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sábado, 4 de enero de 2014

El patito de oro

Una vez era un hombre que tenía tres hijos. Al más pequeño de todos le llamaban el Simplón. Sus hermanos se burlaban de él y le despreciaban.
El hermano mayor fue un día al bosque por leña y, antes de partir, su madre le dio un rico pastel y una botella de vino, para que no tuviera hambre ni sed. En el bosque encontró a un Hombrecillo gris, muy viejo, que le dio los buenos días y le dijo:
‑Déjame comer un trocito de tu pastel y beber un trago de tu vino. Soy muy pobre, y tengo hambre y sed.
Pero el muchacho le contestó:
‑Si doy mi pastel y mi vino, no tendré bastante para mí. Vete de mi lado.
Dejó allí al Hombrecillo y siguió su camino. Pero apenas había empezado su trabajo de derribar un árbol, cuando hizo un falso movimiento y se clavó el hacha en un brazo, lo que le obligó a volver a su casa para curarse la herida.
El segundo hermano salió también al bosque a buscar leña y, lo mismo que al mayor, su madre le dio un rico pastel y una botella de vino. También se encontró al Hombrecillo gris, que le pidió un trago de vino y un trocito de pastel. Pero el segundo hermano contestó lo mismo que el mayor:
‑Si te doy de mi merienda, no tendré bastante para mí. Vete de aquí y déjame en paz.
No tardó mucho en sufrir su castigo. Apenas había cortado algunas ramas, cuando se hirió en la pierna, y tuvo que volver a su casa.
Entonces pidió el Simplón:
‑Déjame ir a mí por leña, padre.
Díjole su padre:
‑Si tus hermanos, que son listos, han vuelto heridos, ¿qué no te sucederá a tí, que no sabes nada de eso?
Pero el Simplón rogó y suplicó tanto que le permitieran ir, que su padre, al fin, consintió.
‑Está bien; vete, pero a ver si eres más listo que ellos y no vuelves herido.
Su madre le dio un pastel compuesto con agua y ceniza, y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque, igual que los otros, encontró al Hombrecillo gris, que le dijo:
‑Dame un bocado de tu pan y un trago de tu vino. Soy viejo y pobre, y tengo hambre y sed.
El Simplón contestó:
‑No tengo más que un pastel de ceniza y agua, y un poco de cerveza agria; pero si te contentas con ello, siéntate conmigo, y nos lo comeremos y beberemos juntos.
Se sentaron, y, cuando el Simplón cortó su pastel, encontró que era riquísimo, y que la cerveza agria se había convertido en el vino más exquisito.
Comieron y bebieron con delicia, y el Hombrecillo dijo:
‑Tienes buen corazón y eres generoso, por lo que quiero darte buena suerte. Corta ese árbol viejo y algo encontrarás en sus raíces.
Y esto diciendo, desapareció.
El Simplón derribó el árbol, y, después que hubo caído, miró y... ¡oh sorpresa! Entre las raíces había un pato cuyas plumas eran de oro puro. Lo cogió y se lo llevó consigo hasta una posada, donde pasó la noche. El posadero tenía tres hijas, las cuales vieron el pato y, con gran curiosidad de saber qué clase de pájaro era aquél, pensaron en arrancarle una de las plumas de oro.
La mayor pensó: "Pronto tendré ocasión de arrancar una de las phunas." Y cuando el Simplón salió, ella se acercó al animalito para arrancarle una pluma, pero su brazo se quedó paralizado y no pudo separarse de allí.
Poco después, la segunda hermana llegó con la intención de arrancar, a su vez, una de las plumas de oro; pero apenas había tocado a su hermana, cuando se quedó inmóvil y como pegada a ella también. Por último, llegó la tercera con la misma intención, pero las otras le gritaron:
‑¡Cuidado, cuidado! No te acerques.
Pero ella, no sabiendo de qué debía tener cuidado, pensó: "¿Por qué no he de acercarme, si ellas se han acercado?"
Fue, pues, a acercarse al pato, pero apenas había tocado a sus her­manas, cuando se quedó inmóvil y sin poder separarse de ellas y así tuvieron que permanecer las tres toda la noche.
Por la mañana, el Simplón se llevó el pato debajo del brazo, sin advertir que las tres muchachas iban sujetas detrás de él. Y cada paso que él daba lo daban ellas también, moviendo las piernas a derecha e izquierda.
Al llegar al campo encontraron al Párroco, quien, al ver aquella procesión, exclamó:
-¿No os da vergüenza, chiquillas locas? ¿Por qué corréis de ese modo detrás del muchacho? ¡Eso no está bien!
Entonces fue a coger de la mano a la más pequeña para llevársela, pero apenas la había tocado, cuando se sintió arrastrado también y tuvo que correr detrás de ellas.
Se encontraron después al Sacristán, que, viendo al Párroco pisar los talones de las tres muchachas, exclamó, asombrado:
‑¡Eh, Reverencia! ¿Adónde vais tan de prisa? ¿Habéis olvidado que tenemos bautizo?
Y, esto diciendo, fue a coger al Párroco por la manga, pero también se quedó pegado y tuvo que correr detrás de él.
A esta procesión de cinco personas, una detrás de otra, vinieron a unirse dos campesinos que iban por el camino llevando sus carretas. El Párroco los llamó, diciéndoles que los libertaran a él y al Sacristán, pero apenas habían tocado a éste, cuando se sintieron sujetos a él y las siete personas tuvieron que correr detrás del Simplón y su pato de oro.
Corre que corre, llegaron a una ciudad donde un Rey estaba de­sesperado porque nada ni nadie podía hacer reír a su única hija. Tan desesperado estaba el Rey, que hizo proclamar que quien pudiese ha­cerla reír, obtendría su mano. Al oír esto el Simplón, llevó su pato con todo el cortejo ante ella, y cuando la Princesa vio aquellas siete personas corriendo una de­trás de otra sin poderse separar, se echó a reír, a reír, con tal gana, que nada podía detener su risa.
Entonces el Simplón la pidió en matrimonio. Pero al Rey no le gustó para yerno y puso todo género de objeciones. Y exigió al Simplón que fuese a buscar a un hombre capaz de beberse una bodega llena de ba­rriles de vino.
El Simplón se acordó ahora del Hombrecillo gris que le ayudó y fue al bosque en su busca. En el mismo lugar donde había estado el árbol caído encontró sentado a un hombre cuyo rostro mostraba una gran tris­teza.
El Simplón le preguntó qué le sucedía y el hombre repuso:
‑Tengo mucha sed y no puedo apagarla. Aborrezco el agua y ya me he bebido una bota de vino. Pero, ¿qué es una gota para apagar un incendio?
Yo te puedo ayudar ‑le dijo el Simplón‑. Vente conmigo, y pronto tendrás toda la bebida que puedas desear.
Le llevó a la bodega del Rey, y el hombre se sentó entre los grandes barriles, y bebió, bebió todo el día entero, hasta que la bodega se quedó vacía.
Entonces el Simplón pidió a la Princesa por mujer. Pero el Rey es­taba muy enojado de que aquel individuo llamado Simplón fuera a ser su yerno y le im­puro nuevas condiciones: ahora le ordenó que encontrase a un hombre capaz de comerse una montaña de pan.
El Simplón no lo pensó mucho, sino que en seguida se fue al bosque, donde en el mismo sitio encontró sentado a un hombre que apretaba fuertemente una correa alrededor de su cuerpo, con expresión de gran dolor. Le contó:
‑He comido un pan entero, pero cuanto más como, más hambre tengo. Nunca estoy satisfecho. Cada día tengo que estrechar más mi cinturón y creo que al fin voy a morir de hambre.
El Simplón se entusiasmó y dijo:
‑ Levántate y sígueme. Voy a darte tanto pan como puedas comer.
Le llevó a la Corte, donde el Rey había hecho reunir toda la harina del reino para levantar una gran montaña de pan. El hombre del bosque empezó a comer pan, y, al final del día, la montaña entera había des­aparecido.
Por tercera vez, el Simplón solicitó la mano de la Princesa. Pero nuevamente el Rey encontró una excusa y le pidió un barco que pudiese navegar igual por tierra que por mar.
‑Apenas llegues navegando en él, te daré a mi hija ‑prometió.
El Simplón volvió al bosque y allí vio al Hombrecillo gris a quien había dado su pastel. El Hombrecillo le dijo:
‑Tú me diste de comer y beber, y ahora yo voy a darte el barco, porque me estés agradecido como yo te estoy a ti.
Entonces le dio el barco que podía navegar por la tierra como por el mar, y cuando el Rey lo vio no pudo ya negarle por más tiempo la mano de su hija. Se celebró la boda y, a la muerte del Rey, el Simplón heredó el reino y vivió felizmente con su esposa muchísimos años.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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