-¡Ahí
viene el Zaino! -anunció Alberto desde la puerta del pequeño salón
de espera.
Recoger
las valijas, salir al andén y ponernos buenamente a contemplar el
punto negro, empenachado de humo que venía hacia nosotros
agrandándose, fue obra de un segundo.
Las
despedidas se cruzaron.
-Hasta
pronto, entonces; que se diviertan por allá, y no olvide, Alberto,
le recomiendo mi compañera por si le hace falta algo...;
atiéndamela, ¿no?
-Pierda
cuidado. Por lo pronto, la señora -dijo mi compañero dirigiéndose
a la robusta y hermosa alemana- nos hará el honor de comer con
nosotros.
-Con
mucho gusto.
-Otra
vez, entonces, ¡hasta la vuelta!
-Esoés,
¡adiós, adiós!
Y
tras los últimos apretones de manos, nos colamos a nuestro coche,
sacamos el polvo de los asientos a grandes latigazos de nuestros
pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y nos
sentamos con satis-facción de conquistadores.
No
hubo más voces, ni movimientos en la estación campera, que pronto
dejamos en su silencio.
Afuera
la llanura corría, a veces interceptada por algún árbol demasiado
cercano que aturdía los ojos.
-Supongo
-dije a Alberto- que me presentarás la rubia.
Y
siguiendo a esta pregunta, hice otras, cuyas contestaciones me fueron
satisfactorias.
-Bueno
vamos al comedor, que nos estará esperando.
Sola
y halagada por muchos ojos, nuestra flamante amiga aguarda sonriente.
Los manteles se cargaron de vinagreras, platos, cubiertos, y poco a
poco, los viajeros llegaban con andar inseguro, buscando en torno las
caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de comida.
Nuestra
conversación rodaba, fácil y ruidosa, como el tren mismo; los
sacudones hacían chocar las rodillas bajo las mesas; las porcelanas
sonaban como risas, y en los vidrios, iluminados por la luz interna,
el azul de un atardecer ya avanzado concentraba su color.
Las
intimidades con mi vecina iban su camino. Debía tener yo rojas las
mejillas, a juzgar por las de ella, y nuestras voces llamaban la
atención.
A
los postres, pedimos nos llevaran al compartimiento café y licores,
y regresamos chocándonos a capricho de los movimientos del vagón,
cosa que permitía ciertos ademanes que podían pasar por
involuntarios.
Y
como generalmente van las cosas, cuando dos intenciones concuerdan,
fueron las incidencias desenvolviendo su ovillo a la perfección sin
choques ni retardos, hasta que la misma idea, ineludible, vino a
detenernos ante el tercero, que, si hasta entonces había ayudado,
podía estorbar.
Dos
palabras en voz baja. Ella se levantó fingiendo un olvido.
-Ahora
vuelvo.
Dije
al rato estúpidamente:
-Ché,
ésta no viene...; voy a buscarla.
Mi
amigo sonrió simplemente.
Por
breve que hubiese sido, ella encontró tiempo para arreglarse y,
esperarme, sin trabas retardadoras, excitando los ridículos de una
impaciencia exasperada.
El
lecho era estrecho y duro; pero ya saboreaba todos los encantos de
mi aventura inesperada, cuando dos puñetazos, enormemente asentados,
hicieron temblar la puerta.
Sorprendido
e iracundo, respondí con palabrotas a los ruegos del empleado, cuyo
discurso no entendí. Pensé fuera por los boletos, pero oí la voz
de Alberto gritándome por una rendija:
-¡Abrí!...
¡Abrí, animal que no es broma!
Corrí
el pasador y mi compañero cayó casi sobre nosotros.
-¡No
te has dao cuenta que hace veinte minutos estamos paraos en una
estación y estás con la luz prendida!
Loco,
salté hacia el botón eléctrico, que apagué de una vuelta, y,
libre entonces del encandilamiento, pude ver un racimo de caras
gozosas que se aplastaban la nariz contra el vidrio de la ventanilla.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
No hay comentarios:
Publicar un comentario