Traspuestas
las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno
agudo.
Era
un insconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo;
impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos
hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de
eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más
fuerte.
Apersonado
al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales
recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante
con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida
la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó
cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que
aplaudía con meneos de cabeza el patijudo Tigre. Contó también
cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el
monte.
El
Tigre pareció de pronto hostil:
-¡Jugará
con sonsos!
Insolente,
el mocito respondía:
-No
siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a
trampa limpia.
Quiroga
accedió.
Los
naipes obedecían, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria,
el joven besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero,
y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie. -Bueno amigo, me ha ganao
todo.
Recién
el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que
plateaba delante suyo.
El
general se retiraba.
Entonces,
un horrible terror desvencijó la audacia del ganador.
Las
leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
-¡General,
le doy desquite!
-Vaya,
amigo, vaya, que podría perder lo ganao y algo encima...
-No
le hace, general; es justo que también usted talle.
-¿Se
empeña?
-¿Cómo
ha de ser?
Las
mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Quiroga
arremangó la baraja, que chasqueó entre sus dedos toscos.
-¡Bueno,
mis estribos contra cien pesos!
Y
mandó al asistente traer las prendas.
Facundo
comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al
huésped:
-Bueno,
amigo, a recoger, y hasta mañana.
Pero
el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de
cinchar
hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror. Facundo
volvió a sentarse, con esta advertencia:
-No
culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina el
peje... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino...;
si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.
-¿Y
es, mi general?
-¡Bah!,
cualquier cosa.
Volvió
a fallar el naipe insconsciente.
Quiroga
trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba,
como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de la
leyenda.
Cuando
el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una
seña explicativa:
-Llévelo
a dormir al mocito... y que descanse mucho ¿no?
El
muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero
Quiroga,
indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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