I
Hasta entonces, había tenido suerte
en todo lo que había hecho; pero aquellos últimos días le habían sido, más que
desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecía un juego al azar
muy peligroso, conocía bien estos bruscos cambios de la fortuna, y sabía
aceptarlos con calma: la puesta, en este juego, era la vida, su propia vida y
la de los demás, y gracias a esto había aprendido a estar siempre alerta, a
darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.
Esta vez tenía también que obrar
con astucia. Un azar cualquiera, una de esas pequeñas casualidades que no que
pueden prever siempre, había puesto a la policía sobre su pista. Hacía dos días
que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veía perseguido
incesantemente por espías que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No
podía hallar un asilo en los círculos donde se conspiraba, porque serian
descubiertos por los espías. No podía andar más que por determinadas calles y
avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente
en guardia, le habían fatigado de tal modo que temía otro peligro: podía
quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un
coche, y ser conducido a un puesto de policía de la manera más estúpida, como
un simple borracho. Era martes. A los dos días, el jueves, tenía que realizar
un acto terrorista muy importante. Todo el comité venía haciendo desde
largo tiempo preparativos para el asesinato, y se le había conferido
precisamente a él el “honor” de arrojar aquella última bomba. Así, pues, era
preciso, costara lo que costara, no dejarse detener hasta aquel día.
En estas circunstancias, una noche
de octubre, en el cruce de dos calles, tomó la decisión de entrar en una casa
de lenocinio. Hacía mucho tiempo que hubiera recurrido a este medio -que, por
otra parte, no era tampoco muy seguro-; pero le había faltado valor. A los
veintiséis años era virgen aún, no conocía a las mujeres como tales y jamás había
penetrado en un lupanar. En otros tiempos había tenido que sostener una larga y
penosa lucha contra su carne; pero se había ido acostumbrando poco a poco a
dominar sus deseos sexuales, y había aprendido a mirar a las mujeres con calma
e indiferencia.
Ahora, puesto en la necesidad de
tener estrecho contacto con una de esas mujeres que venden amor como una
mercancía, quizá hasta en la de verla desnuda, presentía toda una serie de
pequeños inconvenientes muy desagradables. En rigor, estaba dispuesto, si era
absolutamente necesario, a aceptar el amor carnal de una prostituta que iba a
encontrar en la casa de lenocinio: actualmente, cuando no sentía ya ningún
deseo de poseer una mujer, y sobre todo la víspera de un acto tan grave y
decisivo, su virginidad no tenía la importancia, ni él se la concedía. Pero aun
así, era desagradable, como un pequeño detalle repugnante por el que había que
pasar absolutamente. Una vez, durante un acto terrorista, al que había asistido
como lanzador de bombas en reserva, vió un caballo, muerto por la explosión,
con la grupa desgarrada y los intestinos al aire; y este pequeño detalle
terrible y repugnante, y al mismo tiempo inútil e inevitable, le causó una
impresión aún más penosa que la muerte de su camarada, al que la misma bomba
mató allí. Y en tanto que pensaba serenamente, sin miedo alguno, hasta con
alegría, en lo que de allí a dos días iba a suceder, y en que muy
probablemente, habría de morir, la noche que tenía que pasar con una
prostituta, con una mujer que hace del amor una profesión, le parecía absurda,
estúpida, algo impropio y caótico…
Pero no había más remedio. Estaba
ya tan extenuado que no se podía tener en pie.
II
Llegaba demasiado temprano, las
diez de la noche; pero la gran sala blanca con sillas doradas y espejos a lo
largo de las paredes, estaba ya dispuesta para recibir a los visitantes. Todas
las luces estaban encendidas. La casa era de las de primera clase. Ante el
piano, cuya tapa fue levantada, estaba sentado el músico, un joven muy
correcto, vestido con una levita negra. Estaba fumando, poniendo gran atención
en que la ceniza del cigarro no le cayera en la ropa, y hojeaba los cuadernos
de música. En un rincón cerca de un salón casi a obscuras, estaban sentadas,
unas junto á otras, tres muchachas que hablaban en voz baja… Cuando entró,
acompañado por la dueña de la casa, se levantaron dos de las muchachas; la
tercera siguió sentada. Las dos primeras, que estaban muy descotadas, le
miraron a los ojos con una mirada provocativa y al mismo tiempo indiferente y
cansada; la tercera que llevaba un vestido negro muy ajustado al cuerpo, había
vuelto la cabeza, y su perfil era sencillo y sereno, como si fuera una joven
honrada sumida en sus reflexiones. Ella era, probablemente, la que estaba
contando alguna cosa a las otras dos cuando él entro en la sala, y ahora seguía
pensando en lo que acababa de contar. Y a ésta es a la que eligió, precisamente
porque reflexionaba en silencio, porque no le miraba y porque era la única que
parecía una mujer honrada. No había estado nunca en las casas de lenocinio, y
no sabía que en todas estas casas, cuando están bien dirigidas, hay una o dos
mujeres de ese género; van siempre vestidas de negro, como monjas o viudas
jóvenes, sus rostros están pálidos y sin colorete, severa la expresión;
procuran dar a los hombres la impresión de la honradez. Pero
cuando se van con los hombres a la alcoba y comienzan a beber, son como todas
las demás mujeres de su especie, y a veces peores: promueven escándalos
frecuentemente, rompen la vajilla, danzan en cueros, y así, desnudas
completamente, se muestran a veces en el salón; otras veces, llegan aun a pegar
a los huéspedes demasiado impertinentes. Estas son, precisamente, las mujeres
de que se enamoran los estudiantes borrachos, que empieza a predicarlas una
nueva vida de honradez.
Pero él no lo sabía. Cuando ella se
levantó, con un aire disgustado y severo; cuando le miró con sus ojos pintados
de negro, mostrándole un rostro pálido y mate, se dijo: "¡Si todo su
aspecto es honrado!" Este pensamiento le consoló. Pero habituado, gracias
a la duplicidad de su vida, a ocultar sus verdaderos sentimientos, como si
fuera un actor en el escenario de un teatro, saludó como un experimentado
hombre de mundo, castañeteó los dedos y dijo a la muchacha con el tono de quien
está habituado de antiguo a las mancebías:
-¡Vamos
a ver, chatita mía! Llévame a tu cuarto. ¿Dónde está tu nido?
Ella manifestó su extrañeza
frunciendo las cejas.
-¿Ya?
El enrojeció, y enseñando sus
hermosos y fuertes dientes, respondió:
-¡Pues naturalmente! ¿A qué perder
un tiempo precioso?
-Va a
haber música, Vamos a bailar.
Si; pero... ¿qué es eso de los
bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto
a la música, la oiremos desde tu cuarto.
Ella le miró y sonrió.
-¡Ya, ya! No será mucho lo que
oigamos desde allí.
Le empezaba a gustar. Tenía una
ancha cara rasurada, de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior
tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién
afeitados.
Sus ojos negros, eran bellos, si
bien había algo de inmóvil en su mirada, y se revolvían pesada y lentamente en
sus órbitas, como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A
pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un
actor, sino más bien un extranjero rusificado, o quizá un inglés.
-¿No eres alemán? -preguntó la
muchacha.
-Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te
gustan los ingleses?
-¡Pero si hablas el ruso
perfectamente! No se diría que eras extranjero.
Entonces recordó que tenía un
pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar
un ruso chapurrado, para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se
distrajo, y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío,
descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven
por el brazo.
-Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde
está tu cuarto? ¿Es por aquí?
En aquel gran espejo, que llegaba
hasta el suelo, se reflejaban claramente las dos imágenes a cierta distancia:
ella, vestida de negro, muy pálida y muy linda, y él, alto, de anchas espaldas,
igualmente vestidlo de negro e igualmente pálido.
A la luz de la araña eléctrica
aparecían especialmente pálidos, su frente abombada y sus pómulos salientes; en
el sitio de los ojos, tanto de él como de ella, no se veía en el espejo sino
dos agujeros misteriosos, pero bellos. Y ambos parecían tan poco banales entre
aquellas paredes blancas, dentro del amplio marco dorado del espejo, que él se
detuvo un instante, sorprendido, y pensó que semejaban dos novios. Estaba tan
abrumado por el insomnio, que sus pensamientos eran desordenados, a veces
estúpidos; pasado un minuto, al mirar en el espejo aquella pareja negra,
severa, diríase que más bien parecían personas que acompañan un ataúd. Las dos
comparaciones le fueron desagradables.
Parecía como si la muchacha
experimentara el mismo sentimiento: también miró con extrañeza, en el espejo,
su propia figura y la de sus compañeros. Cerró a medias los ojos; pero el
espejo no recogió este movimiento, y continuó reflejando impasible sus
contornos negros e inmóviles. Esto recordó probablemente alguna cosa a la
muchacha; sonrió y apretó ligeramente el brazo de su compañero.
-¡Vaya una pareja! -dijo pensativa,
haciendo más visibles sus grandes párpados negros.
Pero él no respondió, y con paso
decidido echó a andar, llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones
franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo
largo del cual se veían pequeños cuartos obscuros, con las puertas abiertas.
Sobre una de estas puertas vió una inscripción: "Luba", nombre de la mujer. Entraron.
-Oye, Luba -dijo él mirando a su
alrededor y flotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con
agua fría. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo qué hay? ¿Fruta, quizá?
-La fruta es cara aquí.
-Eso no importa. Y el vino, ¿es que
no lo bebe usted?
Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dió cuenta de
ello en seguida, pero no quiso corregir el error; en la forma con que ella le
había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía
tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También
ella sintió algo semejante.
Después de mirarle semejante, dijo
con un tono indeciso:
-Sí, bebo vino. Espere usted; voy a
pedirlo. En cuanto a la fruta, diré que no traigan más que dos manzanas y dos
peras. ¿Tendrá usted bastante?
Le trataba también de usted; pero
en la manera de pronunciar aquel “usted” había algo de confuso, una ligera
vacilación. El no puso atención en ello; y una vez solo, comenzó a examinar
rápidamente la
habitación. Primeramente se cercioró de que la puerta cerraba
bien, y quedó satisfecho: la puerta se cerraba con llave. Luego se acercó a la
ventana, la abrió y miró hacia afuera: estaba demasiado alta, en un tercer
piso, y daba al patio. Hizo una mueca de descontento. Después dió vuelta a las
dos llaves de la luz eléctrica: cuando una luz, que estaba en el techo, se
apagaba, la otra, colocada cerca de la cama, se encendía, como en los hoteles comm’il
faut.
¡Pelo en cuanto al lecho!...
Alzó los hombros y puso cara de
risa, pero no rió; no fué más que un juego de músculos familiar a todas las
personas habituadas a esconder algo, cuando se quedan solas.
¡Ah, aquel lecho!...
Le examinó por todos lados, palpó
la espesa manta, y, de pronto, acometido de un repentino deseo de hacer
locuras, comenzó a hacer gestos de sorpresa, con los ojos y los labios. Pero un
instante después volvió a ponerse serio, se sentó y fatigado, esperó la vuelta
a Luba. Intentó pensar en lo que le esperaba dentro de dos días, en aquella
estancia suya dentro dé una casa de lenocinio... pero los pensamientos no le
obedecían. Se encrespaban y se peleaban. Era el sueño, contenido cuarenta y
ocho horas, que se empezaba a rebelar: allá, en la calle, el sueño se estuvo
tranquilo; ahora se enfurecía, atormentaba brazos Para espantar el sueño cogió
su browning, tres paquetes de balas, sopló en el cañón del revólver… todo se
hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.
Cuando trajeron el vino y la fruta,
y cuando, finalmente, llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:
-Bien, Luba; beba usted, se lo
ruego.
-¿Y usted? -preguntó ésta extrañada
y mirándole de reojo.
-Beberé después. Mire
usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es
que ahora...
Bostezó terriblemente.
-¿Entonces? -preguntó ella.
-Entonces... yo quisiera dormir un
poco. Nada más que una horita… Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego; no
se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?
-Si usted lo permite me podría
volver al salón -dijo ella. Van a tocar el piano ahora...
Esto no le convenía nada. Allí, en
el salón, se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí más que
a dormir....Se sospecharía... No; eso era peligroso. Y conteniendo a duras
penas sus bostezos, dijo en un tono serio:
-No, Luba; le suplico que se quede
conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un
capricho; pero...Se lo ruego a usted…
-Sí, sí... Desde el momento que usted
ha pagado...
-No es eso -él enrojeció
nuevamente, No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere, puede muy
bien acostarse también. Le dejaré sitio. Pero, si le da lo mismo, acuéstese del
lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?
-No; pero... no tengo ninguna gana
de dormir.
Me quedaré sentada.
-Puede usted leer algo.
-Aquí no hay libros.
-¿Quiere usted el periódico de hoy?
Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.
-Gracias, no lo quiero.
-Como usted guste. En cuanto a mí,
con su permiso...
Cerró la puerta con dos vueltas y
se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada, llena de extrañeza
con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés, tan
fuera de lugar en aquel sitio miserable, donde hasta la atmósfera estaba
impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias, le parecía muy simple,
natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con
una señorita en una canoa, preguntó:
-¿Permite usted que me quite la
levita?
La muchacha frunció ligeramente las
cejas,
-Quítesela usted. Puesto que ha...
Pero no terminó lo que iba a decir.
¿Y el chaleco? -preguntó él. Me
aprieta un poco...
Ella no respondió y, sin que él la
viera, se encogió de hombros.
-Aquí está mi cartera. Hay dinero
en ella. Tenga la bondad de guardarla.
-Hubiera sido mejor dejarla en el
despacho. Todo el mundo hace eso aquí.
-iOh, no
vale la pena! -protestó. Y encontrándose con la mirada de asombro de Luba, añadió
confuso: -La comprendo a usted, pero dejemos eso.
-¿Sabe usted, al menos, qué dinero
hay dentro? Hay señores que no lo saben y después son los líos...
-Lo sé; pero, verdaderamente, no
vale la pena...
Se acostó, dejando un sitio libre
del lado de la pared. El
sueño encantado le acarició en la mejilla, sonriéndole, con su pata de
terciopelo, le besó dulcemente, le cosquilleó en las rodillas y posó la cabeza
sobre su pecho. Tuvo una sonrisa de felicidad.
-¿De qué se ríe usted? -preguntó la
muchacha, sonriendo también, contrariada.
-De nada. Estoy contento. Son muy
suaves sus almohadas. Ahora podemos hablar un poco. ¿Por qué no bebe usted?
-Yo también quisiera desnudarme
algo. ¿Me lo permite usted? Tendré que estar muchísimo tiempo sentada.
Había en su voz, notas burlonas.
Se lo ruego a usted -se apresuró a
responder él.
Miró ella sus ojos, llenos de
confianza, y añadió más seriamente:
-Mire usted, el corsé me aprieta
demasiado. Casi me martiriza.
-Sí, ya comprendo. No tiene usted
más que quitárselo.
Volvió la cabeza y enrojeció de
nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte,
a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan
chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de
ofenderse, le parecía muy natural.
-¿No es usted escritor? -preguntó
ella, desnudándose.
-¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta
usted?
¿Es que la gustan los escritores?
-No, no los quiero.
-¿Y por qué? No son malas personas
-dijo él, bostezando largamente.
-¿Cómo se llama usted?
Reflexionó un momento, y dijo:
-Llámeme usted Juan... No, pedro.
-¿Quién es usted? ¿Qué hace usted?
continuó ella.
Le interrogaba dulcemente, pero con
insistencia, como si le arropara con sus preguntas. Pero, dominado por el
sueño, no la oyó, En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo
instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas
noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el
espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente, todo ello quedó envuelto en una
niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago, se
dibujó en su imaginación la vasta sala de un museo, sumida en una tranquilidad
absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas,
ocultándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un campo de terciopelo
muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro
antiguo, sobre el que reposaban los ojos; evocaba pensamientos tan agradables,
que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.
En este momento se oyó la música,
que tocaban en la sala.
Millares de sonidos, breves y dulces, llenaron el aire.
“Ahora, ya me puedo dormir”. Se dijo. Y un instante después estaba
completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a
regiones desconocidas.
* * *
Una hora, dos horas pasaron. Dormía
siempre, en la misma posición en que se había colocado al acostarse. Tenía la
mano derecha en el bolsillo, donde había metido la llave y el revólver. La
muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba
lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces, para ver mejor alargaba su
cuello, y entonces se dibujaban dos pequeños pliegues en las comisuras de sus
finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida
del techo, y a su luz tenía un aspecto algo fantástico: ni joven ni viejo, ni
guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio; sus mejillas, su nariz, semejaban
las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era
misterioso y desconocido para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al
rape, como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se
veía una pequeña cicatriz. No llevaba cruz al cuello.
En la sala, la música, tan pronto
se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces
se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba
cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello,
miró su mano izquierda, posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le
pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente,
para no despertarle, se la quitó de donde estaba, y se la puso a lo largo del
cuerpo. Luego se levantó bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y
encendió la de abajo, cubierta por una pequeña pantalla roja.
El no se movió. Los tonos rosa de
la lámpara iluminaron su faz inmóvil, y tan misteriosa para Luba. Esta volvió
la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al
techo. Permaneció así mucho tiempo, con el cigarrillo apagado en la boca.
III
Algo inesperado y grave había
pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había
despertado por completo aún, al oir una voz desconocida y bronca; lo comprendió
por ese olfato agudizado que siente el peligro, y que era como un sexto sentido
en él y sus camaradas. Se sentó en el lecho rápidamente, y escrutando la
semiobscuridad rosa de la habitación, su mano apretó el revólver en el
bolsillo. Al ver a Luba, sentada siempre en la misma posición, con sus hombros
rosados y su pecho descubierto, y con sus ojos misteriosos e inmóviles, se
dijo: “¡Me ha traicionado!” Después, habiéndola mirado más fijamente, lanzó un
suspiro y rectificó: “¡No, no me ha traicionado aún; pero me traicionará!”
¡Estaba perdido!
Y dirigiéndose a la muchacha, le
preguntó brevemente:
-¿Y bien? ¿Qué?
Pero ella no respondió. Sonrió
triunfante, y sus ojos se fijaron en él con malignidad y siguió guardando
silencio; se diría que estaba segura de que ra suyo, que no se le escaparía y,
sin apresurarse, quería gozar de su poder.
-Y bien; ¿qué es lo que dices?
-preguntó él otra vez frunciendo las cejas.
-¿Yo? Lo que te digo es que ya es
hora de que te levantes. ¡Basta ya! No hay que abusar. Esto no es un asilo de
noche, querido.
-Enciende la otra lámpara -ordenó
él.
-No quiero.
La encendió él mismo. A esta nueva
luz vió los ojos negros de Luba, extremadamente malvados, su boca contraída de
odio, sus brazos desnudos. Parecía ahora amenazadora, decidida a algo muy malo,
decidida a una mala acción. El se estremeció. Había ahora algo repugnante en
aquella prostituta.
-¿Qué es lo que tienes? ¿Estás
borracha? -preguntó con tono serio y lleno de inquietud.
Quiso coger su cuello postizo; pero
ella se le adelantó y se apoderó del cuello y, sin mirar, lo tiró detrás de la
cómoda.
-¡No lo tendrás!
-¿Qué es eso? -gritó él con voz
ahogada; y cogiendo el brazo de la muchacha, le apretó como con un círculo de
hierro. Los dedos de Luba se crisparon.
-¡Déjame! ¡Me haces daño!
-protestó.
Apretó menos fuertemente, pero sin
soltar el brazo.
-¡Ten cuidado! -la dijo con tono
amenazador.
-¿Qué? ¿Me vas a matar, querido?
¿Sí? ¿Qué es lo que tienes en el bolsillo? ¿Un revólver? Pues bien; puedes
disparar. Quisiera verlo... ¡Sí que se necesitaría tener cuajo! ¡Viene a casa
de una mujer, y se duerme como un animal! ¿Está permitido? “¡Tú puedes beber
–va y me dice; yo, voy a dormir!” ¡Ah, eso no, qué diablo! Se corta el pelo,
se afeita y se cree ya que no le van a reconocer. ¡No querido! ¡Tenemos
policía! ¿Quieres, rico mío, que te eche mano la policía?...
Tuvo una risa alegre y triunfal. El
vió, con terror, la malvada alegría que hizo presa en ella, una alegría salvaje
dispuesta a todo. Se diría que aquella mujer se había vuelto loca. La idea de
que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida, que habría quizá que
cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer, a pesar de ello, le
llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la
mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.
-Y bien; ¿no dices nada? -insistió
ella burlándose. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?
Podría apretar aquel cuello de serpiente
y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía
ninguna piedad por aquella muchacha que, retenida por su presión, volvía la
cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí; sería fácil acabar así
con ella. Pero ¿y después?
-Luba, ¿sabes quién soy yo?
-Si que lo sé. Eres un
revolucionario. Eso es lo que tú eres.
Pronunció estas palabras con
firmeza, solemne, escandando cada palabra.
-¿Cómo lo sabes tú?
Se sonrió burlonamente.
-No estamos en una selva. Sabernos
algunas cosas…
-Pero, admitamos que eso es
verdad...
-iY tanto que es verdad! ¡Pero
suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces más que de martirizar a mujeres!
¡Déjame!
Le soltó la mano y se sentó,
contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro estaba
contraído; pero conservaba su expresión serena, un poco triste. Y así, con
aquella expresión de tristeza, ella vió de nuevo en él algo misterioso, lleno
de sorpresas.
-¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no
has visto nunca una mujer! -gritó groseramente, y añadió, de una manera
inesperada para ella misma, un juramento cínico.
El se sorprendió, pero siguió con
los ojos fijos en ella, y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si
estuviera muy lejos:
-¡Escúchame, Luba! Naturalmente, tú
puedes perderme, como podría hacerlo cualquiera en esta casa, y aun cualquiera
que pasara por la
calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de
hombres corrieran inmediatamente a detenerme, y quizás a matarme. ¿Y por qué?
Nada más que porque no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda
mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiero decir “consagrar uno
toda su vida”?
-No, no lo comprendo -respondió con
firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.
-Los unos -continuó él- lo hacen
por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a la
personas de buen corazón.
-¿Y por qué quererlas?
-No creas que me vanaglorio, Luba.
Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce
años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios;
mis padres me echaron de casa. Una vez se me quiso fusilar, y me salvé de
milagro. Y así toda mi vida… siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!
-Pero ¿por qué eres tan bueno?
-preguntó la muchacha con un tono irónico.
Pero él, sin comprender la ironía,
respondió seriamente:
-No sé. Probablemente es que he
nacido así.
-Pues bien, yo he nacido mala. Y,
sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza
para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?
Sumido en sus reflexiones él no
prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su
pasado, que veía ahora con tanta claridad, en toda su simplicidad en todo su
heroísmo, continuó:
-Ya ves, tengo veintiséis años, mis
caballos empiezan a encanecer, y, sin embargo, hasta aquí...
Buscaba palabras; pero acabó su
pensamiento con firmeza, aun con orgullo:
-Hasta aquí no he conocido mujeres.
Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de
esa manera. Y para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus
brazos desnudos...
La música llenó de nuevo toda la
casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón,
alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un
tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reinaba un silencio
melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían pequeñas volutas de humo de
cigarrillo.
-Y bien, Luba, es mi vida.
Permaneció silencioso, con los ojos
bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella.
Ella guardaba también silencio.
Después se levantó y cubrió sus hombros desnudos con una toquilla. Pero, al
encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él, se quitó la toquilla con
una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos,
opaco, de un rosa tierno.
El volvió la cabeza y alzó
ligeramente los hombros.
-Bebe coñac -dijo ella-, ¡Basta de
comedia!
-No bebo jamás.
-¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.
Tuvo de nuevo una sonrisa malvada,
-¿Tienes cigarrillos? -le
pregunto, Darme uno.
-No son buenos.
-Me es igual.
Cuando le dió el cigarrillo, notó
con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza
y la esperanza de que todo se arreglaría. El mismo sacó un cigarrillo y lo
encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como
una mujer, entre los dedos extendidos.
-¡Ni siquiera sabes fumar! -dijo la
muchacha encolerizada.
Y arrancándole el cigarrillo, lo
tiró al suelo.
-¿Empiezas a enfadarte otra vez?
-Sí, estoy enfadada.
-Pero, ¿por qué? Piensa, Luba, que
hacía cuarenta y ocho horas que no dormía, y no hacia más que correr a través
de las calles como una fiera acosada. ¿De qué te serviría traicionarme? Me
detendrían; pero no creo que eso te hiciera ningún bien. Además, yo vendería
cara mi vida.
Calló.
-¿Vas a disparar? -preguntó ella
después; de una corta pausa.
-Sí, voy a disparar.
La música ha cesado; pero del lado
del salón se sigue oyendo gritar al borracho; se diría que alguien le tapaba la
boca con la mano y los gritos salían ahogados y más inquietantes aún.
En el cuarto de Luba se percibía un
olor de perfumes y de jabón de tocador barato; éste olor era
espeso, húmedo e impuro. Sobre una de las paredes habia colgadas, en desorden, faldas y
blusas. Todo esto le parecía repugnante, y pensaba con tristeza que esto era la
vida y que había gentes que vivían entre esas cosas años y años.
Miró con disgusto a su alrededor y
dijo a Luba melancólicamente.
-¡Como es todo entre nosotros en
esta casa!...
-¿Y qué quieres decir con eso?
Pero él estaba lleno de compasión
hacia aquella muchacha que permanecía en pie ante él, y no acabó su
pensamiento.
-¡Pobre Luba! -dijo simplemente.
-Pero, ¿qué? ¡Vamos!
-Dame tu mano.
Y subrayando con su actitud que era
para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó
respetuosamente sus labios en ella.
-¿Pero es a mí a quien besas la
mano?
-Sí, Luba, a ti.
Y muy dulcemente, como si le diera
las gracias, la muchacha dijo:
-¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!
Al principio él no comprendió.
-¿Qué?
-¡Que te vayas te digo!
Y silenciosa, con paso decidido,
atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo
tiró, con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante.
Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera
mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en esté momento, Luba
lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada
mejilla. El cuello postizo cayó por tierra; el hombre se tambaleó, pero siguió
en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero,
fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró, llena
de horror.
-Y bien, ¿qué? -gritó
desesperadamente.
El callaba siempre. Entonces,
enloquecida por su pasividad altanera, presa del temor, no comprendiendo ya
nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros,
le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose
hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:
-Pero, ¿por qué te callar? ¿Qué es
lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has
venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble
corazón! ¡Dime qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh, qué desgraciada soy!
Le sacudía los hombros, y sus finos
dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo,
a través de la camisa.
-¡No has conocido nunca mujeres,
cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres,
a todos!... ¿y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias
de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo, estoy ya como muerta. Y, sin
embargo, te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora, vete!...
No pudiendo contener más su cólera,
la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. El no razonaba
ya, no sabía ya lo que hacía; el aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no
vió ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva, ni el revólver
negro. Tapándose los ojos con las manos, como si los quisiera hundir en las
profundidades del cráneo, avanzó hacia el lecho, se echó en él, con el rostro
hacia abajo, y se puso a sollozar.
Todo le desconcertó completamente.
No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose
de hombros, volvió a guardar en el bolsillo el revólver inútil y empezó a
recorrer el cuarto a grandes pasos. Dió varias vueltas. Luba seguía llorando.
De pronto se detuvo ante ella, con las manos en los bolsillos, y la miró. Ella lloraba
frenéticamente, desesperada-mente, con sollozos en que había unos sufrimientos
inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo
tenía pequeños estremecimientos, como si la quemaran lentamente.
La música empezó a oírse de nuevo.
Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente
había oficiales en el salón.
No había oído jamás sollozos tan
deses-perados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:
-¡Luba!
Ella seguía llorando.
¡Luba! ¿Por qué lloras?
Ella respondió algo, pero tan bajo,
que no lo entendió. Se sentó a su lado, en el lecho, inclinó su cabeza de
cabellos rapados hacia ella y le puso su mano sobre los hombres. Los sollozos
seguían estremeciendo el cuerpo de Luba, y el hombre era presa de un temblor
nervioso.
-No te oigo, Luba. Más alto.
Ella habló de nuevo, con una voz
anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:
-No te vayas aún... Están allí los
oficiales… Pueden detenerte… ¡Dios, mío, Dios mío!
En el mismo instante, sobresaltada,
se sentó juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes
ojos, desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró más que un
segundo. Después, se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo.
Allá, en el salón, seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas
del piano, que agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.
-¡Toma un poco de agua, Luba mía!
Te lo ruego… eso te hará bien… -balbuceó, inclinado sobre ella.
La oreja de la mujer estaba
cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír, dulcemente separó de
la oreja los cabellos, negros con huellas de los papillote, poniéndose a
un lado.
-Un poco de agua, te lo ruego...
No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...
En electo, se tranquilizó un poco.
Tras un último sollozo, profundo y sordo, su cuerpo quedó inmóvil. El la
acarició dulcemente, desde el cuello hasta las puntillas de la camisa.
-Estás mejor, ¿no es verdad, Luba,
niña mía?...
Ella no respondió, lanzó un largo
suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se
sentó a su lado, le miró otra vez, y con sus largos cabellos le enjugó el
rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce,
puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y
la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extraña que sus dedos
tocaran el hombro desnudo de la mujer.
Permanecieron largo tiempo de este
modo, guardando silencio y mirando de frente.
De pronto se oyeron voces y pasos
en el corredor. Las espuelas resonaban suavemente sobre el suelo, Todos estos
ruidos se detuvieron ante la puerta de la habitación, donde se hallaban él y
Luba. El se levantó rápidamente. Alguien llamaba ya a la puerta; primero, con
los dedos; después, con el puño. Una voz femenina dijo sordamente:
-¡Luba, abre la puerta!
IV
El miró y escuchó.
-Dame tu pañuelo, le dijo ella,
deteniéndole la mano, sin mirarle.
Se enjugó el rostro, se sonó
ruidosamente, le tiró el pañuelo sobre las rodillas y se dirigió hacia la
puerta.
El seguía mirando y escuchando.
Luba apagó la luz y la, habitación quedó sumida en las tinieblas.
-Y bien, ¿que es lo que pasa? ¿Qué
queréis? -preguntó Lula sin abrir la puerta, con una voz un poco airada, pero
serena.
La
respondieron a la vez varias voces femeninas; pero se callaron de pronto, como
cortadas y se oyó una voz de hombre, respetuosa, pero insistente.
¡No, no iré! -declaró Luba
decididamente.
De nuevo resonaron las voces
femeninas, y de nuevo, cortándolas como las tijeras cortan un hilo de seda, se
hizo oír una voz de hombre, una voz de joven, convincente, detrás de la cual se
adivinaban unos fuertes dientes blancos y unos bigotes. Se oía también el ruido
de las espuelas, como si el hombre hiciera una reverencia. Luba rió, con una
risa que parecía extraña en aquel cuadro.
-iNo, no! ¡No iré! iAh, sí! Muy
bien… ¡Cómo!, ¿que yo soy su amor? y, sin embargo, no iré...
Llamaron de nuevo a la puerta;
alguien rió, alguien gruñó, y luego, se alejó todo y todos los sonidos se
extinguieron al exterior del corredor. Luba volvió donde él estaba, y no
viéndole en las tinieblas, pero habiendo encontrado sus rodillas, a tientas, se
sentó a su lado. Esta vez no le puso la cabeza sobre el hombro.
-Los oficiales dan un baile -dijo.
Invitan a todo el mundo. Van a bailar el cotillón...
-Luba, haz el favor de encender la
luz -suplicó él dulcemente. Y no te enfades.
Sin decir nada, ella se levantó y
volvió la llave de la luz eléctrica. La habitación se iluminó. Luba se sentó,
no ya sobre el lecho, sino en la silla, frente al lecho. Su rostro era severo,
triste; pero había en él una expresión de reserva cortés, como la de una dueña
de casa que espera el fin de una visita demasiado larga y poco agradable.
-¿No está usted enfadada contra mí,
Luba?
-No; ¿por qué?
-Me ha sorprendido, hace un
momento, oirla reír tan alegremente.
Sonrió sin mirarle.
-Todo esto es divertido, y me
río... Ahora no podrá marcharse usted; espere a que se vayan los oficiales. No
tardarán mucho...
-Bien, esperaré. Muchas gracias,
Luba.
Ella sonrió de nuevo.
-No hay de qué... iQué fino es
usted!
-¿Le gusta a usted eso?
-No mucho. ¿Cuál es su origen de
usted?
Mi padre es doctor… Médico militar.
Mi abuelo fue un “mujik”. Somos de una familia de viejos sectarios.
Luba le miró con curiosidad.
-¡Toma, toma!... ¿Y por qué no
lleva usted cruz al cuello?
-¿Cruz? -dijo él sonriendo-.
Nosotros no nos ponemos cruces sobre los hombres, como Cristo.
Ella frunció las cejas.
-Tiene usted sueño, ¿por qué no se
acuesta? Será mejor que pasar el tiempo así.
No, no me
acostaré; ya no tengo sueño.
-Como usted quiera.
Hubo un largo silencio molesto.
Luba bajó los ojos, y se puso a dar vueltas, metódicamente, a su sortija
alrededor del dedo. El miraba en torno suyo, procurando no ver a la muchacha. Su mirada
se detuvo sobre una copa llena de coñac hasta la mitad. Y de repente, se
figuró, con una claridad sorprendente, casi palpitante, que todo aquello lo
había visto ya, lo había vivido; y aquella copa de coñac, y la muchacha que
daba vueltas a la sortija lentamente, y él mismo -no este él, sino otro algo
distinto- y la música, que cesaba precisamente en aquel momento y aquí chocar
de espuelas... Todo, todo... Como si ya otra vez hubiera vivido en esta casa, o
en otra casa que se le parecía mucho; como si él fuera allí algo grave, un
personaje importante, alrededor del cual se desarrollaran los acontecimientos.
Este sentimiento extraño era tan fuerte que le produjo un pequeño escalofrío.
Pero este sentimiento desapareció en seguida, casi de repente; quedó como una
huella ligera, imborrable, de reminiscencias de algo que no ha existido jamás.
Durante aquella noche agitada, se
sorprendió algunas veces de que los hombres y las cosas evocaran en él vagas
reminiscencias, como si llegaran de las lejanas tinieblas del pasado, o acaso
de la nada. Le
parecía que había estado ya otra vez aquí: talmente le era conocido y familiar
cuanto le rodeaba. Este sentimiento le era desagradable; le alejaba de sí mismo
y de sus camaradas de combate y le aproximaba a aquella casa de lenocinio, con
toda su porquería y su vida sucia, repugnante.
El silencio le pesaba demasiado.
-¿Por qué no bebe usted? -preguntó.
Ella se estremeció.
-¿Qué?
-Beba un poco. ¿Por qué no bebe
usted?
-Sola, no quiero.
-Yo –desgraciadamente, no bebo
jamás.
Pues bien; no he de beber sola.
-Yo, tomaré una manzana.
Tómela usted, puesto que las ha
comprado.
-Y usted, ¿no quiere una manzana?
Volvió la cabeza sin responderle.
Habiendo notado la mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa
opaco, los cubrió con su toquilla gris.
-Hace frío -dijo.
-Sí, un poco -contestó él, no
obstante que en el pequeño cuarto hacía calor.
De nuevo se estableció un largo y
penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.
-Están bailando -dijo él.
-Sí, están bailando.
-Luba, ¿por qué se ha enfadado
usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?
-Hacía falta; si no, no le hubiere
pegado a usted. Puesto que no le he matado, no vale la pena que hablemos de
ello.
Tuvo una risa maligna, le miró
fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y, con una
pálida sonrisa, repitió:
-Hacía falta.
Su cabeza era de un aspecto
malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza, hacía algunos minutos,
había estado reposando sobre su hombro, y él la acariciaba con su mano.
-Eso no es una razón -dijo
malhumorado.
Dió varios paseos por la
habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba; Cuando se sentó de
nuevo, la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un
puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño
despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no
comprendía nada y moriría en seguida.
Suspiró.
Luba respondió con una risa.
-Me parece que no hay motivo para
reír -dijo él fríamente y, disgustado, volvió la cabeza.
Vale más que no busquemos razones
-respondió ella. Parece usted, efectivamente, un escritor. ¿No le contraría
esto? Los escritores son como usted. Primero, la manifiestan compasión a una, y
después, se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como un icono. ¡Qué
exigentes son! Son fueran dioses, no perdonarían nada.
Y rió de nuevo.
-Pero, ¿cómo puede usted conocer a
los escritores? Usted no lee nada.
-Viene aquí uno.
Reflexionó, examinando a Luba con
calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida, presentía
vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba.
Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de
Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía, a veces, actitudes
llenas de una tranquilidad dignidad y encontraba palabras de una maldad
inquietante. Esto no era banal, y no lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le
había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica:
había en él algo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía
más bien ultrajado que indignado.
-¿Por qué me ha pegado usted, Luba?
Cuando se pega a un hombre, por lo menos hay que decirle la razón.
Había en sus palabras una severa insistencia,
una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su
frente abombada, en sus ojos.
-No lo sé -respondió ella, evitando
su mirada.
No quería dar razones. ¡Tanto peor!
El se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba, se puso a
reflexionar de nuevo. Habitualmente, su pensamiento era pesado y lento; pero, una vez
preocupado, empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una
inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa
hidráulica que, cayendo lentamente, rompe las piedras, dobla las barras de
hierro, aplasta a los hombres, si están allí, y todo ello con impasibilidad,
lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a
los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su
pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta seguir el límite extremo de la
lógica, detrás del cual no hay ya más que el vacío y el misterio. No separaba
jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y
cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera, la adoptaba inmediatamente,
como todas las gentes de su temperamento, para las cuales el pensar no es un
juego una diversión, sino el fondo mismo de su vida.
Ahora, agitado, desconcertado,
semejante a una gran locomotora que, en medio de la noche negra, ha
descarrilado, pero continúa moviéndose pesadamente, buscaba el camino, se
empeñaba absolutamente en encontrarlo. Pero Luba se callaba, y de ningún modo
estaba dispuesta a hablar.
-Luba, hablemos tranquilamente.
-No quiero.
¡Todavía!
-Escuche usted, Luba, Me ha pegado
usted, y yo no puedo estar ya tranquilo.
Ella se echó a reír.
-Bien, ¿y qué? ¿Qué le va usted a
hacer? ¿Acaso a presentar una queja a los tribunales?
-No; pero vendré todos los días a
su casa, hasta que me dé usted razones.
-Todo lo que usted quiera: la dueña
se alegrará.
-Vendré mañana, y pasado mañana,
y...
De pronto, se dijo que ni mañana ni
pasado mañana podría venir. Al mismo tiempo, le
pareció que comprendía por qué Luba le había pegado. Esto le reanimó.
-¡Ahora
comprendo! Me ha pegado usted porque la había insultado con mi piedad. Sí; eso fué una estupidez. Se lo
aseguro a usted, fué sin querer; pero quizá hay en ello algo de insultante. Puesto que
usted es un ser humano como yo...
-¿Como usted? -dijo ella con
malignidad, sonriendo.
-Basta, Luba, no se enfade usted.
Hagamos las paces. Déme usted la mano.
Luba palideció ligeramente.
-¿Quiere usted que le sacuda otra
bofetada?
-¡Pero, vamos a ver, Luba! La ruego
que me dé la mano...como camarada -exclamó él, con un tono sincero y grave.
Pero Luba se levantó, y después de
retroceder algunos pasos, le dijo:
-¿Quiere usted que se lo diga? Una
de las dos cosas: o usted es idiota... o no le he pegado usted bastante.
Y mirándole, se echó a reír a
carcajadas.
-¡Se diría que es mi escritor!
¡Pero que lo mismo! ¿Cómo queréis que no se os pegue?
Probablemente,
la palabra escritor era para ella un insulto; le daba una significación especial. Y
llena de desprecio, no preocupándose ya del hombre que se encontraba frente a
ella, como si se tratara de un idiota o de un borracho, dió algunas vueltas por
la habitación, con aire independiente.
-A lo que parece, te había sacudido
una buena bofetada -dijo riendo. Probablemente te está doliendo todavía, y no
haces más que quejarte.
El no respondió.
-Mi escritor dice que yo sé sacudir
bofetadas muy bien. Es quizá más sensible que tú: su rostro es fino, de
gentilhombre, mientras que a ti, que eres “mujik” de origen, se te puede pegar
todo lo que se quiera, sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber
que he abofeteado ya a algunos hombres; pero ninguno me había inspirado tanta
piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo, grita siempre: “¡Más fuerte, que
me lo tengo bien merecido!” Y a todo esto, borracho, repugnante… ¡un canalla!
Hizo que miraba con mucha atención
su mano derecha.
- ¡Anda! Te he zurrado tan fuerte,
que me he hecho daño. ¡Pon aquí un beso!
Le tendió groseramente la mano a la
boca, y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería, por
momentos, que la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la
mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y
la había vaciado.
-Pero me había dicho usted que no
quería beber sola –le dijo él severamente.
-Es la falta de voluntad, querido
-respondió simplemente. Además, ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por
el alcohol, y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.
Y de pronto, corno si le acabara de
ver en aquel momento, se puso a mirarle con extrañeza.
-¡Toma; si eres tú! ¿No te has ido
todavía? Pues bueno; ya que estás aquí...
Se quitó el chal, enseñando sus
brazos desnudos.
-¿A qué diablos taparme? ¡Hace
tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbecil! Oiga; puede
usted quitarse los pantalones... Si tiene usted los calzoncillos sucios, le
prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va
usted a poner, no, querido, rico mío?
Se ahogaba de risa, y le tendía las
manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse
de sus manos, continuó:
-¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego,
lobito mío! En agradecimiento, le besaré las manos…
Se
desembarazó de ella, y la dijo con una tristeza infinita:
-¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he
hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí, y, sin embargo, si la
he ultrajado a usted, la pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las
mujeres...
Ella encogió los hombros desnudos
con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente,
-Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué
coraje! Querría haber visto si le entraban bien.
El vaciló, y, encontrando
difícilmente las palabras, la dijo:
-Escuche usted, Luba... Si usted
insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!
-¿Qué? dijo ella, asombrada, muy
abiertos los ojos.
-Quiero decir que usted...usted es
una mujer, y yo… Naturalmente, yo no he hecho bien… No crea usted, Luba, que
esto es por piedad…nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz,
Luba.
Con una sonrisa confusa, tendió las
manos hacia ella; era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada
con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían
hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un
desprecio sin límites.
-¿Qué tiene usted, Luba? -dijo él,
asustado.
-Y llena de un horror frío, en voz
muy baja, le dijo ella:
-¡Ah, canalla! ¡Dios mío, qué
canalla!
Rojo de vergüenza, rechazado,
ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dió un golpe en el suelo
con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos, ampliamente abiertos, de la
mujer:
-¡Cochina prostituta! ¡Puerca!
¡Cállate!
Ella balanceó suavemente la cabeza
y repitió:
-¡Dios mío, qué canalla!
-¡Cállate, criatura vendida! ¿Estás
borracha! ¡Estas loca! Si crees que
necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh, no! No es para una criatura como tú para quien
yo he guardado celosamente mí virginidad. En cuanto a ti, no mereces más que
golpes…
Levantó la mano para pegar, pero no
pegó.
-¡Dios mío, Dios mío! -seguía
repitiendo la mujer.
-¡Y decir que hay personas que
tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería, y lo
mismo a los bribones que están con vosotras... a toda esta banda! ¿Tú osabas
creer que yo... yo...
La cogió con fuerza por las manos y
la tiró contra la silla. A
ella le acometió de pronto una alegría loca.
-iAhora veo que eres bueno,
honrado!
-¡Sí, bueno, honrado, toda mi vida!
Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?
-Sí, tú eres bueno -decía ella,
ebria de alegría, triunfante.
-iNaturamente! No como tú…Pasado
mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con
mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies, como se
arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...
Luba se levantó lentamente. Y
cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo, se encontró con su
mirada, igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los
ojos de la prostituta, que, de repente, se alzaba sobre un pedestal elevado y
desde lo alto, con una severa y fría atención miraba algo pequeño y miserable
que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban,
inconscientemente, las gradas del trono sobre el que se había elevado.
-Y bien, ¿qué? -preguntó él
retrocediendo, siempre colérico, pero dominado poco a poco por la mirada serena
y altiva de la mujer.
Entonces, ella, con una voz severa y cortante,
tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una
rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:
-¿Qué derecho tienes tú a ser
bueno, mientras que yo soy mala?
-¿Qué? -exclamó él, horrorizado de
pronto ante el abismo que se abría a sus pies.
-Hace mucho tiempo que te esperaba.
-¿Que me esperabas? ¿Tú?
-Sí, esperaba al bueno. Le he
esperado cinco años, o quizá aun más. Todos los que venían aquí se calificaban
ellos mismos de cobardes, de canallas. Y eran verdaderamente canallas. Mi
escritor me aseguró primero que era bueno; luego, me confesó que era también un
canalla. No tengo necesidad de esas gentes.
-¿Qué es lo que necesitas entonces?
-Tú, eres tú lo que necesito,
querido. ¡Si, tú! Tú eres precisa-mente lo que me tiene cuenta.
Le examinó atentamente, de arriba
abajo, e hizo con la cabeza un signo afirmativo.
-Sí, es justamente esto lo
que me hacía falta. ¡Gracias, por haber venido!
El, que jamás temió a nada, fué
presa del pánico.
-Pero, ¿qué es lo que quieres?
-preguntó retrocediendo.
-Me hacía falta abofetear a un
bueno, querido; a un verdadero bueno. Los otros, toda esa canalla, no vale la
pena de que se la
abofetee. Eso es ensuciarse las manos. Pero cuando te he
abofeteado a ti he sentido mucho placer. Voy hasta a besar la mano que te ha
pegado. ¡Manita querida, bien has trabajado hoy!
Con una risa de contento, acarició
su mano derecha y la besó tres veces seguidas. El miró a la mujer con aire
salvaje. Sus pensamientos, tan lentos de costumbre, se precipitaban ahora en
una danza vertiginosa. Sentía la aproximación de algo terrible como la muerte.
-¿Qué es lo que has dicho?
-He dicho: es vergonzoso ser bueno.
¿No lo sabías?
-No, no lo sabía -balbuceó.
Sitiado
por todo un mundo de pensamientos inesperados, cayó sobre la silla, olvidándose
casi de la mujer.
-Bien;
puesto que no lo sabías, es preciso que lo sepas.
Hablaba
tranquilamente;
pero su pecho, levantado por la respiración agitada, revelaba la profunda
turbación de su alma, el grito de rebeldía largo tiempo ahogado y dispuesto a
hacerse oír.
-En fin, ¿lo has aprendido ahora?
-¿Qué?
-preguntó él, como si acabara de despertarse.
-¿Lo sabes ahora! -repitió ella.
-iEspera un poco!
-Bueno, esperaré. Cinco años hace
que espero; puedo esperar aún cinco minutos.
Se sentó, y como si presintiera una
gran alegría, juntó sus manos sobre la nuca y cerró los ojos, con una sonrisa
de felicidad.
-¡Esperaré, querido! ¡Todo lo que
quieras, rico mío!
-¿Has dicho que es vergonzoso ser
puro?
Sí, mi lobito, es vergonzoso.
-Entonces…
Se detuvo asustado,
Sí, querido, eso es, ¿Te da miedo?
Eso no es nada. No es más que el principio lo que da miedo...
-¿Y después?
-Te quedarás conmigo, y sabrás lo
que pasa después.
No comprendió.
¿Cómo, quedarme contigo?
Ella, a su vez, se manifestó
sorprendida.
Pero, después de eso, ¿adónde
podrías ir ya? Ten cuidado, querido; no valen trampas. Tú no eres un canalla,
como los otros. Si eres puro, honrado, te quedarás aquí, y no iras a ninguna
parte. No ha sido en vano el estarte esperando.
-¡Pero tú estás loca! -gritó con cólera.
Ella le miró fijamente, con
severidad, y le amenazó con el dedo.
-Eso está mal. No se dice eso.
Puesto que la verdad tiene a ti, salúdala muy humildemente; pero no digas:
"iTú estás loca!" Mi escritor es el que tiene la costumbre de decir
eso; pero ese es un canalla; mientras que tú, tú, debes ser honrado.
¿Y si no me quedo? -dijo él con una
pálida sonrisa en sus labios contraídos.
-iTe quedarás! -afirmó ella con
certidumbre. ¿Dónde vas a ir? No tienes ya dónde ir. Eres honrado. Un canalla
tiene ante sí muchos caminos; un hombre honrado no tiene más que uno solo. Lo
comprendí cuando me besaste la mano. “Es estúpido, pero es honrado", me
dije en aquel momento. No hay que reprocharme el haberte llamado estúpido; la
culpa fué tuya, ¿Por qué me has querido hacer el regalo de tu inocencia?
Probablemente, te dijiste: "La haré ese regalo, y me dejará
tranquilo". ¡Dios mío, qué ingenuo eres! En el primer momento hasta llegué
a sentirme insultada; me parecía que hacías eso porque me despreciabas demasiado.
Luego, he comprendido que lo hacías porque eres demasiado bueno. Tu cálculo era
bien sencillo: "Voy a sacrificarla mi pureza -te dijiste-, y con ello aún
me haré más puro todavía. De ese modo, tendré algo así como una moneda de oro
incambiable y eterna. Se la puedo dar a los mendigos; pero vuelve siempre a mi
bolsillo". No, querido, no te valdrá eso.
-¿No?
-No, querido, no soy tan estúpida
como todo eso. He visto ya mercaderes así: amontonan millones con todas las
injusticias, y luego dan diez céntimos para la iglesia, y creen que han salvado
su alma. No, querido; construye tú mismo la iglesia, de todo lo que es amado
por ti. Tu inocencia no es gran cosa; quizá me la ofreces porque no tienes
necesidad de ella; está ya caduca, llena de polvo… ¿Tienes novia?
-No.
-Pero si la tuvieras, si te
esperara mañana con flores, besos y palabras de amor, ¿me hubieras ofrecido tu
inocencia?
-No sé.
-¿Lo ves? Tenía yo razón. Me
hubieras dicho: ''Toma mi vida, pero no toques a mi honor". Das lo más
barato. No, rico; dame lo más caro, sin lo que no puedas vivir.
-Pero, ¿por qué razón?
-¿Cómo por qué razón? Pues muy
sencillamente: para no tener vergüenza.
-Luba -exclamó él extrañado-, pero
es que tú misma eres…
-¿Quieres decir que si yo misma soy
buena? ¿Sí? Pues bien; ya lo había oído. Pero eso no es verdad. Yo estoy
prostituida; eso es todo. Pronto lo aprenderás, cuando te quedes conmigo.
-Pero no me quedaré -gritó él,
apretando los dientes.
-No vale la pena de gritar, rico.
La verdad no teme los gritos. Es como la muerte: cuando viene, hay que
recibirla tal como es. La verdad es a veces penosa, bien lo sé yo.
Bajó la voz, y añadió mirándole
fijamente a los ojos:
-Dios también es bueno, ¿no es eso?
¿Y bien?
-Nada más. Reflexiona; yo no te
diré nada más... Hace cinco años que no he estado en la iglesia... Sí , es
muy complicada la verdad…
¡La verdad! Un nuevo horror que no
había conocido de cerca, ni frente a la vida, ni frente a la muerte.
Con sus concepciones simplistas, no
sabiendo resolver todos los problemas más que por un “sí” o un “no”, pasaba
ahora una revista rápida a su vida de punta a cabo. Se descomponía como una
barraca mal hecha bajo las intemperies de otoño y entre sus escombros era muy
difícil reconocer todo lo bello que hubo en el interior. Los hombres que había
amado, y con los que había laborado mano a mano, unido a ellos en las alegrías
y en los sufrimientos, casi le parecían ahora desconocidos. Su vida,
incomprensible; su obra, inútil; privada de sentido. Era como si alguien, con
manos de hierro, hubiera quebrado su alma, como se quiebra un palo contra la rodilla. No hacía
mucho tiempo que estaba aquí, unas horas apenas que había llegado de allá, de
su mundo; pero le parecía que había pasado aquí toda su vida, al lado de esta
mujer medio desnuda, oyendo la música y el ruido de las espuelas; que no había
salido jamás de aquella casa. No sabía si se encontraba en la cúspide de la
vida o en un abismo; lo único que sabía era que estaba contra todo aquello que,
hoy aún, era su vida, su alma.
"¡Es vergonzoso ser
puro!"
Se acordó de sus libros, los que le
enseñaron la vida, y una sonrisa amarga contrajo sus labios.
¡Los libros! He aquí el libro:
aquella mujer con los ojos cerrados, los brazos desnudos, fatigado el
semblante, que esperaba con impaciencia. “¡Es vergonzoso ser puro!”
De pronto, comprendió con horror
que la otra vida había acabado por siempre para él, que ya no podía seguir
siendo puro. Y, sin embargo, esta pureza era toda la alegría de su vida, todo
su orgullo. Ahora, se acabó. Es el reino de las tinieblas que llega. Que se
quede allí, que vuelva donde los suyos, todo se acabó: ha roto con su mundo.
¿Por qué vino a aquella casa maldita? Hubiera valido más seguir en la calle, a
merced de los espías, dejarse prender y conducir a la prisión, La prisión no le
asustaba ya: allí podía seguir siendo puro. Ahora, ya era demasiado tarde: ni
la prisión le salvaría ya.
-¿Lloras? -preguntó Luba.
-¡No! respondió con firmeza-. Yo no
lloro jamás.
-Eso está bien. Nosotras, las
mujeres, podemos permitirnos llorar; vosotros, los hombres, no. Si vosotros
llorarais también, ¿quién respondería de esas lágrimas ante Dios?
-Pero, ¿qué hacer, Luba, qué hacer?
-exclamó con la muerte en el alma.
-Quédate conmigo. Ahora eres mío,
para toda la vida.
-¿Y los otros?
Ella frunció las cejas.
-¿Quiénes?
-¡Los hombres! ¡Los hombres por
quienes he trabajado! ¡No era por mi gusto por lo que llevaba esta pesada
cruz... por lo que yo estaba dispuesto a matar!
No me hables de los hombres -dijo
severamente Luba, temblándole los labios-. Vale más no hablarme de eso. Te voy
a dar de bofetadas. ¿Lo oyes?
Pero
vamos a ver, Luba…
-Ten cuidado, rico. Basta de
esconderse ya detrás de los hombres; no podrás jamás esconderte ante la verdad. Si verdadera-mente
amas a los hombres, a los que sufren, heme aquí, tómame a mí. O yo te tomaré a
ti. ¡Sí, querido!...
V
Permanecía siempre sentada, los
brazos enlazados alrededor del cuello, feliz, sonriente, como loca. Sin abrir
los ojos, para gozar mejor de sus pensamientos, hablaba lentamente, casi
cantando.
-Sí, rico mío. Vamos a
embriagarnos; vamos a llorar juntos lágrimas dulces, llenas de felicidad.
¡Te quedas conmigo para toda la
vida! Cuando entraste hoy en el salón y vi tú imagen en el espejo, me dije:
"¡Aquí está mi amado!" No sé si eres mi hermano o mi amante, pero
eres para mí.
El recordó la pareja negra, como de
duelo, que había visto en el espejo del salón, y ante este recuerdo sintió un
dolor tan agudo que sus dientes rechinaron. Se acordó también de su revólver,
que llevaba en el bolsillo, de los dos días y dos noches de persecuciones
policíacas, de su llegada a aquella casa, del sucio lacayo que le abrió la
puerta, de la dueña de la casa que le introdujo en el salón, de las tres
mujeres desconocidas...
Y su dolor se apaciguaba poco a
poco. Comprendió, al fin, claramente, que era el mismo de antes, que estaba
completamente libre y que podía ir adonde quisiera.
Recorrió la habitación,
severamente, con su mirada, como el que despierta de una pesadilla y se
encuentra en un lugar, desconocido.
-¿Qué es esto? ¡Qué insensatez!
¡Qué pesadilla!
***
Pero la música seguía sonando. Pero
Luba seguía siempre en la misma posición, los brazos alrededor del cuello,
llena de una felicidad desconocida, inaudita. Pero esto era la realidad, y no sueño.
***
-Entonces, ¡qué! ¿Es verdad todo esto?
-Sí, querido. Ahora estamos unidos
para siempre.
Entonces, ¿todo esto es verdad?
Aquellas faldas colgadas en la pared, aquel lecho sobre el cual millares de
hombres gozaron delirios sexuales, aquel olor a pecado que llenaba toda la
habitación, aquella música y aquel chocar de espuelas, finalmente, aquella
mujer de rostro esmirriado y de sonrisa de bestia feliz... ¡Todo aquello era la
verdad!
Cogió entre sus manos su cabeza
pesada, y mirando alrededor como un lobo perseguido por los perros, pensaba:
'Sí, hela aquí, la verdad. Ni mañana ni
pasado mañana saldré de aquí, y todo el mundo sabrá por qué me he quedado aquí,
con una prostituta, pecando y bebiendo. Se me va a calificar de cobarde, de
traidor, de canalla. Algunos comprenderán, quizá, y me defenderán... No, vale
más no esperar. Lo mejor es no esperar ya nada. Esto se acabó. ¡Viven las
tinieblas! ¿Y después? No sé. Un horror cualquiera. ¡Conozco tampoco esta nueva
vida! Tendré que aprender a ser canalla, como todos en esta casa. ¿Quién me
enseñará? ¿Luba? No; ella misma no sabe. Pero encontraré un medio. Me haré un
canalla cumplido, lo romperé todo... ¿Y después? Después, un buen día, en casa
de Luba o en cualquier otra casa sospechosa, o en presidio, diré: “Ahora, ya no
tengo vergüenza; ahora, ya no tengo nada que reprocharme respecto a vosotros,
porque me he convertido en sucio, en desgraciado y en miserable como vosotros”.
O bien me plantaré en medio de una plaza cualesquiera y diré: “¡Miradme, ved lo
miserable que soy! ¡Yo tenía todo: espíritu, honor, dignidad y hasta la
inmortalidad, y todo eso lo he arrojado a los pies de una prostituta, solamente
porque es impura!..” ¿Qué es lo que dirán aquellas gentes? Se quedarán
sorprendidas y me llamarán idiota. Y tendrán razón. Sí, yo soy idiota. Pero no
era mía la culpa, si yo era puro. Luba y todo el mundo debe ser puro. Cristo
mandó que cada uno distribuyera sus bienes entre los pobres, y dijo que hay que
dar no solamente la vida, sino también el alma, que es más. Pero, ¿es que
Cristo pecó con las mujeres perdidas y se emborrachó? No; las perdonaba
solamente y aun las amaba. Y bien, yo también perdono a Luba, la compadezco, la
amo. ¿Es que se necesitaría que yo mismo pecara también?...”
-¡Esto es terrible, Luba!
-Sí, querido; siempre es terrible
mirar a la verdad cara a cara.
"Ella habla aún de la verdad. Pero , ¿por
qué tengo miedo? puesto que lo quiero, no hay nada que temer. Allá, en la
plaza, delante de aquella muchedumbre extrañada, yo sería superior a todos,
Sucio, miserable, harapiento, sería, con todo, el profeta, el heraldo de la
verdad eterna ante la cual
Dios mismo se debe inclinar.”
-¡No, Luba, esto no es terrible!
-Sí, querido, es terrible. Tanto
mejor si no tienes miedo.
"He aquí, pues, como he
acabado. No es esto lo que yo esperaba de mi joven y bella vida... ¡Dios mío,
esto es la locura! Desvarío. No es tarde aún. Todavía puedo irme...”
-¡Querido mío, mi bien amado!
-susurraba la mujer.
Lentamente, sin darse prisa, se
levantó. Quiso hacer el último esfuerzo para salvar su razón, su vida, su vieja
verdad. Y, siempre sin apresurarse, comenzó a hacer su toilette.
-Oye, ¿no has visto mi corbata?
Ella abrió los ojos.
-¿Dónde quieres ir?
Dejó caer sus manos y se volvió
bruscamente hacia él.
-¡Me
voy!
-¿Tú?
¿Que
te vas? ¿Adónde?
El sonrió
amargamente.
-¿Crees que no tengo dónde ir? Voy
donde mis camaradas
-¿Dónde los buenos, pues? ¿Dónde
los puros? Entonces, ¿me has engañado?
-Sí, donde los buenos, donde los
puros -y sonrió de nuevo.
Su toilette estaba ya hecha.
Se miró los bolsillos.
-Dame mi cartera.
Se la dió.
-¿Y mi reloj?
-Ahí esta, en la mesa de noche.
-¡Adiós, Luba!
-¿tienes miedo, pues? –preguntó con
voz tranquila, simple.
-¿No tienes valor?
¡Cómo había cambiado! Hacía algunos
minutos estaba altiva, casi terrible; ahora está triste, abatida…es más bien
una jovencilla tímida que una mujer. Pero es igual; se irá.
Dio un paso hacia la puerta.
-¡Y yo que creía que ibas a
quedarte!...
-¿Qué?
-Creía que te ibas a
quedar....conmigo...
-¿Para qué?
-Contigo, sería mejor... La llave
la tienes en el bolsillo.
El metió la llave en la cerradura.
-Bien,
vete; puesto que quieres irte... Vete donde los buenos, donde los puros… En
cuanto a mí…
...Y entonces, en este último
minuto, cuando no tenía más que abrir la puerta para volver a encontrar a sus
camaradas, cometió algo incomprensible y absurdo, que le perdió. ¿Era la locura
que se apodera a veces, de repente, de los espíritus más robustos y serenos? ¿O
quizá había descubierto verdaderamente, en aquella mancebía, bajo la impresión
de aquella música desordenada y de los ojos de aquella prostituta, la
verdadera, la terrible verdad de la vida, incomprensible para todos los demás?
Adoptó aquella verdad sin vacilaciones, como si fuera algo inexorable.
Se pasó la mano lentamente por los
cortos cabellos, y, sin volver siquiera a cerrar la puerta, retrocedió y se
sentó sobre la cama.
-¿Qué pasa? ¿Has olvidado algo? -preguntó sorprendida Luba, que de ningún modo esperaba que volviera.
-No.
-Entonces, ¿por qué no te vas?
Y, él, tranquilo, como una piedra
en la que la vida acabara de esculpir un nuevo mandamiento terrible, respondió:
-No quiero ser puro.
Ella no se atrevía a creer, y, al
mismo tiempo, estaba asustada por la realización de lo que había deseado tan
ardientemente. Se arrodilló ante él. Y con la sonrisa de un hombre que ha
encontrado lo que buscaba, él puso su mano sobre la cabeza de la mujer y
repitió:
-No quiero ser puro,
-Arrebatada de alegría, empezó ella
a agitarse a su alrededor, a desnudarle como a un niño pequeño, a desabrocharle
los botines; le acariciaba los cabellos, las rodillas. De pronto, mirándole a
los ojos, exclamó llena de angustia:
-¡Qué pálido estás! ¡Toma en
seguida una copita! ¿Te sientes mal, Pedrito mío?
-Me llamo Alejo.
-Es igual. Si quieres, voy a
echarte coñac. Pero ten cuidado, es muy fuerte... Y para ti, que no tienes
costumbre...
Y le miró cómo bebía, a pequeños
tragos. No sabía beber y empezó a toser.
-Eso no es nada. Veo bien que
aprenderás pronto a beber. iBravo! Estoy muy contenta de ti.
Lanzando breves chillidos de
alegría, saltó sobre sus rodillas y le cubrió de besos, a los que él no tenía
tiempo de responder. Aquello le parecía chusco: apenas si le conocía ella y,
sin embargo, sus besos, ¡eran tan fuertes! La besó, la apretó contra sí de
manera que no se podía mover, como si quisiera experimentar sus fuerzas. Dócil
y alegre, ella le dejó hacer.
-¡Está bien, está bien! -repetía él
con un ligero suspiro.
Luba parecía loca de felicidad. Se
diría que la pequeña habitación estaba llena de mujeres alegres, agitadas, que
hablaban sin cesar, besaban, acariciaban. Le servía de beber y bebía ella
misma. De pronto, se sobresaltó.
-¿Y tu revólver? Le habíamos
olvidado. Dámele, voy a llevarlo al escritorio.
-¿Para qué?
-Me da
miedo. Puede escaparse la bala.
El se sonrió.
-¿Crees tú? ¿Se puede escapar la
bala?
Tomó el revólver, y como si le
pesara en la mano, se lo devolvió a Luba, así como los cartuchos.
-Llévalo al escritorio.
Cuando se quedó solo, sin su
revólver, del que no se había separado hacía largos años; cuando por la puerta,
que Luba había dejado entreabierta, oyó más distintamente la música y el ruido
de las espuelas, sintió toda la inmensidad del fardo que se había echadlo sobre
los hombros. Dió algunos pasos por la habitación, y volviéndose hacia la
puerta, en la dirección del salón, pronunció:
-¿Y bien?
Se detuvo, con los brazos cruzados,
los ojos fijos en la puerta.
-¿Y bien?
Había en esta pregunta un desafío,
un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los
suyos, y una queja dulce.
Luba volvió, siempre agitada,
sobreexcitada.
-¿No vas a enfadarte, querido? He
invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como
mi bien amado. Son buenas muchachas. Nadie las ha elegido esta noche, y están
solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos, con las otras
muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho...
¿No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?
Le cubrió de besos, muy fuertes.
Las otras mujeres estaban ya en la
habitación, haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran
cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios
teñidos de rojo. Unas, ponían cara de molestia; otras, miraban al hombre con
aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se las diera
de beber. Probablemente, se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con
ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía
aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Esta,
así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en las
mejillas, estaban ya completamente ebrias; las demás, un poco. La pequeña
habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de
perfume barato.
Un criado sucio, vestido con un
frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:
-¡Markuscha, mi querida Markuscha!
Probablemente, era costumbre de la
casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente
borracha, le gritó:
-¡Markuscha!
Todo esto era nuevo, extraño. Se
empezó a beber; todas las mujeres hablaban a la vez, gritaban. La que parecía un
ave de rapiña, hablaba con rabia de un visitante que la había hecho no sé qué
porquería. Se oían juramentos, que las mujeres no pronunciaban con el tono
indiferente de los hombres, sino subrayándolos, como un desafío, cínicamente.
Al principio, casi no ponían
atención en el hombre. El mismo callaba y las miraba severamente. Luba, feliz,
estaba sentada a su lado, sobre la cama, abrazada a su cuello. Bebía muy poco;
pero llenaba sin cesar la copa de él. De vez en cuando, le susurraba al oído:
-¡Querido mío!
El bebía mucho, pero no se
emborrachaba. El alcohol, en vez de embriagarme, transformaba poco a poco todos
sus sentimientos. Todo lo que había amado en la vida, todo lo que había
conocido, sus libros, sus camaradas, su trabajo, se eclipsaba, se derrumbaba;
pero, pesar de todo esto, él mismo se sentía más fuerte. Se diría que a cada
nueva copa se iba acercando más y más a sus antepasados, a aquellos hombres
primitivos cuya religión fue la rebeldía, y en los que la rebeldía se convertía
en religión. La sabiduría que había sacado de los libros se evaporaba, y desde
el fondo de su alma se alzaba algo de otro, salvaje y obscuro como la voz de la tierra. Esto
recordaba el espacio infinito, los bosques vírgenes, los campos vastos como el
océano. Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las
cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres
misteriosos.
Permaneció así con su rostro ancho
y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su
alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma devastada, y se sentía capaz de
demolerlo todo, como de crearlo todo.
Golpeó la mesa con el puño.
-¡Luba, hay que beber!
Y cuando ella, dócil y sonriente,
llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó;
-¡A la salud de los nuestros!
-Es decir, ¿de tus camaradas?
-preguntó ella muy bajo.
-¡No; bebo a lo salud de estos, de
los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los
cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...
Las mujeres rieron, pero la gorda
le dijo con tono de reproche:
-¡Eso es ya demasiado, querido!
-¡Calla tú! –grito Luba-. Es mi
bien amado.
-Bebo a la salud de los ciegos de
nacimiento. Saquémonos los ojos, porque da vergüenza mirar a aquellos que no
ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las
tinieblas de la vida, arranquémosles, y ¡viva la noche! Si todo el mundo no
puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las
tinieblas!
Se tambaleó un poco y vació su
copa. Su voz era lenta; pero firme, clara y neta. Nadie comprendió su discurso;
pero las mujeres estaban encantadas con aquel hombre pálido, que decía cosas
chuscas.
-Es mi
bien amado -decía Luba con orgullo. Se quedará aquí conmigo. Era honrado,
tiene camaradas; pero se quedará conmigo.
-¡Puede
reemplazar aquí a nuestro criado Markuscha! -dijo la gorda borracha.
-¡Cállate, Manka, o te sacudo una
bofetada! -gritó Luba. Se quedará conmigo. Y, sin embargo, era honrado,
-Todas fuimos honradas una vez
-dijo la vieja de perfil de pájaro.
Y las otras se pusieron a gritar:
-¡Y yo fui honrada hasta los cuatro
años!
-¡Y yo he sido honrada hasta ahora!
Luba lloraba casi de rabia.
-¡Callaos, montón de canallas! A
vosotras se os ha tomado vuestro honor, mientras que él lo ha sacrificado él
mismo, de buen grado. Sí, ha renunciado voluntariamente a su honor: no ha
querido más ser honrado. Vosotras sois unas sucias prostitutas, y él, él e
todavía inocente como un bebé…
Luba se echó a llorar; las otras,
borrachas, rieron a carcajadas hasta llenárseles los ojos de lágrimas; al reír
se caían unas contras las otras, se retorcían, no podían sostenerse en las
sillas. Era una risa loca, como si todos los diablos del infierno se hubieran
reunido en aquella pequeña habitación para asistir a los funerales de aquel
pobre honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a
reír.
Solamente Luba no reía. Temblando
de indignación, se retorcía las manos, y acabó por arrojarse, cerrados los
puños, sobre una de las mujeres.
-¡Basta -gritó el. Pero nadie le
escuchaba. Por fin, se restableció la calma.
-¡Esperad! -dijo-. Os voy a hacer
reír todavía.
-¡Déjalas! -protestó Luba,
enjugándose las lágrimas. Hay que echarlas a todas.
-¿Tienes miedo? -preguntó él.
¿Quieres la honradez? ¡No piensas más que en eso, bestia!
Y sin ocuparse ya de Luba, se
volvió hacia las otras mujeres, alzando las manos en alto.
-¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar.
Mirad mis manos.
Las mujeres, alegres y fatigadas,
miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sorpresa.
-He aquí continuó –que tengo en mis
manos mi vida. ¿Lo veis?
-¡Sí! ¿Y bien?
-Era bella mi vida. Era pura y
seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad: ¡la tiro al
suelo!
Hizo un brusco movimiento, y todos
los ojos se volvieron al suelo, como si buscaran en él los pedazos de un
hermoso vaso, de una bella vida humana.
-¡Pisoteadla con vuestros pies! -gritó él. Más fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.
Y como niños contextos de haber
encontrado un nuevo juego, todas las mujeres gritando y riendo se pusieron a
pisotear el sitio donde debían encontrase los pedazos del vaso. Poco a poco, se
enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía más que el ruido de los pies y
la respiración pesada.
Luba, como una reina ultrajada,
observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se
arrojó como loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el
suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género
especial, sin músicos ni ritmo.
El la miraba tranquilo y severo.
***
En la obscuridad se oyeron dos
voces.
-¿Tienes los ojos abiertos?
-preguntó la mujer.
-Sí.
-¿Piensas en algo?
Sí pienso.
Una pausa; después, otra vez la voz
de la mujer:
-Cuéntame algo de tus camaradas...
si quieres...
-¿Por qué no? Eran…
Hablaba de ellos en pasado, como si
se tratara de muertos, o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba
tranquila-mente, con indiferencia como un viejo que contara a los niños un
cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña
habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente, ante los ojos encantados
de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes, que no tenían ni padre mi
madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban, como a aquel por el que
luchaban. Soñando en el porvenir: lejano, en los hombres-hermanos que no han
nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas, cubiertas de sangre. Su
vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio, o se
vuelven locos. Hay, entre ellos, mujeres…
Luba lanzó un grito de dolor.
-¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que
dices!
-Sí; muchachas jóvenes, cariñosas.
Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres, y perecen.
-¿Perecen? ¡Oh, Dios mío!
Y Luba, sollozando, se apoyó en su
hombro.
-¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?
-Esto no es nada, querido. Sigue
contando.
El continuó. Y cosa extraña: a
medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego, y los tonos fúnebres de
su canción de despedida sonaban para Luba como el “hossanna” de una vida nueva,
bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus
lágrimas se secaban en seguida, como devoradas por el fuego. Cada palabra del
hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.
De repente, exclamó con una voz
nueva, desconocida:
-¡Pero, querido, también yo soy
mujer!
-¿Y qué?
-Pues que puedo vivir como ellas…
como las mujeres de que me hablas.
El no dijo nada. Aquel hombre, que
vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba
tanto respeto, que la dió vergüenza de estar acostada así con él, en el mismo
lecho, y de besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y
olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones,
de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la
belleza de la vida de que él la hablaba, que ahora sólo un temor la
martirizaba: que aquello hombres no la quisieran.
-Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O
quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una
muchacha perdida, prostituida.
-Sí, te recibirán -respondió él,
tras una pequeña pausa. ¿Por qué no?
-¡Oh, qué buenos son!
-Sí, son buenos -afirmo él.
-¡Sí, sí! ¡Y cuanto!
Tuvo ella una sonrisa tan feliz,
que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora
otra verdad que la llenaba de alegría.
-¡Vamos, pues, donde esos hombres!
-dijo.
Tú me llevarás allá, ¿no es eso,
querido? ¿No te dará vergüenza llevarme desde una casa de lenocinio?
Comprenderán cómo tuviste que venir aquí, y no te lo reprocharán. Cuando a un
hombre le persigue la policía se oculta donde puede... En cuanto a mí, haré
todo lo posible por que no sientan el haberme aceptado… Pero ¿no dices nada?
El seguía callando,
-¿Te da vergüenza llevarme donde
esos hombres?
-No iré. No quiero ser bueno.
Un nuevo silencio, como si un gran
pájaro negro desplegara sus alas sobre el lecho. Luba se levantó con precaución
y descendió al suelo.
-¿Qué haces? -preguntó él.
-Voy a vestirme.
Se vistió y se sentó en la silla. El silencio se
hizo tan profundo, que parecía que en la habitación no había nadie.
-Creo que todavía queda un poco de
coñac -dijo él. Toma una copita y vuélvete
a la cama…
VI
Era de día ya cuando la policía
entró en la casa dormida. Después de largas vacilaciones, causadas por el temor
a un escándalo y a la responsabilidad,
la dueña de la casa envió a Markuscha al puesto de policía con una relación
detallada sobre el extraño visitante, y hasta con su revólver. Allí
comprendieron en seguida que era él, el hombre a quien se buscaba desde hacía
tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela.
La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de
lenocinio de aquella calle, pero alguien la había puesto sobre otra pista.
Se previno por teléfono al jefe de
policía, y media hora más tarde, un gran destacamento de policías y de espías
se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza,
lleno de angustia y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla,
ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho, Bostezaba nerviosamente y
pensaba, de mal humor, que valdría más llamar en su auxilio a los soldados;
que, sin soldados, era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre,
solamente con sus torpes policías, que ni siquiera sabían tirar. Se figuraba ya
que muy pronto iba a convertirse en una “victima del deber”, muerta por el
terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.
Conocía bien aquellas casas de
lenocinio, que le pagaban grandes sumas por ocultar sus pequeños escándalos. No
tenía ninguna gana de morir. Cuando se le despertó aquella noche, examinó
detenida-mente su revólver e hizo que le limpiaran su uniforme, como si se
preparara para alguna solemnidad. La víspera, cuando en el puesto de policía se
habló de aquel terrorista que despistaba a los espías tan hábilmente, aquel
oficial había declarado francamente que era un héroe, mientras que él mismo, el
viejo policía, no era más que un crapuloso que no valía nada. Cuando los demás
policías se echaron a reír, añadió que, sin aquellos héroes, la vida sería
demasiado monótona, y que eran buenos, por lo menos para que se les ahor-cara.
-Es un verdadero placer ahorcarles,
por nosotros y por ellos. Ellos están contentos porque van derechos al paraíso;
nosotros, porque todavía quedan gentes bravas, intrépidas.
Los otros no tomaban en serio estos
sofismas, y seguían riendo. Acabó por reírse él también, pues en su borrachera
eterna ya no sabía diferenciar la verdad de la mentira. Pero ahora,
en la madrugada fría de otoño, sentía que sus ideas habían cambiado, que aquel
terrorista no era ya un héroe para él, sino, simplemente, una fiera peligrosa.
-¡Estúpido de mí, llamarle héroe!
-pensaba. ¡Dios mío, si ese canalla se mueve, le mato como a un perro!
Y
reflexionaba por qué era tan apegado a la vida, él, tan viejo, enfermo
de la gota. Se
volvió a los hombres que iban tras él, y gritó con cólera:
-¡No os disperséis! ¡Marchad en
orden, y no como carneros!
El viento se le metía por debajo del
abrigo y del uniforme, tan anchos, que parecía había adelgazado de repente. A
pesar del frío, le sudaban las manos.
Se rodeó la casa de tal forma, que
dijérase que no había dentro un enemigo solo, sino toda una compañía. Y sin
hacer ruido, de puntillas, penetraron por el corredor, hasta la puerta
terrible. Se oyeron gritos, amenazas, puñetazos. Cuando los policías, haciendo
caer a Luba, medio desnuda, llenaron la habitación con sus fusiles, sus
uniformes y sus botas, vieron al terrorista, en camisa, con los pies desnudos,
sentado en la cama. No
decía nada. No había allí bombas ni nada terrible. No veían más que la sucia
alcoba de una prostituta, aún más repugnante a la luz del alba; una ancha cama
en desorden, las ropas tiradas aquí y allá, una mesa llena de manchas de vino y
el hombre afeitado, medio dormido, sin vestirse, sobre el lecho.
-¡Las manos arriba! -gritó el
oficial, empuñando su revólver.
Pero el terrorista no le hizo caso,
y seguía callado.
-¡Registradle! –ordenó el oficial.
-¡Pero si no tiene nada! –Exclamó
Luba. El revólver está en el escritorio. ¡Dios mío, Dios mío!
También ella estaba sólo con la
camisa, y los dos, casi desnudos, daban una triste impresión entre aquellos
hombres vestidos con uniformes y capotes. Registraron sus ropas, el lecho, la
cómoda, todos los rincones; pero no hallaron nada.
-¡Pero si yo misma llevé el
revólver al escritorio! -repetía Luba automáticamente.
-¡Cállate, Luba! -ordenó el
oficial.
La conocía bien, y hasta había
pasado con ella dos o tres noches, Estaba seguro que decía la verdad; pero le
alegraba tanto que el asunto tomara un cariz tan afortunado, que tenía
necesidad de gritar, de mandar.
-¿Cuál es su nombre?
-No lo diré, No responderé a
ninguna pregunta.
-¡Naturalmente! -arguyó con ironía
el oficial
Pero se apoderó de él la angustia. Examinó
durante algunos instantes a aquel hombre casi desnudo, á Luba, que temblaba con
todo su cuerpo, la habitación toda, y comenzó a dudar.
-¡Quizá lo sea él -dijo al oído de
uno de los espías. ¡Es tan extraño esto!...
Pero el otro hizo un signo
afirmativo con la cabeza.
-No; es él; sólo que se ha quitado la barba. Le he conocido
por los pómulos.
-Sí, es verdad; tiene pómulos de
bandido.
-Y mire usted sus ojos; por esos
ojos le hubiera reconocido entre mil personas.
-Si, tiene unos ojos... Enséñame la
fotografía.
El oficial examinó la fotografía
largo tiempo. Representaba un joven muy hermoso y elegante, con una larga barba
y una mirada tranquila y clara. En cuanto a los pómulos, no se le veían.
-¡Mira, aquí no hay pómulos!
-Porque están escondidos bajo la
barba.
-Sí, pero... Mira esa cara:.. ¿Bebe
él quizá?
-No, esos no beben nunca -dijo con
una sonrisa irónica el espía, un hombre delgado, con una pequeña perilla, que
abusaba demasiado del alcohol.
-Sé que no beben, pero aun así...
El oficial se acercó al terrorista.
-Escuche usted: ¿era usted el que
tomó parte en el asesinato de...?
Pronunció respetuosamente el nombre
de un alto dignatario muy conocido.
Pero el otro no respondió. Se
sonreía y balanceaba uno de sus pies desnudos, cubiertos de pelos.
-¡Hay que responder cuando se
pregunta!
-Déjele, no responderá. Esperemos
al oficial de gendarmes y al procurador. Ellos sabrán hacerle hablar.
El oficial rió, pero estaba
visiblemente de mal humor.
-Y tú, Luba, ¡nombre de Dios! ¿Por
qué no le denunciaste inmediata-mente?...
-Pero, puesto que yo...
El oficial la dió dos bofetadas.
-¡Atrapa eso! ¡Yo te enseñaré a
esconder gentes peligrosas!
El terrorista hizo un movimiento.
-¿No le gusta esto, joven? -dijo el
oficial, que le menospreciaba cada vez más-. ¡Tanto peor! Habrá usted cubierto
de besos a esta puerta, y nosotros...
Y añadió un juramento cínico. Los
agentes de policía tuvieron una sonrisa de confusión. Pero lo que era extraño,
Luba sonrió también, Miraba benévolamente al viejo oficial, como si admirara su
buen humor y su alegría. Desde la entrada de la policía, no había mirado al
terrorista ni una sola vez, traicionándole ingenua y francamente. El lo
comprendía y guardaba silencio, sonriendo con la sonrisa extraña de una piedra.
A la puerta se reían mujeres medio
desnudas. Entre ellas estaban las que pocas horas antes habían estado en la habitación. Le
miraban indiferentes, con una curiosidad estúpida, como si le vieran por
primera vez. Lo habían olvidado todo.
Se las echó pronto de allí.
Ahora el día había avanzado, y en
la claridad de la mañana, la habitación era todavía más repugnante. Dos
oficiales, que habían pasado la noche en la casa, entraron, vestidos y lavados
ya.
-No, señores, no puedo permitirlo
-protestó débilmente el viejo oficial de policía.
Pero los otros no le hicieron caso,
se acercaron y se pusieron a examinar al terrorista y a Luba, cambiando sus
observaciones despreocupadamente.
-¡Es guapo! -dijo uno de ellos, el
más joven, el que había invitado a Luba a bailar. Tenía hermosos dientes
blancos, bigote cuidado y ojos tiernos de jovencita. El terrorista le inspiraba
un profundo disgusto, y hacía muecas como si fuera a romper a llorar.
-¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!
-repetía.
-¡He aquí un anarquista! -dijo el
otro oficial, de más edad. Os gustan las muchachas, lo mismo que a nosotros,
viejos pecadores...
-Pero, ¿por qué diablos ha
entregado usted el revólver en el escritorio? -decía el joven. Al menos, se
podía usted haber defendido. Todavía comprendo que haya usted venido a esta
casa... Eso le puede suceder a cualquiera… Pero, ¿por qué no se guardó usted el
revólver? ¿Qué dirán sus camaradas? Figúrese usted -añadió volviéndose a su
colega; tenía una browning y una veintena de balas. ¡Es verdaderamente
estúpido!
El terrorista, con una sonrisa
burlona, miraba, desde lo alto de su nueva y terrible verdad, al joven oficial,
y balanceaba con indiferencia su pie desnudo. No tenía la menor vergüenza de su
desnudez, de sus pies sucios. Aunque se le hubiera llevado a una gran plaza, en
medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, hubiera permanecido con la
misma tranquilidad, balanceando su pie y sonriendo.
-¡Estas gentes no tienen vergüenza!
-dijo el viejo oficial de policía, mirando con severidad al terrorista. Les
ruego, señores, que no le hablen. Tenemos instrucciones formales...
Pero en el cuarto han entrado otros
oficiales, mirando, cambiando observaciones. Uno de ellos, que conocía al
oficial de policía, le tendió la
mano. Luba coqueteaba con los recién venidos.
-Figúrense ustedes -refirió el
joven, que tenía una browning con una veintena de balas… ¡Es idiota! Yo no lo
entiendo.
-¡Tú no lo comprenderás jamás!
-¡Y sin embargo, no son
cobardes!...
-¡Tú eres un idealista!...
El viejo oficial de policía, que
les escuchaba sonriéndose, se aproximó de pronto al terrorista, se plantó ante
él y gritó, poniendo los ojos muy furiosos:
-¿No le da a usted vergüenza?
¡Póngase, al menos, los pantalones! Le están mirando unos señores oficiales...
¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!...
Luba escuchaba con el cuello
extendido. Había allí tres verdades diferentes: el viejo policía borracho y
deshonesto, una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida, llena de
heroísmos y de sacrificios, y él. Las palabras insultantes del viejo policía le
turbaban visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó
por conservar su sonrisa enigmática.
Poco a poco, los oficiales
Fueron saliendo; los agentes de
policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres
humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba
tristemente en que no se podría acostar, pues se tendría que pasar el día
entero en el puesto de policía.
-¿Puedo vestirme? -preguntó Luba.
-No.
Es igual; puedes seguir así.
El viejo oficial no la miraba. Ella se
volvió hacia el terrorista, y susurró algo a su oído. El alzó los ojos hacia
ella. Entonces ella repitió:
-¡Amado mío! ¡Amado mío!
El la sonrió con benevolencia. Y
está sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y
tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiro
repentinamente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de
rodillas, dando un grito, y besó sus pies desnudos.
-¡Vístete, amado mío! ¡Pronto,
vístete!
¡Déjalo, Luba! -le gritó el viejo
policía. No lo merece.
Pero Luba se levantó bruscamente.
-¡Cállate, viejo crápula! ¡Es mejor
que todos vosotros!
¡Es un canalla!
-¡No, el canalla lo eres tú!
¡Cómo! -gritó fuera de sí el viejo
policía. ¡Prendedla!
Luba lloraba de rabia.
¡Amado mío! ¿Por qué entregaste tu
revólver? ¿Por qué no has traído una bomba? Les hubiéramos a todos... a
todos...
-¡Apretadla el gaznate!
-Ahogada, sofocada, en silencio,
luchaba la mujer contra el policía, intentando morderle los dedos. El policía,
torpe, que no tenía costumbre de luchar con mujeres, trataba de tirar al suelo.
En el corredor se oían ya voces numerosas, chocar de espuelas de los gendarmes.
Se oía también la voz de barítono seductora, dulce, del oficial de gendarmes.
Se diría que era un cantante que hacía su entrada en escena, y que ahora iba a
empezar la verdadera representación.
El viejo oficial de policía se
disponía a recibir a sus jefes.
1.004. Andreiev, Leonidas
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