Capitulo 1
Difícilmente
habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el
futuro. De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora
madre había aparecido el Matatejas[1],
lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo concedido ser muy
diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba de
inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no
sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario,
que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay
quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan
a compararlo con el emperador de Ch'in, Shih Huang Ti[2]
o con Yang Kuang[3],
de Sui; pero tales calumnias están muy lejos de la verdad.
Las
intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la
gloria o a la fama. Se
preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre de gran carácter
deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que él la
disfrutaba.
Así, cuando
sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Tempo Nijá, no
dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Táru-no-Sadaijin[4],
que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la Avenida Higashi
Sanjá y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la
provincia de Michinoku), desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el
propio señor de Horikawa. Tales eran el carácter y el poder del hombre que
gozaba de enorme popularidad en toda la capital, donde se lo veneraba como a la
reencarnación de un santo.
Cierta vez,
de regreso de la fiesta del ciruelo, soltóse un toro de su carroza y embistió y
derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar,
juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de
señor tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que
acontecieron a lo largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro
día, en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió
treinta caballos blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del
muslo por un sacerdote de Shintan[5].
Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable. Pero de todos los
episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al "Biombo del
Infierno", hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica
del Gatha[6]...
En fin, noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba
imperturbable, pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica,
entonces, que quienes estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad.
Sobre todo yo, que le había servido durante veinte años, en los que nunca me
había tocado presenciar una escena parecida.
Pero para
narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos
detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del
biombo que representa el Infierno.
Capitulo 2
Al
nombrarlo, es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre
artista que en su tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a
narrar, tendría ya unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda
la apariencia de un ser perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu[7],
estampado en color jiroflé y tocado con el momieboshi[8],
pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza, y los labios rosados y
húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia resultase
particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios
provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor
intencionadas le bautizaron con el nombre de Saruhide[9],
por su parecido con este animal.
A propósito
de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide,
de quince años, servía en palacio como konyobo[10];
era una joven muy afable que en nada se parecía a su padre. Como había perdido
a su madre siendo muy pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente,
que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo hasta en los más mínimos
detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de la señora
de Horíkawa y de las demás nyobo[11].
Cierto día,
alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de
Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó
Yoshihide. Era un animal muy gracioso. Y
al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes empezaron a burlarse del
mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos con burlarse,
inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido al pino
del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas, y
se divertían maltratándolo.
Un día en
que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba
por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas.
Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de
trepar velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando.
Detrás del animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada
rama y amenazándolo.
-¡Ladrón de
naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré!
Y lo
perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante
el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba
lastimosamente... Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una
mano la rama de ciruelo, con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi[12]
de color violeta y lo acogió con cariño; luego saludó al niño con una profunda
reverencia, a la vez que le decía con su voz suave y fresca:
-Señor, es
un pobre animal; os ruego le tengáis compasión.
Pero el
niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció
aún más y pateó el suelo repetidas veces.
-¿Por qué lo
protegéis?-protestó-. Es un mono ladrón de naranjas.
-Puesto que
es un pobre animal... -repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste- y como
lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no
puedo soportarlo.
Pronunció
estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo:
-Bien, ya
que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono.
Hizo esta concesión con visible contrariedad, y
arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta
corrediza.
Capitulo 3
Después de este incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente.
Ante esta
situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar al
animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del
señor de Horikawa, no sólo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a
enfurecerse cuando supo que un samurai le había hecho daño.
Se cuenta
también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con el mono,
cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba la
amistad que existía entre ella y el mono.
-Sois fiel a
vuestro padre -dijo el señor; os recompensaré.
La muchacha
recibió del señor de Horikawa un akome[13]
de color rojo vivo, en premio a su buen corazón.
El propio
mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a
recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro
del señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva
simpatía por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor
filial que implicaba la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables,
como murmuraba la gente.
Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras
que pudieron dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante.
Aquí sólo quiero aclarar que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo
no podía soñar en correr ninguna aventura con la que era hija de un simple
pintor a su servicio.
Después de
haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y
modesta, no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella
como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la
hija del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la
llevaba consigo siempre que salía en su carroza.
Pero dejaré
un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con el
mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no
cesaban de burlarse de él y de llamarlo" Saruhide". Y esto no sólo
ocurría en palacio. El Sõzu[14]
de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su
nombre se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio.
Aquí
conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez
Yoshihide había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote;
pero, como comprenderéis, son habladurías de la gente de la calle y no conviene
otorgarles mayor crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide
era compartida en todas las castas sociales. Sólo uno que otro pintor amigo y
algunas personas más, que lo conocían por su obra y no personalmente, se
eximían de hablar mal de él.
Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide
reunía otros defectos no menos importantes, de manera que el ser tenido como
persona ingrata obedecía a su misma naturaleza.
Capitulo 4
Cierto día -así lo refirió un discípulo que trabajó
varios años en su taller-, cuando en el palacio de un noble un espíritu
vengativo que había poseído a la famosa médium de Higaki anunció que por
intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide tomó
tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó a
dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose
por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad.
A tal punto
era perverso que a la
sagrada Mahâs ’ri[15]
la pintaba con el rostro de una vulgar prostituta, y al Acalanatha[16]
lo mostraba como a un villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes, y
si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna: "Dificulto que los
dioses que pinto quieran vengarse de mí".
Al escuchar
tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados, y
algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una
palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía
convencido de ser el más genial pintor del universo.
Dicho todo
esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el
mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel
como por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo
consideraban farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o
un Kanaoka[17],
u otro pintor clásico, se podía decir, por ejemplo, que en una noche de luna
parecía percibirse el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las
persianas de madera, o
escucharse las dulces
melodías de la
flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían
traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide sólo hablaba de cosas
desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo
Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos[18],
se decía que quien pasaba a medianoche cerca del lugar podía escuchar los
llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se contaba también que cuando
ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos de varias cortesanas,
las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas de una extraña
enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que la pintura de
Yoshihide era como él: irreverente y demoníaca.
Como os iba
diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse se
jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de
Horikawa, bromeando, le dijo:
-Entiendo
que a vos sólo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide?
A lo que él
contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios
colorados:
-Exactamente.
La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios.
Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se
justificaba la insolencia que había gastado con el señor. El discípulo que os
mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju para satirizar su
insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu[19] que en una época pasada vino desde la China. Pero este
Yoshihide, este descarado Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la
capacidad de amar humanamente.
Capitulo 5
Yoshihide
sentía un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento
sensible, que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por
su hija excedía los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se
trataba de comprarle kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que
siempre había negado hasta el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su
dinero con largueza.
Quería y
cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de
tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si
alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no
habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan
cualquier noche. Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de
manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de Horikawa para servir en
palacio. El pintor no ocultó su contrariedad, y aun después de transcurrido un
tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía disimular su disgusto. Al
difundirse el rumor de que el señor de Horikawa había llamado a la joven
sugestionado por su belleza, y la había llevado a pesar de la disconformidad
del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y
desconfiada.
Aunque el
rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su
hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide
pintó el Mañjusri[20],
atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquél.
Como el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció:
-Os
recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis.
¿Qué os
pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras:
-Deseo que
me devolváis a mi hija.
Este deseo
hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera el
del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba
imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente
generoso, le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante
con expresión severa, le dijo secamente:
-Eso jamás.
Se levantó y
se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas veces.
Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor
empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se
iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que
podía correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía
llorar, conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a
crecer el rumor de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos
opinarían que la tragedia relacionada con el Biombo del Infierno habría
ocurrido por negarse la hija del pintor a acceder a los requerimientos del
señor. Pero es absurdo suponer que haya podido suceder tal cosa.
A nuestro parecer, el motivo de que el señor de
Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar era justamente la
conveniencia para ella de vivir en palacio sin ninguna preocupación, en lugar
de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto, nadie niega que el
señor sintiera simpatía Por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os
repito: no era porque la desease, como muchas personas mal intencionadas se
empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las
malas lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo
que sucedió en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con
Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la
ejecución de un biombo que representase el Infierno.
Capitulo 6
Aun
tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un
trabajo totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos
del biombo hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes[21]
y los guardianes, y el resto del cuadro aparecía cubierto en su totalidad por
una hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera de los puntos amarillos
y azules de los kimonos al estilo T'ang[22]
de los myõkan[23],
dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color
resaltaban las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las
chispas, en un fuego que parecía danzar alocadamente.
Sólo esta
furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar
los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de
los cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde
los nobles más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de
la realidad. Nobles
de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu-ginu[24],
sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta[25],
doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos... Enumerar
los motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros
con cabezas de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del
humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata[26]
podría ser una kamunagi[27];
en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko[28]
y se precipita cabeza abajo como un murciélago, se reconocería a un joven
funcionario del gobierno; además los había que eran azotados con látigos de
hierro o aplastados por enormes piedras; algunos eran picoteados por extrañas
aves de rapiña y otros mordidos
por dragones venenosos... Se
hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases de
condenados allí registradas...
Pero en
medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y
terrible era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del
cielo, atravesando un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya
copa se amontonaban los espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado.
La cortina de la carroza era agitada por el viento infernal, y en su interior
se veía a una cortesana ataviada con un lujo propio de las nyõgo[29]
o de las kõi[30],
debatiéndose desesperadamente, con sus negros cabellos revueltos y un cuello de
impresionante blancura entre el rojo de las llamas. Tanto la doncella como la
carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y la
terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros que todo el horror del
cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral la ejecución
del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los
condenados.
Pero temo haber alterado el orden de la historia en
mi apresuramiento por hablaros del Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide,
a partir del momento en que el señor de Horikawa le encargó la ejecución de la
referida obra.
Capitulo 7
Su
aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la
luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los
discípulos con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se
detenía allí. Aun sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar
era suficiente para inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del
mundo. Por ejemplo, cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del
Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a los cadáveres que encontró
en el camino, de los que las personas comunes apartaban la vista horrorizadas y
se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros y cuerpos putrefactos.
¿Qué os
quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad?
Seguramente muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el
espacio para detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los
hechos fueron más o menos los siguientes:
Cierto día
el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores,
cuando se le presentó inesperadamente el maestro:
-Pensaba
hacer una siesta -dijo, pero esto días duermo muy mal.
Como no le
pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó
indiferentemente, sin interrumpir su labor:
-¿De modo
que no puede conciliar el sueño?
Más, cosa
insólita, el maestro mostróse entristecido y continuó:
-Quiero
pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado.
Pronunció
estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el
maestro se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo
aceptó, diciendo que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún
preocupado, le dijo titubeando:
-Bueno;
quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás
discípulos, no les permita pasar.
Esa
habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas
estaban cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto
del biombo hecho con yakifude[32]
y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco después dormitaba
con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo fue
sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera
del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.
Capitulo 8
Al principio
eran sólo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como
de alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente
comprendió algunas frases.
-¿Qué? ¿Que
vaya yo?... ¿Adónde?... ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?... ¿Que vaya al
Infierno? ¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que
eres tú...
El discípulo
detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro, pálido
y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios
trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo:
era la lengua; de ella salían las palabras delirantes.
-Con que
eres tú... Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a
buscarme? Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno... ¿Qué? ¿Que mi
hija me espera allí?
En este
punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra
misteriosa rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al Maestro. Y lo
sacudió con fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó
oyendo frases incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al
lado para lavar los pinceles.
-¿Que me
estás esperando, y que suba a la carroza?... ¿En esta carroza?... ¿Al
Infierno?...-proseguía delirante.
Al decir
estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado.
Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el
semblante demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los
fantasmas del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo:
-Puede
retirarse.
Éste se
retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían.
Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla.
Luego se tranquilizó.
Pero puedo
deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado al
taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó:
-Lo siento,
pero tendrá que desnudarse como la vez pasada.
Como ya
anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se
apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una
mirada extraña y agregó:
-Pero, esta
vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que aunque lo lamento mucho, tendrá
que hacer lo que le mando.
Hablaba
fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que
se diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del
maestro lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento:
"Creí que había enloquecido y que me mataría".
Un poco
fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se
sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la
espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas
oprimiéndolo con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena
que el discípulo perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso.
Capitulo 9
Sin embargo,
ese sufrimiento sería sólo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado sería
decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón
del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite
negro. Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero
luego se deslizó con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las
propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado:
-¡Una
serpiente, una serpiente!
Como él
mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón.
En ese
momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel del
cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo
Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el
reptil por la cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el
cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano de alcanzar la mano que la
aprisionaba.
¡Diablos!
-gritó Yoshihide-. ¡Me arruinaste un dibujo! Enfurecido, arrojó la serpiente en
la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera le dio las
gracias ni lo consoló, Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado
que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que
había aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el
maestro acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después.
Con la sola
mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba
el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que
contaros una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce
años, que por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida.
Una noche
este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller
del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano
tenía un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca
vista por el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un
gato? Sí; mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas
y los ojos blancos, grandes y redondos eran como los de un gato.
Capitulo 10
Yoshihide
era un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos.
Entre otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller,
un cúmulo de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A
veces aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki[33]
adornado con motivos demaki-e[34],
que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes que, según
lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro era que no
se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba.
Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna tuviera su origen
en misterios como éste. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de
gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se la utilizaría en la
ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba algo, pero
Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole el ave
con el mentón, le dijo:
-¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado?
-¿Qué clase de ave es? -preguntó el discípulo. Es la primera vez que veo un pájaro semejante. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó:
-¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku[35]; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas. Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque... Olvidado de la presencia del maestro y atento tan sólo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.
-¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado?
-¿Qué clase de ave es? -preguntó el discípulo. Es la primera vez que veo un pájaro semejante. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó:
-¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku[35]; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas. Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque... Olvidado de la presencia del maestro y atento tan sólo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.
El ave
seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los
ojos. En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de
macabro que producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas
o las salpicaduras de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake[36]. Al decir del discípulo, creía hallarse
sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara le
pareció el pálido reflejo de la luna.
Pero, aunque
horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver cómo
el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible
momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide.
Capitulo 11
Capitulo 11
Era lógico
suponer que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que
lo había llamado con la expresa intención de pintar una escena fríamente
planeada por él, adiestrando de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente
el joven cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse el rostro con las
mangas del kimono para defenderse del asedio. Gritó algo ininteligible y se
acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza. En ese
momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado, mientras el
batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos rotos.
Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el
taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos.
Instantes
después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa se
vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por
el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía
afanosamente. Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto
de la mesa, mientras mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una
víbora negra se había enroscado al ave, apresándole el cuello y una de las
alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde
estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla se habían trabado en
lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un instante
contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar
al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la
serpiente, nadie supo decir nunca nada.
Incidentes
de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue
encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño,
y como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno,
durante este período los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del
invierno, algo pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y
cada día hablaba con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía
concluido, el cuadro quedó paralizado. No sólo no había adelantado el trabajo,
sino que hasta parecía haber borrado algunas partes.
Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que no
podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo. Los discípulos, hastiados ya
de la conducta del maestro, no quisieron acercársele; era como compartir la
jaula con un tigre o un lobo.
Capitulo 12
En realidad,
nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría
agregar, eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y
cuando estaba solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía
llegar hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los ojos llenos de
lágrimas, contemplando distraídamente el cielo primaveral. Al verlo así, el
discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó rápidamente. ¿No
os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para pintar el Círculo de
los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres del camino,
empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto para el
Biombo del Infierno?
Mientras
Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía
cada vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas
de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de
aire modesto, el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas
sombreándole los ojos y acentuando aun más su abatimiento. Al principio se
pensó que obedecería a una lógica preocupación por su padre, a quien profesaba
tanto cariño, o bien que estaría enamorada; pero con el tiempo la gente lo
atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido que se le entregase.
Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella.
En ese
tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.
Una noche, a
hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó
sorpresivamente el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono.
Era una tibia noche de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los
ciruelos en flor.
Bajo la luz
de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la nariz
y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo,
y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un
puntapié, pero me acordé de aquel samurai que lo había maltratado; por otra
parte, la actitud del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin
pensar en nada preciso.
Al llegar a un ángulo del corredor desde donde se
dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente bajo la luz de la luna,
vinieron a mis oídos unos ruidos ligeros como de personas que lucharan en
silencio. Hallé insólito este ruido repentino en medio de aquella quietud,
quebrada sólo por el chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al
acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención para
ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.
Capitulo 13
Al mono
parecía resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mí
alrededor lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros.
Quise evitarlo y aparté instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él
se me aferró a la manga del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y
al trastabillar golpeé con la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro
recurso: me puse en acción.
Abrí
rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde
no llegaba la luz de la
luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión...
Mejor dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su
precipitación tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró
atemorizada, como si encontrara terrible mi presencia.
Que esa
persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche
la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un
brillo particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden
en las faldas del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su
modalidad casi infantil. ¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?...
Apoyándome en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien
que se alejaba, observé a la hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis
ojos, al mirarla, le preguntaban quién era esa persona.
La hija del
pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia. No
me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad.
Me acerqué a
su oído y le pregunté en voz baja:
-¿Quién es?
Mas la joven
hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían las
pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca.
Comprenderéis
que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que
tampoco en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía
decir a la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a
su lado, como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo
tiempo, tuve una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.
No recuerdo
exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces
me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y la insté
a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada y
con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me
concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando
sentí que alguien tiraba tímidamente de mis faldas.
¿Quién
pensáis que era? Nada menos que el mono, que haciendo gestos como si fuera una
persona, inclinaba la cabeza repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro
que llevaba al cuello.
Capitulo 14
Unos quince
días después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una
audiencia al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy
inferior, en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor
le concedió gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre
hacerlo, cualquiera fuese la persona que lo solicitara.
El pintor
vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba
preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo:
-El Biombo
del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues he
trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días.
-Os
congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho.
No sé por
qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta.
-No merezco
ninguna felicitación -dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco-.
Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo
lograr.
-¿Cómo? ¿Hay
algo que no conseguís pintar?
-Os lo digo.
En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo,
nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar.
Al escuchar
estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente.
-¿Queréis
decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno?
-Exactamente.
El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran
comparables a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fud[37]. Vos ya
conocéis esa obra.
-Pero ¿cómo
representaréis las almas condenadas y los guardianes del Infierno?
-Ya he
visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a
una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya
conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes...
Yoshihide sonrió maliciosamente, a los guardianes los he visto varias veces
en mis sueños. Algunos con cabeza de toro otros de caballo; los había con tres
cabezas, seis brazos y seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin
hacer ruido, abrían la boca sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las
noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no consigo es independiente de
todo esto.
El señor
parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con
irritación, y frunciendo el ceño le preguntó secamente:
-Entonces,
¿cuál es el motivo que no podéis pintar?
Capitulo 15
-Tengo
pensado, señor, pintar en el centro del biombo un biroge[38]
cayendo del cielo.
Dicho esto,
levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado con
harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide
adquirían un brillo especial.
En esa
ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió:
-En el
interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y
debatiéndose entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror,
mirando el techo y procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen
las chispas. Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte
pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Esta es la escena que no puedo lograr!...
Por algún
motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su
enigmática sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.
Y ya con los
labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado:
-No puedo
pintar eso...
Repitió de
nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia:
-Os ruego,
señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible,
dentro de la carroza... -se interrumpió bruscamente.
El señor de
Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De pronto
estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:
-Seréis
complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego.
Al oír estas
palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto
habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo
creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios.
Tras un
breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo
le hubiera estallado adentro:
-Pondré
fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su
interior; no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis
pensar en pintar a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el
negro humo... Os felicito, os felicito...
Yoshihide
empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso
sólo duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se
hubieran relajado repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada:
-Os
agradezco la merced.
Quizá
Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor,
y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquella fue la única vez que sentí
alguna compasión por Yoshihide.
Capitulo 16
Pasados tres
días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa,
incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el
palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que
había pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad.
Hacia mucho
tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso jardín
donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado
había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta
hermana del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña
falda de color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar
el piso...
Os puedo
asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en
pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el
sol, el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio
estrellado se parecen a sombras monstruosas.
Era una
noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío de
color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado en
relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se
destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario
añadir que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De
un modo especial se destacaba la figura de un samurai, que después de la
batalla de Michinoku, en la que a causa del hambre se había visto forzado a
comer carne humana, había adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas
de un ciervo vivo. Tenla puesto al parecer el haramaki[39]
y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba.
Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban un
cuadro fantasmagórico, entrevisto sólo fugazmente a la luz movediza de los
faroles agitados por el viento.
La parte
superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la
oscuridad, tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de
oro refulgían como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío
que provocaba la escena.
El carruaje
lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver su
interior, y próximos
se hallaban, estratégicamente situados,
los sirvientes con
las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese
en dirección a la casa.
Un poco más
apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía las
ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.
Parecía más
pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo
estrellado.
Detrás había
otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se
hallaban en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no
podía distinguir el color de sus vestidos.
Capitulo 17
Se acercaba la medianoche. Las
sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y parecían
sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor de
la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el
extraño cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora:
-¡Yoshihide!
Este
contestó algo, pero sólo fue una exclamación.
-¡Yoshihide!
Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido.
Y miró de
soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que el
señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.
-Observad
bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de
un instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del
Infierno.
Dicho esto
el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero.
-Dentro de
la carroza se ha atado a una mujer.
Al arder el
carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán
su carne y sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para terminar el
Biombo. No perdáis detalle cuando se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco
dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman en chispas y se elevan
hacia el cielo.
El señor se
interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros.
-Será un
espectáculo nunca visto -dijo. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad
la cortina para que pueda verse a la mujer.
Uno de los
sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha
levantó con la otra la
cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más
fuerza en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se
vio a una mujer que parecía atada en forma brutal. Esa mujer... ¿Quién no la
reconocería? Sobre el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte,
bordado con motivos de cerezos, caían sus largos brazos y negros cabellos
adornados con sashi[40]
de oro que despedía intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos
tan distinguidos y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil
modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito.
En ese
momento, el samurai que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la
mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa
dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que
acababa de ver, se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba
correr hacia el carruaje. No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a
la distancia.
Esta escena
duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide -que parecía
flotar atraído por una fuerza invisible-, y mostró la palidez mortal de su
rostro.
La carroza ya era presa de las llamas cuando
Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor había dado la orden, y
los sirvientes habían arrojado las antorchas dentro de la carroza.
Capitulo 18
El fuego se
propagó rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un
solo golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las
cortinas, las mangas del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se
consumían con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante. Las llamas se
alzaban al cielo y lo teñían de rojo, semejantes a una bola de fuego que al
caer estallara en mil fragmentos. Yo había gritado un momento antes, pero
viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro consuelo que contemplarlo,
aturdida y desconcertada.
Pero ese
padre, Yoshihide... No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer
impulso fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado,
con las manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor
del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y
sombrío. Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara
contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un
inmenso estupor ante la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni
el asesino cuando comparece ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror
y padecimiento. Hasta el famoso samurai que ya os cité, palideció a la vista de
aquel hombre, y dirigió una tímida mirada al amo.
Pero éste, a
su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no
apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas... ¡Ay! No tengo
fuerzas para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado
por el humo, los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus
hermosas ropas ardiendo como una tea... Imposible concebir una visión más
despiadada. Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante, el humo se
desplazó hacia el lado opuesto a donde nos hallábamos, y pudimos ver con
verdadero horror cómo en medio de esa hoguera, que parecía despedir chispas de
oro, agonizaba una bella criatura forcejeando dolorosamente por quitarse las
cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con elocuencia los tormentos del
Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos.
En ese momento, como si el viento hubiese renovado
su intensidad, vimos un remolino en las copas de los árboles agitados de pronto
por una ráfaga o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se desprendió
del techo y volando, o corriendo, pero sin tocar el suelo, se arrojó al
carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de la
joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido se prolongó
como un lamento detrás de la
humareda. Una exclamación de espanto brotó de todas las
gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los Horikawa y
que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de la
infeliz muchacha.
Capitulo 19
Pero sólo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.
Pero sólo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.
Yoshihide se
hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que
momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora
muestras de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la
presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento
de su hija. Parecía enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de la
desdichada.
Pero lo
extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que
ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder
semejante al que simbolizan los leones de los sueños[41].
Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas por el fuego parecían evitar el
sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían presentido esa
extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de inmortalidad, y se
mostraban sobrecogidos por su actitud.
Todos
nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa
alegría incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No
podíamos dejar de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la
noche, Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante.
El señor de Horikawa se había transformado:
intensamente pálido, despedía espuma por la boca, apretaba fuertemente las
rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como una bestia sedienta.
Capitulo 20
Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor.
Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor.
La mayoría
opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor. Creo,
no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo hizo
con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto
lo escuché una vez de los propios labios del señor.
También se
le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el
Biombo pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo
maldecían, y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances
de su amor de padre. El Sózu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y
solía decir al respecto: " Aunque sea un gran artista, desde que olvida
los cinco deberes del hombre, no merece otro destino que el Infierno
eterno"[42]
Un mes
después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo
al juicio del señor. Se hallaba presente el Sózu Yokawa, quien al ver la obra
quedó estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la
superficie con increíble fidelidad. El Sózu, que habitualmente menospreciaba a
Yoshihide, frente al Biombo no pudo menos que exclamar: "¡Magnífico!"
Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga sonrisa del señor al escuchar el
elogio.
Desde que
concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de
Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran
aversión por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo.
Pero cuando
su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a
este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia
habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable
sobrevivir a la hija que tanto había amado.
El cuerpo del pintor fue sepultado en los
fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el viento y las lluvias, ha
de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas de musgo.
(Escrito en abril de 1918)
1.002. Akutagawa (Ryunosuke)
[1] Uno de los cinco Rajás, mensajero de la esotérica
secta budista Shingon. Tiene seis cabezas, seis manos y seis piernas; destruye
el mal y protege el bien.
[2] 259- 210a. C. Primer emperador de China. Ordenó la
construcción de la famosa muralla e hizo quemar todos los libros anteriores a
él.
[3] 569- 618d.
C. Emperador de Sui, derrocado y muerto por el pueblo sublevado.
[4] Personaje de
la obra de teatro Noh, Tóru, original de Zeami; Tóru, noble de la Corte Imperial ,
hace reconstruir un famoso paisaje de la provincia Te Michinoku
en Kyoto para gozar de él. Después de su muerte, en las noches de luna llena
aparecía su fantasma y se repetían fiestas como en años anteriores.
[5] Denominación
con que en el antiguo Japón se aludía a China.
[6] Poema
budista que se refiere a la grandeza y poder del Buda e indica el camino del
creyente. Kada, en japonés.
[7] Kimono
antiguo que en su origen se usó para la caza y luego se llevó en la corte.
[8] Antiguo
sombrero japonés.
[9] "Saru" significa mono. Juego de palabras
en lugar de Yoshi- hide, el "Mono- hide".
[10] Doncella de
la corte.
[11] Doncella de Categoría superior akonyobo.
[12] Especie de sacón que las damas de la corte llevaban
sobre el kimono.
[13] Ropa interior que llevaban las cortesanas, muy
lujosa y profusamente bordada que se usaba para las fiestas.
[14] Categoría de
sacerdotes budistas que sigue al Shosci, el de más alto cargo.
[15] Kitsushu
ten, en japonés. Diosa de la fortuna. En Japón generalmente es representada
como una hermosa mujer vestida ceremoniosamente, con una flor de loto en la
mano izquierda.
[16] Acalanatha o
Aryacalanatha. Fudo Myoo, en japonés. El principal de los Cinco Reyes
Iluminados (myoo), reverenciado especialmente por el budismo esotérico japonés
como protector de la fe.
[17] Kawanari y
Kanaoka, famosos pintores de la
época Heian.
[18] Motivo de
origen budista en el que se representan en círculo los destinos que aguardan al
hombre después de su muerte según la conducta observada en vida; son: el
Paraíso, el Hombre, el Infierno, la Bestia y el Demonio. En los templos
budistas de la India se pintaba este círculo en los pórticos.
[19] Genio
mitológico del Extremo Oriente, de larga nariz y famoso por su soberbia
[20] Monju, en japonés. Uno de los Bodhisattva, simboliza
la Inteligencia.
[21] En el Más Allá budista
están los Diez Reyes que interrogan a los espíritus acerca de la conducta que
han observado durante su vida; al séptimo día deben responder ante el primero,
luego a los 27, 37, 47, y así sucesivamente hasta concluir con los diez,
quienes determinan el lugar del infierno a donde deben ir.
[22] Dinastía
china, 618- 906 d. C.
[23] Funcionarios
del infierno.
[24] Kimono que usaban las señoras jóvenes y que constaba
de cinco atavíos superpuestos.
[25] Calzado de
madera similar a la sandalia.
[26] Arma antigua
en forma de rastrillo para derribar o rapar al enemigo.
[27] Hombres o
mujeres que servían en las ceremonias del shintoísmo; siendo hombre, okamunagi,
siendo mujer, mekamunagi.
[28] Arma antigua que en el extremo de un cabo de hierro
llevaba una espada.
[29] Doncellas de la categoría
más elevada que servían en la corte.
[30] Doncella que
servía en la corte, y que seguía en jerarquía a las myõgo.
[31] Dios de la Suerte y de la
Fortuna.
[32] Especie de carbonilla para
dibujar en forma de pincel.
[33] Especie de
bandeja con cuatro patas cortas.
[34] Pintura
sobre objetos de laca, que se realiza empleando polvo de oro y plata.
[35] Buho con
cuernos.
[36] Licor que se produce por
las frutas que guardan los monos en los huecos de los árboles.
[37] Uno de los Acalanatha,
deidad budista especialmente reverenciada en el budismo esotérico japonés como
protectora de la fe.
[38] Carroza antigua que usaban
en la corte los nobles de las más altas jerarquías. Se adornaba con hojas de
palmera.
[39] Tela que envolvía por
debajo de las ropas la región abdominal.
[40] Adorno de metal para el
peinado.
[41] El león era considerado
animal mitológico por los antiguos japoneses. En los sueños simbolizaba el
poder invencible.
[42] Los cinco deberes
consisten en respetar las relaciones entre soberano y súbdito, padre e hijo,
marido y mujer, joven y anciano, y por último, entre amigos. También las cinco
virtudes: caridad, honradez, gratitud, inteligencia y confianza.
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