Todas
las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su
antiguo carácter de praderas incultas.
Las
vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas,
eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la
llanura.
No
era ya el desierto cuyo verde unido corría hasta el horizonte.
Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una
sucesión de parches
adheridos.
La
tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y,
renunciando
a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.
Pies
extranjeros la hollaban sin respeto e instrumentos de tortura
rasgaban
su verdor en largas heridas negras.
Semillas
ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban
a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.
Un
sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino,
que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa
invasión,
la muerte en el pecho.
Con
irónica sonrisa, en la que había una lágrima, decía, sacudiendo
su
barba cana, "como pantalón de gringo"; y sus ojos,
tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.
Su
estancia no había cambiado. Un solo potrero servía de pastoreo a
vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba al
último pedazo
de pampa como a una bandera.
Allí
se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los
límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían
traído un cambio
brusco que causaba la sorpresa de una traición.
Don
Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende.
Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma
llena de cariño, era respetado por sus canas y querido por su
bondad.
La
administración era a usanza antigua. Sería más práctico
explotarla
con los recursos que prestaba la "ciencia agraria". pero
eso hubiera equivalido
a un renunciamiento.
Una
pequeña casa de material. en forma de rancho, alineaba tres piezas
en hilera, frente a las cuales un patio, de tierra prolijamente
barrida, ostentaba
su pobreza limpia.
Esa
mañana, un calor de pesadilla aplastaba la estancita.
Bajo
el abrazo rojo del techado, a la luz de un sol bravío, los pequeños
muros reflejaban como un metal la claridad de su blancura hiriente.
El
patio se agrietaba en arborescencias confusas.
Sombreado
por el alero escaso, don Rufino trenzaba sudoroso. Sus
ojos agudos dejaron un momento el trabajo para enturbiarse sobre el
campo,
quemado de sol, ausente de pasto como un camino, que
desconcertaba
la mirada con la impresión de su reverberante amarilleo.
Tres
meses de seca implacable habían carbonizado las más resistentes
raíces, y sólo las osamentas puntuaban la desnudez del campo,
irrefutables
afirmaciones de ruina.
Don
Rufino colgó el trenzan, fue hacia el pozo cercano, donde bebió,
media cabeza sumida en el balde. Luego se encaminó hacia el
dormitorio
para escapar a la resolana y observar su virgencita milagrera, famosa
en el partido.
Franqueada
la puerta, se sintió dominado por aquella quietud mística.
El
cuarto estaba oscuro, cerrado a toda influencia exterior, y le
alumbraban
un par de velas, puestas a cada lado de la virgen extática.
No
se había sabido decir si su actitud era de bendición o de ferviente
rezo;
lo cierto es que las rígidas manitas inspiraban un plácido respeto,
y
hasta
la frescura del cuarto, que parecía sestear en su sombra, hubiéranse
dicho obra de ella.
Doña
Anacleta le había bordado una alfombrita de mostacilla, y a sus
espaldas, sostenido al muro por varios clavos para redondearlo,
colgaba un rosario de huevos de urraca y chimango.
Iba
el viejo a arrodillarse y rezar por centésima vez pidiendo el agua
ansiada. Pero tuvo noción de la inutilidad de sus ruegos.
"Hasta
a las ranas hacía más caso aquel pedacito de palo
inconmovible." Y un ansiar venganza ahogó su intención
piadosa.
Vio
lo de afuera: el campo, árido; los animales, olfateando la tierra
sin conseguir de ella más que las dos columnas de polvo alzadas por
su soplido.
Toda
la congoja de los impotentes aquellos transformósele en rabia, y un
proyecto vago en él se precisó.
¡Era
fácil estar indiferente como aquel idolito en la frescura encerrada,
cuando los demás padecían del sol universal! Justo era que ella
también sufriera hasta que por fuerza diera lo que no podían
conseguir con rezos.
El
momento era propicio. Los muchachos andarían cuereando; la vieja
estaba adobando un peludo en la cocina. Podía cumplir su amenaza sin
impedimento.
Con
manotón irreverente destronó a la virgen de su rincón,
escondiéndola bajo la camiseta como hubiera podido hacer con un
pollo para que no gritara. Y cerrando con llave, tomó un sendero
cuya tierra le abrasaba los pies a través de las alpargatas.
Un
remolino venía haciendo espiralear la hojarasca y le quemó el
semblante como cuando se agachaba demasiado sobre el fogón en busca
de un tizoncito.
Llegó
al galpón de esquila, amplio mesón de barro, techado de paja.
En
un rincón estaba el comedero, que, acompañado de una argol la
incrustada en el muro, formaba el pesebre del tobiano, "el
crédito", el único animal gordo en el establecimiento.
Echóle
encima un cuero, lo enriendó apretóle el cojinillo con un cinchón
y, enhorquetándose, salió como ladrón buscando lo más tupido de
la arboleda.
Púsose
a galopar hacia el fondo del potrero. Pronto distinguió el palo del
rodeo, única cosa que el calor no agobiaba.
Cada
detalle de la calamidad aquella reforzaba el enojo de don Rufino,
exasperado ya por el sol, que le chamuscaba el cuerpo a través de la
ropa.
Dejó
rienda abajo al caballo, acostumbrado, sacando a luz la imagen, que
miró con satisfacción; después retiró al tobiano el cinchón, y
bien arriba, donde los animales no alcanzaran, ató a la virgencita
como a un Prometeo.
Cuando
hubo concluido, miró y remiró su obra, a ver si no dejaba una
posibilidad de escapatoria, y la cara se le arrugó en amplia
carcajada de contento.
-Por
Dios -dijo a la virgen, mientras besaba un escapulario con estampa
del Cristo que traía al cuello. Por Dios, que ahí vah'a quedar
embramada al palo hasta que hagás yovér -y sin más tardanza saltó
en su flete, que, solo, tomó rumbo a las casas.
De
pronto se detuvo, ensanchándole el pecho una emoción indecible.
Allá, en el horizonte, ¿qué era aquéllo? Una franja oscura
parecía avanzar.
Don
Rufino no podía creer, dudó de sus ojos; y como ya estuviera cerca
de las casas, siguió hacia ellas para ver qué decían los otros.
No
oyó sino un grito: "Las puertas, las puertas; cierren las
ventanas y los postigos, que viene la tormenta". Ya no dudó.
Hubo
un instante de quietud. y el primer soplo del huracán barrió el
campo. En el camino, una columna de polvo se alzó en jadeante
remolino: los viejos álamos agacharon, rechinando sus orgullosas
copas, y las casuarinas silbaron su quejido agudo.
Don
Rufino, atontado, inerte por la emoción, miró a su alrededor; los
pocos animales que veía, dando idénticamente el anca al viento, le
parecieron de golpe haber engordado. Creía vivir en otro mundo,
sentíase lleno de milagro, y al recobrar su vitalidad, brevemente
perdida, echó su caballo a correr, tendido sobre el costillar,
camino a la virgencita.
Allí
estaba, con los fuertes nudos, pequeña, igual, menos luminosa en la
oscuridad de la tormenta. Don Rufino besóle los pies, hízole mil
mimos y caricias, concluyendo por envolverla en el cojinillo y
disparar, a pelo limpio, hacia las casas.
El
viento, que parecía haber arreado con toda la tierra, seguía claro
y menos fuerte. Algunas gotas espesas comenzaron a caer, viajadoras
como bolas perdidas. El anciano aceleraba, bebiendo a pulmón abierto
el olor a tierra mojada; cerca del palenque, las gotas se tupieron,
haciendo paragüitas contra el suelo.
Llegó
empapado.
En
el galpón de esquila todo el peonaje reunido se atareaba en guarecer
del chubasco las prendas que éste podía dañar.
Un
hornero repiqueteaba su risa de victoria.
Los
relámpagos dibujaban carcajadas de luz.
Felipe,
el menor de los muchachos, apareció por la playa hecho sopa,
gritando al ataque fresco de la lluvia. Traía a los tientos un cuero
cuyas garras espoleaban al caballo en las verijas. Hastiado el
animal, al enfrentar las casas, corcovió unos diez metros.
-¿Ande
vas?... ¿Ande vas? -gritaba don Rufino. A darte un disgusto...
-De
viejo y bichoco -contestaba el muchacho alusivamente- se me
acalambran los huesos.
-Y
ambos reían, mirándose en la cara.
La
lluvia, gradualmente f'uése moderando. Chorros y gotas caían de los
techos, ahondando las marcas de gotas anteriores. Los árboles,
momentos antes maltratados por el vendaval, reverdecían lavados. Los
troncos intensificaban su color. Las zanjas plagiaban ríos; los
charcos, lagunas. Los pájaros, pelotones de pluma, se inmovilizaban,
los párpados a medio cerrar. Un ritmo lento, lleno de goce,
silenciosamente intenso, moderaba los gestos hasta de la gente, que
se acariciaba el cutis contra el aire fresco.
Un
ritmo lento, una quietud contemplativa abrazaba la Pampa.
Son
las nueve de la noche. Todo parece dormir en la estancita. En el
dormitorio de los viejos hay luz. Cuantas velas se encontraron en la
casa están ahí, para iluminar a la bienhechora. Don Rufino, rosario
en mano, dice los Aves que corean los demás. La voz baja y monótona
alterna con el coro; una profunda piedad se exhala de las almas
sencillas.
Contra
los vidrios, la lluvia en latigazos intermitentes crepita con saña.
Y
la virgencita, muy oronda en su nicho, saborea esa nueva victoria
sobre todos los otros santos del pago.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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