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sábado, 4 de enero de 2014

El muchacho que nunca tembló

Érase un padre que tenía dos hijos: uno era muy listo y agudo, y aprendía cuanto le enseñaban Pero el más pequeño era muy bobo, no podía aprender nada y parecía no tener imaginación. Cuando las gentes le veían, decíanse:
‑Bastante pena tiene su padre con un hijo así.
Pidieran lo que le pidieran, el mayor estaba siempre dispuesto a hacerlo. Pero cuando su padre le mandaba a buscar algo por la noche a un sitio que estuviese obscuro o fuese apartado, él le contestaba:
-No me mandéis allí, padre; sólo pasar por ese sitio me hace temblar.
Pues era bastante miedoso... Por la noche, cuando la gente se reunía en torno del fuego contando historias de las que ponen la piel de gallina y alguien decía: "Eso me hace temblar” el hijo pequeño que también escuchaba el cuento, no comprendía lo que querían decir. "Siempre dicen: ¡Eso me hace temblar! Y yo no sé lo que es temblar. Debe de ser un arte que yo no comprendo."
Sucedió que un día su padre le dijo:
-Ya te vas haciendo mayor y es necesario que aprendas algo para ganarte la vida. Tu hermano trabaja y se preocupa; en cambio, tú no sirves para nada.
-Está bien, padre mío ‑contestó‑. Estoy dispuesto a aprender la que sea; sin embargo, lo que me gustaría más es aprender a temblar, pues no sé lo que es eso.
El hermano mayor, al oír estas palabras, se echó a reír, pensando: "¡Válgame Dios, qué tonto es mi hermano! No hará nunca nada bueno en su vida."
Y el padre suspiró, mientras contestaba:
‑Demasiado pronto aprenderás a temblar, pero no te ganarás con eso el pan.
Cierto día fue el Sacristán de visita a la casa, y el padre le confió sus preocupaciones acerca de su hijo pequeño. Le contó lo estúpido que era y como no podía aprender nada de provecho.
‑¿Querrá usted creer -le preguntó- que cuando le he dicho que tiene que aprender algo para ganarse la vida me ha contestado que desearía aprender a temblar?
‑Si no es más que eso -dijo el Sacristán, yo voy a enseñarle. Dejad que le lleve conmigo y os lo traeré bien pulido.
El padre aceptó complacido, pensando:
"De todas maneras, algo aprenderá con ello el muchacho."
El Sacristán le llevó consigo a su casa y le enseñó a tocar las campanas de la iglesia. Pasados unos días, el Sacristán le despertó a la media noche y le dijo que subiera a tocar las campanas. "Ahora sí que sabrás cómo se tiembla” pensó, mientras le empujaba escaleras arriba.
Cuando el muchacho hubo subido a la torre y se volvía para guardar la cuerda de las campanas, vio una figura blanca que permanecía inmóvil en los escalones de la ventana del campanario.
-¿Quién está ahí? -gritó; pero la figura no se movió ni contestó nada.
-Contéstame -dijo el muchacho‑ o vete de aquí. No tienes que venir a hacer nada aquí por la noche.
Era el Sacristán disfrazado de fantasma, y no se movió. El muchacho gritó por segunda vez:
-¿Qué buscas aquí? Dime si eres hombre de paz o te tiro escaleras abajo.
El Sacristán no había pensado que la cosa tomase tal giro, atemorizado, no dijo una palabra y se estuvo tan quieto como si fuera de piedra. Entonces el joven le llamó por tercera vez, y como no contestara, empujó al fantasma y lo tiró escaleras abajo. El Sacristán se quedó agazapado en un rincón de la escalera, más muerto que vivo.
El joven arregló las campanas, volvió a la casa y, sin decir nada a nadie, se metió en la cama y no tardó en dormirse.
La mujer del Sacristán esperó largo tiempo a su marido, pero como no volvía, se asustó y fue a despertar al joven.
‑¿No sabes qué ha sido de mi marido? -le preguntó. Entró en la torre de la iglesia detrás de ti.
‑No sé nada -contestó el muchacho. Alguien estaba en lo alto de las escaleras del campanario cuando subí, pero como no contestase a mis preguntas ni se moviera, le di un empujón y lo eché escaleras abajo. Podéis ir a ver si es vuestro marido; sentiría haberle hecho daño. La mujer se apresuró a ir en busca de su marido y lo encontró tendido en un rincón, temblando y con una pierna rota. Lo llevó a su casa y después se fue, dando gritos, a ver al padre del muchacho.
-Vuestro hijo me ha causado un grave disgusto; ha tirado a mi marido escaleras abajo y le ha roto una pierna. Id a buscarlo, porque no lo queremos en casa.
Horrorizado, el padre se fue con la mujer y dio al muchacho una buena paliza.
‑¿Qué significa tu brutal proceder? Realmente tienes el demonio en el cuerpo.
-Escuchadme, padre -contestó el chico. Soy inocente. Subí a la torre, en la obscuridad, y vi una figura que se escondía como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le dije que me contestase o que se marchara.
-¡Ay de mí! -dijo el padre. No me traes más que desastres. Quítate de mi vista. No quiero saber más de ti.
-Está bien, padre mío. Pero espera que sea de día; entonces me iré a ver si aprendo a temblar. Por lo menos sabré un arte para vivir.
-Aprende lo que quieras -dijo el padre. Lo mismo me da. Aquí tienes cincuenta táleros. Vete por el mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues me da vergüenza que seas hijo mío.
-Como queráis, padre; si es eso todo lo que me pedís, fácilmente os podré complacer.
A la mañana siguiente, el muchacho se echó los cincuenta táleros en el bolsillo y salió a la carretera real repitiéndose a sí mismo una y otra vez: "¡Si al menos aprendiese a temblar, si al menos aprendiese a temblar!"
Pasó un hombre y oyó las palabras que el joven iba diciéndose; cuando estuvo un poco más allá y vio a lo lejos una horca con siete ahorcados, dijo al joven, que ahora iba a su lado:
‑Mira, ahí tienes en ese árbol siete novios que se han casado con la hija del cordelero y ahora aprenden a bailar sin poner los pies en el suelo. Siéntate debajo y cuando llegue la noche, pronto aprenderás lo que es temblar.
-Si no se necesita nada más que eso -dijo el joven, pronto está hecho. Y si con tan poca cosa aprendo a temblar, te regalaré mis cincuenta táleros. Vuelve a buscarme mañana por la mañana y si he temblado esta noche, te los daré.
El muchacho se sentó debajo de los ahorcados, esperando que llegara la noche. Como tenía frío, encendió fuego, pero a medianoche el viento era tan helado, que no sabía cómo calentarse. El viento movía a los ahorcados de un lado para otro, haciéndolos chocar unos con otros, y el joven pensó: "Yo estoy aquí helado de frío, pero esos de ahí arriba deben de tener más frío aún."
Y como era muy compasivo, subió a la horca, desató la cuerda y bajó a los siete ahorcados. Después avivó el fuego y los colocó alrededor de él para que se calentaran. Los siete permanecían allí inmóviles, sin menearse, aunque el fuego les chamuscara las ropas.
‑Si no tenéis cuidado de vuestros andrajos tendré que volveros a colgar.
Como estaban muertos, naturalmente, no le oían y permanecían silenciosos, mientras sus pobres harapos se chamuscaban. Entonces el joven, enojado, dijo:
‑Si no os cuidáis de vosotros mismos, yo no puedo ayudaros; no quiero quemarme también.
Entonces los volvió a colgar, se sentó ante el fuego y pronto se quedó dormido. A la mañana siguiente, el hombre del camino, deseoso de recoger los cincuenta táleros, volvió adonde él estaba y le dijo:
-Ahora ya debes saber lo que es temblar.
-No -contestó él. ¿Cómo voy a saberlo? Esos individuos no han abierto siquiera la boca y son tan estúpidos que dejaban que el fuego quemase sus pobres andrajos.
Entonces el hombre comprendió que, por aquel día, no se llevaría los táleros y se marchó diciendo:
‑En mi vida he visto hombre como éste.
El muchacho siguió su camino y otra vez volvió a decirse en voz alta: "¿Cuándo querrá Dios que yo sepa lo que es temblar?"
Un carretero que venía detrás de él oyó esto y le preguntó:
-¿Quién eres, muchacho?
-No lo sé -respondió el joven.
-¿Quién es tu padre?
-No lo puedo decir.
-¿Qué palabras son esas que vas mascullando?
-iAh! -respondió el joven. Digo que quisiera aprender a temblar, pero nadie quiere enseñarme.
-Detente un momento -dijo el carretero y vente conmigo que yo puedo enseñarte lo que tanto deseas.
El joven se fue con el carretero, y al caer la tarde llegaron a una posada, donde decidieron pasar la noche. El chico seguía diciendo:
-iOh, si yo pudiese aprender a temblar, si yo pudiese aprender a temblar!
El posadero, que le oyó, se echó a reír y dijo:
-Si no quieres más que eso, aquí tendrás buena ocasión de temblar.
-No tengo nada que oponer -añadió la posadera. Pero más de un muchacho atrevido ha pagado esa osadía con la vida. Sería un verdadero dolor que esos ojos tan vivos y brillantes no volviesen a ver la luz del día.
Pero el joven repuso:
-Quiero saber lo que es temblar, por caro que me cueste. He salido de mi casa con el  solo fin de aprenderlo.
Y no dejó en paz al posadero, hasta que éste le dijo que no lejos de allí había un castillo encantado donde cualquiera temblaría de sobra, con tal que pasara tres noches en él.
El Rey había prometido a su hija por esposa a quien se atreviera a hacerlo, y la Princesa era la más linda doncella que el sol ha alumbrado jamás. Había también grandes tesoros ocultos en el castillo, que estaba guardado por espíritus diabólicos; tesoros suficientes para al hombre más pobre hacerlo rico por todos los días de su vida.
Muchos jóvenes ambiciosos habían ido al castillo, pero ninguno volvió de allí.
A la mañana siguiente, el joven se fue a ver al Rey y le dijo:
-Con vuestro permiso, quisiera pasar tres noches en el castillo encantado.
El Rey le miró, le encontró simpático y contestó:
-Puedes llevar contigo al castillo tres cosas, pero han de ser tres cosas sin vida.
‑Dadme, pues, leña para encender fuego, un torno y un banco de carpintero con un cuchillo.
El Rey hizo llevar todas estas cosas al castillo para el joven, y cuando la noche hubo llegado, el muchacho fue allá y encendió un brillante fuego en una de las estancias. Puso el banco con el cuchillo delante del fuego, y se sentó en el torno.
‑iOh, si ahora aprendiese a temblar! -se dijo. 
-¡Qué feliz seré cuando sepa lo que es temblar!
Hacia medianoche quiso avivar el fuego y, mientras estaba soplándolo, oyó un maullido estridente en un rincón.
iMiau, miau! ¡Qué frío tengo!
¡Valientes bobos! ‑dijo‑. Si tenéis frío, ¿por qué no venís a calentaros al fuego?
Apenas pronunció estas palabras, cuando dos grandes gatos negros dieron un salto y fueron a sentarse, cada uno a un lado, contemplándole con ojos feroces. Después de un ratito de calentarse juntos, los gatos dijeron:
-Amiguito, ¿por qué no jugamos un rato a las cartas?
-No tengo inconveniente -respondió él, pero enseñadme primero las patas.
Ellos se las enseñaron, escondiendo las uñas.
-Veo que tenéis las uñas muy largas -dijo él. Esperad un momento, que os las voy a cortar.
Los cogió por el pellejo del cogote, los puso en el banquillo y les atornilló fuertemente las patas a él.
-Veo que ahora, después de arreglaros los dedos, se os han pasado las ganas de jugar a las cartas -les dijo.
Entonces los mató y los echó en una tinaja.
Pero apenas había matado a los gatos y vuelto a sentarse otra vez junto al fuego, cuando una multitud interminable de gatos y de perros negros surgió de cada rincón, cada vez más y más. Ladraban y maullaban terroríficamente, saltaban sobre el fuego y trataban de arrastrarle a él. Durante un buen rato permaneció tranquilo en su sitio, pero cuando le molestaron demasiado, esgrimió el cuchillo y gritó:
‑¡Fuera de ahí, bribonzuelos! y empezó a herirlos a derecha e izquierda. Algunos echaron a correr y otros murieron, y él echó también a los muertos en la tinaja.
Cuando se hubieron ido, reunió el rescoldo del fuego y otra vez se sentó a calentarse junto a él. Apenas podía tener los ojos abiertos, pues sentía muchísimo sueño. Miró en torno y vio en un rincón un hermoso lecho.
‑Esto era lo que yo necesitaba ‑se dijo; y se echó en él a dormir.
Apenas hubo cerrado los ojos, la cama empezó a moverse, a andar arriba y abajo, dando vueltas por el castillo. "¡Perfectamente! ‑se dijo el muchacho‑. Cuanto más de prisa, mejor." Y la cama corría y corría como arrastrada por media docena de caballos; subía las escaleras y las bajaba, desde el vestíbulo hasta la guardilla.
De pronto, empezó a saltar, dio la vuelta y quedó encima de él, pesando como una montaña. Pero el joven se desembarazó de almohadas y sábanas, las echó al aire y, deslizándose de debajo de la cama, exclamó:
‑ Ahora puedes correr cuanto quieras.
El Rey llegó muy temprano y al ver al joven echado en el suelo pen­só que los fantasmas lo habían matado y que yacía sin vida. Y no pudo menos de exclamar:
‑¡Es una verdadera pena que un joven tan simpático haya muer­to así!
Pero el muchacho le oyó y se levantó, diciendo:
‑iEh, eh! Que todavía estoy vivo.
El Rey se sorprendió y, muy contento, preguntó al muchacho cómo lo había pasado.
‑Admirablemente -dijo él. Ya ha pasado una noche y supongo que las otras pasarán igual.
Cuando le vio el posadero, abrió mucho los ojos y exclamó:
‑Nunca creí volveros a ver vivo. ¿Sabéis ya lo que es temblar?
‑No ‑contestó el chico‑. Todo es inútil. No encuentro nadie que me lo pueda enseñar.
Al llegar la segunda noche, otra vez el muchacho fue a sentarse al lado del fuego y empezó la vieja canción:
‑¡Oh, si me fuera posible saber lo que es temblar!
A la medianoche se oyó un gran ruido de cadenas, primero suave, después más y más fuerte; luego, por poco rato, se hizo el silencio. Por último, lanzando un agudo gemido, medio cuerpo de un hombre cayó por la chimenea, frente a él.
-¡Hola! -dijo el muchacho. Si no vas en busca de la otra mitad, te quedas a medias.
El ruido empezó de nuevo y en medio de silbidos y aullidos cayó por la chimenea la otra mitad.
-Espérate un poco -dijo el muchacho. Voy a atizar el fuego.
Cuando lo hubo hecho, miró en torno; las dos mitades se habían unido y una figura repugnante estaba sentada en su sitio.
-No te he dado permiso para eso -dijo el joven; el banquillo es mío.
El hombre quiso empujarle, pero el joven no le dejó; éste le empujó a su vez y volvió a sentarse en su lugar.
Entonces cayeron más hombres por la chimenea, cogieron varios huesos de tibia y dos calaveras y empezaron a jugar a los bolos. El joven los miraba complacido y les preguntó:
-¿Puedo jugar yo también?
-Sí -le contestaron, si tienes dinero.
-Tengo dinero -replicó él, pero vuestras bolas no son redondas del todo.
Entonces cogió las calaveras y las puso en el torno, hasta redondearlas completamente.
-Ahora rodarán mejor -dijo. ¡Vamos, vamos! A ver quién gana la partida.
Jugó con ellos y perdió algún dinero, pero al dar las doce de la noche todo desapareció. El joven se echó y pronto se quedó dormido. A la mañana siguiente volvió otra vez el Rey a verle y le preguntó:
-¿Cómo has pasado la noche?
-He jugado a los bolos y he perdido algún dinero ‑contestó el muchacho.
-¿No sabes todavía lo que es temblar?
-No lo sé. Pero he pasado un buen rato. iOh, si pudiese temblar al fin!
A la tercera noche se sentó de nuevo en el banco y exclamó con rabia:
-A ver si hoy tiemblo por fin.
Cuando se hizo más tarde, llegaron seis hombres enormes trayendo consigo un ataúd. "Debe de ser mi primo, que murió hace días", pensó el muchacho. Y añadió en voz alta:
-Vamos, entra, primo mío; ya puedes entrar.
Los hombres dejaron el ataúd en tierra, él se acercó y vio que había dentro un muerto. Le tocó la cara y estaba frío como el hielo.
-Espera un momento -dijo, voy a calentarte.
Aproximose al fuego, se calentó una mano y la puso en la cara del difunto, pero éste continuó frío. Entonces lo sacó del ataúd, sentándolo junto al fuego, lo puso sobre sus rodillas y le friccionó los brazos para hacerle circular la sangre. Pero todo fue inútil. Entonces metió al muerto en la camal lo tapó muy bien y se echó a su lado. Pasado algún tiempo, el muerto empezó a calentarse y se movió. Dijo el joven entonces:
-¿Ves, primo mío, como te has calentado?
Pero el hombre se levantó gritando:
-¡Espera, que te voy a estrangular!
-¡Vamos! -dijo el joven. ¿Así es como me agradeces lo que he hecho por ti? ¡Pues vuélvete al ataúd!

Y diciendo esto le empujó hasta hacerle caer en el féretro. Los seis hombres cogieron el ataúd de nuevo y se lo llevaron.
-Está visto que no tiemblo -dijo el muchacho y que con estas tonterías no voy a temblar jamás.
Pero en esto apareció un hombre horroroso. Era muy viejo, tenía una larga barba blanca y daba espanto mirarlo.
-¡Ahora verás, miserable gusano, si aprendes o no a temblar! ‑dijo‑. Pues vas a morir.
-No tan de prisa -repuso el joven. Si voy a morir, quiero estar presente.
-Yo te ahorraré ese trabajo -dijo el viejo monstruo.
-¡Despacio, despacio, no hay que gritar! Yo soy tan fuerte como tú o más aun.
‑Eso lo veremos -dijo el hombre espantoso. Si eres el más fuerte, te perdonaré la vida. Ven y lucharemos.
Entonces le condujo a través de innumerables pasajes obscuros hasta una fragua, tomó allí un hacha y de un solo golpe hendió uno de los yunques hasta el suelo.
‑Yo puedo hacer más que eso ‑aseguró el joven. Y se puso ante el otro yunque.
El viejo se sentó cerca a contemplarle con la blanca barba colgando; entonces el joven cogió el hacha y de un solo golpe hendió el yunque, cogiendo la barba del viejo al mismo tiempo.
‑Ahora te tengo en mí poder -dijo el joven y eres tú quien va a morir.
Tomó una vara de hierro que por allí había y empezó a golpear con ella al viejo, hasta que éste pidió gracia y le prometió grandes riquezas si le dejaba. Entonces el joven quitó el hacha del yunque y le libertó, y el viejo le condujo por el castillo mostrándole tres grandes cofres de oro que había en una bodega.
-Uno es para los pobres -le dijo, el otro para el Rey y el otro para ti...
El reloj dio las doce y el fantasma desapareció, dejando al joven en la obscuridad.
-A ver cómo me arreglo para salir de aquí -se dijo.
Y anduvo a tientas hasta encontrar el camino de su habitación, donde se dejó caer junto al fuego y se quedó dormido.
A la mañana siguiente llegó el Rey y le dijo:
-Ahora ya debes saber lo que es temblar.
-No -contestó él. ¿Cómo puedo saberlo? Primero estuvo aquí mi primo el difunto, y luego un viejo fantasma de larga barba que me mostró unos cofres llenos de oro. Pero nadie me ha enseñado lo que es temblar.
Entonces dijo el Rey:
‑Has roto el hechizo del castillo y te casarás con mi hija.
‑Eso está muy bien -repusó él, pero todavía no sé lo que es temblar.
Se sacó el oro del castillo y se celebró la boda. El joven Rey era muy dichoso y amaba tiernamente a su esposa, pero siempre estaba diciendo:
‑iOh, si al menos pudiese saber lo que es temblar!
Por último, su esposa se cansó de oír decir siempre lo mismo, y se quejó a. su Camarera Mayor, quien le dijo:
-Yo os ayudaré; ya le enseñaré lo que es temblar.
Fue al estanque del jardín y trajo un jarro lleno de agua fría y de pececillos. Por la noche, cuando el joven Rey estaba dormido, su esposa apartó las sábanas y le echó encima el agua fría, que le estremeció, mientras los pececillos le hacían cosquillas. Entonces él despertó, gri­tando:
‑¡Estoy temblando, querida esposa, estoy temblando! Ahora ya sé lo que es temblar.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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