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sábado, 4 de enero de 2014

El rey de la montaña de oro

Había una vez un mercader que tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeñitos aún, que todavía andaban a gatas. Poseía también dos barcos en la mar, cargados con ricas mercaderías, y estaba esperando el dinero de su venta, cuando llegó la noticia de que ambos se habían perdido.
Para distraerse de sus tristes pensamientos, salió al campo, y cuando estaba paseándose arriba y abajo, se le apareció súbitamente un Duendecillo negro que le preguntó por qué estaba tan triste. El mercader le dijo:
-Te lo contaría en seguida, si me pudieras ayudar.
-¡Quién sabe! -contestó el Duendecillo. Quizá yo te podría ayudar.
Entonces el mercader le contó que había perdido toda su fortuna en un naufragio y ahora no le quedaba más bien que aquel campo.
‑No te apures ‑le dijo el Duendecillo‑. Si me prometes darme, dentro de doce años, lo primero que hoy se restriegue contra tus piernas al llegar a tu casa, tendrás tanto oro como puedas desear.
El mercader pensó: "Lo primero que se restriega contra mis piernas cuando llego a casa es siempre mi perro." No pensó siquiera en sus hijos, por lo que dijo que sí y dio al Duendecillo su palabra en un documento firmado y sellado, marchándose luego a su casa.
Al llegar a ella, su hijito, encantado de haberse soltado de los andadores, corrió, vacilante aún, hacia su padre y se restregó cariciosamente contra sus piernas.
El mercader quedó horrorizado al recordar su promesa y ver ahora lo que, por ella, tenía que dar. Mas, como todavía se encontraba sin dinero en las arcas, se consoló pensando que acaso todo habría sido una broma del Duendecillo. Pasado un mes, fue a ver si en el almacén encontraba algo que vender, y halló un gran montón de oro en el suelo.
Con él volvió a negociar, compró y vendió, y llegó a ser más rico que antes, viviendo con ello feliz toda la familia.
En tanto, el niño había crecido, haciéndose un muchacho tan listo como inteligente. Y he aquí (pie cuando iban a cumplirse los doce años del naufragio en que se perdieron los dos primeros barcos del mercader, éste se puso más y más triste; tan triste, que a su rostro asomaba el pesar. Un día, su hijo le preguntó qué le sucedía, pero él no se lo quiso decir. Insistió tanto, sin embargo, el muchacho, que el mercader le contó que, sin saber lo que hacía, había prometido dar su propio hijo a un Duendecillo negro que le había devuelto sus riquezas y que ahora vendría a exigir el precio. Había dado su palabra, firmada y sellada, y los doce años estaban ahora a punto de expirar.
Entonces dijo su hijo:
‑No temas, padre mío; no pasará nada. El Duendecillo negro no podrá nada contra mí.
Cuando llegó la fecha fijada, el chico pidió su bendición a un sacerdote, y padre e hijo se fueron juntos al campo; el chico trazó un círculo en el suelo y los dos se sentaron dentro de él.
Cuando apareció el diminuto Duendecillo negro, preguntó al mercader:
-¿Has traído lo que me prometiste hace doce años?
El hombre guardó silencio y el chico respondió:
-¿Qué es lo que queréis?
El Duendecillo dijo:
-No vengo por ti, sino por tu padre.
Pero fue el hijo quien contestó:
Vos engañasteis a mi padre. Devolvedme su compromiso firmado. iOh, no! -dijo el hombrecillo. No quiero ceder mis derechos. Hablaron largo rato, y por último decidieron que como el hijo ya no pertenecía a su padre y no quería pertenecer a su enemigo, se embarcaría en un bote que fuera río abajo y que el propio padre impulsaría, dando así su hijo al río.
El joven, pues, se despidió de su padre y se metió en el bote, que el padre empujó. Después, imaginando que había perdido a su hijo para siempre, regresó a su casa, más triste que nunca. La barquilla, sin embargo, no se hundió en la corriente, sino que navegó tranquilamente río abajo durante largo tiempo, hasta que fue a detenerse a una playa desconocida. El joven desembarcó y al ver un hermoso castillo cercano a la playa, se encaminó a él. Al pasar bajo el arco de entrada, cayó sobre él un hechizo... Atravesó las estancias, pero todas estaban vacías, hasta que llegó a la última, donde había una serpiente enroscándose y desenroscándose. La serpiente era, en realidad, una doncella encantada, que, al ver al joven, sintió gran alegría y le dijo:
-Por fin llegas, salvador mío. Doce años hace que te espero; todo el reino está hechizado y tú tienes que romper el hechizo.
-¿Y cómo podré hacerlo? -preguntó él.
Ella le repuso:
-Por la noche aparecerán doce hombres negros y te preguntarán qué vienes a hacer aquí. Mas no debes contestarles ni una sola palabra, digan lo que digan, ni hagan lo que hagan. Te atormentarán, te golpearán y pincharán, pero tú no hables. A la medianoche desaparecerán. A la segunda noche, vendrán doce más, y a la tercera, veinticuatro. Éstos te cortarán la cabeza. Pero, como a las doce de la noche termina su poder, si tú lo has soportado todo sin pronunciar palabra, estarás salvado. Entonces acudiré yo trayendo un frasquito lleno de Agua de Vida, con la cual te rociaré y volverás a vivir, más sano y más feliz que antes.
Dijo entonces el joven:
‑Con gran alegría te salvaré.
Todo sucedió como la doncella había anunciado. Los hombres negros no pudieron arrancar al hijo del mercader una sola palabra, y a la tercera noche la serpiente se transformó en una hermosa Princesa, que trajo el Agua de Vida, como había prometido, y volvió el joven a la vida. Después le echó los brazos al cuello y le besó, cundiendo gran regocijo en todo el castillo.
Se celebraron las bodas, y el hijo del mercader fue Rey de la Montaña de Oro. Él y su esposa vivieron felices, y andando el tiempo les nació un precioso niño.
Pasados ocho años, el Rey comenzó a sentir cada vez más vivo el deseo de ver a su padre y planeó un viaje para su país. Pero la Reina no quería dejarle partir.
-Sé que ese viaje será mi desgracia -decía.
Sin embargo, como él no la dejaba en paz hablando del dichoso viaje, ella tuvo que acceder. Antes de partir, la Reina le dio un anillo encantado, y le dijo:
-Toma este anillo y póntelo en el dedo. Él te llevará a donde quieras ir. Más prométeme que no lo usarás para desear que yo salga de aquí y vaya al país de tu padre.
Hizo él la promesa y se colocó el anillo en el dedo; entonces deseó ir a parar a la ciudad donde vivía su padre, y en el mismo instante se encontró a las puertas de aquella ciudad. Pero el centinela no le dejaba pasar, porque, aunque sus ropas eran de ricos materiales, denunciaban en él al extranjero. El joven se fue, pues, a una montaña donde vivía un pastor, y cambiando con él sus vestidos, se puso su vieja zamarra y entró en la ciudad sin que nadie se fijase en él.
Al llegar a casa de su padre, su primer pensamiento fue darse a conocer; pero su padre, no imaginando que pudiese ser su hijo, le contó que había tenido un hijo, pero que hacía largos años que había muerto. Y creyendo, en efecto, que su visitante era un pobre pastor, le ofreció un plato de comida.
El supuesto pastor dijo a sus padres:
‑¿No veis que soy, en verdad, vuestro hijo? ¿No tenía acaso éste alguna señal en el cuerpo, por la que me podáis reconocer?
‑Ciertamente -contestó la madre. Nuestro hijo tenía una marca color fresa debajo del brazo derecho.
Levantó él la manga de su camisa y mostró la marca color fresa; y ellos no dudaron ya de que fuera su hijo. Entonces, él les contó que era Rey de la Montaña de Oro, que su esposa era la Reina y que tenían un hijo de siete años.
‑Eso no puede ser -observó el padre. Si fueras un Rey tan poderoso, no vendrías a casa de tu padre vestido con una vieja zamarra de pastor.
El hijo se enojó y, sin pararse a reflexionar, dio vuelta al anillo, deseando que su esposa y su hijo aparecieran allí inmediatamente. En el mismo instante, los dos estaban ante él; pero su esposa no hizo sino llorar y lamentarse y decir que él había roto su promesa, haciéndola con ello muy desgraciada. Él se excusó:
‑Lo hice sin querer y sin mala intención.
Y trató de calmarla. Ella fingió que se apaciguaba, pero le guardó el más vivo rencor en el fondo de su corazón.
Poco tiempo después él la sacó de la ciudad y la llevó al campo, mostrándole el río en que había navegado en el barquichuelo. Después dijo:
‑Estoy cansado. Voy a descansar un poco.
Se echó apoyando la cabeza en el regazo de su esposa, y no tardó en quedarse dormido. Apenas le vio cerrar los ojos, ella le quitó el anillo, se lo puso en su dedo y echó a correr, dejando sólo una chinelita junto a él. Después tomó al niño en sus brazos y deseó vivamente encontrarse lejos, lejos; encontrarse en su propio reino. Cuando él despertó se encontró solo; esposa e hijo se habían marchado, el anillo ya no estaba en su dedo y sólo una olvidada chinela veíase junto a él.
"Ahora no puedo volver a casa de mis padres -pensó. Dirán que soy un brujo y un embaucador. Iré andando, hasta que vuelva a encontrar mi propio reino otra vez."
Y echó a andar, a andar, y por fin llegó a una montaña donde tres gigantes estaban peleándose por las partijas de la herencia de su padre. Al verle pasar le llamaron, diciendo:
‑La gente pequeña tiene a veces ideas agudas y le rogaron que repartiera entre ellos la herencia.
Consistía ésta, primero en una espada que, empuñada con la mano derecha y diciendo: "Caigan todas las cabezas... menos la mía", las cabezas de todos los enemigos caían en seguida al suelo. El segundo objeto de la herencia era un manto que tenía el poder de hacer invisible a quien se lo ponía. El tercer don era un par de botas que transportaban a quien se las ponía al lugar por él deseado.
Dijo el joven:
‑Prestadme los tres dones, para cerciorarme, primero, de que están en buen estado.
Se echó encima el manto y quedó invisible. Luego volvió a su forma natural, y pidió:
‑El manto está bien; ahora dadme la espada.
Pero los gigantes dijeron:
‑No te damos la espada, porque si se te ocurre decir las palabras mágicas, nuestras cabezas caerán al suelo y sólo la tuya quedará sobre tus hombros.
Por fin, sin embargo, accedieron a dársela, a condición de que la probaría en un árbol. Cumplió su palabra, y la espada atravesó el tronco del árbol como si fuera una pajilla. Les pidió entonces las botas, pero ellos le respondieron:
-No podemos dártelas. Si se te ocurre irte con ellas a la cima de una montaña, nosotros nos quedaremos aquí sin nada.
-No -dijo él; no lo haré.
Le dieron, pues, las botas también. Y sucedió que, al verse en posesión de los tres dones, ya no pensó sino en su esposa y su hijito y, sin poderlo remediar, se dijo: "¡Oh, si pudiera ir de nuevo a la Montaña de Oro!" e inmediatamente desapareció de la vista de los gigantes, llevándose su herencia.
Al acercarse a su hermoso castillo oyó músicas de violines y flautas y gritos de alegría. Preguntó y las gentes le dijeron que la Reina estaba celebrando sus bodas con un nuevo marido. Él se enfureció y exclamó:
‑¡Ah, falsa criatura! Ahora me engaña, después de haberse escapado cuando yo estaba dormido.
Se envolvió en el manto y entró en el castillo, invisible a todas las miradas. Al entrar en el gran salón vio que se estaba celebrando un colosal festín, con los más ricos manjares y los vinos más costosos, y muchos invitados que comían y bebían alegremente. En medio de ellos estaba la Reina, sentada en el trono, vestida con su atavío más alegre y con la corona en la cabeza. Él fue a colocarse tras de ella, sin que nadie le viera. Cada vez que la Reina ponía algo de comida en su plato, él lo cogía y se lo comía, y cuando el copero llenaba su vaso, él se lo bebía. Los criados servían incesantemente su plato y su vaso y, sin embargo, siempre estaban vacíos. Por último, ella se encolerizó y se retiró a su alcoba llorando, donde la siguió él. Y ella se decía: "¿Es que estoy todavía en poder del demonio? ¿Es que no llegará nunca mi salvador?"
Entonces él se acercó a ella y le dijo:
-¿Acaso no vino tu salvador una vez? Aquí estoy ahora, contigo, el que tan cruelmente engañaste. ¿Es que merecía que me trataras así?
Y volviendo a hacerse visible ordenó:
-¡Que se suspenda la boda! Ha vuelto el verdadero Rey.
Los Reyes, Príncipes y nobles que estaban allí se rieron, despreciativos. Pero él les preguntó:
-¿Queréis iros o no?
Ellos trataron de sujetarle, pero él blandió la espada, diciendo:
-Caigan todas las cabezas... menos la mía.
Y todas las cabezas cayeron al suelo, y él fue el único Rey y Señor de la Montaña de Oro.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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