Había una vez un hombre
llamado Federico, y una mujer llamada Catalinita, que acababan de contraer
matrimonio y empezaban su vida de casados. Un día dijo el marido: “Catalinita,
me voy al campo; cuando vuelva, me tendrás en la mesa un poco de asado para
calmar el hambre, y un trago fresco para apagar la sed.”
-“Márchate tranquilo,
que cuidaré de todo.” Al acercarse la hora de comer, descolgó la mujer una
salchicha de la chimenea, la echó en una sartén, la cubrió de mantequilla y la
puso al fuego. La salchicha comenzó a dorarse y hacer ¡chup, chup!, mientras
Catalina, sosteniendo el mango de la sartén, dejaba volar sus pensamientos. De
pronto se le ocurrió: Mientras se acaba de dorar la salchicha, bajaré a la
bodega a preparar la
bebida. Dejando , pues, afianzada la sartén, cogió una jarra,
bajó a la bodega y abrió la espita de la cerveza; y mientras ésta fluía a la
jarra, ella lo miraba. De repente pensó: ¡Caramba! El perro no está atado; si
se le ocurre robar la salchicha de la sartén, me habré lucido. Y, en un
santiamén, se plantó arriba. Pero ya el chucho tenía la salchicha en la boca y
se escapaba con ella, arrastrándola por el suelo. Catalinita, ni corta ni
perezosa, se lanzó en su persecución y estuvo corriendo buen rato tras él por
el campo; pero el perro, más ligero que Catalinita, sin soltar su presa pronto
estuvo fuera de su alcance.
“¡Lo perdido, perdido está!”
exclamó Catalinita, renunciando a la morcilla; y como se había sofocado y
cansado con la carrera, volvióse despacito para refrescarse. Mientras tanto
seguía manando la cerveza del barril, pues la mujer se había olvidado de cerrar
la espita, y cuando ya la jarra estuvo llena, el líquido empezó a correr por la
bodega hasta que el barril quedó vacío. Catalinita vio el desastre desde lo
alto de la escalera: “¡Diablos!” exclamó, “¿qué hago yo ahora para que Federico
no se dé cuenta?” Después de reflexionar unos momentos, recordó que de la
última feria había quedado en el granero un saco de buena harina de trigo; lo
mejor sería bajarla y echarla sobre la cerveza. “Quien ahorra a su tiempo, día
viene en que se alegra,” se dijo; subió al granero, cargó con el saco y lo
vació en la bodega, con tan mala suerte que fue a dar precisamente sobre la jarra
llena de cerveza, la cual se volcó, perdiéndose incluso la bebida destinada a
Federico. “¡Eso es!” exclamó Catalinita; “donde va el uno, que vaya el otro,” y
esparció la harina por el suelo de la bodega. Cuando hubo terminado, sintióse muy
satisfecha de su trabajo y dijo: “¡Qué aseado y limpio queda ahora!”
A mediodía llegó Federico.
“Bien, mujercita, ¿qué me has preparado?”
-“¡Ay, Federiquito!” respondió ella,
“quise freírte una salchicha, pero mientras bajé por cerveza, el perro me la
robó de la sartén, y cuando salí detrás de él, la cerveza se vertió, y al
querer secar la cerveza con harina, volqué la jarra. Pero no te
preocupes, que la bodega está bien seca. Replicó Federico: “¡Catalinita, no
debiste hacer eso! ¡Dejas que te roben la salchicha, que la cerveza se pierda,
y aun echas a perder nuestra harina!”
-“¡Tienes razón, Federiquito, pero yo no
lo sabía! Debiste avisármelo.”
Pensó el hombre: Con una
mujer así, habrá que ser más previsor. Tenía ahorrada una bonita suma de
ducados; los cambió en oro y dijo a Catalinita: “Mira, eso son chapitas
amarillas; las meteré en una olla y las enterraré en el establo, bajo el
pesebre de las vacas. Guárdate muy bien de tocarlas, pues, de lo contrario, lo
vas a pasar mal.” Respondió ella: “No, Federiquito, puedes estar seguro de que
no las tocaré.” Mas he aquí que cuando Federico se hubo marchado, se
presentaron unos buhoneros que vendían escudillas y cacharros de barro, y
preguntaron a la joven si necesitaba algunas de sus mercancías. “¡Oh, buena
gente!” dijo Catalinita, “no tengo dinero y nada puedo comprar; pero si
quisieseis cobrar en chapitas amarillas, sí que os compraría algo.”
-“Chapitas
amarillas, ¿por qué no? Deja que las veamos.”
-“Bajad al establo y buscad
debajo del pesebre de las vacas; las encontraréis allí; yo no puedo tocarlas.”
Los bribones fueron al establo y, removiendo la tierra, encontraron el oro
puro. Cargaron con él y pusieron pies en polvorosa, dejando en la casa su carga
de cacharros. Catalinita pensó que debía utilizar aquella alfarería nueva para
algo; pero como en la cocina no hacía ninguna falta, rompió el fondo de cada
una de las piezas y las colocó todas como adorno en los extremos de las estacas
del vallado que rodeaba la
casa. Al llegar Federico, sorprendido por aquella nueva ornamentación,
dijo: “Catalinita, ¿qué has hecho?”
-“Lo he comprado, Federiquito, con las
chapitas amarillas que guardaste bajo el pesebre de las vacas. Yo no fui a
buscarlas; tuvieron que bajar los mismos buhoneros.”
-“¡Dios mío!” exclamó
Federico, “¡buena la has hecho, mujer! Si no eran chapitas, sino piezas de oro
puro; ¡toda nuestra fortuna! ¿Cómo hiciste semejante disparate?”
-“Yo no lo
sabía, Federiquito. ¿Por qué no me advertiste?”
Catalinita se quedó un rato
pensativa y luego dijo: “Oye, Federiquito, recuperaremos el oro; salgamos
detrás de los ladrones.”
-“Bueno,” respondió Federico, “lo intentaremos;
llévate pan y queso para que tengamos algo para comer en el camino.”
-“Sí,
Federiquito, lo llevaré.” Partieron, y, como Federico era más ligero de piernas,
Catalinita iba rezagada. Mejor, pensó, así cuando regresemos tendré menos que
andar. Llegaron a una montaña en la que, a ambos lados del camino, discurrían
unas profundas roderas. “¡Hay que ver,” dijo Catalinita, “cómo han desgarrado,
roto y hundido esta pobre tierra! ¡Jamás se repondrá de esto!” Llena de
compasión, sacó la mantequilla y se puso a untar las roderas, a derecha e
izquierda, para que las ruedas no las oprimiesen tanto. Y, al inclinarse para
poner en práctica su caritativa intención, cayóle uno de los quesos y echó a
rodar monte abajo. Dijo Catalinita: “Yo no vuelvo a recorrer este camino;
soltaré otro que vaya a buscarlo.” Y, cogiendo otro queso, lo soltó en pos del
primero. Pero como ninguno de los dos volviese, echó un tercero, pensando: Tal
vez quieran compañía, y no les guste subir solos. Al no reaparecer ninguno de
los tres, dijo ella: “¿Qué querrá decir esto? A lo mejor, el tercero se ha
extraviado; echaré el cuarto, que lo busque.” Pero el cuarto no se portó mejor
que el tercero, y Catalinita, irritada, arrojó el quinto y el sexto, que eran
los últimos. Quedóse un rato parada, el oído atento, en espera de que
volviesen; pero al cabo, impacientándose, exclamó: “Para ir a buscar a la
muerte serviríais. ¡Tanto tiempo, para nada! ¿Pensáis que voy a seguir
aguardándoos? Me marcho y ya me alcanzaréis, pues corréis más que yo.” Y,
prosiguiendo su camino, encontróse luego con Federico, que se había detenido a
esperarla, pues tenía hambre. “Dame ya de lo que traes, mujer.” Ella le alargó
pan solo. “¿Dónde están la mantequilla y el queso?”
-“¡Ay, Federiquito!”
exclamó Catalinita, “con la mantequilla unté los carriles, y los quesos no
deberán tardar en volver. Se me escapó uno y solté a los otros en su busca.” Y
dijo Federico: “No debiste hacerlo, Catalinita.”
-“Sí, Federiquito, pero, ¿por
qué no me avisaste?”
Comieron juntos el pan seco,
y luego Federico dijo: “Catalinita, ¿aseguraste la casa antes de salir?”
-“No,
Federiquito; como no me lo dijiste.”
-“Pues vuelve a casa y ciérrala bien antes
de seguir adelante; y, además, trae alguna otra cosa para comer; te aguardaré
aquí.” Catalinita reemprendió el camino de vuelta, pensando:
Federiquito quiere comer
alguna otra cosa; por lo visto no le gustan el queso y la mantequilla. Le
traeré unos orejones en un pañuelo, y un jarro de vinagre para beber. Al llegar
a su casa cerró con cerrojo la puerta superior y desmontó la inferior y se la
cargó a la espalda, creyendo que, llevándose la puerta, quedaría la casa
asegurada. Con toda calma, recorrió de nuevo el camino, pensando: Así,
Federiquito podrá descansar más rato. Cuando llegó adonde él la aguardaba, le
dijo: “Toma, Federiquito, aquí tienes la puerta; así podrás guardar la casa
mejor.”
-“¡Santo Dios!” exclamó él, “¡y qué mujer más inteligente me habéis
dado! Quitas la puerta de abajo para que todo el mundo pueda entrar, y cierras
con cerrojo la de arriba. Ahora es demasiado tarde para volver; mas, ya que has
traído la puerta, tú la llevarás.”
- Llevaré la puerta, Federiquito, pero los
orejones y el jarro de vinagre me pesan mucho. ¿Sabes qué? Los colgaré de la
puerta, ¡que los lleve ella!”
Llegaron al bosque y
empezaron a buscar a los ladrones, pero no los encontraron. Al fin, como había
oscurecido, subiéronse a un árbol, dispuestos a pasar allí la noche. Apenas se
habían instalado en la copa, llegaron algunos de esos bribones que se dedican a
llevarse por la fuerza lo que no quiere seguir de buen grado, y a encontrar las
cosas antes de que se hayan perdido. Sentáronse al pie del árbol que servía de
refugio a Federico y Catalinita, y, encendiendo una hoguera, se dispusieron a
repartirse el botín. Federico bajó al suelo por el lado opuesto, recogió
piedras y volvió a trepar, para ver de matar a pedradas a los ladrones. Pero
las piedras no daban en el blanco, y los ladrones observaron: “Pronto será de
día, el viento hace caer las piñas.” Catalinita seguía sosteniendo la puerta en
la espalda y, como le pesara más de lo debido, pensando que la culpa era de los
orejones, dijo: “Federiquito, tengo que soltar los orejones.”
-“No,
Catalinita, ahora no,” -respondió él. “Podrían descubrirnos.”
-“¡Ay,
Federiquito! no tengo más remedio, pesan demasiado.”
-“¡Pues suéltalos en
nombre del diablo!” Abajo rodaron los orejones por entre las ramas, y los
bribones exclamaron: “¡Los pájaros hacen sus necesidades!” Al cabo de otro
rato, como la puerta siguiera pesando, dijo Catalinita: “¡Ay, Federiquito!,
tengo que verter el vinagre.”
-“No, Catalinita, no lo hagas, podría
delatarnos.”
-“¡Ay, Federiquito! es preciso, no puedo con el peso.”
-“¡Pues
tíralo, en nombre del diablo!” Y vertió el vinagre, rociando a los ladrones,
los cuales se dijeron: “Ya está goteando el rocío.” Finalmente, pensó
Catalinita: ¿No será la puerta lo que pesa tanto? y dijo: “Federiquito, tengo que
soltar la puerta.”
-“¡No, Catalinita, ahora no, podrían descubrirnos!”
-“¡Ay,
Federiquito!, no tengo más remedio, me pesa demasiado.”
-“¡No, Catalinita, sostenla
firme!”
-“¡Ay, Federiquito, la suelto!”
“¡Pues suéltala, en nombre del
diablo!” Y allá la echó, con un ruido infernal, y los ladrones exclamaron: “¡El
diablo baja por el árbol!” y tomaron las de Villadiego, abandonándolo todo. A
la mañana siguiente, al descender los dos del árbol, encontraron todo su oro y
se lo llevaron a casa.
Cuando volvieron ya a estar
aposentados, dijo Federico: “Catalinita, ahora debes ser muy diligente y
trabajar de firme.”
-“Sí, Federiquito, sí lo haré. Voy al campo a cortar
hierba.” Cuando llegó al campo, se dijo: ¿Qué haré primero: cortar, comer o
dormir? Empecemos por comer. Y Catalinita comió, y después entróle sueño, por
lo que, cortando, medio dormida, se rompió todos los vestidos: el delantal, la
falda y la camisa, y cuando se despabiló, al cabo de mucho rato, viéndose medio
desnuda, preguntóse: ¿Soy yo o no soy yo? ¡Ay, pues no soy yo! Mientras tanto,
había oscurecido; Catalinita se fue al pueblo y, llamando a la ventana de su
marido, gritó: “¡Federiquito!”
-“¿Qué pasa?”
-“¿Está Catalinita en casa?”
-“Sí, sí,” respondió Federico, “debe de estar acostada, durmiendo.” Y dijo ella:
“Entonces es seguro que estoy en casa,” y echó a correr.
En despoblado encontróse con
unos ladrones que se preparaban para robar. Acercándose a ellos, les dijo: “Yo
os ayudaré.” Los bribones pensaron que conocía las oportunidades del lugar y se
declararon conformes. Catalinita pasaba por delante de las casas gritando:
“¡Eh, gente! ¿Tenéis algo? ¡Queremos robar!”
-“¡Buena la hemos hecho!” dijeron
los ladrones, mientras pensaban cómo podrían deshacerse de Catalinita. Al fin
le dijeron: “A la salida del pueblo, el cura tiene un campo de remolachas; ve a
recogernos un montón.” Catalinita se fue al campo a coger remolachas; pero lo
hacía con tanto brío que no se levantaba del suelo. Acertó a pasar un hombre
que, deteniéndose a mirarla, pensó que el diablo estaba revolviendo el campo.
Corrió, pues, a la casa del cura, y le dijo: “Señor cura, en vuestro campo está
el diablo arrancando remolachas.”
-“¡Dios mío!” exclamó el párroco, “¡tengo
una pierna coja, no puedo salir a echarlo!” Respondióle el hombre: “Yo os
ayudaré,” y lo sostuvo hasta llegar al campo, en el preciso momento en que
Catalinita se enderezaba. “¡Es el diablo!” exclamó el cura, y los dos echaron a
correr; y el santo varón tenía tanto miedo que, olvidándose de su pierna coja, dejó
atrás al hombre que lo había sostenido.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)
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