En
el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.
Como
único ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a
la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de
pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como
agujero en una moneda, hay un charco maloliente.
Intenso
calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo
tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud
silente abruma el mundo.
El
chancha, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa
en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se
sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.
Eructa
de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.
En
el interior de la choza, sobre
tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.
Por
entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe
que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo
aluciente que le obceca.
Gruesas
gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo
desagradable. A veces con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta
largas estrías rojas.
El
grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epidermis;
las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro,
para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad
exaspera el cutis; y cuando la mueca las espanta, retornan a su
volido, cuya nota untuosa es aún tortura.
En
un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su
trigo sudan presagiando agua.
En
la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas,
y un episodio juvenil revive en él idénticamente.
Su
sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de
fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda
la intensidad, suavísima, del contacto femenil.
Vivía
entonces con sus padres.
Mañanas
luminosas llenaban de placidez el jardín oloroso, en cuyas yerbas
refrescaba sus pies, siempre secos por la misma fiebre.
Era
él un niño sombrío y huraño, alimentando solitarias meditaciones
con el hervor absorbente que sentía burbujear en su carne.
Ella
le entró en el alma con la caricia fresca de su belleza, apenas
tocada por los primeros asomos de la pubertad.
La
misma tiranía de naciente deseo los aunó en la pendiente de pasión
que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron., y el campo fue
pequeño para sus exigencias de vida.
Al
tercer día, mientras conversaban a la sombra de un tupido paraíso
que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un ímpetu
irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por
fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos los labios
húmedos que resbalaron.
Locura
enorme que destruye la vida.
Tuvo
miedo de sí mismo; fue aniquilado por la turbulencia de su deseo, y
quedó en asombro ante aquella impetuosidad desconocida, los ojos
vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su pecho.
Después
siguieron como antes, sin aludir, pero más estrechamente unidos.
Una
noche, el sueño huía del enamorado como fantasma inalcan-zable,
cuando oyó un crujido en la puerta.
Su
nerviosidad le hizo entrever mil incoherencias, pero nunca ésa.
Susana,
desnuda, franqueaba el umbral del cuarto.
Todos
los latidos de la sangre se amontonaron en sus sienes; un dolor
comprimió sus músculos, y los ojos vieron turbia, casi inmaterial,
la aparición inesperada que cautelosamente se encaminaba hacia él.
Retúvose
para no gritar, y temió que la afluencia de vida en ese momento
rompiera sus venas.
Apoyado
contra el muro, aterrorizado por la exaltación que en él sentía
crecer, la vio aproximarse titubeando, los brazos hacia adelante, con
el gesto de un anhelo ciego.
Susana
tropezó con el lecho, y ambos tuvieron la sensación de un acto
cumplido.
Temíale
como una brasa, y, sin embargo, la sintió que entraba en las
sábanas; el calor de su piel le crispó como un solo nervio...;
luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su boca.
Rodaron
uno sobre otro. Los brazos viriles se habían amalgamado con la
cintura cimbreante; pero antes que pudiera iniciar la caricia, un
espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo palpitó al
impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue presa de bruscos
sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres,
sobre la plancha hirviente del horno crematorio.
La
realidad de la alucinación ha despertado al asceta; sabe la tortura
que le espera, y toda su voluntad se esfuerza para ahuyentar el
espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.
Ya
el látigo está en sus manos, y, listo para la flagelación corre
hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de movimiento.
El
primer azote ha insultado sus flancos; los pomos, que con-cluyen cada
trenza como extraño coronamiento de cabellera enferma, han llorado
en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos en
violáceos moretones.
Y
entonces es el vértigo.
El
brazo duplica sus fuerzas, los plomos caen sobre el dorso cual pesado
granizo, que repercute sordamente en el tórax descarnado. Los ojos
se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera sádica brota
en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.
El
penintente ríe, solloza, gime, presa de placer equívoco, en que se
mezcla indescriptible angustia y desvarío.
La
disciplina acelera su velocidad, y las gotas de sangre se desprenden
pulverizadas.
Al
fin, los miembros, anudados por calambres, se niegan a la acción, y
el santo cae boca abajo como un haz de nervios retorcidos.
Sus
brazos quisieran estrechar la tierra, blanda para sus dedos que la
penetran. La arena cruje entre sus dientes, convulsivos, y un último
estrujón le curva sobre el mundo como sobre una hembra.
Y
silenciosa, horrorosamente, el milagro se cumple.
Pesadas
gotas caen a intervalos, fustigando rabiosamente el suelo; bocanadas
de polvo saltan en explosiones crepitantes...; al rato, un abrazo
turbio confunde cielo y tierra.
El
chancho, panza arriba, recibe gozoso el chaparrón, que tamborilea
en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al tacto del agua,
transparente y tersa como nalga de angelito.
Sus
cuatro patas, cortas y tenues, en torno al consistente abdo-men
parecen adornos ridículos e inútiles.
Su
boca, abierta, símil a una grieta cónica proa de carne, ríe
beatamente.
Más
lejos, San Antonio, desparramado sobre el suelo, como espantapájaros
que volteara el viento, es esclavo también del bienestar corpóreo.
El
demonio ha sido desalojado de su pecho, y Dios le ha dado la paz
anhelada por los mártires.
1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042
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