerías, se olvidó de todo y no pensaba más en Dios. En el extranjero, el reveren-dísimo por lo visto se había desacostumbrado de la vida rusa y ésta no le resultaba fácil ahora; el pueblo le parecía tosco, las mu­jeres pedigüeñas, aburridas y estúpidas, los seminaristas y sus maestros, incultos y a veces hasta salvajes. Y los papeles, entrados y despachados, se contaban por dece­nas de miles y ¡qué papeles! Los superintendentes de toda la diócesis ponían a los sacerdotes -jóvenes y viejos- y hasta a sus esposas e hijos, notas de conducta: cincos, cuatros y a veces tres y de esto había que con­versar, leer y escribir serios papeles. De este modo no quedaba positivamente un solo minuto libre, el alma se hallaba en tensión durante el día entero y el reverendí­simo Piotr se calmaba tan sólo cuando estaba en la igle­sia.
Tampoco podía acostumbrarse al miedo que él, sin querer, suscitaba en la gente, a pesar de su carácter, apa­cible y modesto. Todas las personas en esta provincia, cuando las miraba, le parecían pequeñas, asustadas, cul­pables. En su presencia, todo el mundo teníá miedo y todos, hasta los viejos arciprestes, caían a sus pies; ha­cía poco tiempo, una solicitante, vieja mujer de un pobre aldeano, de miedo no pudo pronunciar una sola pala­bra y retiróse sin consegüir nada. Y él, que en sus ser­mones jamás se animó a hablar mal de la gente ni a hacerle reproches, porque le daban lástima, se enojaba con los solicitantes, perdía los estribos, arrojaba al suelo las solicitudes. Desde que se encontraba aquí, ni una sola persona había conversado con él de un modo sin­cero, sencillo, humano; hasta su vieja madre, al parecer, ya no era la de antes, ¡en absoluto! ¿Y por qué -se pre­guntaba- con Sisoy ella charlaba sin cesar y reía mucho, en tanto que con él, su hijo, se mantenía seria, solía que­darse callada y se sentía incómoda, cosa que no concor­daba con su manera de ser? La única persona que se com­portaba de manera natural en su presencia y decía lo que le dabá la ganaa era el viejo Sisoy, quien pasó toda su vida entre obispos y sobrevivió a once de ellos. Por ese motivo resultaba fácil alternar con él, no obstante su carácter pesado y caprichoso.
El martes, después de la misa, el reverendísimo estuvo en la casa episcopal, atendió a los solicitantes, agitán­dose y enfadándose, y luego partió a su casa. Se sentía siempre mal y tenía gana de acostarse; mas apenas hubo entrado en su dormitorio, le anunciaron la llegada de Erakin, joven comerciante que solía hacer donaciones, quien quería verlo para un asunto muy importante. Ha­bía que recibirlo. Erakin permaneció sentado cerca de una hora, hablaba en voz muy alta, casi gritando, y resultaba difícil comprender lo que decía.
-¡Ojalá que...! -decía al marcharse. ¡Sin falta! ¡Según las circunstancias, reverendísimo monseñor! ¡Es mi deseo...!
Después de él vino la madre superiora de un monas­terio lejano. Y cuando se hubo ido, tocaron a vísperas y fue preciso ir a la iglesia.
Por la noche el canto de los monjes era armonioso e inspirado, estando el servicio a cargó de un joven monje preste, de negra barba; y el revérendísimo, escu­chando acerca del Esposo que llegó a medianoche, y del palacio adornado, no sentía arrepentimiento por los peca­dos ni tristeza, sino paz en su alma y silencio, trans­portándose en sus pensamientos al lejano pasado, a su in­fancia y su juventud, cuando asimismo se cantaba acerca del Esposo y dél palacio, y ahora aquel pasado aparecía vivo, bello y lleno de alegría, como probablemente nun­ca había sido. Y puede ser que en el otro mundo, en la otra vida, recordemos el lejano pasado, nuestra vida terrenal, con el mismo sentimiento. ¡Quién. sabe! El re­verendísimo estaba sentado en el recinto del altar, en la oscuridad. Las lágrimas se deslizaban por su rostro. Pen­saba en que había logrado cuanto había de accesible para un hombre de su posición; tenía fe, y sin embargo no todo era claro, algo faltaba, no tenía gana de morir; y parecía aun que no había logrado poseer lo más impor­tante, algo con que antaño soñaba vagamente; y en el pre­sente le inquietaba la misma esperanza en el futuro que tenía en su infancia, en la Academia y en el extranjero.
«¡Qué bien cantan hoy! -pensó, prestando atención al canto. ¡Que bien!.»

IV

El Jueves Santo dijo la misa en la catedral y realizó el lavatorio de los pies. Cuando terminó el servicio y la gente salía de la iglesia, el día era saleado, tibio y alegre; en las acequias corría ruidosamente el agua, y desde los campos llegaba el ininterrumpido canto de las alondras, tierno y apaciguante. Los árboles se habían despertado ya y sonreían afablemente, y por encima de ellos iba extendiéndose, Dios sabe adónde, el insondable, inmenso cielo azul.
De regreso a su casa, el reverendísimo Piotr tomó té, cambióse de ropa, se acostó y ordenó al hermano lego que cerrara los postigos de las ventanas. En el dormi­torio se hizo la oscuridad. ¡Pero qué cansancio, qué dolor en las piernas y en la espalda, un. dolor pesado y frío! ¡qué zumbido en los oídos! Hacía mucho que no dormía, pero alguna minucia, que despuntaba en su cerebro apenas cerraba los ojos, ahuyentaba el sueno. Igual que el día anterior, desde los cuartos vecinos lle­gaban a través de la pared las voces, el ruido de los vasos, de las cucharitas de té.... Alegremente y usando refranes, María Timoféievna contaba algo al padre Si­soy y éste le respondía, disgus-tado: «¡Qué gente! ¡Qué va...! ¡A ninguna parte...!» El reverendísimo volvió a sentirse fastidiado y hasta ofendido por la manera na­tural con que la vieja trataba a personas extrañas, mien­tras que con él, su hijo, se mostraba tímida, hablaba poco y no lo que quería decir y hasta, según parecía, buscaba siempre un pretexto para levantarse, ya que la incomo­daba estar sentada en su presencia. ¿Y su padre? Éste, si estuviera con vida, probablemente no hubiera podido pronunciar una sola palabra ante él...
En la habitación vecina algo cayó al suelo y se rompió; al parecer, Katia había dejado caer la taza o el platillo, puesto que el padre Sisoy, de repente, escupió y dijo, enojado:
-¡Esta chica es puro castigó, que Dios me perdone! ¡No hay vajilla que alcance!
Luego sobrevino el silencio; tan sólo llegaban algunos rumores desde afuera. Y cuando el reverendísimo abrió los ojos, vio en su cuarto a Katia, que estaba de pie, in­móvil, y lo miraba. Sus rojizos cabellos, como de cos­tumbre, se alzaban detrás de la peineta en forma de una aureola.
-¿Eres tú, Katia? -preguntó. ¿Quién es el que abre y cierra la puerta ahí abajo?
-No oigo nada -contestó Katia, aguzando el oído.
-Ahora mismo alguien pasó por allí.
-¡Es en su vientre, tío!
Él rió y le acarició la cabeza.
-¿De modo que tu primo Nikolasha corta a los muertos? -preguntó poco después.
-Sí. Está estudiando.
-¿Es un joven bueno?
-Sí, bastante bueno. Pero bebe mucho vodka.
-¿Y tu padre de qué murió?
-Mi papá estaba débil y muy delgado... y de pron­to... la garganta... También yo me enfermé, y mi her­mano Fedia también... de la garganta. Papá murió, pero nosotros sanamos.
Le tembló la barbilla, las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron por las mejillas.
-Reverencia -dijo con un hilito de voz y llorando ya con amargura, ¡mamita y nosotros somos muy po­bres...! Denos un poquito de dinero... sea bueno... ¡tío querido...!
También él sintió llenarse de lágrimas sus ojos y du­rante largo rato no pudo pronunciar ni una palabra; emocionado, le acarició la cabeza y le tocó el hombro, diciendo:
-Bien, bien, chiquilla. Espera, que pronto llega el Domingo de Pascua... Conversaremos entonces. Yo los ayudaré... Ayudaré...
Tímidamente y sin hacer ruido entró la madre y oró ante los iconos. Al notar que él no dormía, le preguntó:
-¿No quiere un poco de sopita?
-No, gracias... -contestó él. No tengo ganas.
-Me parece que está usted enfermo... así me pa­rece. ¡Claro, cómo no se va a enfermar! Todo el día ocupado, todo el día... da pena verlo. Menos mal que las fiestas están cerca, descansará, si Dios quiere; ya ha­blaremos entonces... por ahora no lo voy a molestar con mi charla. Vamos, Kátechka, deja que monseñor des­canse.
Y él recordó que hacía mucho tiempo, cuando todavía era un chicuelo, su madre solía hablar con el superin­tendente de la diócesis en el mismo tono, entre divertido y respetuoso... Sólo por los ojos, extraordinariamente bondadosos, y por la inquieta y tímida mirada que le dirigió de reojo al salir de la habitación, se podía adi­vinar que era la madre. Él cerró los ojos y parecía dor­mir, pero dos veces oyó tocar el reloj y la tos del padre Sisoy del otro lado de la pared. Y una vez más entró la madre y lo miró un minuto con timidez. Llegó un ca­rruaje y se detuvo junto al pórtico. Se oyó un golpe de nudillo en la puerta; ésta se abrió y el hermano lego entró en el dormitorio.
-¡Reverencia! -llamó.
-¿Qúé?
-Están los caballos. Es hora de partir para la Pasión del Señor.
-¿Qué hora es?
-Las siete y cuarto.
Se vistió y partió para la catedral. Durante la lectura de los doce Evangelios completos[1] tenía que permanecer de pie, inmóvil, en medio de la iglesia; él mismo leyó el primer Evangelio, el más largo, el más hermoso. Sin­tióse dominado por un humor saludable y animoso. Este primer Evangelio, «Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre...», lo conocía de memoria; leyendo, levantaba los ojos de tiempo en tiempo y por ambos lados veía un mar de luces y oía el crepitar de las velas, sin ver a la gente, igual que en los años ante­riores y le parecía que era la misma gente que estaba en aquellos tiempos, en su infancia y en su juventud, y que sería la misma siempre todos los años y sólo Dios sabía hasta cuándo.
Su padre había sido diácono; su abuelo, sacerdote; su bisabuelo, diácono y toda su estirpe, quizás desde los tiempos de la conversión al cristianismo en Rusia, perte­necían al clero, y su amor al servicio religioso, al clero, al tañido de las campanas era en él innato, profundo, inextirpable; en la iglesia, especialmente si él mismo tomaba parte en el servicio, sentíase activo, animoso, feliz. Ahora ocurría lo mismo. Y sólo después de haber leído el octavo Evangelio, sintió debilitarse su voz, de modo que ya ni se le oía toser; sobrevino un fuerte dolor de cabeza y comenzó a inquietarlo el miedo de que en cualquier momento se desplomaría. En efecto, sus piernas estaban tan entumecidas que poco a poco iba dejando de sentirlas y resultaba incomprensible cómo y sobre qué se mantenía erguido y por qué no caía...
Al terminar el servicio, eran las doce menos cuarto. De regreso en su casa, el reverendísimo se desvistió y se acostó en seguida, sin siquiera habe rorado. No podía hablar y le parecía que ya no podía mantenerse en pie. Al cubrirse con la colcha, sintió de pronto un fuerte deseo de ir al extranjero, ¡un deseo irresistible! Al pa­recer, hubiera dado su vida con tal de no ver aquellos mi­serables postigos y los bajos techos; de no percibir aquel pesado olor del monasterio. ¡Si hubiese por lo menos una persona con quien pudiera hablar, aliviar el alma!
Durante un largo, rato, en la habitación contigua oían­se unos pasos y él se esforzaba en vano por recordar quién era. Por fin se abrió la puerta y entró Sisoy con una vela y con una taza en las manos.
-¿Ya se acostó usted reverencia? -preguntó. Vengo para hacerle frataciones con vodka y vinagre. Unas buenas fricciones dan grandes beneficios. Cristo... Señor nuestro... así... Estuve en nuestro monasterio... ¡No me gusta! Mañana me voy de aquí, monseñor. No me quedo más. Cristo... Señor nuestro... Así.
Sisoy no podía permanecer mucho tiempo en un lugar y le parecía hallarse ya un año entero en el monasterio Pankrátievsky. Al escucharlo, resultaba difícil compren­der dónde estaba su casa; si amaba a alguien o algo; si creía en Dios... Él mismo no sabía por qué era monje, por lo demás, ni pensaba en ello; hacía mucho se había borrado de su memoria el tiempo en que había tomado el hábito; diríase que, directamente, había nacido monje.
-Mañana me voy. ¡Dios sea con ellos!
-Me gustaría conversar con usted... hasta ahora no tuve tiempo para hacerlo -dijo el reverendísima en voz baja, haciendo un esfuerzó. No conozco a nadie aquí y no sé nada.
-Está bien, me quedaré hasta el domingo, por us­ted... pero no más. ¡Que queden con Dios!
-¿Qué clase de obispo soy yo? -continuó en voz baja el reverendísimo. Debiera ser un sacerdote aldea­no, sacristán, o un simple monje... Me agobia todo es­to... me aplasta...
-¿Qué? Cristo... Señor nuestro... Así... Bueno, duerma ahora tranquilo, reverencia... Ya se sabe... No hay nada que hacer... ¡Buenas noches!
El reverendísimo pasó en vela toda la noche. Y por la mañana, alrededor de las ocho, tuvo una hemorragia intestinal. El hermano lego, asustado, corrió primero a ver al archimandrita y luego viajó a la ciudad para traer al médico del monasterio. Iván Andreich. Este, un an­ciano obeso, de luenga barba canosa, examinó largamente al reverendísimo, meneando la cabeza y frunciendo el ceño, y luego dijo:
-¿Sabe una cosa, reverencia? Tiene usted fiebre ti­foidea.
A causa de la hemorragia, el reverendísimo, en el trans­curso de una hora, enflaqueció de manera notable y tor­nóse pálido y demacrado; su rostro se arrugó, los ojos se volvieron grandes y parecía envejecido y empequeñe­cido; se le antojaba que ya era más flaco, más débil y más insignificante que nadie, y que todo lo que hubo se había ido lejos para no volver, para no repetirse.
«¡Qué bien! -pensó. ¡Qué bien!»
Entró su anciana madre. Al ver su cara arrugada y sus grandes ojos, se asustó, cayó de rodillas ante la cama y se puso a besarle la cara, los hombros, las manos. Tam­bién a ella le parecía, sin saber por qué, que él era más flaco, más débil y más insignificante qúe nadie y, sin acordarse ya de que era obispo, lo besaba como a un ni­ño, como a una criatura íntima y querida.
-Pavlusha, querido -decía. ¡Hijito mío...! ¿Por qué estás así? ¡Pavlusha, contéstame!
Katia, pálida y seria, estaba a su lado y no alcanzaba a comprender qué le pasaba a su tío, por qué había tanta pena en la cara de la abuela y ptar qué ella decía palabras tan conmovedoras y tristes. Él, en tanto, ya no podía pronunciar una sola palabra, no eñtendía nada, y se le figuraba que era un hombre simple, ordinario; que iba caminando por el campo, rápida y alegremente, gol­peando con el bastoncito; que encima de él extendíase el ancho cielo, inundado de sol, y que él se encontraba li­bre como un pájaro y podía ir a cualquier parte.
-¡Hijo mío, Pavlusha, contéstame! -decía la ancia­na. ¿Qué tienes? ¡Querido mío!
-No moleste a monseñor -observó Sisoy con voz enfadada, atravesando la habitación. Que duerma un poco... ¡Qué se le va a hacer...! ¡Basta ya...!
Llegaron tres médicos, realizaron consultas y se mar­charon. El día fue largo, increíblemente largo; luego sobrevino la noche y su paso fue más lento aun; y por la mañana del sábado, el hermano lego acercóse a la vieja, que estaba tendida sobre el diván, en la sala, y le pidió que fuera al dormitorió: el reverendísimo había dejado de existir.
El día siguiente era Domingo de Pascua. En la ciudad había cuarenta y dos iglesias y seis monasterios; el sono­ro y alegre tañido flotaba encima de la ciudad desde la mañana hasta la noche, sin cesar, agitando el aire pri­maveral; cantaban los pájaros y el sol brillaba intensa­mente. En la gran plaza de feria había mucho ruido, balanceábanse los columpios, tocaban los organilleros, chillaba el acordeón, resonaban voces borrachas. En la calle principal comenzaron los paseos en coches tirados por trotones; en una palabra, fue un día alegre, feliz, igual que fue el año anterior y, probablemente, como será también.el año próximo.
Al cabo de un mes fue designado un nuevo obispo vicario y ya pocos recordaban al reverendísimo Piotr. Poco tiempo después lo olvidaron por completo. Y sólo la vieja madre del difunto, que vive ahora en casa de su yerno, el diácono, en un pueblecito perdido, cuando, al anochecer, sale a buscar su vaca y se encuentra, en el prado, con otras mujeres, se pone a hablar de sus hi­jos, de sus nietos, de que tenía un hijo obispo y lo dice con timidez, con temor de que no le crean...
Y, en efecto, no todas le creen.

1.014. Chejov (Anton)


[1] Se trata de doce composiciones hechas con diversos fragmentos extraídos de los cuatro Evangelios.

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