Una
vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua
las piedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.
La
Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos,
sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas
y agrupaciones rayaban en el desierto en vagabundas peregrinaciones
pro botín.
En
esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una
horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como
anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su
cacique, despótica perso-nificación de la destreza y el coraje.
Cuadrijla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y
sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la
fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de
sus piruetas evasivas.
Murió
el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el
hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa
en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en
habilidades y fierezas de bestia pampeana.
Amthrarú
(el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes
tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios
intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por
temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y
menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía
feliz en desprecio del dolor ajeno.
Así
era por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su
humor del día.
El
24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente
investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería
practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo,
esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo
Amthrarú salió al medio.
Habló
con impetuosidad guerrera, azuzando a todos para un copioso malón al
cristiano. El nunca había peleado a los célebres blancos y quería
desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario, odiado
vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.
Cuando
hubo concluido hizo rayar su pangaré favorito con gritos agudos.
Parecía como querer firmar su vocerío ininteligible con las
gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del mismo ñandú
enfurecido.
Al
día siguiente salieron en son de guerra hollando campos,
incendiando pajales, violando doncellas, agotando tesoros, sembrando
muerte y espanto.
La
furia de sangre llevóles lejos. Iban cansados los caballos,
exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.
-Veo,
señor -dijo uno de los secuaces, blanquear el caserío de un pueblo
cristiano.
Amthrarú
miró ensañado el reverberar blancuzco acusador de populosa ciudad.
-¡Pues
vamos! -dijo.
Grano falta a nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos y
hembras a nuestras virilidades. Bien nos surtirá de todo el que
tales riquezas tiende al sol.
Subrayando
esta arenga, un clarín desgarró su valiente alarido; los brazos
alzaron al unísono las lanzas que despedazaban sol. Seguidamente
cargaron erizados de mil puntas.
El
caserío se agrandaba, distinguiéronse puertas y ventanas: Llegaban.
Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al paso. Sólo mujeres y
niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella avalancha de
tropeles.
Desembocaron
en la plaza; un palacio relumbrante aguzaba hacia el cielo una
superposición numerosa de piedra.
Amthrarú
se apeó al tiempo que su montura, espumante de sudor y coloreada de
espolazos, caía a muerte.
Los
guerreros callaron. Algo extraño, debilitador y ferviente imponíales
respeto ignorado.
Amthrarú
avanzó por el atrio, interrogó la maciza puerta remachada de
clavos, y adivinando la entrada principal, dio en ella un gran golpe
con el revés de su lanza.
El
golpe se propagó por ojivas y naves, rodando a ejemplo de truenos
lejanos. Los batientes de la alta portada aletearon sobre sus goznes,
y en la estrecha negra grieta de una abertura investigadora apareció
un ensotanado de humilde encorvamiento.
El
cacique le habló como a un siervo.
-Soy
Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el alma de los cobardes un
desgarramiento terrorífico. Invencibles son mis huestes, ricos los
botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se rompe, y si
no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes,
nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas
sobre sus bocas y nos vestiremos con sus estandartes.
Una
bondadosa sonrisa se diluyó en las cansadas arrugas del fraile.
-Oye
-dijo,
y no se inflame tu saña contra esta miserable carroña, sólo
abierta al dolor e indiferente a otra salud que la de su alma. Yo soy
un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no insultes su
memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo
evocado por mi amor infinito, te diré su historia.
Extraño
fue a Amthrarú aquel exordio. Gustábanle los relatos, frecuente
pasatiempo en los momentos de inacción, allá en el aduar paterno.
-Anda
-dijo.
Y fue por la grieta negra tras el hombre negro.
Entraba
en una nube; un mareo de incienso le flotó en el cráneo. Luces,
colores imprecisos vagaron en espesa sombra fresca. Imitando a su
conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada al muro;
pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus
sensaciones imprecisas.
Sombras
colgaban en harapos por rincones y techos. Los ventanales destilaban
color a cataratas sobre grandes telas rojas, violáceas, cobaltos,
púrpuras.
De
pronto, todo vibró en un sonido quieto. Otro se unió, pareció
esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta que un acorde
levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.
Amthrarú
se alzaba sobre sus pies. Nunca el pulcú le diera tal borrachera.
Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un vitró, creyó vivir
cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío y cayó
de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en
cruz sufriendo y amando.
Una
palabra tenue, de entonación ignota, columpiábase incierta por
entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo percibido, sin
comprender, se destilaba en el hablar cristalino.
-Fue
hace muchos años..., muchos años. En un país ardido de sol y
sequía, una orden divina engendró el bien humano en madre pura.
Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó la
cruz del Dios hecho hombre. Había venido para resumir en su cuerpo,
vasto al dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para
así lavar las faltas.
Los
hombres, en premio, lo crucificaron, escupiendo su rostro santo.
¡Oye,
cacique, muchos son tus pecados, grandes tus faltas; pero todo se
lava en la sangre de Cristo, hijo de Dios!
Amthrarú
sintió la copa en sus labios, vio el rubí de un líquido y el vino
oloroso corrió por su garganta sedienta; se evaporó en un intenso
perfume por su paladar como el acorde en los claustros ojivales.
Sostenido
por el fraile, salió hacia los suyos. Una extraña sensación de
liviandad le hacía luminoso, parecíale por momentos iba a florecer.
El
sol era frío, áspero como tiza. Amthrarú subía en un nuevo
caballo, y sin eludirse de los suyos, encaminó su montura al aduar.
Los
guerreros husmearon la derrota y siguieron cabizbajos, doloridos,
como enterrando la gloria.
Durante
un mes las armas del tolderío, arrinconadas, se enmo-hecían de
inacción. Callaban los refranes de guerra. El suelo erizado de
lanzas era inútil templo de un culto muerto.
Amthrarú
estaba enfermo; un mal extraño le roía el alma, y deliraba, duende
de sus vastos dominios. La soldadesca callaba a su paso, temblorosa
ante una posible arremetida de su ira sanguinaria.
Pálido
de encierro, los ojos alarmados de ojeras aceradas, la melena
fláccida, acompasaba pasos inciertos. No pensaba, sufría, y este
estado le atormentaba como yugo que solía romper con brutales
furias.
Entonces
descolgaba su lanza, arremetía al primer siervo o embestía un
árbol, contra el cual se ensañaba hasta tajear tan hondo en las
fibras, que su brazo era impotente para arrancar el acero mordido.
Cuando así le sucedía, largaba su cuerpo a muerto y quedaba al pie
del tronco, desvanecido, media lanza en la mano, hasta que le
transportaran a su toldo.
Otras
veces corría entre los bosques desnudados por el huracán y bramaba
con él, espantando al que lo viera, las manos entre el pelo, la cara
levantada hacia las nubes, que pasaban volando como enormes ponchos
arrancados por viento rabioso y tirados a través del cielo.
Amthrarú
sufría el peor de los martirios. Dudaba. No tenía ya el reposo de
su anterior egoísmo ni gozaba la beatitud de los fervientes
cristianos. El desorden se revolcaba en su alma torturante como una
preñez madura.
Y
un día fue a su tropilla; enfrenó el mejor de su caballos.
No
admitió séquito.
Galopó,
recorriendo pajonales, guaycos, médanos y llanuras. Las bolas le
aseguraron sustento, y bebía en los charcos, evitando mirar su
frente, desceñida del antiguo orgullo.
Fueron
tres días de continuo andar; tres noches de desvelo, en indiferencia
de todo lo que no fuese la atención del camino. A veces, un
estremecimiento le castigaba el cuerpo: "Matar al ensotanado que
lo embrujara".
Señaló
su reverbero blancuzco la ciudad buscada. No en carga, sino al paso y
recogido en sí mismo, enfiló la calle conocida hasta desembocar en
la plaza. La misma iglesia allá, a su frente, con sus mil aristas,
recortes y puntas afiladas hacia el cielo.
Amthrarú
sintióse henchido, sonoro como una cúpula y cuando el fraile le
abrió la puerta del templo, que irradió su incienso, humilde le
besó la cruz del pecho.
Aprendió
el Cristo, los rituales, la beatitud.
El
padre Juan se esmeraba en convertir al salvaje, y no ponía mérito
en su palabra, sino en la omnipotencia de Dios, que obraba ese
milagro inmenso en el indio sanguinario.
Amthrarú
palpó su fe y desde entonces marchó, como los magos, tras la estela
luminosa que le indicaba el camino de redención. Quería expiar sus
pasadas violencias, e hincado por esa espuela, despertó una noche a
la orden de una voz que le decía: "Has gozado en ti: ahora
levántate, sufre y sé de los otros".
Obedeció,
y el camino de su desierto volvió a verlo siempre disminuido, sin
armas, a pie como un mendigo.
Tardó,
tardó en llegar, sediento, haraposo, la boca sucia de comer raíces,
pastos y bulbos.
No
le reconocieron en el aduar. Amthrarú entró en su toldo; sus lujos
y holganzas estaban allí en su espera. El cansancio, la sed, el
hombre, un despertar de recuerdos sensuales, le tentó agudamente;
pero volvió a oír su voz: "Has gozado en ti; ahora sufre y sé
de los otros..."
Fue
entre la chusma, eligió al más decrépito y, llevándole en brazos
humildemente, le acostó en su propio lecho, tapólo con sus más
ricos cobertores, dióle sus mejores prendas y púsole en la diestra
su gran lanza de comando; la que tantas veces cimbrara, horizontal,
pendiendo de su hombro en la mano potente, al correr descoyuntado de
su pangaré.
Estaba
libre; tiró su chamal. último lujo, y, siguiendo el hilo invisible
de su vocación de mártir, andando anduvo por campos, pajales,
guaycos, lagunas y playas, incansablemente, tras el rescate de su
alma pecadora, en expiación doliente.
Así
se fue, y a pesar de su antigua pericia del desierto, perdióse en la
igualdad eterna de la pampa. Parecíale, en su fiebre, ganar alma,
por lo que iba perdiendo de fuerzas.
Sufrió
sed. Sus flancos se chupaban, astringidos. La nuca, floja por un
cansancio aumentado; los ojos en tierra, algo le sorprendió... ¡un
rastro!... por instinto y costumbre, siguió el andar desparejo de un
caballo.
El
animal parecía cansado, tropezaba a veces y adivinó otro sediento
como él. El jinete iría perdido rumbo al Sur, buscando agua, y el
converso trotó sin vacilar sobre la pista, clara para él como una
confesión de dolor.
Pronto
divisó tal un punto sobre la uniformidad arenosa: la bestia caída.
Muerto,
sumido, el caballo estaba solo. Amthrarú estiró la vista. "Allá",
dijo, y apresuró su paso hasta llegar junto a un hombre tendido boca
abajo. Había éste cavado un hoyo, hondo como su brazo, y estaba
envarado.
Amthrarú
le dio vuelta. Tenía la boca llena de barro, que había estado
chupando en su delirio de frescura. Ayudóle a escupir para que
hablara; pero tenía la lengua como un aspa y farfulló
confusa-mente:
-Agua,
hermano; allí... río...
Amthrarú
corrió olvidado de sí mismo.
El
suelo se poblaba de escasas matas de esparto y paja brava. Chuciábase
las piernas, que se salpicaban de poros sanguíneos.
Iba
sin sentir su cuerpo, llevado por el instinto hacia el agua que
intuía cercana. Evitaba las pajas cuando podía; otras, tropezaba,
cortándose en las espadañas.
Un
quejido ronco se exhalaba por sus labios, costrudos de sequedad.
Llegó
al río, el fresco vivificó su piel, metióse en el agua, cuchareó
en la corriente e iba a beber cuando tuvo una visión.
El
paisano de hoy, tendido tal le viera, pero con el semblante
aureolado, como sucede en las estampas sagradas, era el Cristo.
Entonces
alejó de sus labios la vida, vio sólo la divina imagen y volvió lo
andado, roncando más fuerte, cayendo entre espinas. El resuello era
en sus oídos como algo ajeno. Poco a poco fuése haciendo musical,
recordó el órgano el primer día que entrara al templo; sintióse,
como entonces, divinamente, enajenado, y deliró sin perder el rumbo
con claridades, sonidos y beatitudes, siempre musicadas por su
gemido.
Llegó
hacia el moribundo, arrodillóse y, al entregarle el agua, creyó
tomar la hostia. El paisano se incorporó.
-Dios
se lo pague, compañero.
Amthrarú
oía:
-Tu
asiento tendrás en el cielo.
Sus
párpados caían; el paisano se alejaba. Amthrarú vio a Cristo
eleván-dose por los espacios.
Unas
alas le rozaron la frente: era un chimango; y Amthrarú, de pronto
vuelto en si, vio la muerte, sintió hervir la gusanera en su vientre
aterrorizado.
Pero
oyó la voz que le musitaba:
"Sufre
y sé de los otros."
Levantó
los párpados e hizo la limosna de sus ojos.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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