La
estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones
los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones,
pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados. Los
caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha oscura que
en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar
atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por
aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos,
golpeándose los garrones en precipitados colazos.
La
misma noche hubo comilona, vino y hembras, que cayeron quién sabe de
dónde.
Temprano
comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera; y toda esa carne
maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje.
Una
conversación rala perduraba en torno al fogón.
Dos
mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas.
Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con
sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez
entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de
ley.
Pero
todo hubo de interrumpirsee por la entrada brusca del jefe; el
general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los
borrachos lograron enderezarse, y el sargento, sorprendido, o tal vez
por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.
A
justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando.
Entonces Urquiza, pálido, el arriador alzado, avanza. El sargento
manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.
Ambos
están cerca: Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el
hierro, y el arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.
-¡Stá
bien!, a apagar las brasas y a dormir.
El
gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble
en sus cabezas de valientes ¿Habría tenido miedo el general?
Al
toque de diana, Urquiza mandó llamar al sargento, que se presentó,
sumiso, en espera de la pena merecida. El general caminó hacia el
aposento vacío, donde le hizo entrar, siguiéndole luego. Echó
llave a la puerta, y, adelantándose, cruzóle la cara de un
latigazo.
El
soldado, finne, no hizo un gesto.
-No
eras macho, ¡sarnoso!, ¡sacá el machete ahora!... -y dos latigazos
más envuelven la cara del culpado.
Entonces
el general, rota su ira por aquella pasividad, se detiene.
-Aflojás,
maula; ¿para eso hiciste alarde anoche?
El
guerrero, indiferente a los abultados moretones, que le degradaban el
rostro, arguye, como irrefutable, su disculpa:
-Estaba
la china.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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