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viernes, 1 de febrero de 2013

Valia

Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que, ocupaban páginas enteras. Para ver la línea su­perior, Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en, la silla y, con su dedito, retener las letras, por­que se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los edi­tores, la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un mu­chacho muy fuerte, que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas, separándoselos inmediatamente del cuer­po. Esto era terrible y, al mismo tiempo, chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpecito a tra­vés del libro, estaba muy emocionado e impa­ciente por saber en qué pararía aquello.. Pero, se le había prohibido leer: mamá entró con otra, mujer.
-¿Aquí está! -dijo la mamá, cuyos ojos esta­ban enrojecidos por las lágrimas vertidas, se­gún toda evidencia, muy recientemente; al me­nos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.
-¡Valia, hijo mío! -exclamó la otra mujer y, después de abrazarle, empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sa­bía acariciar como mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aque­lla mujer le inconiodaba con sus caricias.
Valia las aceptaba con disgusto. Estaba des­contento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aque­lla mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos, en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a per­fumes muy finos.
Finalmente, aquella mujer dejó tranquilo a Valia, y mientras él se enjugaba los labios, le examinó con una mirada rápida, como si quisiera fotografiarle. Su naricita chata, sus espesas cejas de persona mayor, que cubrían sus negros ojos, y todo su aire serio y grave, recordaron, sin duda, algo a aquella mujer, pues se echó a llorar. No lloraba, tampoco, como mamá: su rostro per­manecía inmóvil y solamente las lágrimas corrían rápidamente una tras otra, como si rivalizaran en rapidez.
Habiendo acabado de pronto de llorar, lo mis­mo que había empezado, preguntó:
-Valia, ¿no me conoces?
-No.
-Y, sin embargo, vine a verte dos veces. ¿No te acuerdas?
Quizá hubiera venido, y hasta dos veces, qui­s.á nunca había estado allí; Valia no sabía nada. Además, no tenía para el ninguna importancia que hubiera venido o no aquella mujer descono­cida. Pero le impedía leer con sus preguntas.
-¡Yo soy tu madre, Valia!
Muy sorprendido, buscó a mamá con la mi­rada, pero mamá no estaba allí.
-¿Es que puede haber dos mamás. -dijo. Dices tonterías.
La mujer se echó a reír, pero aquella risa no gustó a Valia: se veía bien que no tenía gana alguna de reír y que lo hacía a propósito, para engañarle.
Durante algún tiempo estuvieron los dos callados.
-¿Sabes ya leer? ¡Eso es bueno!
El no respondió.
-¿Qué es lo que lees?
-¡La historia del rey Bova! -contestó con una serena dignidad y con un respeto evidente para el gran libro.
-Ah! Eso debe ser muy interesante. Cuén­tame esa historia, te lo ruego -pidió humilde­mente la mujer.
Y había de nuevo algo falso en aquella voz, a la que ella procuraba dar las notas dulces que tenía la de mamá, pero que aun así era aguda y desagradable. Había igualmente algo falso en todos sus movimientos. Se colocó ejor sobre la silla y aun extendió el cuello, preparándose a escuchar atentamente a Valia; pero cuando éste, de mala gana, se puso a contar la historia, ella se abismó en sus pensamientos y quedó sombría como una linterna apagada. Valia se ofendió por sí mismo y por el rey Bova, pero, queriendo ser galante, acabó la historia apresuradantente.
-¡Eso es todo! -dijo.
-Pues bien, hasta la vista, mi querido niñi­to -dijo la extraña mujer, empezando de nuevo a apretar sus labios contra el rostro de Valia. Pronto volveré otra vez. ¿Estarás contento de ­verme?
-Sí, vuelve si quieres -contestó él galantemente.   Y con la esperanza de que se fuera an­tes: ¡Muy contento!
Se marchó. Pero tan pronto como Valia en­contró en el libro la palabra en que había que­dado, vió entrar a mamá. Le miró y se echó a llorar también. Que la otra mujer llorara, se comprendía: probablemente, lamentaba ser tan desagradable y enojosa; pero, ¿por qué lloraba mamá?
-Oye -la dijo con aire pensativo. Aquella mujer me ha disgustado terriblemente. Dice que es mi mamá ¡Como si un muchacho pudiera tener dos mamás a la vez!
-No, querido, eso no pasa nunca, pero te ha dicho la verdad; es verdaderamente tu mamá.
-Y tú, ¿qué es lo que eres?
-Yo soy tu tía.
Este fué un descubrimiento inesperado, pero Valia le recibió con una indiferencia impertur­bable: si se empeñaba en ser su tía, ¿por qué no? Le daba absolutamente lo mismo. Las pala­bras no tenían para él la importancia que para las personas mayores. Pero su ex mamá no lo comprendía y se puso a explicarle cómo era que antes había sido su mamá y ahora no era más que su tía.
-Hace mucho tiempo, mucho tiempo, cuando tú eras todavía muy pequeño...
-¿Así? y levantó su mano a veinte centí­metros de la mesa.
-No, todavía más pequeño
-¿Como nuestro gatito? -preguntó Valia lleno de alegría.
Hablaba de su gato blanco, que le habían dado recientemente, y que era tan pequeño que se colaba fácilmente, con sus cuatro patitas, en un platillo.
-Sí.
Tuvo una risa feliz, pero en el mismo instan­te tomó su aire grave habitual, y con la con­des-cendencia de un hombre que se acuerda de las faltas de su juventud observó:
-¡Qué mono debía ser yo entonces!
Pues bien, cuando él era aún pequeño y mono, como su gatito, aquella mujer te había llevado allí, y le había regalado, para siempre... igual que a un gatito. Y ahora, cuando ya era grande e inteligente, le quería recobrar.
-¿Quieres irte a tu casa? -preguntó la ex mamá. Y se puso roja de alegría cuando Valia dijo, resueltamente y con aire grave:
-No, no me gusta.
Y se puso a leer de nuevo.
Valia creía terminado el incidente, pero se engañaba. Aquella mujer extraña, de rostro lívi­do como si la hubieran chupado toda su san­gre, llegada no se sabe de dónde y luego des­aparecida otra vez, perturbó toda la casa, ex­pulsó de ella la tranquilidad y la llenó de an­gustia sorda. Mamá-tía lloraba frecuentemente y preguntaba a Valia si la quería abandonar; papá-tío se pasaba sin cesar la mano sobre el cráneo calvo, levantándose sus crasos cabellos blancos y, cuando mamá no estaba delante, le preguntaba también si quería ir a casa de aque­lla mujer.
Una noche, cuando Valia estaba ya en la cama, pero sin dormirse todavía, el ex papá y la ex mamá hablaban de él y de aquella mujer extraña. El ex papá hablaba con una voz hoja y enfadada, que hacía temblor ligeramente los cristales azules y rojos de la gran araña.
-¡Estás diciendo sandcces, Nastasia Filipov­na! No tenemos el deber de devolver el niño. En interés suyo no le tenemos. No se sabe de qué vive esa mujer desde que fué abandonada por... aquel... en fin, yo te digo que el niño pe­recería en casa de aquella mujer.
-Pero, ella le ama, Grischa.
-¿Y nosotros no le amamos? Razonas de una manera extraña, Nastasia Filipovna. Se diría que querías desembarazarte del niño.
-¿No te da vergüenza decir eso?
-Te pido perdón. Reflexiona fríamente, tran­quilamente. Una mujer cualquiera echa al mun­do un niño y, para desembarzarse de él, le re­gala; después, vuelve y declara: "puesto que mi amante me ha abandonado, me aburro y quiero recobrar el niño. Puesto que no tengo bastante dinero para frecuentar los teatros y los con­ciertos, me voy a divertir con mi niño..." No, de ningún modo. Se engaña usted, señora. No lo tendrá.
-Te equivocas, Grischa: sabes bien que está enferma, abandonada de todo el mundo...
-¿Ah, Nastasia Filipovna! ¡Un santo perdería la paciencia contigo! Pero tú olvidas que se trata del porvenir del niño. O quizá eso te importa poco, que sea un hombre honrado o se haga un canalla. Y yo estoy seguro que en casa de esa mujer se hará un pícaro, un ladrón, un canalla y... un canalla.
-¡Grischa!
-No, te lo ruego. ¡Me pones fuera de mí! Hallas siempre un placer en decir sandeces. "Está abandonada de todo el mundo..." Y nos­otros, ¿no estamos solos? ¡No, no tienes razón! ¿Por qué diablos me habré casado contigo? Te haría falta por marido un verdugo...
La mujer que no tenía corazón, se echó a llo­rar. El marido la pidió perdón, demostrándola que había que ser bestia como un asno para ha­cer caso de las palabras de un idiota como él. Poco a poco, ella se tranquilizó y preguntó:
-¿Y qué dice M. Talonsky?
El se enfadó de nuevo.
-Pero, ¿quién te había dicho que es inte­ligente? ¿Sabes lo que me ha declarado? Que todo depende del punto de vista del tribunal... ¡Vaya un descubrimiento! Como si nosotros no supiéramos, sin él, que todo depende del tri­bunal. Naturalmente, él no tiene mucho que per­der: pronunciará un discurso ante los jueces y hasta la vista... ¡Ah, si yo tuviera autoridad, ya les ajustaría bien las cuentas a todos esos bri­bones de abogados!
En este momento mamá cerró la puerta del comedor y Valia no oyó el fin de la conversa­ción. Permaneció aún mucho tiempo sin dormir, en su lecho, rompiéndose la cabecita por com­prender quién era aquella mujer extraña que que­ría llevársele y perderle.
Al día siguiente, esperó toda la mañana a que la tía (así llamaba ahora a la ex mamá) le preguntara si quería ire a casa de su madre. Pero no se lo preguntó. El tío tampoco le pre­guntó nada, pero ambos miraban a Valia como si estuviera gravemente enfermo y en vísperas de morir, acariciándole y comprándole grandes libros, con láminas de colores.
La mujer extraña no vino más, pero a Valia le parecía que le estaba espiando detrás de la puerta, y en cuanto atravesara el umbral, le cogería y le llevaría a un lugar negro y horrible, lleno de monstruos malos que escupirían fuego. Por la noche, cuando el ex papá trabajaba en su despacho y la mamá hacía media, Valia leía sus libros, en los que las líneas se habían hecho más pequeñas y menos espaciadas. Reinaba un silencio que cortaba el ruido de las páginas vueltas o la tos del ex papá, que llegaba de su despacho. La lámpara, con pantalla azul, pro­yectaba su luz sobre el tapete de terciopelo, pero los rincones de la alta habitación permanecían en­vueltos en las tinieblas misteriosas. Allí, en aque­llos rincones, había grandes tiestos de flores, de hojas y raíces fantásticas, que trepaban hacia fuera y semejaban serpientes luchando entre sí. A Valia le parecía que entre ellas se movía al­guna cosa grande y negra.
Seguía leyendo. Ante sus ojos pasaban bellas imágenes tristes que evocaban la piedad y el amor, pero aun con más frecuencia, el miedo. Valía compadecía a la pobrecita hada del mar que amaba tanto al hermoso príncipe, que aban­cionó por él a sus hermanas y el océano profun­do y tranquilo; pero el príncipe no sabía nada de aquel amor, porque el hada del mar era muda, y se casó con una alegre princesa; se fes­tejaba la boda, la música tocaba sobre el bajel, y todas sus ventanas estaban profusamente ilu­minadas, cuando la pequeña hada del mar se arrojó, buscando la muerte, en las ondas obscu­ras y frías. ¡Pobrecita hada del mar, tan dulce, tan triste, tan buena!...
Pero con más frecuencia aún, Valia veía hom­bres monstruosos, horriblemente malos. Volaban hacia alguna parte, en la noche negra, con sus alas agudas, el aire silbaba sobre sus cabezas y sus ojos brillaban como carbones encendidos. Les rodeaban otros monstruos, y pasaba algo horrible: una risa cortante como un cuchillo, largos gemi­dos lastimeros, vuelos curvos como los de los mur­ciélagos, danzas salvajes a la luz lúgubre de las antorchas, cuyas lenguas de fuego estaban envuel­tas en nubes rojas de humo; sangre humana y cabezas de muertos, blancas, con barbas negras... Todo esto eran fuerzas tenebrosas y terriblemen­te malas que procuraban perder al hombre, es­pectros malévolos y misterio-sos. Llenaban la at­mósfera, se escondían entre las flores, cuchichea­han entre sí y señalaban a Valia con el dedo. Le espiaban a través de las puertas de un cuarto obscuro, reían y esperaban a que se acostara para cernirse sobre su cabeza. Miraban desde el jar­dín por las ventanas negras y lloraban lastimeramente con el viento.
Y todas estas fuerzas malvadas, terribles, to­maban la forma de la mujer que había venido a ver a Valia. A la casa venían muchas personas, y Valia no se acordaba de sus rasgos; pero el rostro de aquella mujer se había grabado en su memoria. Era largo, delgado, amarillo, como el de un muerto, y tenía una sonrisa engañosa, fin­gida, que dejaba dos arrugas profundas en los ex­tremos de la boca. Si esta mujer le cogiera, Valia se moriría.
-Escucha -dijo una vez Valia a su tía, fijando en ella su mirada, que, cuando hablaba, se clavaba siempre en los ojos de su interlocutor-. Escucha; ya no te voy a llamar tía, sino mamá... como an­tes. Es una tontería que esa otra mujer sea mi mamá. Mi mamá eres tú, y no ella.
-¿Por qué? -preguntó, roja de alegría, como una joven a la que se acaba de decir un galanteo.
Pero, junto a la alegría, tenía también miedo
por Valia. Se había hecho tan raro, tan tímido...
Tenía hasta miedo de domir solo, como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia llo­raba, y soñaba durante la noche.
-¿Por qué?-repitió.
-No te lo podría decir. Pregúntalo más bien a papá. El también es mi papá, y no mi tío -dijo resueltamente.
-No, mi pequeño Valia, era verdad: aquella mujer es tu mamá.
Valía reflexioné un poco, y respondió, imitando al tío:
-¡Encuentras siempre un placer en decir san­deces!
Nastasia Filipovna rió. Pero antes de acostar­se habló largamente con su marido, que gruñó como un tambor turco, tronó contra los abogadas y las mujeres que abandonan a sus hijos, y des­pues los dos fueron a ver cómo dormía Valia. Con­tem-plaron largo rato al muchacho dormido. La llama de la bujía que Gregorio Aristarjovich lle­vaba en la mano, oscilaba y daba al rostro del niño blanco como la almohada en que descansa­ba su cabeza, un aspecto fantástico. Parecía que sus ojos negros, de largas pestaíñas, miraban severa-mente, exigiendo una respuesta y amenazan­do con grandes desgracias, mientras sus labios conservaban una sonrisa extraña, irónica. Se di­ría que misteriosos y malévolos espectros se cer­nían, sin ruido, sobre aquella cabeza de niño.
-¡Valia! -dijo en vorz baja Nastasia Filipov­na, asustada.
El niño suspiró profundamente; pero no se movió, como si estuviera encaderado por un sue­ño de muerte.
-iValia, Valia! -repitió el marido con voz trémula.
Valía abrió los ojos, los cerró y los volvió a abrir de nuevo, y saltó sobre sus rodillas, pálido y asustado. Echó sus delgados brazos desnudos, como un collar de perlas, alrededor del cuello de Nastasia Filipovna, escondiendo la cabeza en su pecho, y cerrando bien los ojos, como si temiera que se abrieran ellos solos, susurró:
-¡Tengo miedo, mamá! ¡No te vayas!
Fué una mala noche. Cuando Valia se quedó al fin, dormido, tuvo un acceso de asma; se aho­gaba, y su pecho, blanco y grueso, se alzaba y se bajaba bajo las compresas de hielo. No se calmó hasta el alba, y Nastasia Filipovna se fué a dormir con el pensamiento de que su marido no sobreviviría la separación del niño.
Después de un consejo de familia, en el que se decidió que Valia debía leer lo menos posi­ble y ver a otros niños con más frecuencia, se empezó a traer la casa muchachos y muchachas. Pero Valia no quería a aquellos niños, brutos, escandalosos, alborotadores y mal educados. Rom­pían las flores, desgarraban los lbiros, saltaban por encima de las sillas, se pegaban, como peque­ños monos a quienes se hubiera abierto la jaula. Valia, grave y pensativo, les miraba con una ex­trañeza desagradable, iba donde Nastasia Fili­povna y la decía:
-¡Lo que me cargan! ¡Me gusta más estar contigo!
Por las noches, leía de nuevo, y cuando Grego­rio Aristarjovich, furioso porque se diera a leer a los niños aquellas historias diabólicas, trataba dulcemente de quitarle el libro, Valia, sin decir nada, pero resueltamente, apretaba el libro con­tra sí. El otro acababa por dejarle, y se ponía a ieprochar amargamente a su mujer:
-¡A eso se llama educar un niño! No, Nas­tasia Filipovna; tú estarás, quizá, en tu puesto educando gatitos; pero niños, no. Le has mimado tanto, que ni siquiera te atreves a quitarle el libro. No hay más que decir; ¡una gran educa­dora!
Una mañana, estando Valía en el comedor con Nastasia Filipovna, entró Gregorio Aristarjovich como un rayo. Tenía el sombrero caído sobre la nuca y el rostro cubierto de sudor. Desde el um­bral de la puerta gritó regocijado:
-¿Hemos ganado el pleito! ¡Hemos ganado!
Los brillantes de las orejas de su mujer tem­blaron, y dejó caer sobre el plato el cuchillo que tenía en la mano.
-Pero, ¿es de veras? -le preguntó, sofocada por la emoción.
Su marido puso el gesto serio, para inspirar más confianza; pero un instante después olvidaba su intención y se echaba a reír alegremente. Lue­go, comprendiendo que el momento era demasiado solemne para reír, se puso grave, cogió una silla, colocó al lado su sombrero y se aproximó a la mesa con la silla. Después de mirar severamente a su mujer, guiñó un ojo a Valía, y entonces so­lamente empezó a hablar:
-Afirmaré siempre que Talonsky es un abo­gado genial. Ese no permite que se la den... ¡Oh, no, honorable Nastasia Filipovna!
-Así, pues, ¿es verdad?
-¡Tú siempre escéptica! ¿No te lo estoy di­ciendo? El tribunal ha desestimado la petición de Akimova.
Y señalando a Valia, añadió con un tono ofi­cial:
-Y la ha condenado a pagar las costas.
-¿Esa mujer no me llevará ya?
-¡Ya lo creo que no! ¡Ah! Mira: te he com­prado libros...
Se dirigía al vestíbulo a buscar los libros, cuando un grito de Nastasia Filipovna le detuvo en seco: Valía se había desmayado, reclinando su cabeza en el respaldo de la silla.
La felicidad reinó de nuevo en la casa. Como si un enfermo grave que hubiera habido en ella, se hubiera restablecido por completo, todo el mundo respiraba alegremente. Valia no tuvo ya relaciones con espectros malévolos; y cuando los pequeños monos venían a verle, era el más emprendedor de ellos. Pero hasta en los juegos fantásticos ponía su seriedad habitual, y cuando jugaba a los pieles rojas creía deber suyo poner­se completamente desnudo y teñirse desde la cabeza hasta los pies. En vista del carácter serio que iban tomando los juegos, Gregorio Aristarjo­vich pensó si debía tomar parte en ellos. Como oso demostró un talento mediocre; pero tuvo un gran éxito, muy merecido, en el papel de elefante de las Indias. Y cuando Valia, silencioso y severo como un verdadero hijo de la diosa Cali, se sentaba so­bre sus hombros y golpeaba suavemente con un martillito su cráneo calvo, parecía verdaderamen­te un pequefio príncipe oriental que reina despóti­camente sobre los hombres y los animales.
Talonsky procuraba insinuar a Gregorio Aris­tarjovich que Akimova podía pedir la revisión del pleito por el tribunal de casación, y que este nue­vo tribunal podía decidir de otra manera, pero a Gregorio Aristarjovich no le cabía en la cabeza que tres jueces pudieran anular el veredicto pro­nunciado por otros tres jueces, puesto que las le­yes son las mismas. Cuando el abogado insistía; Grerorio Aristarjovich se enfadaba, y se servía de un argumento supremo:
-Pero, ¿no es usted el que nos defenderá ante el nuevo tribunal? Entonces no hay nada temer. ¿No os verdad, Nastasia Filipovna?
Ella reprochaba dulcemente al abogado sus dudas, y el otro sonreía. A veces, se hablaba de aquella mujer, que había sido condenada a pa­gar las costas, y se la llamaba siempre “pobre”. Desde que no se podía ya llevar a Valia, no inspiraba a éste aquel miedo secreto que envol­vía su rostro como un velo misterioso y desfiguraba sus rasgos. En la imaginación de Valía era ya una mujer como todas las demás. Oía decir frecuentemente que era desgraciada, y no podía comprender por qué; pero aquella pálida faz, de la que parecía que habían chupado toda la sangre, se hacía para él más simple, más natural y com­prensible. La "pobre mujer” como se calificaba, comenzaba a ínteresarle; se acordabaa de las otras pobre mujeres, de las que había leído en sus li­bros, y experimentaba hacia ella una piedad, mez­clada con ternura tímida. Se la figuraba sola en una habitación negra, llena de miedo y llorando sin cesar, como lloraba el día de su visita. Hasta lamentaba haberla contado tan mal entonces la historia del rey Bova...

* * *
Se vió que tres jueces podían no estar de acuer­do con lo que habían decidido otros tres jueces: el tribunal de casación anuló el veredicto del tri­bunal anterior, y la madre de Valia adquirió el derecho de llevársele a su casa. El Senado con­firmó el veredicto del tribunal de casación.
Cuando aquella mujer vino a llevarse a Va­lia. Gregorio Aristarjovich no estaba en casa: se había acostado en la cama de Talonsky, enfermo de rabia y de dolor. Nastasia Filipovna se había encerrado en su cuarto con Valia, que es­taba ya dispuesto para el viaje. La criada con­dujo a Valia donde le esperaba su madre, que era en el salón. Llevaba Valia una pequeña pelliza y zuecos demasiado altos, que embarazaban sus movi-mientos; un gorro de piel cubría su ca­beza. Debajo del brazo llevaba el libro que contenía la historia de la pobrecita hada del mar. Su rostro estaba pálido y su mirada era seria.
La mujer alta y delgada le estrechó contra su mantón usado, y se enjugó las lágrimas.
-¡Cómo has crecido, mi pequeño Valia! Estás desconocido -bromeó, con una triste sonrisa.
Valía, después de ajustarse su gorro de piel, la miró, no a los ojos, como tenía por costumbre, sino a la boca. Esta boca era demasiado ancha, pero de dientes finos; las dos arrugas que Valia había notado cuando la primera visita de su ma­dre, estaban en su sitio, en los extremnos de la boca; pero se habían hecho aún más profundas.
-¿No te enfadas conmigo? -le preguntó.
Pero Valia, sin responderla, dijo simplemente:
-Ea, vámonos.
-¡Mi pequeño Valia! -se oyó en el cuarto donde se hallaba Nastasia Filipovna.
Apareció en el umbral, con los ojos henchi­dos de lágrimas y los brazos extendidos, se lanzó lacia el niño, se arrodilló ante él y le puso la ca­beza sobre el hombro. No decía nada; solamente; los brillantes teniblaban en sus orejas.
-¡Vamos, Valia! -dijo severamente la mujer alta, cogiéndole del brazo- Nuestro sitio no está entre gentes, que han martirizado tanto a tu ma­dre... ¡Sí, martirizado!...
Se sentía el odio en su voz seca. La hubiera ocasionado placer haber dado con el pie a la otra mujer, que permanecía arrodillada junto a Valia.
-¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi unico hijo! -dijo con cólera, y tiró de Valia hacia sí.
-¡Vamos, no seas como tu padre, que me abandonó!
-Sea usted para él una buena madre -gimió Nastasia Filipovna.
Los trineos avanzaban suavemente y sin rui­do, llevándose a Valía de la casa tranquila, con sus bonitas flores, su mundo misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano, con sus ventanas cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles. Pronto la casa se perdió en la masa de las demás casas, parecidas corno letras, y Valia no volvió a verla. Le pa­reció que atravesaban un río cuyas orillas es­taban formadas por filas de linternas encendi­das, tan próximas las unas a las otras como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las perlas se espaciaban, se­paradas por intervalos obscuros, mientras que tras ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no avanzaban, y per-manecían en el mismo sitio. Todo cuanto le iodeaba se convertía para él en un cuento de. liadas: él mismo, aquella mujer, que era su ma­dre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.
Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no quiso pedir a su madre que le desembara­zara de él.
Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se condujo a Valía. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña; hacía mu­cho tiempo que Valía no dormía en camas semejantes.
-¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el té. ¡Qué encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí, con tú mamá. ¿Estas contento? -preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.
Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo tímidamente:
-No.
-¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira, allí, en la ventana.
Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los juguetes. Había miserables caballos de cartón, con piernas feas y gruesas, un clown con un gorro encarnado, gran nariz y cara atontada y sonriente, delgados soldados de plomo que, ha­biendo levantado una pierna, quedaron en esta postura para siempre.
Hacía mucho tiempo que Valia no se divertía con juguetes; le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dió a entender su madre.
-Sí, son bonitos esos juguetes.
Pero ella había notado la mirada que el niño había dirigido a la ventana, y le dijo, con la mis­ma sonrisa desagradable y falsa:
-Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te gustaba. Además, hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.
Valia calló, no sabiendo qué responder.
-¡Estoy sola, Valía; sola en el mundo! No tengo a nadie a quién pedir consejo... Creí que te gustarían.
Valia seguía callado. De pronto, ella se echó a llorar con lágrimas ardientes, que se precipita­ban unas tras otras, y se arrojó sobre la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie, calzado con una bota gran­de y usada. Apretándose con una mano el pecho y las sienes, con la otra, fijaba una mirada triste, y repetía sin cesar:
-¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!
Valia, con paso firme, se acercó al lecho, puso su manita roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre, y dijo, con el aire grave habitual en él:
-¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no me interesan; pero te querré mucho. Voy a leerte la historia de la pobrecita hada del mar, ¿quieres?...

1.004. Andreiev, Leonidas

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