Un
entrevero
violento y fugaz -palabras de odio gritadas entre una carnicería de
doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y
atropellan, sobrehumanos, bramando coraje.
Combate
rudo.
Por
quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista; y en el
aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.
Uno
de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En
cortejo de odio fue conducido al juicio de los superiores, y la pena
de muerte cayó fatalmente.
La
cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el
veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por
honda herida.
Cuando
la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y
maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar
de su estado.
Concluirían
los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla
peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de
ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huida,
mientras se golpeaba la boca en señal de burla?
Adelantóse
el verdugo voluntario.
La
tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían
temido.
Por
primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido
desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra
a falta de hierro, y sonrió sarcástico:
-¿Por
qué no yaman las mujeres?
La
indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de
ofensa; el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó
el silencio, hablando con orgullo:
-En
la sidera de mi recao tengo trainta tarjas, y ustedes, por más que
me maten, no han de matar más que a uno.
Era
el colmo. La tropa, indisciplinada, cayó sobre el preso, que
desapareció entre un tumulto de brazos y armas. Cuando el jefe logró
despejar su gente, El Zurdo había caído. En su cuerpo sangraban no
menos heridas que tarjas reían en su sidera, pero fue un honor del
cual no pudo vanagloriarse.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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