Se estaba muriendo un alto
dignatario, viejo, importante, un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy
penoso morir; no creía en Dios, ni comprendía por qué moría y dominábale el
terror, Era horrible ver cómo sufría.
Su vida era grande, rica y llena de
interés; su corazón y su celebro estaban siempre pre-ocupados y satisfechos.
Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo, por otra parte, que
se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír
siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba
demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba
muriendo, pensaba en la muerte, algunas veces, con cierto placer; se decía que
le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de
estimación y relaciones que tanto le fastidiaban,
Sí, lo pensaba con placer; pero
ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba
en su alma.
Quisiera vivir todavía un poco,
aunque no fuera más que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o
el jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en
la semana hay solamente siete.
Y precisamente aquel día
desconocido se presentó ante él un diablo, muy ordinario, como muchos. Se
introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en
seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre: una vez que
el diablo existe, la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad
es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe, se puede prolongar la
vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas. Esto era evidente, casi
claro.
Pero el diablo tenía un aspecto
cansado y aburrido. Durante un rato, bastante largo, no dijo nada y miró a su
alrededor con una mueca de disgusto, corno sí se hubiera equivocado de
dirección. Esto inquietó al dignatario, que se apresuró a ofrecer un sillón al
diablo. Pero, aun después de sentado, el diablo conservaba su aire aburrido y
guardaba silencio.
"¡Helos aquí, tales como son!
-pensó el dignatario examinando con curiosidad al visitante. ¡Díos mío qué
hocico tan desagradable! Ni en el infierno debe pasar por guapo."
-Yo me le figuraba a usted de otro
modo -dijo en voz alta.
¿Que? -preguntó el diablo haciendo
un gesto.
-Yo no me lo figuraba a usted así.
-¡Tonterías!
Todo el mundo le decía lo mismo al
verle por primera vez, y esto le fastidiaba.
"Y, sin embargo, no puedo
ofrecerle té o vino -se dijo el dignatario. Quizá ni siquiera sepa
beber."
-iBueno, ya está usted muerto!
-comenzó el diablo con tono flemático.
-¿Qué es lo que dice usted?
-Exclamó indignado el dignatario. ¡Estoy vivo todavía!
-No diga tonterías -respondió el
diablo, y continuó-. Está usted muerto… Y bien, ¿qué hacemos ahora? Este es un
asunto serio y hay que tomar una decisión…
-Pero, ¿es de veras que…que estoy
muerto? Puesto que hablo…
-¡Ah, Dios mío! Cuando sale usted
de viaje, ¿no tiene que pasar por la estación antes de subir en el tren? Ahora
está usted en la estación, precisamente…
-¿En la estación?
-Sí.
-Ahora comprendo. Entonces, ¿esto
ya no es yo? ¿Y dónde estoy yo? Es decir, mi cuerpo…
-En una habitación vecina. Le están
lavando ahora con agua caliente.
Al dignatario le dio vergüenza,
sobre todo cuando pensó en su vientre, cubierto de espesas capas de grasa.
Pensó además que son siempre las mujeres quienes lavan a los muertos.
-¡Esas son costumbres estúpidas!
-dijo con cólera.
-Eso no es cuenta mía -objetó el
diablo. No perdamos tiempo y vamos al grano... Tanto más cuanto que empieza
usted a oler mal.
-¿En qué sentido?
En el sentido más ordinario; se
empieza usted a pudrir, y eso huele muy mal. ¡Pero ya estoy harto de sus
preguntas! Tenga la bondad de escuchar bien lo que voy a decirle: no lo he de
repetir.
Y en términos llenos de enojo, con
una voz cansada de repetir siempre la misma cosa, expuso al dignatario lo que
sigue:
El viejo dignatario muerto tenía
ante sí dos perspectivas a elegir: o pasar a la muerte definitiva, o bien
aceptar una vida de un género especial, un poco extraño, capaz de provocar
dudas. Tenía libre la
elección. Si elegía lo primero, sería la nada, el silencio
eterno, el vacío…
"iDios mío!, eso precisamente
era lo que me daba siempre horror!", pensó el dignatario.
-Eso será el reposo imperturbable
dijo el diablo examinando con curiosidad el techo tallado-. Desaparecerá usted
sin dejar ninguna huella, sin existencia. Tendrá un fin absoluto, no hablará
usted jamás, ni pensará, ni deseará nada, ni experimentará alegría ni dolor;
nunca pronunciará la palabra "yo"; en fin, no existirá usted ya, se
extinguirá, cesará de vivir, se hará nada...
-¡No, no quiero! -gritó con fuerza
el dignatario.
-iY, sin embargo, eso sería el
reposo! Eso también vale algo. Un reposo tal, que es imposible imaginársele más
perfecto.
-¡No, no quiero reposo! -dijo
decididamente el dignatario, mientras su corazón cansado no imploraba más que
reposo, reposo, reposo.
El diablo alzó sus hombros peludos
y continuó con un tono fatigado, como el viajante de un almacén de modas al fin
de una jornada de trabajo.
-Pero, por otro lado, voy a
proponerle a usted la vida eterna…
-¿Eterna?
-Que sí. En el infierno. No es eso
precisamente lo que usted hubiera deseado, pero, así y todo; es la vida. Tendrá usted
algunas distracciones, conocimientos interesantes, conversaciones... y sobre
todo, conservará su “yo”. En fin, habrá de vivir usted eternamente.
-¿Y sufrir?
-Pero, ¿qué es eso del sufrimiento?
-y el diablo hizo una mueca. Eso parece terrible hasta que uno se acostumbra.
Y debo decirle a usted que es precisamente de la costumbre de lo que se
lamentan allí.
-¿Hay allí mucha gente?
-Bastante... Sí, se lamentan tanto
que, últimamente, hasta hubo perturbaciones bastante graves: reclamaban nuevos
suplicios. Pero, ¿dónde encontrar esos suplicios nuevos? Y, sin embargo,
aquellas gentes gritaban: "¡Esto es la rutina! ¡Esto se ha hecho
trivial!"
-iQué brutos son!
-Sí, pero vaya usted a llamarles a la razón. Felizmente ,
nuestro Maestro...
El diablo se levantó
respetuosamente y su rostro adquirió una expresión aún más desagradable. El
hombre hizo también un gesto cobarde para manifestar su respeto.
-Nuestro Maestro ha propuesto a los
pecadores que se martiricen ellos mismos...
-¿Una especie de autonomía? -dijo
sonriendo el dignatario.
-Sí, lo que usted quiera... Ahora,
los pecadores se rompen la cabeza… ¡Vamos, querido, hay que decidirse!
El otro reflexionó, y teniendo
ahora plena confianza en el diablo, le preguntó:
-¿Qué me
recomendaría usted?
El diablo
frunció las cejas.
-No, en cuanto a eso... no soy
amigo de dar consejos.
-Entonces no quiero ir al infierno.
-Muy bien, será como usted guste.
No tiene usted más que poner su firma.
Desplegó ante el dignatario un
papel muy sucio, que más bien parecía un moquero que un documento tan
importante.
-Firme aquí y señaló con su garra.
Digo, no, aquí no. Aquí se firma cuando se elige el infierno. Para la muerte
definitiva es aquí donde hay que firmar.
El dignatario, que había cogido ya
la pluma, la dejó en seguida sobre la mesa, y suspiró.
-Naturalmente -dijo con un tono de
reproche, eso a usted lo mismo le da; pero a mi… Dígame, si gusta: ¿con qué se
martiriza allí a los pecadores? ¿Con el fuego?
-Sí, con el fuego también
-respondió con flema el diablo. Tenemos días de asueto.
-¿De veras? -exclamó con alegría el
hombre.
-Sí, los domingos y días de fiesta
se descansa. Y, además, hemos introducido la semana inglesa: los sábados no se
trabaja más que desde las diez de la mañana hasta medio día.
-¡Vaya, vaya! ¿Y por Navidad?
-Por Navidad, lo mismo que por
Pascuas, se dan tres días libres. Aparte de esto, se da un mes de vacaciones en
el verano.
-iVamos, eso es muy liberal!
-exclamó el otro con alegría. No me lo esperaba... Pero, dígame, en rigor,
¿aquello es malo, lo que se dice malo, malo?...
-iTonterías! -respondió el diablo.
El dignatario tuvo un sentimiento
de vergüenza. El diablo estaba visiblemente de mal humor; probablemente no
había dormido aquella noche, o bien hacía mucho tiempo que estaba mortalmente
aburrido de todo aquello: de dignatarios muriéndose, de la nada, de la vida
eterna...
El dignatario vió barro en la
pierna derecha del diablo. "No son muy limpios", se dijo.
-Entonces -repuso el hombre, ¿es
la Nada?
-La Nada-, repitió el diablo, como
un eco.
-¿O la vida eterna?
-O la vida eterna.
El hombre se puso a reflexionar. En
la habitación vecina habían terminado ya el servicio fúnebre en su honor, y él
seguía reflexionando. Y los que le veían en su lecho mortuorio, con su rostro
grave y severo, no adivinaban qué extraños pensamientos asaltaban su cráneo
frío. Tampoco veían al diablo. Olía a incienso, a cirios ardiendo y a alguna
otra cosa más.
-La vida eterna -dijo el diablo
pensativo, cerrando los ojos. Se me ha recomendado muchas veces que les
explique lo que eso quiere decir. Creen que no me expreso con suficiente
claridad; pero, ¿es que estos idiotas la pueden comprender?
-¿Es de mí de quien habla usted?
-No solamente de usted... Hablo en
general. Cuando se piensa en todo esto...
Hizo un gesto de desesperación. El
dignatario intentó manifestarle su compasión.
-Le comprendo. Es un oficio penoso
el suyo, y si yo, por mi parte, pudiera…
Pero el diablo se enfadó.
-¡Le ruego a usted que no toque a
mi vida personal, o me veré obligado a enviarle a usted al diablo! Se le
presenta una cuestión y usted no tiene más que responder: ¿la muerte o la vida
eterna?
Pero el dignatario seguía
reflexionando y no podía decidirse. Fuera porque su cerebro comenzara a
abismarse o porque nunca hubiera sido muy sólido, el dignatario se inclinaba
más bien a la vida eterna, "¿Qué es eso del sufrimiento?", se decía.
¿No había sido toda su vida una serie de sufrimientos? Y, sin embargo, amaba la vida. No temía los
sufrimientos. Pero su corazón cansado pedía reposo, reposo, reposo...
...En este momento, se le conducía
ya al cementerio. A las puertas del departamento de donde había sido jefe, se
detuvo el cortejo y los curas dieron comienzo a un oficio religioso. Llovía y
todo el mundo abrió los paraguas. El agua caía a chorros de los paraguas,
corría por el suelo y formaba charcos en él pavimento.
"Mi corazón está cansado hasta
de las alegrías", continuaba reflexionando el dignatario que conducían al
cementerio. "No pide más que reposo, reposo, reposo. Quizá sea demasiado
estrecho mi corazón, pero estoy terriblemente cansado"...
Y estaba casi decidido por la Nada,
la muerte definitiva. Se había acordado de un pequeño episodio. Fué antes de
caer enfermo. Tenía gente en casa, se reían. El también reía mucho, a veces
hasta llorar de risa. Y sin embargo, precisamente en el momento en que se creía
más feliz, sintió de repente un deseo irresistible de estar solo, Y para
satisfacer este deseo se escondió como un muchacho que teme que le castiguen, en
un rinconcito.
-¡Pero, despache usted! -le dijo el
diablo con tono disgustado. ¡El fin se acerca!
Hizo mal en pronunciar aquella
palabra; el dignatario casi se había decidido por la muerte definitiva, pero la
palabra “fin” le espantó y experimentó un deseo irresistible de prolongar su
vida, a cualquier precio. No comprendiendo ya nada, perdiéndose en sus
reflexiones, no pudiendo tomar decisión neta, remitió la solución al destino.
-¿Se puede firmar con los ojos
cerrados? -preguntó tímidamente.
El diablo le echó una mirada bizca
y respondió:
-¡Siempre tonterías!
Pero, probablemente, todos aquellos
tratos le tenían fatigado; reflexionó un instante, suspiró y puso de nuevo ante
el dignatario el pequeño papel, qua más bien parecía un moquero sucio que un documento
importante.
El otro tomó la pluma, sacudió la
tinta, cerró los ojos, puso el dedo sobre el papel, y... precisamente en el
último momento, cuando había firmado ya, abrió un ojo y miró.
-iAh, qué es lo que he hecho!
-gritó con horror, arrojando la pluma.
-¡Ah! -le respondió, como un eco,
el diablo.
Las paredes repitieron esta
exclamación. El diablo, marchándose, se echó a reír. Y cuanto más se alejaba,
más ruidosa se hacía su risa, semejando una serie de truenos…
...En este momento, se procedía ya
al entierro del alto dignatario. Los pedazos de tierra húmeda caían
pesadamente, con un ruido sonoro, sobre la tapa del ataúd. Podría creerse que
el ataúd estaba vacío, que no había dentro nadie: tanto era sonoro aquel ruido.
1.004. Andreiev, Leonidas
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