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sábado, 4 de enero de 2014

El rey picodeloro

Érase una vez un Rey que tenía una hija. Era más hermosa que cuanto la palabra pueda describir, pero al mismo tiempo tan orgullosa y altanera, que ningún pretendiente le parecía bastante digno de ser su esposo. Rechazaba a uno después de otro, y además se burlaba cruelmente de ellos.
Cierto día, su padre organizó una gran fiesta, a la cual invitó a todos los jóvenes casaderos de los países cercanos y de los lejanos. Fueron todos puestos en fila, por orden de rango y posición. Primero estaban colocados los Reyes, después los Príncipes, luego los Duques, Condes y Barones. La Princesa pasó revista a la hilera, pero a todos tuvo que señalar alguna falta.
Uno era demasiado corpulento: 
-¡Valiente tonel! -dijo ella. 
-El otro demasiado alto: 
-¡Vaya una espingarda! 
-El siguiente, demasiado bajo: 
-¡Parece un tapón! 
-El cuarto tenía la cara muy blanca: 
-¡Si parece un muerto!
-El quinto era muy colorado: 
-¡Valiente pimiento! 
-El sexto un poco inclinado: 
-¡Eso es un anzuelo!
Así fue rechazando a uno tras otro. Pero se burló, sobre todo, de un apuesto Rey que estaba a la cabeza de la hilera, y cuya barba era un poco ganchuda.
‑¿Éste es el gran Rey? -exclamó. Tiene una barbilla que parece el pico de un loro.
Y de allí en adelante aquel Rey fue siempre llamado "Rey Picodeloro".
Cuando el viejo Rey vio que su hija se burlaba de todos y despreciaba a los pretendientes que él había reunido, se enojó de veras y juró que la daría por esposa al primer mendigo que pasara por delante de la puerta. Pocos días después, un músico ambulante se puso a cantar bajo las ventanas de palacio, pidiendo limosna. Al oírlo el Rey, dijo a sus criados:
Hacedle subir.
Subió el músico, vestido con pobres harapos, a cantar para el Rey y su hija, y cuando hubo terminado les pidió limosna.
Dijo el Rey:
‑Tu canción me ha gustado tanto, que quiero darte a mi hija por esposa.
La Princesa se horrorizó, pero el Rey ordenó:
‑Juré darte por esposa al primer mendigo que pasara por la puerta. Ahora tengo que cumplir mi palabra.
Todas las súplicas fueron inútiles. Se envió a buscar un sacerdote, que casó al músico y a la Princesa. Concluida la ceremonia, dijo el Rey:
‑Ahora eres una mendiga y no puedes quedarte en palacio. Vete con tu marido.
El mendigo la cogió de la mano y se la llevó consigo; ella se vio obligada a seguirle por caminos y senderos, anda que andarás. Pasaron por un hermoso bosque y ella preguntó:

‑¿De quién es este bosque de ensueño?
‑El Rey Picodeloro es su dueño.
Ahora sería tuyo tal vez,
a no ser por tu gran altivez.
‑Pude ser Reina y mi dicha perdí
cuando de tan gran Rey me reí.

Después vieron unos magníficos prados, y ella volvió a preguntar:

‑¿De quién son estos prados de ensueño?
‑El Rey Picodeloro es su dueño.
Ahora todo podría ser tuyo,
de no ser por tu gran orgullo.
‑¡Ay de mí, que mi dicha olvidé,
cuando su corazón desdeñé

Pasaban ahora por una grande y hermosa ciudad y la Princesa preguntó de nuevo:

‑¿De quién es esta hermosa ciudad?
‑De Picodeloro es la propiedad.
También ahora tuya sería
a no ser por tu altanería.
‑Ay, que yo junto a él pude reinar,
y ahora contigo he de mendigar…

-No me gusta ni poco ni mucho -dijo el músico- que te estés siempre acordando de otro pretendiente. ¿Es que no soy bastante para ti?
Por último llegaron a una miserable cabaña, y ella exclamó:

‑Yo que ayer dejé mi palacio hermoso,
¿voy a estar en ese antro asqueroso?

El músico le contestó:
-Ésta es nuestra casa. Aquí viviremos juntos.
La puerta era tan baja, que ella tuvo que bajar la cabeza para entrar.
-¿Dónde están los criados? -preguntó la Princesa.
-¿Criados? -exclamó el mendigo. Ahora tendrás que hacer todas las faenas tú misma. Encenderás el fuego y harás la cena. Pero en seguidita. Tengo hambre y estoy muy cansado.
La Princesa no sabía una palabra de encender fuego ni de cocinar, y como lo hacía tan mal, tuvo que hacerlo el mendigo. Cuando hubieron terminado su pobre cena, se fueron a dormir. Por la mañana, el hombre se levantó muy pronto para ir a su trabajo.
Así vivieron unos cuantos días, hasta que se hubieron terminado las pobres provisiones que tenían. Entonces dijo el mendigo:
‑Esposa mía, esto no puede seguir así. Tenemos que trabajar para vivir. Tú puedes hacer canastos. Es una bonita tarea.
Salió al campo, cortó unos cuantos juncos y los trajo a su casa. Ella comenzó a tejerlos, pero los juncos eran duros y le estropeaban las manos.
-Ya veo que esto no te gusta -dijo el mendigo. Mejor sería que hilaras. Esto tal vez te agradará.
Le trajo una rueca y un huso, pero como ella no estaba acostumbrada a manejarlos, se pinchaba los dedos y se hacía sangre.
-Ahora ya veo -dijo el mendigo- que no sirves para nada. He hecho un mal negocio contigo. Pero voy a tratar de convertirte en una buhonera. No tendrás más que ir a sentarte al mercado y ofrecer tus baratijas al que pase.
“¡Ay de mí! -pensó la Princesa. Si pasa alguien del reino de mi padre y me ve sentada en el mercado ofreciendo baratijas a los compradores, se reirá de mí."
Pero no hubo remedio; tuvo que obedecer si no quería morir de hambre y de miseria.
Al principio todo fue bien. Como la joven era tan linda, los compradores acudían a buscar sus mercancías y le pagaban lo que ella pedía. Con la ganancia iban viviendo malamente y el hombre compraba nuevas mercaderías que ella volvía a vender. Solía la Princesa sentarse en una esquina del mercado, teniendo delante de ella sus cacharros y pregonándolos bien alto para que la oyeran.
Cierto día, llegó súbitamente un húsar a caballo y atravesó por entre los puestos, haciendo caer el de la Princesa y rompiendo todos sus cacharros. Ella se echó a llorar, exclamando:
‑¿Qué será ahora de mí? ¿Qué va a decir mi marido?
Y se fue a su casa, explicando al mendigo la desgracia que había tenido.
‑¿A quién se le ocurre sentarse en una esquina del mercado con la loza delante? -dijo el mendigo. Cesa de llorar. Ya veo que no hay manera de que hagas bien ningún trabajo. Tendré que ir al palacio del Rey a preguntar si hay un puesto de ayudanta en la cocina, para llevarte allí. Por lo menos tendremos de balde las vituallas.
Así la Princesa pasó a ser ayudanta en la cocina del Rey, y tuvo que hacer cuantos menesteres sucios y humildes el cocinero le ordenaba. Colgado del cuello llevaba un bote, en el cual echaba las sobras de la comida y con ellas se alimentaban ella y su marido.
Sucedió que se celebraba la boda de la Princesa de aquel reino, y la pobre mujer subió la escalinata a escondidas y se ocultó detrás de la puerta para contemplar el magnífico esplendor de la fiesta. Cuando los salones estuvieron iluminados y vio a los invitados, cada uno más bello que el otro, todos ricamente ataviados y moviéndose con suaves y galantes maneras, pensó tristemente en su mísero destino. Y se arrepintió de su orgullo y altanería, que eran la causa de su humillación y la habían arrastrado tan bajo.
Aquí y allí los criados quitaban algunos restos de los ricos platos que servían en el festín, y se los echaban a la pobre en el bote, para que los llevase a su casa. Y he aquí‑ que, de pronto, llega el hijo del Rey. Iba vestido de seda y terciopelo; una cadena de oro rodeaba su cuello. Cuando advirtió a la bellísima joven que estaba detrás de la puerta, la tomó por una mano y quiso danzar con ella. Pero la mendiga le rechazó, pues vio en seguida que era el Rey Picodeloro, aquel pretendiente de quien tan cruelmente se había burlado.
Su resistencia fue inútil y el Príncipe la condujo al salón. Bailando, bailando, la cinta donde llevaba colgado el bote de las sobras se rompió; la sopa y los restos de comida se vertieron por el suelo. Los invitados no pudieron por menos de echarse a reír. La joven quedó avergonzada, y hubiese deseado que se la tragara la tierra. Salvó la puerta y trató de escapar, pero, en la escalera, un hombre la detuvo y la hizo volver atrás. Cuando ella le miró vio que era nuevamente el Rey Picodeloro. Él habló con amabilidad y le dijo:
‑No temas, yo soy el mendigo, tu esposo, el que vive contigo en la pobre cabaña. Porque te amaba me disfracé para llevarte conmigo; soy también el húsar que rompió tus cacharros en el mercado. He querido vencer tu orgullo y castigarte por la altanería con que te burlaste de mí.
Ella lloraba amargamente y dijo:
‑Soy una desdichada y no merezco ser vuestra esposa.
Pero él contestó:
‑¡Alégrate y sé feliz! Los malos días han pasado ya. Ahora celebraremos nuestra verdadera boda.
Acudieron las damas de honor y la vistieron muy ricamente, y su padre, con toda su corte, llegó también, con gran alegría, a gozar de las fiestas de la boda de su hija con el Rey Picodeloro.
Y entonces empezó su dicha. Me hubiera gustado estar allí y verlo, y que vosotros lo vierais también.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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