Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy
grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y
dibujos que, ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior, Valia tenía
que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en,
la silla y, con su dedito, retener las letras, porque se perdía fácilmente
entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas
circunstancias no previstas por los editores, la lectura, no obstante el agudo
interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba
allí la historia de un muchacho muy fuerte, que se llamaba Bova y que cogía a
los otros muchachos por los brazos y las piernas, separándoselos inmediatamente
del cuerpo. Esto era terrible y, al mismo tiempo, chusco, y Valia, viajando
con todo su cuerpecito a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente
por saber en qué pararía aquello.. Pero, se le había prohibido leer: mamá entró
con otra, mujer.
-¿Aquí está! -dijo la mamá, cuyos ojos estaban
enrojecidos por las lágrimas vertidas, según toda evidencia, muy
recientemente; al menos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo
blanco de encaje.
-¡Valia, hijo mío! -exclamó la otra mujer y, después
de abrazarle, empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole
muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar como mamá:
los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le
inconiodaba con sus caricias.
Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento
de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra
parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos, en los que
no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un
olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía
siempre a perfumes muy finos.
Finalmente, aquella mujer dejó tranquilo a Valia, y
mientras él se enjugaba los labios, le examinó con una mirada rápida, como si
quisiera fotografiarle. Su naricita chata, sus espesas cejas de persona mayor,
que cubrían sus negros ojos, y todo su aire serio y grave, recordaron, sin
duda, algo a aquella mujer, pues se echó a llorar. No lloraba, tampoco, como
mamá: su rostro permanecía inmóvil y solamente las lágrimas corrían rápidamente
una tras otra, como si rivalizaran en rapidez.
Habiendo acabado de pronto de llorar, lo mismo que
había empezado, preguntó:
-Valia, ¿no me conoces?
-No.
-Y, sin embargo, vine a verte dos veces. ¿No te
acuerdas?
Quizá hubiera venido, y hasta dos veces, quis.á nunca
había estado allí; Valia no sabía nada. Además, no tenía para el ninguna
importancia que hubiera venido o no aquella mujer desconocida. Pero le impedía
leer con sus preguntas.
-¡Yo soy tu madre, Valia!
Muy sorprendido, buscó a mamá con la mirada, pero
mamá no estaba allí.
-¿Es que puede haber dos mamás. -dijo. Dices
tonterías.
La mujer se echó a reír, pero aquella risa no gustó a
Valia: se veía bien que no tenía gana alguna de reír y que lo hacía a
propósito, para engañarle.
Durante algún tiempo estuvieron los dos callados.
-¿Sabes ya leer? ¡Eso es bueno!
El no respondió.
-¿Qué es lo que lees?
-¡La historia del rey Bova! -contestó con una serena dignidad
y con un respeto evidente para el gran libro.
-Ah! Eso debe ser muy interesante. Cuéntame esa
historia, te lo ruego -pidió humildemente la mujer.
Y había de nuevo algo falso en aquella voz, a la que
ella procuraba dar las notas dulces que tenía la de mamá, pero que aun así era
aguda y desagradable. Había igualmente algo falso en todos sus movimientos. Se
colocó ejor sobre la silla y aun extendió el cuello, preparándose a escuchar
atentamente a Valia; pero cuando éste, de mala gana, se puso a contar la
historia, ella se abismó en sus pensamientos y quedó sombría como una linterna
apagada. Valia se ofendió por sí mismo y por el rey Bova, pero, queriendo ser
galante, acabó la historia apresuradantente.
-¡Eso es todo! -dijo.
-Pues bien, hasta la vista, mi querido niñito -dijo
la extraña mujer, empezando de nuevo a apretar sus labios contra el rostro de
Valia. Pronto volveré otra vez. ¿Estarás contento de verme?
-Sí, vuelve si quieres -contestó él galantemente. Y con la esperanza de que se fuera antes:
¡Muy contento!
Se marchó. Pero tan pronto como Valia encontró en el
libro la palabra en que había quedado, vió entrar a mamá. Le miró y se echó a
llorar también. Que la otra mujer llorara, se comprendía: probablemente,
lamentaba ser tan desagradable y enojosa; pero, ¿por qué lloraba mamá?
-Oye -la dijo con aire pensativo. Aquella mujer me ha
disgustado terriblemente. Dice que es mi mamá ¡Como si un muchacho pudiera
tener dos mamás a la vez!
-No, querido, eso no pasa nunca, pero te ha dicho la
verdad; es verdaderamente tu mamá.
-Y tú, ¿qué es lo que eres?
-Yo soy tu tía.
Este fué un descubrimiento inesperado, pero Valia le
recibió con una indiferencia imperturbable: si se empeñaba en ser su tía, ¿por
qué no? Le daba absolutamente lo mismo. Las palabras no tenían para él la importancia
que para las personas mayores. Pero su ex mamá no lo comprendía y se puso a
explicarle cómo era que antes había sido su mamá y ahora no era más que su tía.
-Hace mucho tiempo, mucho tiempo, cuando tú eras
todavía muy pequeño...
-¿Así? y levantó su mano a veinte centímetros de la
mesa.
-No, todavía más pequeño
-¿Como nuestro gatito? -preguntó Valia lleno de
alegría.
Hablaba de su gato blanco, que le habían dado
recientemente, y que era tan pequeño que se colaba fácilmente, con sus cuatro
patitas, en un platillo.
-Sí.
Tuvo una risa feliz, pero en el mismo instante tomó
su aire grave habitual, y con la condes-cendencia de un hombre que se acuerda
de las faltas de su juventud observó:
-¡Qué mono debía ser yo entonces!
Pues bien, cuando él era aún pequeño y mono, como su
gatito, aquella mujer te había llevado allí, y le había regalado, para
siempre... igual que a un gatito. Y ahora, cuando ya era grande e inteligente,
le quería recobrar.
-¿Quieres irte a tu casa? -preguntó la ex mamá. Y se
puso roja de alegría cuando Valia dijo, resueltamente y con aire grave:
-No, no me gusta.
Y se puso a leer de nuevo.
Valia creía terminado el incidente, pero se engañaba.
Aquella mujer extraña, de rostro lívido como si la hubieran chupado toda su
sangre, llegada no se sabe de dónde y luego desaparecida otra vez, perturbó
toda la casa, expulsó de ella la tranquilidad y la llenó de angustia sorda. Mamá-tía
lloraba frecuentemente y preguntaba a Valia si la quería abandonar; papá-tío se
pasaba sin cesar la mano sobre el cráneo calvo, levantándose sus crasos
cabellos blancos y, cuando mamá no estaba delante, le preguntaba también si
quería ir a casa de aquella mujer.
Una noche, cuando Valia estaba ya en la cama, pero sin
dormirse todavía, el ex papá y la ex mamá hablaban de él y de aquella mujer
extraña. El ex papá hablaba con una voz hoja y enfadada, que hacía temblor
ligeramente los cristales azules y rojos de la gran araña.
-¡Estás diciendo sandcces, Nastasia Filipovna! No
tenemos el deber de devolver el niño. En interés suyo no le tenemos. No se sabe
de qué vive esa mujer desde que fué abandonada por... aquel... en fin, yo te
digo que el niño perecería en casa de aquella mujer.
-Pero, ella le ama, Grischa.
-¿Y nosotros no le amamos? Razonas de una manera
extraña, Nastasia Filipovna. Se diría que querías desembarazarte del niño.
-¿No te da vergüenza decir eso?
-Te pido perdón. Reflexiona fríamente, tranquilamente.
Una mujer cualquiera echa al mundo un niño y, para desembarzarse de él, le regala;
después, vuelve y declara: "puesto que mi amante me ha abandonado, me
aburro y quiero recobrar el niño. Puesto que no tengo bastante dinero para
frecuentar los teatros y los conciertos, me voy a divertir con mi
niño..." No, de ningún modo. Se engaña usted, señora. No lo tendrá.
-Te equivocas, Grischa: sabes bien que está enferma,
abandonada de todo el mundo...
-¿Ah, Nastasia Filipovna! ¡Un santo perdería la
paciencia contigo! Pero tú olvidas que se trata del porvenir del niño. O quizá
eso te importa poco, que sea un hombre honrado o se haga un canalla. Y yo estoy
seguro que en casa de esa mujer se hará un pícaro, un ladrón, un canalla y...
un canalla.
-¡Grischa!
-No, te lo ruego. ¡Me pones fuera de mí! Hallas
siempre un placer en decir sandeces. "Está abandonada de todo el
mundo..." Y nosotros, ¿no estamos solos? ¡No, no tienes razón! ¿Por qué
diablos me habré casado contigo? Te haría falta por marido un verdugo...
La mujer que no tenía corazón, se echó a llorar. El
marido la pidió perdón, demostrándola que había que ser bestia como un asno
para hacer caso de las palabras de un idiota como él. Poco a poco, ella se
tranquilizó y preguntó:
-¿Y qué dice M. Talonsky?
El se enfadó de nuevo.
-Pero, ¿quién te había dicho que es inteligente?
¿Sabes lo que me ha declarado? Que todo depende del punto de vista del
tribunal... ¡Vaya un descubrimiento! Como si nosotros no supiéramos, sin él, que
todo depende del tribunal. Naturalmente, él no tiene mucho que perder: pronunciará
un discurso ante los jueces y hasta la vista... ¡Ah, si yo tuviera autoridad,
ya les ajustaría bien las cuentas a todos esos bribones de abogados!
En este momento mamá cerró la puerta del comedor y
Valia no oyó el fin de la conversación. Permaneció aún mucho tiempo sin
dormir, en su lecho, rompiéndose la cabecita por comprender quién era aquella
mujer extraña que quería llevársele y perderle.
Al día siguiente, esperó toda la mañana a que la tía
(así llamaba ahora a la ex mamá) le preguntara si quería ire a casa de su madre.
Pero no se lo preguntó. El tío tampoco le preguntó nada, pero ambos miraban a
Valia como si estuviera gravemente enfermo y en vísperas de morir,
acariciándole y comprándole grandes libros, con láminas de colores.
La mujer extraña no vino más, pero a Valia le parecía
que le estaba espiando detrás de la puerta, y en cuanto atravesara el umbral,
le cogería y le llevaría a un lugar negro y horrible, lleno de monstruos malos
que escupirían fuego. Por la noche, cuando el ex papá trabajaba en su despacho
y la mamá hacía media, Valia leía sus libros, en los que las líneas se habían
hecho más pequeñas y menos espaciadas. Reinaba un silencio que cortaba el ruido
de las páginas vueltas o la tos del ex papá, que llegaba de su despacho. La lámpara,
con pantalla azul, proyectaba su luz sobre el tapete de terciopelo, pero los
rincones de la alta habitación permanecían envueltos en las tinieblas
misteriosas. Allí, en aquellos rincones, había grandes tiestos de flores, de
hojas y raíces fantásticas, que trepaban hacia fuera y semejaban serpientes
luchando entre sí. A Valia le parecía que entre ellas se movía alguna cosa
grande y negra.
Seguía leyendo. Ante sus ojos pasaban bellas imágenes
tristes que evocaban la piedad y el amor, pero aun con más frecuencia, el
miedo. Valía compadecía a la pobrecita hada del mar que amaba tanto al hermoso
príncipe, que abancionó por él a sus hermanas y el océano profundo y
tranquilo; pero el príncipe no sabía nada de aquel amor, porque el hada del mar
era muda, y se casó con una alegre princesa; se festejaba la boda, la música
tocaba sobre el bajel, y todas sus ventanas estaban profusamente iluminadas,
cuando la pequeña hada del mar se arrojó, buscando la muerte, en las ondas
obscuras y frías. ¡Pobrecita hada del mar, tan dulce, tan triste, tan
buena!...
Pero con más frecuencia aún, Valia veía hombres
monstruosos, horriblemente malos. Volaban hacia alguna parte, en la noche
negra, con sus alas agudas, el aire silbaba sobre sus cabezas y sus ojos
brillaban como carbones encendidos. Les rodeaban otros monstruos, y pasaba algo
horrible: una risa cortante como un cuchillo, largos gemidos lastimeros,
vuelos curvos como los de los murciélagos, danzas salvajes a la luz lúgubre de
las antorchas, cuyas lenguas de fuego estaban envueltas en nubes rojas de
humo; sangre humana y cabezas de muertos, blancas, con barbas negras... Todo
esto eran fuerzas tenebrosas y terriblemente malas que procuraban perder al
hombre, espectros malévolos y misterio-sos. Llenaban la atmósfera, se
escondían entre las flores, cuchicheahan entre sí y señalaban a Valia con el
dedo. Le espiaban a través de las puertas de un cuarto obscuro, reían y
esperaban a que se acostara para cernirse sobre su cabeza. Miraban desde el jardín
por las ventanas negras y lloraban lastimeramente con el viento.
Y todas estas fuerzas malvadas, terribles, tomaban la
forma de la mujer que había venido a ver a Valia. A la casa venían muchas
personas, y Valia no se acordaba de sus rasgos; pero el rostro de aquella mujer
se había grabado en su memoria. Era largo, delgado, amarillo, como el de un
muerto, y tenía una sonrisa engañosa, fingida, que dejaba dos arrugas
profundas en los extremos de la boca. Si esta mujer le cogiera, Valia se
moriría.
-Escucha -dijo una vez Valia a su tía, fijando en ella
su mirada, que, cuando hablaba, se clavaba siempre en los ojos de su
interlocutor-. Escucha; ya no te voy a llamar tía, sino mamá... como antes. Es
una tontería que esa otra mujer sea mi mamá. Mi mamá eres tú, y no ella.
-¿Por qué? -preguntó, roja de alegría, como una joven
a la que se acaba de decir un galanteo.
Pero, junto a la alegría, tenía también miedo
por Valia. Se había hecho tan raro, tan tímido...
Tenía hasta miedo de domir solo, como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia lloraba, y soñaba durante la noche.
por Valia. Se había hecho tan raro, tan tímido...
Tenía hasta miedo de domir solo, como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia lloraba, y soñaba durante la noche.
-¿Por qué?-repitió.
-No te lo podría decir. Pregúntalo más bien a papá. El
también es mi papá, y no mi tío -dijo resueltamente.
-No, mi pequeño Valia, era verdad: aquella mujer es tu
mamá.
Valía reflexioné un poco, y respondió, imitando al tío:
-¡Encuentras siempre un placer en decir sandeces!
Nastasia Filipovna rió. Pero antes de acostarse habló
largamente con su marido, que gruñó como un tambor turco, tronó contra los
abogadas y las mujeres que abandonan a sus hijos, y despues los dos fueron a
ver cómo dormía Valia. Contem-plaron largo rato al muchacho dormido. La llama
de la bujía que Gregorio Aristarjovich llevaba en la mano, oscilaba y daba al
rostro del niño blanco como la almohada en que descansaba su cabeza, un
aspecto fantástico. Parecía que sus ojos negros, de largas pestaíñas, miraban severa-mente,
exigiendo una respuesta y amenazando con grandes desgracias, mientras sus
labios conservaban una sonrisa extraña, irónica. Se diría que misteriosos y
malévolos espectros se cernían, sin ruido, sobre aquella cabeza de niño.
-¡Valia! -dijo en vorz baja Nastasia Filipovna,
asustada.
El niño suspiró profundamente; pero no se movió, como
si estuviera encaderado por un sueño de muerte.
-iValia, Valia! -repitió el marido con voz trémula.
Valía abrió los ojos, los cerró y los volvió a abrir
de nuevo, y saltó sobre sus rodillas, pálido y asustado. Echó sus delgados
brazos desnudos, como un collar de perlas, alrededor del cuello de Nastasia
Filipovna, escondiendo la cabeza en su pecho, y cerrando bien los ojos, como si
temiera que se abrieran ellos solos, susurró:
-¡Tengo miedo, mamá! ¡No te vayas!
Fué una mala noche. Cuando Valia se quedó al fin,
dormido, tuvo un acceso de asma; se ahogaba, y su pecho, blanco y grueso, se
alzaba y se bajaba bajo las compresas de hielo. No se calmó hasta el alba, y
Nastasia Filipovna se fué a dormir con el pensamiento de que su marido no sobreviviría
la separación del niño.
Después de un consejo de familia, en el que se decidió
que Valia debía leer lo menos posible y ver a otros niños con más frecuencia,
se empezó a traer la casa muchachos y muchachas. Pero Valia no quería a
aquellos niños, brutos, escandalosos, alborotadores y mal educados. Rompían
las flores, desgarraban los lbiros, saltaban por encima de las sillas, se
pegaban, como pequeños monos a quienes se hubiera abierto la jaula. Valia,
grave y pensativo, les miraba con una extrañeza desagradable, iba donde
Nastasia Filipovna y la decía:
-¡Lo que me cargan! ¡Me gusta más estar contigo!
Por las noches, leía de nuevo, y cuando Gregorio
Aristarjovich, furioso porque se diera a leer a los niños aquellas historias
diabólicas, trataba dulcemente de quitarle el libro, Valia, sin decir nada,
pero resueltamente, apretaba el libro contra sí. El otro acababa por dejarle,
y se ponía a ieprochar amargamente a su mujer:
-¡A eso se llama educar un niño! No, Nastasia
Filipovna; tú estarás, quizá, en tu puesto educando gatitos; pero niños, no. Le
has mimado tanto, que ni siquiera te atreves a quitarle el libro. No hay más
que decir; ¡una gran educadora!
Una mañana, estando Valía en el comedor con Nastasia
Filipovna, entró Gregorio Aristarjovich como un rayo. Tenía el sombrero caído
sobre la nuca y el rostro cubierto de sudor. Desde el umbral de la puerta
gritó regocijado:
-¿Hemos ganado el pleito! ¡Hemos ganado!
Los brillantes de las orejas de su mujer temblaron, y
dejó caer sobre el plato el cuchillo que tenía en la mano.
-Pero, ¿es de veras? -le preguntó, sofocada por la
emoción.
Su marido puso el gesto serio, para inspirar más
confianza; pero un instante después olvidaba su intención y se echaba a reír
alegremente. Luego, comprendiendo que el momento era demasiado solemne para reír,
se puso grave, cogió una silla, colocó al lado su sombrero y se aproximó a la mesa
con la silla. Después de mirar severamente a su mujer, guiñó un ojo a Valía, y
entonces solamente empezó a hablar:
-Afirmaré siempre que Talonsky es un abogado genial.
Ese no permite que se la den... ¡Oh, no, honorable Nastasia Filipovna!
-Así, pues, ¿es verdad?
-¡Tú siempre escéptica! ¿No te lo estoy diciendo? El
tribunal ha desestimado la petición de Akimova.
Y señalando a Valia, añadió con un tono oficial:
-Y la ha condenado a pagar las costas.
-¿Esa mujer no me llevará ya?
-¡Ya lo creo que no! ¡Ah! Mira: te he comprado
libros...
Se dirigía al vestíbulo a buscar los libros, cuando un
grito de Nastasia Filipovna le detuvo en seco: Valía se había desmayado,
reclinando su cabeza en el respaldo de la silla.
La felicidad reinó de nuevo en la casa. Como si un
enfermo grave que hubiera habido en ella, se hubiera restablecido por completo,
todo el mundo respiraba alegremente. Valia no tuvo ya relaciones con espectros
malévolos; y cuando los pequeños monos venían a verle, era el más emprendedor
de ellos. Pero hasta en los juegos fantásticos ponía su seriedad habitual, y
cuando jugaba a los pieles rojas creía deber suyo ponerse completamente
desnudo y teñirse desde la cabeza hasta los pies. En vista del carácter serio
que iban tomando los juegos, Gregorio Aristarjovich pensó si debía tomar parte
en ellos. Como oso demostró un talento mediocre; pero tuvo un gran éxito, muy merecido,
en el papel de elefante de las Indias. Y cuando Valia, silencioso y severo como
un verdadero hijo de la diosa Cali, se sentaba sobre sus hombros y golpeaba
suavemente con un martillito su cráneo calvo, parecía verdaderamente un
pequefio príncipe oriental que reina despóticamente sobre los hombres y los
animales.
Talonsky procuraba insinuar a Gregorio Aristarjovich
que Akimova podía pedir la revisión del pleito por el tribunal de casación, y
que este nuevo tribunal podía decidir de otra manera, pero a Gregorio Aristarjovich
no le cabía en la cabeza que tres jueces pudieran anular el veredicto pronunciado
por otros tres jueces, puesto que las leyes son las mismas. Cuando el abogado
insistía; Grerorio Aristarjovich se enfadaba, y se servía de un argumento
supremo:
-Pero, ¿no es usted el que nos defenderá ante el nuevo
tribunal? Entonces no hay nada temer. ¿No os verdad, Nastasia Filipovna?
Ella reprochaba dulcemente al abogado sus dudas, y el
otro sonreía. A veces, se hablaba de aquella mujer, que había sido condenada a
pagar las costas, y se la llamaba siempre “pobre”. Desde que no se podía ya
llevar a Valia, no inspiraba a éste aquel miedo secreto que envolvía su rostro
como un velo misterioso y desfiguraba sus rasgos. En la imaginación de Valía
era ya una mujer como todas las demás. Oía decir frecuentemente que era desgraciada,
y no podía comprender por qué; pero aquella pálida faz, de la que parecía que
habían chupado toda la sangre, se hacía para él más simple, más natural y comprensible.
La "pobre mujer” como se calificaba, comenzaba a ínteresarle; se acordabaa
de las otras pobre mujeres, de las que había leído en sus libros, y
experimentaba hacia ella una piedad, mezclada con ternura tímida. Se la
figuraba sola en una habitación negra, llena de miedo y llorando sin cesar,
como lloraba el día de su visita. Hasta lamentaba haberla contado tan mal
entonces la historia del rey Bova...
* * *
Se vió que tres jueces podían no estar de acuerdo con
lo que habían decidido otros tres jueces: el tribunal de casación anuló el
veredicto del tribunal anterior, y la madre de Valia adquirió el derecho de
llevársele a su casa. El Senado confirmó el veredicto del tribunal de
casación.
Cuando aquella mujer vino a llevarse a Valia.
Gregorio Aristarjovich no estaba en casa: se había acostado en la cama de
Talonsky, enfermo de rabia y de dolor. Nastasia Filipovna se había encerrado en
su cuarto con Valia, que estaba ya dispuesto para el viaje. La criada condujo
a Valia donde le esperaba su madre, que era en el salón. Llevaba Valia una
pequeña pelliza y zuecos demasiado altos, que embarazaban sus movi-mientos; un
gorro de piel cubría su cabeza. Debajo del brazo llevaba el libro que contenía
la historia de la pobrecita hada del mar. Su rostro estaba pálido y su mirada
era seria.
La mujer alta y delgada le estrechó contra su mantón
usado, y se enjugó las lágrimas.
-¡Cómo has crecido, mi pequeño Valia! Estás
desconocido -bromeó, con una triste sonrisa.
Valía, después de ajustarse su gorro de piel, la miró,
no a los ojos, como tenía por costumbre, sino a la boca. Esta boca era demasiado
ancha, pero de dientes finos; las dos arrugas que Valia había notado cuando la
primera visita de su madre, estaban en su sitio, en los extremnos de la boca;
pero se habían hecho aún más profundas.
-¿No te enfadas conmigo? -le preguntó.
Pero Valia, sin responderla, dijo simplemente:
-Ea, vámonos.
-¡Mi pequeño Valia! -se oyó en el cuarto donde se
hallaba Nastasia Filipovna.
Apareció en el umbral, con los ojos henchidos de
lágrimas y los brazos extendidos, se lanzó lacia el niño, se arrodilló ante él
y le puso la cabeza sobre el hombro. No decía nada; solamente; los brillantes
teniblaban en sus orejas.
-¡Vamos, Valia! -dijo severamente la mujer alta,
cogiéndole del brazo- Nuestro sitio no está entre gentes, que han martirizado
tanto a tu madre... ¡Sí, martirizado!...
Se sentía el odio en su voz seca. La hubiera ocasionado
placer haber dado con el pie a la otra mujer, que permanecía arrodillada junto
a Valia.
-¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi unico
hijo! -dijo con cólera, y tiró de Valia hacia sí.
-¡Vamos, no seas como tu padre, que me abandonó!
-Sea usted para él una buena madre -gimió Nastasia
Filipovna.
Los trineos avanzaban suavemente y sin ruido,
llevándose a Valía de la casa tranquila, con sus bonitas flores, su mundo
misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano, con sus
ventanas cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles.
Pronto la casa se perdió en la masa de las demás casas, parecidas corno letras,
y Valia no volvió a verla. Le pareció que atravesaban un río cuyas orillas estaban
formadas por filas de linternas encendidas, tan próximas las unas a las otras
como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las
perlas se espaciaban, separadas por intervalos obscuros, mientras que tras
ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no
avanzaban, y per-manecían en el mismo sitio. Todo cuanto le iodeaba se
convertía para él en un cuento de. liadas: él mismo, aquella mujer, que era su
madre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.
Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no
quiso pedir a su madre que le desembarazara de él.
Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se
condujo a Valía. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña;
hacía mucho tiempo que Valía no dormía en camas semejantes.
-¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el té. ¡Qué
encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí, con tú mamá. ¿Estas
contento? -preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera
obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.
Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo
tímidamente:
-No.
-¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira, allí,
en la ventana.
Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los
juguetes. Había miserables caballos de cartón, con piernas feas y gruesas, un
clown con un gorro encarnado, gran nariz y cara atontada y sonriente, delgados
soldados de plomo que, habiendo levantado una pierna, quedaron en esta
postura para siempre.
Hacía mucho tiempo que Valia no se divertía con juguetes;
le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dió a entender
su madre.
-Sí, son bonitos esos juguetes.
Pero ella había notado la mirada que el niño había
dirigido a la ventana, y le dijo, con la misma sonrisa desagradable y falsa:
-Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te gustaba.
Además, hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.
Valia calló, no sabiendo qué responder.
-¡Estoy sola, Valía; sola en el mundo! No tengo a
nadie a quién pedir consejo... Creí que te gustarían.
Valia seguía callado. De pronto, ella se echó a llorar
con lágrimas ardientes, que se precipitaban unas tras otras, y se arrojó sobre
la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie,
calzado con una bota grande y usada. Apretándose con una mano el pecho y las
sienes, con la otra, fijaba una mirada triste, y repetía sin cesar:
-¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!
Valia, con paso firme, se acercó al lecho, puso su manita
roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre, y dijo, con el aire grave
habitual en él:
-¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no
me interesan; pero te querré mucho. Voy a leerte la historia de la pobrecita hada
del mar, ¿quieres?...
1.004. Andreiev, Leonidas
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