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jueves, 18 de septiembre de 2014

El juicio de dios. Equidad

(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado símil y pensaba divinamente.
Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.
De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.
Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afiarzábase en su voluntad.
Quejidos subían de la tierra. y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.
Así se hizo.
Reunidos, habló Jehová:
-¡Oíd!..., un rumor de descontento sube de la tierra; jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad, es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.
¡Vosotros, ángeles negros distribuidores de la noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos tic los hombres, la nada en sus pechos!
¡Que las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos; así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!
Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vesti-mentas.
Había galeras panza de burro estilizadas por la moda, ojos quebrados de dolor, relámpagos de carne en oferta, palabrotas, chiripás, protestas, melenas, lamentos, chalecos de fantasía, resigna-mientos, en fin, todo el "bric á brac" humano de cuerpos, trajes, sonido, ideas, colores, formas y sentimientos.
Alrededor hicieron público los habitantes celestes, mudos a causa de eterno éxtasis y desnudos por inocencia.
En el centro establecióse el tribunal benefactor. Tres personas en una, que es Dios verdadero, los Padres y Santos por decreto eclesiástico y una veintena de zanahorias celestes para el servicio.
El primero en comparecer fue un viejo tullido. Estiradas hacia Dios sus palmas voraces de ahogado, clamó:
-¡Oh señor!, yo creo en Ti desde mi dolor como los leprosos de Judea...
Una voz:
-Tú crees en Dios como en un Penadés omnipotente. Sin tu enfermedad, serías ateo.
El viejo lloriqueaba, incapaz de defenderse. Los ángeles arrastraron hacia el tribunal al nuevo hablador. Era un médico barbudo, de ojos bondadosos y trabajadores, llenos de buena fe.
Dios.- ¿De modo que no crees en mí?
Doctor.- No.
Dios.- ¿Y cómo te explicas esta tu conversación conmigo?
Doctor.- Como un producto de mala digestión.
Aquí Miguel le dio del pie en el coxis (como se estila desde la expulsión de Lucifer), el piso de nubes se abrió como en los teatros y el médico, enganchó la suficiente cantidad de algodón para no partirse el frontal contra la tierra.
El viejo insistía en sus lamentos. Dios trató de convencerlo.
-¿Por qué reclamar de tu dolor? ¿No sabes que los caminos sufridos conducen hacia mí? Deberías bendecir el mal que te acerca al Cristo, mi hijo.
Mas como el viejito no callase, expulsáronlo, paradisíacamente, dándole del pie en el coxis (como se estila desde la expulsión..., etcétera).
Melena en ola, frente pálida, ojos glaucos y andar severo, un filósofo enderezaba al trono, y, apuntando a Dios, interrogó:
-¿Quién eres tú?
Dios (algo intimidado).- El Dios de mis creyentes.
Filósofo.- ¿Y cómo hemos de considerarte? El Antiguo Testamento te pinta justiciero, parcial y sanguinario en tus venganzas. Cristo te dijo benefactor sin distinción de razas, castas o dacciones; la fe y arrepentimiento lavaban todo pecado.
Hoy parecen los que se dicen tus prosélitos desencaminados de tus principios, y los sinceros recurren al Cristo como único Dios.
Jehová, abochornado por la enfática tirada y algo molesto, musita:
-¿Y el Padre?
Filósofo.- El Padre, inexistente, sería la bondad en abstracto; Jesús, su hijo y representante hecho carne en la tierra.
Dios pestañea seguido, como nervioso y sin contestar; ese curso de teología no era para su simplicidad primitiva.
Entre sus quijadas, convulsas de ira, masticaba como una gomita esta frase arbitraria, pero concluyente:
-Es loco, es loco.
San Miguel, habiendo oído su protesta temblorosa, alzó su hierro tras la fuga previsora del sedoso melenudo, que no logró escapar sin que le dieran del pie en el coxis (como se estila, etc.).
Hacía rato, un muchacho sonriente paseaba ante el tribunal sagrado, como haciendo la vereda de su casa, absorto por una ocurrencia divertida.
Dios se fastidiaba:
-¿Quién eres tú?
Poeta (encogiéndose de hombros).- Todavía no lo sé.
Dios (perplejo).- ¿Juegas conmigo?
Poeta.- ¿Y quién eres tú?
Dios (lógico).- Dios.
Poeta.- Ya sé, ya sé.
Dios.-...
Poeta.- El ideal de rebaño. El lugar común del ideal.
Un murmullo se amplificaba, como exhalación pútrida, del conglomerado humano.
Frente a Dios, todos los hombres le discutían, viéndole en modos diferentes, tratando a los otros de herejes. Se oían pedazos de ideas.
-... No pertenezco a tu majada...; nos larguen, que nos lar... Viva la materia... ruega por nosotros..., embusteros, atrapasonsos..., en la hora de n.:., basta... Uff...
Ya no se distinguía nada. Era la obscuridad auditiva completa, el vocerío ahogaba los musicales bordones angelicales, que mangangueaban, dardo en mano (si es posible), listos a obrar.
El murmullo fue grito; el grito reventó en Babel de razonamientos inentendidos, pero vehementes, llevaderos a pelea hecha de blasfemia, golpe y arañón, que onduló la turbamulta con remolinos y estrépitos de aceite en ebullición.
Fue la última gota. Dios, anonadado, no atinó a sujetar sus ángeles, presos en la sed justiciera de los grandes días; con Sansón por capitán, arremetieron a su vez contra la canalla cegada en su ira. Esta cayó de las esclusas celestes sobre la tierra en chorro precipitado, para seguir entredevorándose "per secula seculorum", para mejor comprensión de verdades teológicas y pacificaciones fraternales.
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En cambio, el Paraíso, purgado de la infección reciente, recomenzó su calma.
Volvió la guirnalda de angelitos a acompasar su coro, cayeron en contemplación los agraciados, y Dios, infinitamente bueno, porque es infinitamente dichoso, perdonó en su alma a los mortales las blasfemias y violencias oídas, pues en aquel día excepcionalmente paradisíaco sentiase más infinitamente bueno que de costumbre.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

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