Lleno
de la reciente conversación, me adormecía en visiones interiores
mientras volvía a casa por camino conocido a mis piernas.
Casas
nuevas y chatas, calle de empedrado, veredas angostas plagadas de
traspiés, nada me distraía, cuando el rumor de una voz quejumbrosa
llegó a mí, al través de la noche.
Eso
me insinuó que el camino era peligroso. En la esquina, aquel
almacén, equívocamente iluminado por la luz rojiza de varios picos
de gas silbones, era conocido como un punto de reunión de borrachos
y truqueros tramposos.
Algún
fin de partida debía ser lo que me llegaba en forma de discusión.
Saqué del cinto el revólver, que escondí, en el vasto bolsillo de
mi sobretodo y crucé a enterarme del origen,de aquella pelea.
Cautelosamente
me aproximé. La disputa había ya pasado "a vías de hecho",
pues el más grande de los dos asestaba sin miramientos fuertes
golpes sobre el contrincante, que me pareció ser jorobado.
Toda
mi sangre de Quijote hirvió en un solo impulso, y, los dedos
incrustados en el cabo de mi arma, juré intervenir con rigor.
El
bruto era de enorme talla. Cuando se sintió asido del brazo
suspendió el balanceo de su pierna, que, con indiferencia de
péndulo, viajaba entre el punto de partida y el posterior de su
víctima.
Me
miró con ira, pero su expresión cambió instantáneamente hacia el
respeto. También yo le había reconocido, lo cual no amenguó mi
justo enojo.
-¿No
tiene vergüenza de estropear así a un infeliz que no puede
defenderse?
-¡Si
usted supiera, niño, qué bicho es ése! -y le miraba con un
renuevo de rencor.
-A
un hombre así no se le pega.
Dócilmente,
se dejó llevar del brazo hasta el almacén.
Yo
seguí hacia casa. Crucé la gran avenida y volví a sumirme en un
zig zag de calles oscuras.
Guardé
mi arma, inútil ya, y mientras mis nervios reentraban en calma pensé
en el dador de la paliza. Cañita, un muchacho bebedor e impetuoso
que mi padre utilizaba en los momentos peliagudos de una elección.
Valeroso hasta la inconsciencia; bruto, obediente a nuestras órdenes
y que nosotros podíamos tratar a antojo sin protestas de su parte.
Rememoraba
un hecho no lejano. En unas elecciones de pueblo suburbano nos servía
para secuestrar un presidente de mesa que estorbaba. Recordé el día
de agitación política. Los detalles se precisaban en mi memoria e
iba saboreando la audacia maliciosa de nuestro Cañita, cuando un
palo asestado de atrás sobre mi cabeza hizo caer a pique en el
aturdimiento mis remembranzas.
-Yo
te voy a dar infeliz... -y los palos llovieron, y la voz seguía: Vas
a ver si no sé defenderme, y después te vas a meter a proteger
gente que no te pide ayuda y hacerte el valiente diciendo que a los
desgraciados no se les pega...
Los
palos aumentaban, y también los insultos...
Y
de cuánto duró aquello y cómo concluyó conservo memoria muy vaga.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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