Don
Regino Palacios y su mujer habían adoptado a los dos muchachos como
cumpliendo una obligación impuesta por el destino. Al fin y al cabo
no tenían hijos y podrían criar esa yunta de cachorros, pues
abundaba carne y hubiesen considerado un crimen abandonarlos en manos
de aquel padre borracho y pendenciero.
-Déjelos,
no más y Dios lo ayude -contestaron simplemente.
Sobre
la vida tranquila del rancho pasaron los años. Los muchachos
crecieron, y don Regino quedó viudo sin acostumbrarse a la soledad.
Los
cuartos estaban más arreglados que nunca; el dinero sobraba casi
para la manutención, y sólo faltaba una presencia femenina entre
los tres hombres.
El
viejo volvió a casarse. En la intimidad estrecha de aquella vida
pronto se normalizó la primera extrañeza de un recomienzo de cosas,
y la presente reemplazó a la muerta con miras e ideas símiles.
Juan,
el mayor, era un hombre de carácter decidido, aunque callaba en las
conversaciones fogoneras. Marcos, más bullanguero y alegre, cariñoso
con sus bienhechores.
Y
un día fue el asombro de una tragedia repentina. Juan se había ido
con la mujer del viejo.
Don
Regino tembló de ira ante la baja traición y pronunció palabras
duras delante del hermano, que, vergonzoso, trataba de amenguarla con
pruebas de cariño y gratitud.
Entonces
comenzó el extraño vínculo que había de unir a los dos hombres en
común desgracia. Se adivinaron, y no se separaban para ningún
quehacer; principalmente cuando se trataba de arreos a los corrales,
andanzas penosas para el viejo. Marcos siempre hallaba modo de
acompañarle, aunque no le hubiesen tratado para el viaje.
Juan
hizo la vida vagabunda y se conchabó por temporadas donde quisieran
tomarlo, mientras la mujer se encanallaba en el pueblo.
Fatalmente,
se encontraron en
los corrales. El prurito de no retrocer ante el momento decisivo los
llevó al desenlace sangriento.
El
viejo había dicho:
-No
he de buscarlo, pero que no se me atraviese en el camino.
Juan
conocía el dicho, y no quiso eludir el cumplimiento de la amenaza.
Las
dagas chispearon odio en encuentros furtivos buscando el claro para
hendir la carne, los ponchos estopaban los golpes y ambos paisanos
reían la risa de la muerte.
Juan
quedó tendido. El viejo no trató de escapar a la justicia, y Marcos
juró sobre el cadáver la venganza.
Seis
años de presidio. Seis años de tristeza sorbida, día a día, como
un mate de dolor.
Marcos
se hizo sombrío, y cuando más se acortaba el plazo, menos pensaba
en la venganza jurada sobre el muerto.
-Pobre
viejo, arrinconado por la desgracia.
Don
Regino cumplió la condena. Recordaba el juramento de Marcos.
Volvió
a sus pagos, encontró quehacer, y los domingos, cuando - todos
reían, contrajo la costumbre de aturdirse con bebidas.
En
la pulpería fue donde vio a Marcos y esperó el ataque, dispuesto a
simular defensa hasta caer apuñalado.
El
muchacho estaba flaco; con la misma sonrisa infantil que el viejo
había querido, se aproximó, quitándose el chambergo
respetuosamente:
-¿Como
le va, don Regino?
-¿Cómo
te va, Marcos?
Y
ambos quedaron con las manos apretadas, la cabeza floja, dejando en
torno a sus rostros llorar la melena. Lo único que podía llorar
entre ellos.
Yo
he conocido a esa pareja unida por el engaño y la sangre más que
dos enamorados fieles.
Y
los domingos, cuando la semana ríe, vuelven al atardecer, ebrio el
viejo, esclavo el muchacho de aquel dolor incurable, bajas las
frentes, como si fueran buscando en las huellas del camino la
traición y la muerte que los acallara para siempre.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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