Un campesino tenía un hijo
que no abultaba más que el dedo pulgar; no había manera de hacerlo crecer, y,
al cabo de varios años, su talla no había aumentado ni el grueso de un cabello.
Un día en que el campesino se disponía a marcharse al campo para la labranza,
díjole el pequeñuelo:
-Padre, déjame ir contigo.
-¿Tú, ir al campo? -replicó
el padre.
-Quédate en casa; allí no me servirías de nada y aún correría el
riesgo de perderte.
Echóse el pequeño a llorar,
y, al fin, el campesino, para que lo dejara en paz, metióselo en el bolsillo y
se lo llevó. Al llegar al campo, lo dejó sentado en un surco recién abierto.
Mientras estaba allí, acercóse un enorme gigante que venía de allende los
montes.
-¿Ves aquel gigantón de allí?
-dijo el padre al niño, para asustarlo.
Pues vendrá y se te llevará.
En dos o tres zancadas de sus
larguísimas piernas, el gigante llegó ante el surco. Levantó cuidadosamente al
pequeño con dos dedos, lo contempló un momento y se alejó con él, sin
pronunciar una palabra. El padre, paralizado de espanto, no pudo ni emitir un
grito y consideró perdido a su hijo, sin esperanza de volverlo a ver en su
vida.
El gigante se llevó al
pequeñuelo a su mansión y le dio de mamar de su pecho, con lo que el chiquitín
creció, tanto en estatura como en fuerzas, cual es propio de los gigantes.
Transcurridos dos años, el viejo gigante lo llevó al bosque y, para probarlo,
le dijo:
-Arranca una vara.
El niño era ya tan robusto,
que arrancó de raíz un arbolillo como quien no hace nada, pero el gigante
pensó: «Ha de hacerse más fuerte», y volvió a llevarlo a su casa y continuó
amamantándolo durante otros dos años. Al someterlo nuevamente a prueba, la
fuerza del mozo había aumentado tanto, que ya fue capaz de arrancar de raíz un
viejo árbol. Sin embargo, no se dio por satisfecho todavía el gigante, y lo
amamantó aún por espacio de otros dos años, al cabo de los cuales volvió al
bosque, y le ordenó:
-Arráncame ahora una vara de
verdad.
Y el joven extrajo del suelo
el más fornido de los robles, con una ligereza tal que no parecía sino que
bromeaba.
-Ahora está bien -díjole el
gigante; has terminado el aprendizaje, y lo devolvió al campo en que lo
encontrara. En él estaba su padre guiando el arado, y el joven gigante fue a él
y le dijo:
-¡Mirad, padre, qué hombrón
se ha vuelto vuestro hijo!
El labrador, volviéndose,
exclamó asustado:
-¡No, tú no eres mi hijo!
¡Nada quiero de ti! ¡Márchate!
-¡Claro que soy vuestro
hijo; dejadme trabajar; sé arar tan bien como vos o mejor!
-¡No, no! Tú no eres mi
hijo, ni sabes arar. ¡Anda, márchate de aquí!
Pero como aquel gigante le
daba miedo, dejóle el arado y fue a sentarse al borde del campo. Empuñó el hijo
el arado con una sola mano, y lo hincó con tal fuerza que la reja se hundió
profundamente en el suelo. El campesino no pudo contenerse y le gritó:
-No hay que apretar tan
fuerte para arar; es una mala labor la que estás haciendo.
Pero el joven, desunciendo
los caballos y poniéndose a tirar él mismo del arado, dijo:
-Vete a casa, padre, y di a
mi madre que prepare una buena comida; yo, mientras tanto, terminaré la faena.
Fuese el campesino y encargó
a su mujer que preparase la comida, y, entretanto, el mozo aró todo el campo,
que medía dos yugadas, sin ayuda de nadie, tras lo cual lo rastrilló por
entero, manejando dos rastras a la vez. Cuando hubo terminado, arrancó dos robles
del bosque, se los echó al hombro, y puso aún encima una rastra y un caballo
delante, y otra rastra y otro caballo detrás; y como si todo junto no fuese más
que un haz de paja, llevólo a la casa paterna. Al entrar en la era, su madre,
no reconociéndolo, preguntó:
-¿Quién es ese hombrón tan
terrible?
Y respondióle su marido:
-Es nuestro hijo.
-No, no es posible que sea
nuestro hijo; jamás tuvimos uno así; el nuestro era muy chiquitín.
-Y gritóle:
-¡Márchate, aquí
no te queremos!
El mozo, sin chistar, llevó
los caballos al establo, echóles heno y avena, y lo arregló como es debido.
Cuando estuvo listo, entró en la casa y, sentándose en el banco, dijo:
-Madre, tengo mucho apetito;
¿estará pronto la comida?
-Sí - respondió ella, - y
sirvióle dos grandes fuentes repletas, con las que ella y su marido se habrían
hartado para ocho días. Pero el joven se lo zampó todo y preguntó si podía
darle algo más.
-No -respondióle la madre, te
di todo lo que había en casa.
-Esto sólo me sirve para
abrirme el apetito; necesito más.
Ella, no atreviéndose a
contradecirlo, salió a poner al fuego una gran artesa llena de comida y, cuando
ya estuvo cocida, la entró al mozo.
-Bueno, aquí hay, por lo
menos, un par de bocados -dijo éste, y se lo comió todo sin dejar miga; pero
tampoco bastaba para aplacarle el hambre, y dijo entonces:
-Padre, bien veo que en
vuestra casa nunca me hartaré. Si me traéis una barra de hierro bastante gruesa
para que no pueda romperla con la rodilla, me marcharé a correr mundo.
Alegróse el campesino,
enganchó los dos caballos al carro y fuese a casa del herrero en busca de una
barra tan grande y gruesa como pudieran transportar los animales. El joven se la
aplicó contra la rodilla y ¡crac!, la quebró en dos como si fuese una estaca, y
tiró los trozos a un lado. Enganchó entonces el padre cuatro caballos y volvió
con otra barra tan grande y gruesa como los animales pudieron acarrear; pero el
hijo la dobló también y, arrojando los fragmentos, dijo:
-No sirve, padre; tenéis que
poner más caballos y traer una barra más fuerte.
Enganchó entonces el
campesino ocho caballos, y trajo a casa una tercera barra, tan grande y gruesa
como los animales pudieron transportar. El hijo la cogió en la mano, rompió un
pedazo de un extremo, y dijo:
-Padre, bien veo que no
podéis darme el bastón que necesito. No quiero continuar aquí.
Marchóse con intención de
colocarse como oficial herrero. Llegó a un pueblo, donde habitaba un herrero
muy avaro, que todo lo quería para sí y nada para los demás. Presentósele el
mozo y le preguntó si necesitaba un oficial.
-Sí -respondió el herrero, y,
considerándolo de pies a cabeza, pensó:
«Es un mozo fornido; manejará
bien el martillo y se ganará su pan».
-¿Cuánto pides de salario? -le
preguntó.
-Nada -respondió el mozo, sólo
cada quince días, cuando pagues a los demás trabajadores, yo te daré dos
puñetazos y tú los aguantarás.
El herrero se declaró
conforme, pensando en el mucho dinero que se ahorraría. A la mañana siguiente,
el nuevo oficial se puso a la faena; cuando el maestro le trajo la barra al
rojo, del primer martillazo partióse el hierro en dos pedazos, volando por los
aires, y el yunque se clavó en el suelo, tan profundamente que no hubo medio de
volver a sacarlo.
Enfadóse el avaro, y exclamó:
-Tú no me sirves; golpeas con
demasiada rudeza. ¿Qué te debo por este solo golpe?
-Sólo quiero darte un
golpecito, nada más -respondió el muchacho, y alzando un pie, de una patada lo
envió volando al otro lado de cuatro carretas de heno. Eligiendo después la más
recia de las barras de hierro que había en la herrería, cogióla como bastón y
se marchó.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)
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