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viernes, 1 de febrero de 2013

Albor, véspero y nocherniego

Erase una vez el rey de un lejano país. Tenía tres hijas de una belleza incomparable. El rey, que las cuidaba más que a las niñas de sus ojos, había mandado construir unos aposentos subterráneos y allí las tenía como a pajarillos enjaulados para que el viento no las rozara con sus ramalazos ni el sol ardiente las quemara con sus rayos. Pero las princesas leyeron una vez en un libro que existía un maravilloso mundo fuera de allí y, cuando su padre fue a visi­tarlas, empezaron a rogarle, llorando:
-Padre y soberano nuestro: déjanos salir a contemplar el mun­do maravilloso y a pasear por el jardín frondoso.
El rey intentó disuadirlas, pero, ¡quiá! Ellas no querían ni oírle. Cuanto más se resistía él, más insistían ellas. Conque el rey no tu­vo más remedio que ceder al empeño de las princesas.
Al fin consiguieron las lindas princesas salir al jardín y contem­plar el sol esplendoroso, los árboles, las flores. Y se alegraban infi­nitamente de gozar sin cortapisas de aquel mundo. Correteaban por el jardín, divirtiéndose y admirando hasta la más humilde briz­na de hierba, cuando un ramalazo de viento las envolvió de pron­to y se las llevó en volandas, muy arriba y muy lejos, no se sabe a qué lugar ignoto.
Ayas y sirvientas corrieron asustadísimas a informar al rey de lo sucedido. El rey despachó inmediatamente a sus más fieles ser­vidores en todas direcciones, con la promesa de una fuerte recom­pensa para quien descubriera lo que había sido de ellas. Pero, por muchas carreras que dieron, los servidores no encontraron nada, y volvieron conforme se habían ido.
El rey convocó su gran consejo para preguntar a los boyardos de más abolengo si alguno se comprometía a buscar el paradero de sus hijas. A quien lo lograse, le concedería la mano de cual­quiera de las princesas y una cuantiosa dote de por vida.
El rey preguntó una vez: los boyardos guardaron silencio. A la segunda vez, ninguno contestó. A la tercera, nadie dijo una pa­labra.
-Se conoce que no tengo amigos ni defensores esforzados -concluyó el rey con el rostro bañado en amargo llanto.
Luego ordenó pregonar un bando por todo el país para ver si entre los hombres del pueblo aparecía alguno capaz de acometer esa empresa.
Por aquella misma época vivía en un pueblo una pobre viuda que tenía tres hijos, los tres altos y recios como bogatires, y los tres nacidos en el transcurso de una misma noche: el mayor al anoche­cer, el segundo a medianoche y el menor cuando asomaba la ma­ñana. Por eso les pusieron de nombre Véspero, Nocherniego y Albor.
Apenas se enteraron los tres hermanos del bando, le pidieron su bendición a la madre, prepararon sus hatillos para el camino y se fueron a la capital del reino. Se presentaron al rey, diciéndole después de inclinarse con todo respeto:
-Te deseamos largos años de vida, señor. No hemos venido a solazarnos en la corte, sino a servirte. Por eso, danos tu venia y saldremos en busca de las princesas, tus hijas.
-Que la suerte os acompañe, buenos mozos. ¿Cómo os lla­máis?
-Somos hermanos y nos llamamos Albor, Véspero y Nocher­niego.
-¿Qué puedo ofreceros para el camino?
-Nosotros no necesitamos nada, señor. Lo que si te rogamos es que no abandones a nuestra madre: protégela en su pobreza y en su vejez.
El rey hizo venir a la anciana madre de los tres hermanos y la albergó en el palacio, ordenando que comiera y bebiera de su pro­pia mesa y vistiera y calzara de su guardarropa.
Los tres hermanos emprendieron la marcha. Caminaron un mes, luego otro y otro más, llegando asía una vasta estepa desier­ta. Al final de la estepa se alzaba un bosque virgen, y a la orilla misma del bosque había una casita de troncos. Llamaron a la ven­tana y no recibieron respuesta. Se colaron por la puerta y no en­contraron a nadie dentro.
-Muchachos, vamos a quedarnos aquí algún tiempo para des­cansar después de un camino tan largo.
Se desnudaron, hicieron sus oraciones y se acostaron. A la ma­ñana siguiente, Albor, el más pequeño, le dijo a Véspero, el mayor:
-Nocherniego y yo saldremos de caza mientras tú te quedas preparando la comida.
El mayor accedió. Cerca de ia casita encontró un redil lleno de ovejas y, sin pensarlo ni poco ni mucho, degolló al carnero que le pareció mejor, lo desolló y lo asó para el almuerzo. Cuando to­do estuvo listo, se tendió encima de un banco a descansar.
De pronto se oyeron golpetazos y un gran estrépito. Luego se abrió la puerta y entró un hombrecillo que no levantaba una pul­gada del suelo y tenía una barba que le arrastraba. Miró furioso a Véspero y preguntó a gritos:
-¿Cómo te has atrevido a mangonear en mi casa y degollar un carnero mío?
Véspero le contestó:
-Antes de hablar, procura crecer para que se te pueda distin­guir en el suelo. Verás como te ahogue con una cucharada de so­pa o te aplaste con una miga de pan...
El hombrecillo que no levantaba una pulgada se enfureció más todavía:
-¡Aunque pequeño, tengo mi genio!
Agarró un cantero de pan y se puso a pegarle con él en la ca­beza a Véspero hasta que le dejó medio muerto, tirado debajo de un banco. Luego se sentó a la mesa, se comió el carnero asado y marchó al bosque.
Véspero se vendó la cabeza con unos trapos y siguió tirado en el suelo, quejándose.
Al regresar, sus hermanos le preguntaron:
-¿Qué te ha ocurrido?
-¡Ay, hermanos! Encendí la estufa, pero de tanto calor como daba empezó a dolerme la cabeza y todo el día lo he pasado en un puro mareo, sin poder cocinar ni hacer nada.
Al día siguiente, fueron Albor y Véspero los que salieron de caza mientras Nocherniego se quedaba para hacer la comida. No­cherniego encendió la lumbre, eligió el carnero más cebado, lo de­golló y lo metió en el horno. Luego, se tumbó encima de un banco.
En esto se oyeron golpetazos y un gran estrépito, y en la casa entró un hombrecillo que no levantaba una pulgada del suelo y te­nía una barba que le arrastraba. Se puso a golpear a Nocherniego, y casi casi le deja en el sitio. Se comió el carnero asado y se mar­chó al bosque.
Nocherniego se vendó la cabeza y, tendido debajo del banco, no paraba de gemir. Volvieron sus hermanos.
-¿Qué te pasa? -preguntó Albor.
-Me he atufado. Me dolía tanto la cabeza, que no he podido preparar nada de comida para vosotros.
Al tercer día, los dos hermanos mayores partieron de caza y Albor se quedó en la casita. Eligió el carnero que mejor le pareció, lo degolló, lo limpió y lo puso a asar. Cuando terminó, se tumbó encima de un banco.
De pronto se oyeron golpetazos y un gran estrépito. Albor se asomó y vio que cruzaba el corral un hombrecillo que no levanta­ba una pulgada del suelo y tenía una barba que le arrastraba, lle­vando encima de la cabeza todo un almiar de paja y en las manos una tremenda herrada llena de agua. Dejó la herrada en el suelo, esparció la paja por el corral y se puso a contar los animales del redil. Notó que faltaba otro carnero, se enfadó mucho, entró en la casita hecho una fiera y se abalanzó contra Albor, pegándole un fuerte golpe en la cabeza.
Albor se levantó de un salto, agarró al hombrecillo por su bar­ba tan larga y se puso a zarandearle de un lado para otro repitiendo:
-Esto para que aprendas a probar el vado antes de cruzar el río.
El hombrecillo que no levantaba una pulgada y tenía una bar­ba que le arrastraba suplicó entonces:
-¡Compadécete de mí, recio bogatir! No me quites la vida hasta que haga penitencia para salvar mi alma.
Albor le sacó al corral y le condujo hasta un poste de roble donde le dejó sujeto clavándole la barba con una gran cuña de hierro. Lue­go volvió a la casita para esperar a sus hermanos.
Cuando estos regresaron de la caza, se sorprendieron de que no le hubiese ocurrido nada. Albor les dijo con risa burlona:
-Venid, hermanos, y veréis que he apresado al tufo que os dejó tan mal parados y lo tengo sujeto a un poste.
Salieron al corral, pero el hombrecillo se había escapado y sólo quedaba la mitad de su barba clavada en el poste. Un reguero de sangre indicaba el camino por donde había huido.
Siguiendo aquella pista llegaron los hermanos hasta una grieta muy profunda. Albor fue al bosque, arrancó tiras de corteza de los árboles, trenzó una cuerda con ellas y dijo a sus hermanos que le bajaran al fondo de la tierra. Véspero y Nocherniego así lo hicieron.
Cuando Albor se encontró en aquel otro mundo, se desató y echó a andar sin rumbo. Anda que te anda, llegó hasta delante de un palacio de bronce. Se metió en el palacio, y allí encontró a la menor de las princesas, sonrosada como las flores y blanca co­mo la nieve.
-¿Cómo has llegado hasta aquí, buen mozo: por tu voluntad o por obligación?
-He venido porque tu padre quería que encontrásemos a las tres princesas.
La joven princesa le sirvió en seguida de comer y de beber. Luego le presentó un frasquito de agua maravillosa diciéndole:
-Bebe de esta agua, y se multiplicarán tus fuerzas.
Albor obedeció y notó que adquiría una fuerza prodigiosa. «Aho­ra -pensó-, soy capaz de vencer a cualquiera.»
En esto se levantó un ramalazo de viento, y la princesa dijo asus­tada:
-Ahí viene el culebrón que me tiene cautiva y, tomando a Albor de la mano, le escondió en otro aposento.
Llegó volando un culebrón de tres cabezas y, al posarse en tie­rra, gritó con voz humana:
-¡Aquí huele a carne rusa! ¿Quién te ha visitado?
-¿Quién podría llegar hasta este sitio? -objetó la princesa-. Los que ocurre es que tú has estado volando por Rusia y te parece oler aquí lo mismo que allí.
El culebrón pidió la comida, y la princesa le sirvió muchos man­jares y bebidas, pero en éstas mezcló una pócima para dormirle. Después de comer y beber a sus anchas, al culebrón le entró sue­ño. Ordenó a la princesa que le rascara las cabezas, se recostó en sus rodillas y se quedó profundamente dormido.
La princesa llamó entonces a Albor. Este salió y, de un tremendo tajo de su espada, le cercenó las tres cabezas al culebrón. Luego encendió una hoguera, quemó en ella al odioso culebrón y aventó las cenizas por los campos.
-Ahora, princesa, debo encontrar a tus hermanas y, en cuan­to dé con ellas, volveré a buscarte -dijo Albor poniéndose en ca­mino.
Anda que te anda, se halló frente a un palacio de plata. En aquel palacio vivía la segunda princesa. Albor mató allí a un culebrón de seis cabezas y siguió su camino.
Anduvo a más andar hasta hallarse frente a un palacio de oro. Allí vivía la mayor de las princesas, y allí mató Albor a un culebrón de doce cabezas, devolviéndole a ella la libertad.
Llena de alegría, la mayor de las princesas se dispuso a regre­sar a su casa. Salió a un patio muy amplio, agitó un pañuelito rojo, y todo el reino de oro se redujo hasta tomar la forma de un huevo. La princesa se lo guardó en el bolsillo y partió con Albor el bogatir en busca de sus hermanas.
Las otras princesas hicieron lo mismo con sus reinos, reducién­dolos al tamaño de sendos huevos, que se guardaron cada una en su bolsillo. Luego fueron hasta el pie de la grieta por donde ha­bía descendido Albor. Entre Véspero y Nocherniego sacaron a la luz del sol a las tres princesas y a su hermano.
Todos juntos volvieron al reino donde habían nacido. Las prin­cesas echaron a rodar por el campo cada una el huevo que traía en el bolsillo, y al instante surgieron tres reinos: uno de cobre, otro de plata y el tercero de oro. Nadie podría describir la felicidad del rey. En seguida casó a las tres princesas con los tres hermanos, y a Albor le nombró su heredero.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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