Un día un anciano y
su esposa estaban sentados en el frente de su casa miserable descansando
un rato de su trabajo. De repente un carro espléndido con cuatro caballos
negros vino llegando, y un hombre lujosamente vestido se bajó de él. El
campesino se levantó, fue hacia el gran hombre, y le preguntó qué quería, y de
qué modo él podría ayudarle. El forastero estiró su mano al anciano, y dijo,
"quiero solamente disfrutar por una vez de un plato campesino: cocíneme
algunas patatas, al modo que usted siempre las hace, y luego me sentaré en su
mesa y las comeré con placer."
El campesino sonrió
y dijo, "Usted es un conde o un príncipe, o quizás hasta un duque; los
señores nobles a menudo tienen tales fantasías, pero usted tendrá su
deseo." La esposa entró en la cocina, y comenzó a lavar y frotar las
patatas, y hacerlas en pelotas, a como acostumbran los campesinos. Mientras
ella estaba ocupada de este trabajo, el anciano dijo al forastero, "Venga
a mi jardín conmigo un rato, pues tengo todavía algo para hacer
allí." Él había excavado algunos agujeros en el jardín, y ahora
quería plantar algunos árboles en ellos.
¿"No tienen
ustedes hijos?," preguntó el forastero, "quienes podrían ayudarles
con su trabajo." "No," contestó el campesino, "yo tenía a
un hijo, es cierto, pero hace mucho tiempo que él salió de aquí. Él era hábil,
minucioso e inteligente, pero nunca aprendió ningún oficio y conocía muchos
malos trucos, hasta que por fin él se alejó de mí yéndose a recorrer mundo, y
desde entonces no he oído nada de él."
El anciano tomó un
árbol joven, lo puso en un agujero, colocó una estaca al lado de él, y cuando
había movido con la pala alguna tierra y la había pisoteado firmemente, ató el
tallo del árbol a la estaca, abajo, y al medio, con una cuerda.
¿"Pero
dígame," dijo el forastero, "por qué usted no ata aquel árbol anudado
y torcido, que está en la esquina allí, inclinado hacia la tierra, a un poste,
para que también pueda ponerse erecto, como éstos?"
El anciano sonrió y
dijo, "Señor, usted habla según su conocimiento, es fácil ver que usted
no es familiar con la horticultura. Aquel árbol allí es viejo y deforme, nadie
puede hacerlo enderezar ahora. Los árboles deben ser formados mientras son
jóvenes." "Así es como estaba con su hijo," dijo el forastero,
"si usted lo hubiera entrenado mientras él era todavía joven, él no se
habría escapado; ahora él también debe haberse puesto difícil y deforme."
"Realmente ya
hace mucho tiempo que él se marchó," contestó el anciano, "él debe
haber cambiado. " "¿Lo conocería usted otra vez si él viniera
acá?" preguntó el forastero. "Apenas por su cara," contestó el
campesino, "pero él tiene una señal única, una marca de nacimiento en su
hombro, que parece a una alubia." Cuando él lo terminó de decir, el
forastero se quitó su abrigo, expuso su hombro, y mostró al campesino la
alubia. ¡"Dios bueno! ¡"gritó el anciano, "Tú eres realmente mi
hijo!" y el amor por su hijo agitó a su corazón.
¿"Pero,"
añadió él, "cómo puedes ser mi hijo, tú que eres un gran señor y vives en
la riqueza y el lujo? ¿De qué forma has logrado hacer esto?"
"Ah, padre," contestó el hijo, "el árbol joven no estuvo ligado
a ningún poste y se ha puesto torcido, ahora es demasiado viejo, nunca será
erecto otra vez. ¿Cómo he conseguido todo esto? Me he hecho un ladrón, pero no
te alarmes, soy un ladrón-maestro. Para mí no hay ni cerraduras, ni cerrojos,
lo que yo desee es mío. No te imagines que robo como un vulgar ladrón, sólo
tomo un poco de la superfluidad del rico.
La gente pobre está
segura, yo prefiero darles que tomar algo de ellos. Todo aquello que pudiera
obtener sin problema, astucia y destreza nunca lo toco. ""Ay, mi
hijo," dijo el padre, "esto todavía no me complace a mí, un ladrón es
todavía un ladrón, te digo que esto se terminará mal." Él lo llevó a donde
su madre, y cuando ella oyó que era su hijo, lloró de alegría, pero cuando él
le dijo que se había hecho un ladrón-maestro, dos lágrimas fluyeron abajo sobre
su rostro. Con mucho detalle ella dijo, "incluso si él se ha hecho un
ladrón, él es todavía mi hijo, y mis ojos lo han contemplado una vez más."
Ellos se sentaron a la mesa, y otra vez él comió con sus padres el humilde
alimento que no había comido por tanto tiempo. El padre dijo, "Si nuestro
patrón, el conde de allá arriba en el castillo, sabe de tus artes y sabe cuales
son tus negocios, él no te tomará en sus brazos para balancearte en ellos como
cuando lo hizo en la fuente bautismal, sino que lo hará para balancearte
de un cabestro."
"Tranquilo,
padre, él no me hará daño, yo sé como tratarlo. Iré donde él este mismo
día." Al final de la tarde, el ladrón-maestro se asentó en su carro, y lo
condujo al castillo. El conde lo recibió cortésmente, ya que él lo tomó por un
hombre distinguido. Cuando sin embargo, el forastero se presentó tal como
realmente era, el conde se puso pálido y estuvo completamente silencioso
durante algún tiempo. Al rato, con mucho detalle él le dijo, "eres mi
ahijado, y tomando eso en cuenta, te tendré piedad a la hora de hacer justicia,
y te trataré con poca severidad. Puesto que te enorgulleces de ser un
ladrón-maestro, pondré tu arte a prueba, pero si no pasas la prueba, debes
casarte con la hija del fabricante de cuerdas, y el graznido del cuervo deberá
ser la única música para esa ocasión."
"Señor
Conde," contestó el ladrón-maestro, "Piense tres cosas, tan difíciles
como usted quiera, y si no realizo sus tareas, haga conmigo lo que usted
desee." El conde reflexionó durante algunos minutos, y luego dijo,
"Bien. Entonces, en primer lugar, robarás el caballo que guardo para mi
propia equitación, sacándolo del establo; seguidamente, deberás robar las
sábanas que están debajo de los cuerpos de mi esposa y míos cuando estamos
dormidos, sin que nos demos cuenta de ello, más el anillo de bodas de mi esposa
también; y en tercer lugar y finalmente, deberás poner lejos de la iglesia, al
cura y al oficinista. Anota bien lo que he dicho, pues tu vida futura depende
de ello."
El ladrón-maestro
fue a la ciudad más cercana; allí él le compró la ropa a una vieja mujer
campesina, y se la puso. Se manchó su cara marrón, y se pintó arrugas también,
de modo que nadie pudiera haberlo reconocido. Entonces él llenó un pequeño
barril con viejo vino de Hungría, y al cual le fue mezclado una bebida poderosa
para dormir. Él puso el barril en una cesta, la echó a su espalda, y se dirigió
con pasos lentos y tambaleantes al castillo del conde. Ya estaba oscuro cuando
él llegó. Se sentó en una piedra en el patio y comenzó a toser, como una
anciana asmática, y a frotar sus manos como si tuviera frío. Delante de la
puerta del estable algunos soldados estaban alrededor de un fuego; y uno de
ellos observó a la mujer, y la llamó, "Venga más cerca, vieja madre, y
caliéntese al lado de nosotros. Después de todo, no tienes ninguna cama para la
noche, y debes tomar lo primero que se te presente."
"La
anciana se tambaleó hasta ellos, y les pidió que levantaran la cesta de su
espalda, y se sentó al lado de ellos junto al fuego. ¿"Qué llevas en ese
pequeño barril, vieja señora?" preguntó uno de los guardianes. "Un
muy buen vino," contestó ella. "Vivo del comercio, y por dinero y
palabras justas estoy completamente lista a darle un trago."
"Entonces tomémoslo," dijo el soldado, y cuando él lo hubo
probado dijo, "Cuando el vino está bueno, me gusta repetirlo," y se
sirvió otro para él, y el resto siguió su ejemplo.
"¡Hola,
compañeros!," gritó uno de ellos a aquellos que estaban en dentro del
establo, "aquí está una buena anciana quién tiene un vino que es tan viejo
como ella misma; tomen un trago que les calentará sus estómagos mucho mejor que
nuestro fuego." La anciana llevó su barril al establo. Uno de los soldados
se había asentado en el caballo de equitación ensillado, el otro sostuvo su
brida en su mano, un tercero había puesto el asimiento de su cola. Ella les
sirvió tanto como ellos quisieron hasta que se vació el barril. Pasó poco
tiempo antes de que la brida se cayó de la mano del que la sostenía, y
cayendo al suelo comenzó a roncar. El otro soltó el asimiento de la cola, se
acostó y roncó todavía más alto.
Y el que estaba
sentado en la silla, permaneció realmente sentado, pero dobló su cabeza abajo
casi al cuello del caballo, y durmió y sopló con su boca como el fuelle de una
forja. Los soldados de a fuera habían estado dormidos ya desde hace rato, y
yacían en la tierra inmóviles, como muertos. Cuándo el ladrón-maestro vio
que había tenido éxito, le dio al primero una cuerda en su mano en vez de
la brida, y al otro quién había estado sosteniendo la cola, una brizna de paja,
pero ¿qué debía hacer con el que se sentaba en el caballo? Él no quiso lanzarlo
abajo, ya que podría despertarlo y hacerlo pronunciar un grito.
Entonces tuvo una
idea buena, desabrochó los amarres de la silla, ató a la silla fuertemente un
par de cuerdas que colgaban de un anillo en la pared, y preparó al jinete
durmiente en el aire, y enroscó con fuerza la cuerda alrededor de unos postes.
Pronto soltó al caballo de la cadena, pero si él hubiera montado al caballo
sobre el pavimento pedregoso del patio, se habría oído el ruido en el castillo.
Entonces forró los cascos del caballo en viejos harapos, lo condujo con
cuidado, saltó sobre él, y galopó lejos.
Cuando despuntó el
día, el maestro galopó al castillo sobre el caballo robado. El conde acababa
de despertar, y miraba fuera de la ventana. ¡"Buenos días, Señor
Conde," le gritó él, "aquí está el caballo, que saqué sin daño del
establo! Sólo mire como maravillosamente sus soldados yacen allí durmiendo; y
si usted gusta ir al establo, verá cuan cómodos están sus cuidadores." El
conde no podía menos que reírse, entonces él dijo, "Por una vez lo has
logrado, pero no irá así de bien la segunda vez, y te advierto que si
vienes a mi como un ladrón, no dudaré de tratarte como lo hago con un
ladrón."
Cuando la condesa se
acostó esa noche, ella cerró fuertemente su mano con el anillo de bodas, y el
conde dijo, "Todas las puertas están cerradas con llave y asegurado el
cerrojo, me mantendré despierto y esperaré al ladrón, pero si él entra por la
ventana, le pegaré un tiro." El ladrón-maestro, sin embargo, fue en la
oscuridad a la horca, descolgó a un pobre ajusticiado que colgaba allí abajo
del cabestro, y lo llevó en su espalda al castillo. Una vez allí puso una
escala hasta el dormitorio, se echó el cadáver sobre sus hombros, y comenzó a
subir. Cuando ya estuvo tan alto que la cabeza del muerto se asomaba en la
ventana, el conde, quién miraba desde su cama, le disparó, e inmediatamente el
maestro dejó al muerto caerse, y se escondió él mismo en una esquina.
La noche estaba
suficientemente iluminada por la luna, con lo que el maestro podía ver
claramente como el conde salió por la ventana a la escala, bajó, llevó el
cadáver al jardín, y comenzó a excavar un agujero para ponerlo.
"Ahora", pensaba el ladrón, "el momento oportuno ha
llegado," salió con agilidad de su esquina, y subió la escala directamente
al dormitorio de la condesa. "Querida esposa," comenzó él imitando la
voz del conde, "el ladrón está muerto, pero, después de todo, él es mi ahijado,
y ha sido más un artista del escape que un bandido. No lo pondré en vergüenza
pública; además, lo siento por los padres.
Lo sepultaré yo
mismo antes del amanecer, en el jardín de modo que nadie lo sepa, dame la
sábana y envolveré el cuerpo en ella, y lo sepultaré como un perro entierra las
cosas rasguñando. "La condesa le dio la sábana. "Te digo que,"
siguió el ladrón, "tengo un ataque de magnanimidad en mí, dame el anillo
también, pues el infeliz hombre arriesgó su vida para ello, así que puede
llevarlo con él a su tumba." Ella no contradijo al conde, y aunque lo
hiciera de mala gana ella se quitó el anillo de su dedo, y se lo dio. El ladrón
se largó lejos con ambas cosas, y llegó a casa sin peligro antes de que el
conde en el jardín hubiera terminado su trabajo del entierro.
Qué cara tan larga
puso el conde cuando el maestro vino a la mañana siguiente, y le trajo la
sábana y el anillo. ¿"Eres un mago?" dijo él, "¿Quién te ha
sacado de la tumba en la cual yo mismo te puse, y te trajo a la vida otra vez?"
"Usted no me sepultó," dijo el ladrón, "pero sí al ajusticiado
en la horca," y él le dijo exactamente como todo había pasado, y obligó a
que el conde le reconociera que él era un ladrón inteligente, mañoso.
"Pero aún no has llegado al final," añadió él, "tienes
todavía que realizar la tercera tarea, y si no tienes éxito, todo habrá
sido inútil." El maestro sonrió y no devolvió ninguna respuesta.
Cuando llegó la
noche él salió con un gran saco en su espalda, un bulto bajo sus brazos, y una
linterna en su mano y se dirigió a la iglesia de pueblo. En el saco él tenía
algunos cangrejos, y en el bulto candelas cortas. Se sentó en el cementerio que
estaba contiguo a la iglesia, sacó un cangrejo, y le pegó una candela en su
espalda. Entonces él encendió la candela, puso el cangrejo sobre la tierra, y
lo dejó arrastrarse. Él tomó un segundo cangrejo del saco, y lo trató del mismo
modo, y así hasta que el último estuviera fuera del saco. En ese momento él se
puso una ropa negra larga que parecía la capucha de un monje, y se pegó una
barba gris en su barbilla. Cuando por fin él estuvo completamente
irreconocible, tomó el saco en el cual los cangrejos habían estado, entró a la
iglesia, y subió al púlpito.
El reloj en la torre
daba las doce; y cuándo el último golpe había sonado, él gritó con una voz
fuerte y penetrante, "¡Despierten, hombres pecadores, el final de todas
las cosas ha llegado! ¡El último día está aquí! ¡Despierten! ¡Despierten!
¡Quienquiera desee ir al cielo conmigo debe meterse en el saco! Soy Pedro, que
abre y cierra la puerta de cielo. ¡Contemplen como la muerte allí en el
cementerio deambula recogiendo huesos! ¡Vengan, vengan, y agrúpense en el saco!
¡El mundo está a punto de ser destruido!" El grito resonó por el pueblo
entero.
El cura y el
oficinista que vivían más cerca de la iglesia, lo oyeron primero, y cuando
vieron las luces que se movían en el cementerio, se dieron cuenta de que algo
extraño sucedía, y entraron a la iglesia. Ellos escucharon el sermón un rato, y
luego el oficinista dio un codazo al cura y le dijo, "no estaría mal si
debiéramos aprovechar la oportunidad juntos, y antes del amanecer del
último día, encontrar un modo fácil de llegar al cielo." "Para decir
verdad," contestó el cura, "es lo que yo mismo he estado pensando, y
si te sientes preparado, nos pondremos camino." "Sí", contestó
el oficinista, "pero usted, el pastor, tiene la precedencia, yo le
seguiré."
Entonces el cura fue
adelante, y subió al púlpito donde el maestro abrió su saco. El cura entró
sigilosamente de primero, y luego el oficinista. El maestro inmediatamente
amarró el saco fuertemente, lo agarró al medio, y los arrastró gradas abajo del
púlpito. Y siempre que las cabezas de los dos tontos chocaban contra las
gradas, él gritaba "vamos por las montañas." Y así los llevó a través
del pueblo del mismo modo, y cuando pasaban por charcos, él gritaba
"Ahora pasamos por nubes mojadas." Y cuando por fin llegaron a las
gradas del castillo, él gritó, "¡Ahora estamos en las gradas del
cielo, y pronto estaremos en el tribunal externo!" Cuándo llegaron
arriba, empujó el saco en el palomar, y cuando las palomas revolotearon sobre
ellos, él dijo, "¡Escuche que alegre están los ángeles, y como ellos
agitan sus alas!" Entonces echó el cerrojo sobre la puerta, y se marchó.
A la mañana
siguiente el maestro fue donde el conde, y le dijo que ya había realizado la
tercera tarea también, y había sacado al cura y al oficinista de la iglesia.
¿"Dónde los abandonaste?" preguntó el señor. "Ellos yacen arriba
en un saco en el palomar, y se imaginan que están en el cielo." El conde
subió él mismo, y se convenció que el maestro había dicho la verdad. Una vez
que hubo librado al cura y al oficinista de su cautiverio, él dijo, "Eres
un ladrón-maestro pleno de arte, y has ganado la apuesta. Por esta ocasión
has salvado tu piel, pero abandona mi tierra, ya que si alguna vez vuelves a
poner pie en ella, correrías el riesgo de ir a la horca." El
ladrón-maestro se despidió de sus padres, y una vez más partió hacia el amplio
mundo, y nadie volvió a oír de él desde entonces.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)
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