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jueves, 18 de septiembre de 2014

San antonio. (Castidad)

En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.
Como único ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco maloliente.
Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.
El chancha, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.
Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.
En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.
Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.
Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.
El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epider­mis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.
En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.
En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.
Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.
Vivía entonces con sus padres.
Mañanas luminosas llenaban de placidez el jardín oloroso, en cuyas yerbas refrescaba sus pies, siempre secos por la misma fiebre.
Era él un niño sombrío y huraño, alimentando solitarias meditaciones con el hervor absorbente que sentía burbujear en su carne.
Ella le entró en el alma con la caricia fresca de su belleza, apenas tocada por los primeros asomos de la pubertad.
La misma tiranía de naciente deseo los aunó en la pendiente de pasión que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron., y el campo fue pequeño para sus exigencias de vida.
Al tercer día, mientras conversaban a la sombra de un tupido paraíso que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un ímpetu irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos los labios húmedos que resbalaron.
Locura enorme que destruye la vida.
Tuvo miedo de sí mismo; fue aniquilado por la turbulencia de su deseo, y quedó en asombro ante aquella impetuosidad desconocida, los ojos vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su pecho.
Después siguieron como antes, sin aludir, pero más estrechamente unidos.
Una noche, el sueño huía del enamorado como fantasma inalcan-zable, cuando oyó un crujido en la puerta.
Su nerviosidad le hizo entrever mil incoherencias, pero nunca ésa.
Susana, desnuda, franqueaba el umbral del cuarto.
Todos los latidos de la sangre se amontonaron en sus sienes; un dolor comprimió sus músculos, y los ojos vieron turbia, casi inmaterial, la aparición inesperada que cautelosamente se encaminaba hacia él.
Retúvose para no gritar, y temió que la afluencia de vida en ese momento rompiera sus venas.
Apoyado contra el muro, aterrorizado por la exaltación que en él sentía crecer, la vio aproximarse titubeando, los brazos hacia adelante, con el gesto de un anhelo ciego.
Susana tropezó con el lecho, y ambos tuvieron la sensación de un acto cumplido.
Temíale como una brasa, y, sin embargo, la sintió que entraba en las sábanas; el calor de su piel le crispó como un solo nervio...; luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su boca.
Rodaron uno sobre otro. Los brazos viriles se habían amalgamado con la cintura cimbreante; pero antes que pudiera iniciar la caricia, un espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo palpitó al impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue presa de bruscos sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres, sobre la plancha hirviente del horno crematorio.
La realidad de la alucinación ha despertado al asceta; sabe la tortura que le espera, y toda su voluntad se esfuerza para ahuyentar el espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.
Ya el látigo está en sus manos, y, listo para la flagelación corre hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de movimiento.
El primer azote ha insultado sus flancos; los pomos, que con-cluyen cada trenza como extraño coronamiento de cabellera enferma, han llorado en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos en violáceos moretones.
Y entonces es el vértigo.
El brazo duplica sus fuerzas, los plomos caen sobre el dorso cual pesado granizo, que repercute sordamente en el tórax descarnado. Los ojos se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera sádica brota en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.
El penintente ríe, solloza, gime, presa de placer equívoco, en que se mezcla indescriptible angustia y desvarío.
La disciplina acelera su velocidad, y las gotas de sangre se desprenden pulverizadas.
Al fin, los miembros, anudados por calambres, se niegan a la acción, y el santo cae boca abajo como un haz de nervios retorcidos.
Sus brazos quisieran estrechar la tierra, blanda para sus dedos que la penetran. La arena cruje entre sus dientes, convulsivos, y un último estrujón le curva sobre el mundo como sobre una hembra.
Y silenciosa, horrorosamente, el milagro se cumple.
Pesadas gotas caen a intervalos, fustigando rabiosamente el suelo; bocanadas de polvo saltan en explosiones crepitantes...; al rato, un abrazo turbio confunde cielo y tierra.
El chancho, panza arriba, recibe gozoso el chaparrón, que tamborilea en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al tacto del agua, transparente y tersa como nalga de angelito.
Sus cuatro patas, cortas y tenues, en torno al consistente abdo-men parecen adornos ridículos e inútiles.
Su boca, abierta, símil a una grieta cónica proa de carne, ríe beatamente.
Más lejos, San Antonio, desparramado sobre el suelo, como espantapájaros que volteara el viento, es esclavo también del bienestar corpóreo.
El demonio ha sido desalojado de su pecho, y Dios le ha dado la paz anhelada por los mártires.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

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