Al rescoldo
Ricardo
Güiraldes
Hartas
de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El
candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama
del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo
soñoliento.
Semejantes,
mis noches se seguían; y me dejaba andar a esa pereza general,
pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de
la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces
pensativas que me arrullaban como un arrorró.
En
la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían,
preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en
una conversación lenta.
Silverio,
un hombrón de diecinueve años, acercó un banco al mío.
Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.
-¡Chupe y no se duerma!
-¡Chupe y no se duerma!
Tomé
el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.
Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos
en el semblante virilmente tostado de aire.
Dirigió
sus pullas a otro.
-Don
Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento...;
atraque un banco.
El
enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus
manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer
más grande.
Dejó
en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus
cuerdas anudadas como miembros viejos.
-Arrímese
-dijo uno, dándole lugar, que aquí no hay duendes. Hacía alusión
a las supersticiones del viejo paisano; supersticiones conocidas de
todos y que completaban su silueta característica.
-De
duendes -dijo- les voy a contar un cuento -y recogió el chiripá
sobre las rodillas para que no rozara el suelo.
Un
cuento es para alguien pretexto de hermosas frases; estudio, para
otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.
Pero
manjar exquisito para el criollo, por su rareza, hace que éste viva
al par del héroe de la historia y tenga gestos, hasta palabras de
protesta, en los momentos álgidos. Sus emociones son tan reales, que
si le dijera "¡Esos son los traidores! ¡Esa es el ánima
mal-hechora!", muchos de entre ellos tendrían placer en dar una
manito al hombre cuya alma ha repercutido en las suyas por un gesto
noble, una palabra altanera o una actitud de coraje en momentos
aciagos.
Dejaron
que el hombre meditara, pues es exordio necesario a toda buena
relación, y de antemano se prepararon a saborear emociones, evocando
lo que cada cual había tenido que ver en esos fenómenos cuya causa
ignoran y que atribuyen al sobrenatural (gracias a Dios).
El
que menos pasó su momento de terror en la vida. Uno se topó con la
viuda; otro, con una luz mala que trepara en ancas del caballo; a
aquél le había salido el chancho, y este otro se perdió en el
cementerio poblado de quejidos.
-Est'era
un inglés -comenzó el relator, moso grande y juerte, metido ya en
más de una peyejería, y que había criao fama de hombre aveso pa
salir de un apuro.
Iba,
en esa ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una
viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que podía
agensiarse en el negosio.
Era
de noche cerrada, y el hombre cabilaba sobre los ardiles que
emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que había
amontonado comprando hasienda pa los corrales.
Faltarían
dos leguas para yegar, cuando uno de los mancarrones de la volanta
dentró a bailar desparejo; y jué opinión del cochero darles más
bien un resueyo y seguir pegándole al día siguiente con la fresca.
Pero el inglés, apurao por sus patacones, no se quería conformar
con el atraso, y fayó por dirse a pie más bien que aban-donar la
partida.
Así
jué, y el cochero le señaló dos caminos: uno yendo derecho pal
Sur, hasta una pulpería de donde no tendría más que seguir el
cayejón hasta la estancia; y otro más corto, tomando derecho a un
monte, que podía divisarse de donde estaban y, en crusándolo,
enderesar a un ombú, que ésa era la estancia e la viuda. Pero el
camino era peligroso, y muchas cosas se contaban de los que se habían
quedao por querer crusarlo. Era el quintón de Alvarez, nombrao en
todo el partido, y que el inglés conosía de mentas.
Se
decía que había un ánima, pero el cochero le relató la verdad.
Era
que el hijo de la viuda desapareció un día sin dejar más rastro
que un papelito, en que pedía que no olvidaran su alma, condenada a
vagar por el mundo, y que le pusieran todos los días una tira de
asao y dos pesos en un escampao que había en el quintón.
Dende
ese día se cumplió con la voluntad del finao, y a la
madrugada siguiente aparesía el plato vasío. Lo dos pesos, se los
había llevao, y en la tierra, escrito con los dedos, desía
"grasias"; y esto naides sorprendía, porque el finao jué
hombre cumplido, y aunque no supiera escribir, otra cosa jué su
alma.
Dende
entonses no hay cristiano que se atreva a crusar de noche, y los más
corajudos han güelto a mitad de camino y cuentan cosas estrañas.
La
viejecita llevaba de día la comida y los dos pesos, y no le había
sucedido nada, de no oír la voz del alma en pena de su hijo, que le
agradesía.
Con
esto concluyó su relato el cochero, le desió güenas noches al
inglés y agarró camino pal poblao, mientras el otro enderesaba al
monte, pues era hombre de agayas y no creía en aparisiones.
Yegó
y; sin titubiar, rumbió pal medio, buscando el abra en que debía
estar la comida.
Cualquiera
se hubiera acoquinao en aquella oscuridad, pero el inglés le buyía
la curiosidá y el alma le retosaba de coraje.
Así
jué, pues, que yegó al punto señalao y vido el plato con la comida
y los dos pesos, que no era llora todavía de salir las ánimas y
estaban como la mano e la viuda los había dejao.
Se
agasapó entre el yuyal, peló un trabuco y aguaitó lo que viniera.
Ya
lo estaba sopapiando el sueño, cuando un baruyo de ojarasca le hiso
parar la oreja. Vichó pa todos laos, y no tardó en vislumbrar un
gaucho araposo.
Este
tersiaba en el braso un poncho blanco que de largo arras-traba po'l
suelo; las botas, de potro, no le alcansaban más que hasta medio
pie, y traiba un chiripasito corto con más aujeros que disgustos
tiene un pobre.
Ay
no más se sentó juntito al plato, peló una daga como de una
brasada de largor y dio comienso a tragar a lo hambriento.
En
eso, y Dios parese que sirviera las miras del inglés, se alsó un
remolino que arrió con los dos pesos. El malevo largó el cuchillo y
dentró a perseguirlos, como un abriboca, cuando sintió, pa mal de
sus pecaos, que el inglés lo había acogotado y quería darle fin de
su trabucaso. Entonces rogó por su vida, alegando que él, aunque se
había disgrasiado, no era un bandido y que le contaría cómo se
había hecho ánima.
Ay
verán.
Hasía
ya más de veinte años, en sus mosedades, este paisano había jurao
cortarle la cresta al gayo, que le arrastraba el ala a su china; pero
ese hombre era el finao Jasinto, entonses moso pudiente en el
partido, y le encajaron una marimba e palos, acusándolo de
pendensiero.
Desde
entonces hiso la promesa de no tener pas hasta vengarse del hombre
que lo había agrabiao robándole la prenda. Y una noche quiso el
destino que lo hayase solo, y lo mató; pero peliando en güena lay.
Dispués
había enterrao al muerto y, peligrando que lo vieran, había gatiao,
de noche, hasta las casas de la viuda, donde le dejó un papelito que
le debía asigurar la comida y una platita pa poder con el tiempo
salir de apuros.
Esa
era su historia; y los sustos que daba a la gente, envolvién-dose en
su poncho blanco, era de miedo que lo encontraran un día y lo
reconosieran.
Golbió
a pedir por su vida, que bastante castigo tenía con su disgrasia.
El
inglés, poco amigo de alcagüeterías, prometió cayarse y dejarlo
al infelís yorando su amargura.
Esto
pasó hase muchos años, y disen que el inglés, como premio a su
güena alma, nunca le salió más redondo un negosio.
Don
Segundo hizo una pausa; su cara bronceada parecía impresionada por
sus palabras, y golpeaba con una ramita robada al fuego la maternal
fecundidad de la olla.
El
auditorio esperaba en calma la conclusión de la historia.
-Güeno,
es el caso que mucho dispués tuvo ocasión el inglés, que era
viajadoraso, de golver por el pago.
Paró
en casa e la viuda, y no podía dejar de pensar en lo que le había
susedido por sus mosedades.
En
la mesa, aunque juera asunto delicao, preguntó a la patrona por el
ánima de su hijo. La viejita se largó a yorar, disiendo que ya
nunca oiba la voz de su hijo querido y que ya no escribía "grasias"
como antes en el suelo.
Dejuro
en algo lo había ofendido, que eya no sabía tratar con espíritus;
y, pa colmo, ni los dos pesos se alsaba, aunque siempre comía lo que
eya le yevaba. Muchas veses había yorado suplicándole al alma le
contestara, pero nunca hayó respuesta a sus lamentos.
Al
inglés le picó la curiosidá, y aunque estaba medio bichoco por los
años pa meterse en malos pasos, se le remosaba el alma con el
recuerdo y se aprestó pa la noche misma. Dijo a la vieja que
tendería el recao bajo el alero, que la noche iba a ser caliente; y
cuando todos se habían dormido, enderesó al Quintón con un paso
menos asentao que años antes y cabiloso sobre el cambio que había
dao el malevo en sus costumbres.
Ni
bien yegó al parque, un ventarrón se alsó y creyó el hombre en
mal aviso. Se abrió paso como pudo entre las malesas y yegó
trompesando al abra dispués de muchas güeltas. Venía sudando; el
aliento se le anudaba en el garguero y se sentó a descansar,
esperando que se le pasara el sofocón y preguntándose si no sería
miedo. Malo es pa un varón hacerse esa pregunta, y el hombre ya
comensó a sobresaltarse con los ruidos de aqueya soledá.
La
tormenta suele alsar ruidos extraños en la arboleda. A veses el
viento es como un yanto dee mujer, una rama rota gime como un
cristiano, y, hasta a mí me ha susedido quedarme atento al ruido de
un cascarón de uncalito que golpeaba el tronco, creyendo juera el
alma de algún condenao a hachar leña sin descanso. Al día
siguiente, como susede en esos castigos de Dios, el ánima encuentra
desecho su trabajo y tiene que seguir hachando y hachando con la
esperanza que un día el filo de su hacha ruempa el encanto.
En
esos momentos he sentido achicárseme el alma, pensando en lo que a
cada uno le puede guardar la suerte, y me hago lo qué sería del
inglés, ya viejón, con más de un pecao ensima, figurándose que
esa sería la'ora de su castigo.
Pero
él no creíba en ánimas, de suerte qué crió coraje y se arrimó
al lugar en que debía estar el plato. Lo hayó como antes, y como
antes también se agasapó pa esperar.
Ya
harían muchas horas que estaba ayí, y le paresió una eternidá. No
podía ver la hora por la escuridá y quiso levantarse; pero sintió
como una mano que le pasaba por la carretiya y se agachó más
bajito, pues ya le estaba entrando frío, y si no ganaba las casas
era porque tenía miedo.
Tendió
la oreja y sintió que, en frente, algo caminaba entre las hojas
secas. Había parao el viento y podía oír clarito los pasos de un
cristiano que gateaba.
Aguantó
el resueyo y miró pal lao que venía el ruido. Como a una cuarta del
suelo, vido relumbrar dos ojos que lo miraban. Sintió que el corasón
le daba un vuelco y apretó el cuchillo que había desem-bainado,
jurando que, si era broma, bien cara la había de pagar, quién le
hasía pasar tamaño susto. Pero golvió a mirar, y más cerca otros
dos ojitos briyaron; sintió un tropel a su espalda, le paresió que
alguien se raiba, y ya, mitad de rabia y miedo, saltó al esplayao.
-Venga
-gritó- el que sea, que yo le he de en..., pero, ay no más, un
bulto le pegó en las piernas; el hombre trabocó unos pasos y se jué
de largo, cayendo con el hosico entre el plato de latón vasío. Más
sombras le pasaron por ensima; alguno le gritó una cosa al oído,
yevándosele media oreja; sintió como patas peludas de diablo que le
pisoteaban la cara y se la rajuñaban.
Hiso
juerza y disparó pal monte. No quería saber nada, y corría este
cristiano por entre los árboles, dándose contra los troncos,
pisando en falso, enredándose en las bisnagas, chusiándose en los
cardos, y gritaba como ternero perdido rogando al Señor lo sacara de
ese infierno.
Don
Segundo se rió.
-Ave
María, susto grande se yevó este hombre.
-Vea:
el duro -grito otro- se hizo manteca.
Y
cómo jué que había tanto bulto, si parese maldisión -rió
Silverio.
-Jué
-siguió Don Segundo- que la tal ánima había juntado unos pesos y
juyó del pago a vivir como Dios manda. Como la viuda seguía
poniendo la comida, la olfatió un zorro, dende entonces vienen en
manada. El que quiera sacárselas tiene que ir alvertido y no pisar
en hoyos.
Todos
festejaron el cuento. Decididamente, don Segundo los había "fumao"
para que no le embromaran; pero el cuento valía uno serio.
Hubo
un movimiento general. A los que estaban cebando se les había
enfriado la yerba; otros se fueron a dormir, mientras los menos
cansados volvían a la mesa, donde la baraja, manoseada y vieja,
esperaba el apretón cariñoso de las manos fuertes.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
No hay comentarios:
Publicar un comentario