El
tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas
con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.
Era
un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de
incidencias menores en nuestras camperas.
El
viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas
muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.
Recuerdos.
¿Y qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro
años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?
De
pronto pensó en voz alta:
-Nosotros
nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos
Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y
perfeccionamientos; pero hay cosas increíbles en el pasado de un
hombre viejo, y es como para pensar si uno las ha visto en otra vida.
Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo
que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de
éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.
-¿Qué
les sucedió? -preguntamos, más por deferencia que interés.
-Figúrense
en el Gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo
después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el
trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y
cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno de los jefes
expediciona-rios.
Uriburu
me envió quince hombres para completar una comitiva
apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa.
apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa.
Seríamos,
pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de
carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.
carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.
Un
hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los
indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin
vender el pellejo.
Aquella
noche cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja;
pero en lugar de la atropellada que esperábamos se contentaron con
incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron como de día.
Había
que ver, amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras
bailarinas. Ibamos a morir asados si nos quedábamos. ¿Y disparar?
¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los salvajes
que nos esperaban para eso?
Era
la muerte a fuego o hierro. Podíamos elegir.
De
pronto vi la salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes
de beber a nuestros animales.
Di
la voz, y corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor pociteaba
ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza en el agua, luminosa
de reflejos.
Les
garanto que tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua
hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas, que roncaban en una
sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera en
borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces
empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el
agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las
llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y
así jugábamos al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.
El
agua parecía de puchero. Pensar en salir a tierra era locura.
Nos
hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por quedarnos;
y, aplacado el susto, sientiéndonos como resucitar, empezamos a
mirarnos. No faltaba ninguno.
Clareaba
ya la mañana cuando salimos del agua colorados como flamencos y
tiritando de frío por contraste.
Pero
nos reíamos. Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar
sin recursos en el desierto, porque pensábamos que el fuego
encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos
de nosotros.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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