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jueves, 18 de septiembre de 2014

Arrabalera

Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.
El, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.

La casa en que vivía,
Arte de repostería;
El padre, un tipo grosero
Que habla en idioma campero.

Y entre estos personajes se desliza un triste, triste, episodio de amor.
La vio un día reclinada en su balcón, asomando entre flores su estúpida cabecita rubia, llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera dc confitería.
¡Oh el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita dee almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de affeñique! En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insupe­rable lunar, vecino a la boca; negro tal ver a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y lo escribió una larga carta en que se trataba de Querubinnes, dolores de ausencia, visiones suaves, y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto; elegante entre todos los afiladores de arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
Rolando paseóse los domingos empaquetado en un traje estrecho y botines dolorosamente puntiagudos, por la vereda de quien le concedía, en calidad de limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa) de su boca de frutilla.
Compróse para el caso un chaleco floreado de amarillos pétalos sobre fondo acuoso; una corbata de moño, con colores simpáticos a los del chaleco, y una varita de frágil bambú ornada de delicioso moño de plata.
A ella le floreció la boca, sonrojáronsele las mejillas, y sus ojeras tomaron un declive de melancolía.
¡Amor, amor!
Divino surtidor.
Pero había un padre..., y ¡qué padre!
Bastó una circunstancia fortuita para que mostrara su alma innoble. Se precipitó sobre el tierno jovencito y, desordenando la pétrea rigidez de sus solapas, habló así al torpe:
-Vea, so cajetilla; despéjeme la vedera, y pa siempre, si no quiere que le empastele la dentadura, ¿mi-a-óido?
¡Qué hombre grosero, tan grosero y qué trompada en el cristal de los corazones enamorados!
¡Oh, nobles flores del balcón, vosotras supisteis del tibio rocío de las lágrimas lloradas por Azucena!
¿Y el jovencito?
¡Ay!... Escribía versos, rimando sus penas para aliviarse en actitudes interesantes; pero no tenía el genio de Musset, y su única lectora apenas si respondía ya a sus súplicas.
¡Pobre jovencito! Sufría oyendo con infinita ternura el canto de los pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El olor de los jazmines, que ella quería, le producía desfallecimientos. Su corazón se deshojaba como una flor, y vivía forjando romances tristes.
Eso no podía seguir.
Enflaqueció, perdió el gusto de comer y la afición de vestirse; era un lirio sin sol, concluyendo por tomar la fatal decisión de poner fin a su existencia.
¡Pobre jovencito! Escribió su último verso de amarga despedida, dijo que su sangre salpicaría el retrato ingrato y, sonriente ante su supremo dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes, y, ¡pum!..., se dio un tiro en el cerebro.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

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