Es
un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.
El,
un asno paquetito.
Ella,
un paquetito de asnerías sentimentales.
La
casa en que vivía,
Arte
de repostería;
El
padre, un tipo grosero
Que
habla en idioma campero.
Y
entre estos personajes se desliza un triste, triste, episodio de
amor.
La
vio un día reclinada en su balcón, asomando entre flores su
estúpida cabecita rubia, llena de cosas bonitas, triviales y
apetitosas, como una vidriera dc confitería.
¡Oh
el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de
tome y traiga, su boquita dee almíbar humedecida por lengua golosa
de contornos labiales, su nariz impertinente a fuerza de oler polvos
y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un
corderito de affeñique! En su cuello, una cinta de terciopelo negro
se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su
negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca; negro tal
ver a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso
sobre los labios de la lengüita de granadina.
La
vio y la amó (así sucede), y lo escribió una larga carta en que se
trataba de Querubinnes, dolores de ausencia, visiones suaves, y
desengaño que mataría el corazón.
Ella
saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además,
no era él despreciable.
Elegante,
sí, por cierto; elegante entre todos los afiladores de arrabal,
dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica
noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena
de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo
eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la
coqueta balconera.
Se
dejó amar.
Rolando
paseóse los domingos empaquetado en un traje estrecho y botines
dolorosamente puntiagudos, por la vereda de quien le concedía, en
calidad de limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa) de su
boca de frutilla.
Compróse
para el caso un chaleco floreado de amarillos pétalos sobre fondo
acuoso; una corbata de moño, con colores simpáticos a los del
chaleco, y una varita de frágil bambú ornada de delicioso moño de
plata.
A
ella le floreció la boca, sonrojáronsele las mejillas, y sus ojeras
tomaron un declive de melancolía.
¡Amor,
amor!
Divino
surtidor.
Pero
había un padre..., y ¡qué
padre!
Bastó
una circunstancia fortuita para que mostrara su alma innoble. Se
precipitó sobre el tierno jovencito y, desordenando la pétrea
rigidez de sus solapas, habló así al torpe:
-Vea,
so cajetilla; despéjeme la vedera, y pa siempre, si no quiere que le
empastele la dentadura, ¿mi-a-óido?
¡Qué
hombre grosero, tan grosero y qué trompada en el cristal de los
corazones enamorados!
¡Oh,
nobles flores del balcón, vosotras supisteis del tibio rocío de las
lágrimas lloradas por Azucena!
¿Y
el jovencito?
¡Ay!...
Escribía versos, rimando sus penas para aliviarse en actitudes
interesantes; pero no tenía el genio de Musset, y su única lectora
apenas si respondía ya a sus súplicas.
¡Pobre
jovencito! Sufría oyendo con infinita ternura el canto de los
pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El olor de los jazmines,
que ella quería, le producía desfallecimientos. Su corazón se
deshojaba como una flor, y vivía forjando romances tristes.
Eso
no podía seguir.
Enflaqueció,
perdió el gusto de comer y la afición de vestirse; era un lirio sin
sol, concluyendo por tomar la fatal decisión de poner fin a su
existencia.
¡Pobre
jovencito! Escribió su último verso de amarga despedida, dijo que
su sangre salpicaría el retrato ingrato y, sonriente ante su supremo
dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes, y, ¡pum!...,
se dio un tiro en el cerebro.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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