En la
invicta ciudad de Kíev se reunieron un día príncipes y boyardos, y también
recios y poderosos bogatires, para celebrar un banquete en el palacio del zar
Vladímir. Cuando estuvieron todos, dijo el zar Vladímir:
-¡Oh
vosotros, mis muchachos! Venid todos y juntaos en torno a una mesa.
Todos se
juntaron en torno a una mesa, comieron la mitad de lo que precisaba su hambre,
bebieron la mitad de lo que su sed requería, y volvió a hablar el zar Vladímir
con estas palabras:
-¿Quién
sería capaz, para gran servicio de mi persona, de ir hasta los confines de la
tierra, hasta el más lejano de los reinos, a la corte del sultán turco, para
quitarle su corcel crines de oro, y su gualdrapa de púrpura, matar a su gato
maullador y escupirle en la jeta al propio sultán?
Se
ofreció, por su voluntad, el apuesto mancebo Ilyá Múromets, hijo de Iván. Pero
en este punto habló la hija amada del zar Vladímir.
-¡Oh, zar
Vladímir, padre mío! Ilyá Múromets, hijo de Iván, se está jactando. El no podrá
rendiros ese servicio. Dejad, bátiushka, marchar a tan nobles invitados y
buscad luego por toda vuestra ciudad, por cuantas tabernas hay, a Baldak, hijo
de Borís, un rapaz de siete años.
El zar
siguió el consejo de su hija, salió en busca del rapaz Baldak, hijo de Borís, y
le encontró en una taberna, durmiendo debajo de un banco. El zar Vladímir le
pegó con la punta del pie. Baldak se incorporó al instante como si tal cosa.
-¡Oh tú,
zar Vladímir! ¿En qué puedo servirte?
A lo cual
contestó el zar Vladímir:
-Quiero
que acudas a mi mesa.
-Yo no
soy digno de acudir a tu mesa. Yo me emborracho y ando tirado por los suelos.
El zar
Vladímir le dijo entonces estas palabras:
-Cuando
yo invito a mi mesa, forzoso es acudir. Tengo gran necesidad de ti.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, le rogó entonces que abandonara la taberna y volviera a
sus regios aposentos, adonde pronto acudiría él.
Baldak se
quedó solo en la taberna, tomó unos tragos de fuerte licor para despejarse la
cabeza y luego penetró, sin ser anunciado, hasta los aposentos del zar
Vladímir. Se santiguó según mandan las Escrituras, saludó con reverencia, como
es de buena crianza, hacia los cuatro puntos cardinales, y con comedimiento
especial al príncipe Vladímir.
-¡Salud te
deseo, príncipe Vladímir! ¿Qué quieres de mí?
Contestó
el príncipe Vladímir:
-¡Oh, tú,
Baldak, hijo de Borís! Quiero que vayas, para gran servicio de mi persona,
hasta los confines de la tierra, hasta el más lejano de los reinos, hasta donde
vive el sultán turco para quitarle su corcel crines de oro y su gualdrapa de
púrpura, para matar al gato maullador y escupirle en la jeta al propio sultán.
Lleva contigo a cuanta gente necesites y coge todo el dinero que quieras.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, contestó así:
-¡Oh tú,
zar Vladímir! Basta que me des veintinueve valientes, y conmigo seremos
treinta.
Aunque
las cosas se cuentan pronto, pero se hacen despacio, el rapaz Baldak, hijo de
Borís, se puso en camino hacia la corte del sultán turco, ajustando el tiempo
para llegar justo a la medianoche. Penetró en la corte del sultán, se llevó de
las caballerizas al corcel crines de oro, le quitó la gualdrapa de púrpura,
agarró el gato maullador y lo partió en dos, y al sultán le escupió en la jeta.
Además,
el sultán turco tenía un jardín de tres verstas que era su orgullo. En aquel
jardín había toda clase de árboles plantados y crecían flores de toda clase.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, mandó a los veintinueve mozos que le acompañaban que
talaran y abatieran el jardín entero. Luego él hizo fuego, lo quemó todo hasta
las raíces y ordenó montar treinta tiendas blancas de fino lienzo.
Por las
mañanas, al despertarse muy tempranito, lo primero que hacía el sultán turco
era echar una ojeada a su amado jardín. Aquel día, nada más mirar, vio que
todos los árboles habían sido talados, luego quemados y que en el jardín se
alzaban treinta tiendas blancas de fino lienzo.
«Alguien
ha andado por aquí -pensó. ¿Será un zar, un zarévich, un rey, un príncipe o un
recio y forzudo bogatir?» Entonces pegó una voz muy fuerte, llamando a su pachá
favorito, y cuando acudió le habló de esta manera:
-Algo
está pasando en mi reino. Esperaba yo al rapaz Baldak, hijo de Borís, pero el
que ahora ha venido es otro... Quizá un zar o un zarévich, un rey, un príncipe
o un recio y forzudo bogatir... No lo sé, ni me imagino de qué modo podré
saberlo.
Acudió en
esto la hija mayor del sultán, y le dijo a su padre:
-¿Qué
cuestión os tiene aquí en consejo sin que logréis resolverla? ¡Oh tú, sultán
turco y padre mío! Dame tu bendición y manda buscar en todo el reino a
veintinueve doncellas incomparables por su belleza. Iré con ellas, y así
seremos treinta, a pasar la noche en las blancas tiendas de lienzo, y
descubriré al culpable.
Y en
habiendo accedido el padre, fue ella a las tiendas con las veintinueve
doncellas incompa-rables por su belleza.
Salió a
recibirla el rapaz Baldak, hijo de Borís, la tomó de las blancas manos y les
gritó a los suyos:
-iBuenos
mozos y compañeros míos! Tomad a estas doncellas por las blancas manos,
llevadlas a vuestras tiendas y haced con ellas lo que sabéis.
Así
durmieron juntos una noche. Por la mañana volvió a palacio la hija del sultán
turco y le dijo a su padre:
-¡Oh tú,
padre mío y sultán turco! Ordena que hagan venir a los treinta mozos de las
tiendas blancas de lienzo y yo misma te denunciaré al culpable.
El sultán
turco envió al instante a su pachá favorito hacia las tiendas para llamar al
rapaz Baldak, hijo de Borís, y hacerle comparecer con todos sus compañeros.
Salieron
de sus tiendas los treinta mozos, y todos se parecían como hermanos: el mismo
cabello, la misma voz... Y le dijeron al emisario:
-Vuelve a
palacio, que nosotros iremos en seguida.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, pidió a sus muchachos:
-Miradme
bien por todas partes y ved si tengo alguna seña especial.
En
efecto, resultó que tenía las piernas recubiertas de oro hasta las rodillas y
los brazos recubiertos de plata hasta los codos.
-Muy
astuta es ella, pero a mí no me gana -dijo Baldak.
En
seguida hizo que todos sus compañeros tuvieran, como él, las piernas
recubiertas de oro hasta las rodillas y los brazos recubiertos de plata hasta
los codos. Les mandó ponerse los guantes, recomendándoles:
-Cuando
estemos en casa del sultán, que nadie se los quite hasta que yo lo diga.
Conque no
hicieron más que llegar a la mansión del sultán, cuando se adelantó su hija
mayor señalando a Baldak como el culpable.
-¿Y cómo
me has reconocido? -le preguntó Baldak.
-Quítate
la bota de un pie y el guante de una mano. Ahí están las señas que te he hecho
para reconocerte: tienes las piernas recubiertas de oro hasta las rodillas y
los brazos recubiertos de plata hasta los codos.
-¿Y te
has creído que eso no puede pasarles a todos nuestros mozos? -re-plicó Baldak,
y añadió, dirigiéndose a sus compañeros: iA ver, muchachos! Quitaos todos la
bota de un pie y el guante de una mano.
Entonces
pudo verse que todos tenían las mismas señas. El aposento entero resplandeció
de tanto oro y tanta plata. Pero el sultán turco, que era muy compasivo, no dio
crédito a lo que decía su hija.
-¡Estás
mintiendo! -le reprochó-. Yo quiero saber quién es el culpable, y tú me
presentas a los treinta como tales. Y ordenó el sultán turco:
-¡Fuera
de aquí!
Pero
luego le entró más pesar, más tristeza, y con su pachá favorito empezó de nuevo
a darle vueltas y más vueltas a la idea de descubrir al culpable. Así estaban
reunidos en consejo, cuando se presentó la segunda hija del sultán turco, que
habló de esta manera a su padre:
-Dame,
bátiushka, veintinueve doncellas, que conmigo serán treinta, para ir con ellas
a las blancas tiendas de lienzo y, cuando hayamos pasado allí una sola noche,
yo os denunciaré al culpable.
Conque
dicho y hecho.
Por la
mañana, y a través de su pachá favorito, el sultán turco mandó llamar a Baldak,
hijo de Borís, y a todos sus compañeros con él. Baldak contestó lo mismo:
-Vuelve a
palacio, que nosotros iremos en seguida.
Apenas se
alejó el pachá, gritó el rapaz Baldak con su fuerte voz:
-Salid
todos de las tiendas, compañeros míos, salid los veintinueve mozos y miradme
bien por si tengo alguna seña especial.
Al
instante salieron todos de las tiendas y vieron que Baldak tenía los cabellos
de oro.
-Muy
astuta es ella, pero a mí no me gana -exclamó Baldak.
Hizo que,
como él, todos los mozos tuvieran los cabellos de oro y les mandó calarse bien
los gorros sobre las altivas cabezas, recomendándoles:
-Cuando
estemos en los aposentos del sultán turco, que nadie se descubra mientras yo no
lo ordene.
Nada más
presentarse el rapaz Baldak con sus compañeros en los aposentos del sultán,
éste le dijo a su hija mediana.
-Indícanos
cuál es el culpable, hija querida.
Y ella,
que le conocía muy bien porque había dormido con él toda una noche, se acercó a
Baldak diciendo:
-Aquí
tenéis al culpable.
-¿Y cómo
me has reconocido? -le preguntó Baldak.
-Quítate
el gorro, que debajo está la seña que yo te hice: tienes los cabellos de oro.
-¿Y te
has creído que eso no puede pasarles a todos nuestros mozos?
El rapaz
Baldak ordenó a sus muchachos que se quitaran los gorros. Entonces se vio que
también ellos tenían los cabellos de oro, y los aposentos resplandecieron.
El sultán
se enfadó con su hija.
-Lo que
dices no es cierto. Yo necesito un culpable, y según tú, todos lo son. ¡Largo a
vuestras tiendas! -ordenó luego a los mozos.
Todavía
más triste y pesaroso se puso el sultán turco. Entonces se presentó su tercera
hija, la menor de todas, y después de censurar el escaso acierto de las dos
mayores, rogó a su padre:
-Amado
bátiushka: ordena que elijan a veintinueve doncellas, las más hermosas del
reino, que conmigo sumarán treinta, y yo te descubriré al culpable.
Concedido
por el sultán lo que había pedido la menor de sus hijas, ésta marchó a pasar la
noche a las tiendas de lienzo. Al instante salió de la suya el rapaz Baldak,
hijo de Borís, tomó a la hija del sultán por las blancas manos y les gritó a
los suyos:
-¡Tomad a
estas doncellas por las blancas manos, muchachos, y llevadlas a vuestras
tiendas!
Así
pasaron aquella noche, y las doncellas volvieron por la mañana a sus casas.
El sultán
envió en busca de los buenos mozos a su pachá favorito. Llegó el mensajero a
las blancas tiendas de lienzo con la orden de que el rapaz Baldak y sus
compañeros se personaran en los aposentos del sultán turco.
-Vuelve a
palacio, que nosotros iremos en seguida.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, les dijo a sus compañeros:
-A ver,
muchachos, miradme bien por si tengo alguna seña especial.
Los mozos
estuvieron mirando y remirando a Baldak, pero no lograron descubrir nada.
-Amigos
-dijo entonces Baldak, me parece que esta vez estoy perdido.
Luego les
rogó que atendieran una última recomendación suya y, dándoles un sable a cada
uno para que lo llevaran escondido debajo de la ropa, añadió:
-En
cuanto yo haga una señal, os ponéis a pegar tajos a diestro y siniestro.
Apenas
comparecieron ante el sultán turco, se adelantó la hija menor.
-Este es
el culpable -afirmó señalando al rapaz Baldak-. Tiene una estrella de oro
debajo del talón.
Siguiendo
sus indicaciones, descubrieron que tenía efectivamente una estrella de oro
debajo del talón. El sultán turco despidió a los veintinueve mozos. Mandó que
se quedara solamente el culpable, el rapaz Baldak, hijo de Borís, y le gritó
con voz fuerte y chillona:
-Como te
ponga en la palma de una mano y pegue encima con la otra, no va a quedar de ti
más que un charquito.
A lo que
contestó el rapaz Baldak:
-¡Oh tú,
sultán turco! A ti te temen zares y zaréviches, reyes y príncipes y también los
recios y forzudos bogatires, mientras que yo, un chiquillo de siete años, no te
temo. Yo te quité el corcel crines de oro y la gualdrapa de púrpura, maté al
gato maullador, a ti te escupí en la jeta y, además, he talado y quemado tu
querido jardín.
El sultán
se enfadó más todavía, y ordenó a sus servidores que montaran en la plaza dos
postes de roble con un travesaño de arce, que colgaran del travesaño tres nudos
corredizos -uno de seda, otro de cáñamo y el tercero de esparto- y pregonaran
por la ciudad entera que todos los habitantes, desde los niños hasta los
ancianos, se reunieran para asistir a la ejecución del reo ruso.
Luego
partió el sultán hacia donde estaban los postes de roble, montado en su carroza
ligera en compañía de su pachá favorito y de la hija menor, la que había
descubierto al culpable. Baldak iba sentado en el suelo, maniatado y con
grilletes. Por el camino, el rapaz Baldak habló así:
-Voy a
contarte unas adivinanzas, y a ver si las aciertas, sultán turco. Dime: cuando
un buen corcel camina, ¿para qué lleva la cola?
-¿Eres
tonto? -replicó el zar. Cuando los caballos vienen al mundo ya tienen cola.
Al poco
rato habló de nuevo Baldak:
-De las
ruedas delanteras tira el caballo. ¿Quién demonios tira de las ruedas de atrás?
-¡Habrá
tonto! Se conoce que la proximidad de la muerte le ha trastornado el seso y no
sabe lo que dice. El que hizo el carruaje le puso cuatro ruedas y las cuatro
giran.
Llegaron
a la plaza y se apearon del carruaje. Al reo lo desataron, le quitaron los
grilletes y le condujeron hacia la horca.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, se santiguó, saludó con reverencia hacia los cuatro
puntos cardinales y pronunció en voz muy alta:
-¡Oh tú,
sultán turco! Antes de mandarme ejecutar, dame venia para hablar.
-Di lo
que quieras.
-Tengo un
caramillo, que recibí de mi bátiushka cuando él y mi madre me dieron su bendición,
y quisiera tocar un poco, en esta última hora, para consolarme yo algo y
divertiros a vosotros.
-Bueno,
pues toca en esta última hora tuya.
Baldak se
puso a tocar una música tan alegre, que a todos se les trastornó el juicio.
Miraban y escuchaban embelesados, y hasta se olvidaron de por qué habían ido
allí. El sultán se había quedado sin habla.
Pero los
veintinueve mozos, en cuanto oyeron el caramillo, cayeron sobre las filas de
atrás con sus sables afilados y la emprendieron a tajos. El rapaz Baldak estuvo
tocando hasta que sus compañeros mataron a toda la gente y llegaron al pie de
la horca.
El rapaz
Baldak, hijo de Borís, dejó entonces de tocar el caramillo y dirigió estas
últimas palabra al sultán turco:
-¡Estúpido,
más que estúpido! Vuelve la cabeza y mira cómo picotean tu trigo mis gallos.
El sultán
turco volvió la cabeza y vio a toda su gente muerta, caída en tierra. Solamente
quedaban, al pie de la horca, el sultán, su hija y su pachá favorito.
Baldak el
rapaz ordenó a sus mozos que ahorcaran al sultán con la cuerda de seda, al
pachá favorito con la de cáñamo y a la hija menor con la de esparto.
Terminado
su menester partieron hacia la invicta ciudad de Kíev, donde estaba el zar
Vladímir.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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