Cierto día salió un campesino
a arar, conduciendo una yunta de bueyes. Cuando llegó al campo, los cuernos de
los animales empezaron crece que te crece, tanto, que, al volver a casa no
podían pasar por la puerta.
Por fortuna acertó a encontrarse allí con un carnicero, el
cual se los compró, concertando el trato de la siguiente manera: Él daría al
carnicero un celemín de semillas de nabos, y el otro le pagaría a razón de un
escudo de Brabante por grano de semilla. ¡A esto llamo yo una buena venta! El
campesino entró en su casa y regresó al poco rato llevando a la espalda el
celemín de semillas de nabos; por cierto que en el camino se le cayó un grano
del saco. Pagóle el carnicero según lo pactado, con toda escrupulosidad; y si
el labrador no hubiese perdido una semilla, habría cobrado un escudo más. Pero
al volverse para entrar en casa, resultó que de aquella semilla había brotado
un árbol que llegaba hasta el cielo. Pensó el campesino: «Puesto que se me
ofrece esta ocasión, me gustaría saber qué es lo que hacen los ángeles allá
arriba. Voy a echar una ojeada». Y trepó a la cima del árbol. Es el caso que
los ángeles estaban trillando avena, y él se quedó mirándolos. Y estando
absorto con el espectáculo, de pronto se dio cuenta de que el árbol empezaba a
tambalearse y oscilar. Miró abajo y vio que un individuo se aprestaba a
cortarlo a hachazos.
«¡Si me caigo de esta altura
la haremos buena!», pensó, y, en su apuro, no encontró mejor expediente que
coger las granzas de la avena, que estaban allí amontonadas, y trenzarse una
cuerda con ellas. Luego, echó también mano de una azada y un mayal que había
por allí y se escurrió por la
cuerda. Al llegar al suelo, fue a parar al fondo de un
agujero profundo, y suerte aún que cogió la azada, con la cual se cortó unos
peldaños que le permitieron volver a la superficie. Y como
traía el mayal del cielo como prueba, nadie pudo dudar de la veracidad de su
relato.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)
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