Santos
era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra. Bajo y
grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no
acusaban más que cuarenta.
Contaba
en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única
página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento
trágico, que narraba a la menor insinuación, siempre con el mismo
terror latente.
Servía
entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía
su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a
su estancia, adonde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de
apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.
Fue
un día a buscarlo al pueblo.
El
telegrama decía: "Llego mañana 11 a.m;" ¡Buena hora
había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose
desde varios días!
Subió
al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y
comenzaron las preguntas acerca de la administración.
A
cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de
injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su
impotencia de simple peón.
Decididamente,
el señor debía estar tomao.
Siguieron
el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.
Tras
la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.
El
patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por
mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche,
ceceando pesadamente.
-Tengo
ganas de matar un hombre.
-¡Jesús!
-aulló bufonamente Santos, tomando la cosa en broma. ¡Si no hay más
que hacienda por el camino!
-De
no encontrar otro -prosiguió don Venancio, has de ser vos el pavo de
la boda.
Lo
cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las
rodillas.
Santos
sintió que se le aflojaban las mandíbulas; la luz parecíale más
blanca, menos clara, y las formas de los caballos bailaron ante sus
ojos como dos bultos indecisos.
Sin
embargo, pensaba en salvarse y buscó ansiosamente una forma humana
en lo que su vista pudiera alcanzar.
¡Ni
rastro!
Esperó
que toda la fuerza de su ser creara un hombre; tan fuerte era su
deseo. Y fue cumplido.
Una
cosa, que primero le pareciera montón de pasto, era un trabajador
echado al sol, cansado de andar, y que reposaba un instante su cabeza
en la blancura de su linyera.
-¡Allá,
patrón..., allacito, un cristiano en la orilla del callejón!
Pronto
se detuvieron frente al infeliz, que, humildemente, se acercó
obedeciendo a los signos del borracho.
Sombrero
en mano, se detuvo, una amplia calva brillando al sol; y cuando se
agachaba para hacer reverencia de respeto, el otro, pausadamente,
inclinó su arma hacia aquella pelada de viejo, apenas rodeada de
canas. El tiro sonó seco: voló a apagarse a través de la
distancia.
-Pa
que críes pelo -subrayó el bruto, mirando al cadáver que cayera
envuelto sobre sí mismo.
Y
el intrépido Santos creyó tener que reírse.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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