Erase una vez el rey de un lejano
país. Tenía tres hijas de una belleza incomparable. El rey, que las cuidaba más
que a las niñas de sus ojos, había mandado construir unos aposentos
subterráneos y allí las tenía como a pajarillos enjaulados para que el viento
no las rozara con sus ramalazos ni el sol ardiente las quemara con sus rayos.
Pero las princesas leyeron una vez en un libro que existía un maravilloso mundo
fuera de allí y, cuando su padre fue a visitarlas, empezaron a rogarle,
llorando:
-Padre y soberano nuestro: déjanos
salir a contemplar el mundo maravilloso y a pasear por el jardín frondoso.
El rey intentó disuadirlas, pero,
¡quiá! Ellas no querían ni oírle. Cuanto más se resistía él, más insistían
ellas. Conque el rey no tuvo más remedio que ceder al empeño de las princesas.
Al fin consiguieron las lindas
princesas salir al jardín y contemplar el sol esplendoroso, los árboles, las
flores. Y se alegraban infinitamente de gozar sin cortapisas de aquel mundo.
Correteaban por el jardín, divirtiéndose y admirando hasta la más humilde brizna
de hierba, cuando un ramalazo de viento las envolvió de pronto y se las llevó
en volandas, muy arriba y muy lejos, no se sabe a qué lugar ignoto.
Ayas y sirvientas corrieron
asustadísimas a informar al rey de lo sucedido. El rey despachó inmediatamente
a sus más fieles servidores en todas direcciones, con la promesa de una fuerte
recompensa para quien descubriera lo que había sido de ellas. Pero, por muchas
carreras que dieron, los servidores no encontraron nada, y volvieron conforme
se habían ido.
El rey convocó su gran consejo para
preguntar a los boyardos de más abolengo si alguno se comprometía a buscar el
paradero de sus hijas. A quien lo lograse, le concedería la mano de cualquiera
de las princesas y una cuantiosa dote de por vida.
El rey preguntó una vez: los
boyardos guardaron silencio. A la segunda vez, ninguno contestó. A la tercera,
nadie dijo una palabra.
-Se conoce que no tengo amigos ni
defensores esforzados -concluyó el rey con el rostro bañado en amargo llanto.
Luego ordenó pregonar un bando por
todo el país para ver si entre los hombres del pueblo aparecía alguno capaz de
acometer esa empresa.
Por aquella misma época vivía en un
pueblo una pobre viuda que tenía tres hijos, los tres altos y recios como bogatires, y los tres nacidos en el
transcurso de una misma noche: el mayor al anochecer, el segundo a medianoche
y el menor cuando asomaba la mañana. Por eso les pusieron de nombre Véspero,
Nocherniego y Albor.
Apenas se enteraron los tres
hermanos del bando, le pidieron su bendición a la madre, prepararon sus
hatillos para el camino y se fueron a la capital del reino. Se presentaron al
rey, diciéndole después de inclinarse con todo respeto:
-Te deseamos largos años de vida,
señor. No hemos venido a solazarnos en la corte, sino a servirte. Por eso,
danos tu venia y saldremos en busca de las princesas, tus hijas.
-Que la suerte os acompañe, buenos
mozos. ¿Cómo os llamáis?
-Somos hermanos y nos llamamos
Albor, Véspero y Nocherniego.
-¿Qué puedo ofreceros para el
camino?
-Nosotros no necesitamos nada,
señor. Lo que si te rogamos es que no abandones a nuestra madre: protégela en
su pobreza y en su vejez.
El rey hizo venir a la anciana
madre de los tres hermanos y la albergó en el palacio, ordenando que comiera y
bebiera de su propia mesa y vistiera y calzara de su guardarropa.
Los tres hermanos emprendieron la
marcha. Caminaron un mes, luego otro y otro más, llegando asía una vasta estepa
desierta. Al final de la estepa se alzaba un bosque virgen, y a la orilla
misma del bosque había una casita de troncos. Llamaron a la ventana y no
recibieron respuesta. Se colaron por la puerta y no encontraron a nadie
dentro.
-Muchachos, vamos a quedarnos aquí
algún tiempo para descansar después de un camino tan largo.
Se desnudaron, hicieron sus
oraciones y se acostaron. A la mañana siguiente, Albor, el más pequeño, le
dijo a Véspero, el mayor:
-Nocherniego y yo saldremos de caza
mientras tú te quedas preparando la comida.
El mayor accedió. Cerca de ia
casita encontró un redil lleno de ovejas y, sin pensarlo ni poco ni mucho,
degolló al carnero que le pareció mejor, lo desolló y lo asó para el almuerzo.
Cuando todo estuvo listo, se tendió encima de un banco a descansar.
De pronto se oyeron golpetazos y un
gran estrépito. Luego se abrió la puerta y entró un hombrecillo que no
levantaba una pulgada del suelo y tenía una barba que le arrastraba. Miró
furioso a Véspero y preguntó a gritos:
-¿Cómo te has atrevido a mangonear
en mi casa y degollar un carnero mío?
Véspero le contestó:
-Antes de hablar, procura crecer
para que se te pueda distinguir en el suelo. Verás como te ahogue con una
cucharada de sopa o te aplaste con una miga de pan...
El hombrecillo que no levantaba una
pulgada se enfureció más todavía:
-¡Aunque pequeño, tengo mi genio!
Agarró un cantero de pan y se puso
a pegarle con él en la cabeza a Véspero hasta que le dejó medio muerto, tirado
debajo de un banco. Luego se sentó a la mesa, se comió el carnero asado y
marchó al bosque.
Véspero se vendó la cabeza con unos
trapos y siguió tirado en el suelo, quejándose.
Al regresar, sus hermanos le
preguntaron:
-¿Qué te ha ocurrido?
-¡Ay, hermanos! Encendí la estufa,
pero de tanto calor como daba empezó a dolerme la cabeza y todo el día lo he
pasado en un puro mareo, sin poder cocinar ni hacer nada.
Al día siguiente, fueron Albor y
Véspero los que salieron de caza mientras Nocherniego se quedaba para hacer la
comida. Nocherniego encendió la lumbre, eligió el carnero más cebado, lo degolló
y lo metió en el horno. Luego, se tumbó encima de un banco.
En esto se oyeron golpetazos y un
gran estrépito, y en la casa entró un hombrecillo que no levantaba una pulgada
del suelo y tenía una barba que le arrastraba. Se puso a golpear a
Nocherniego, y casi casi le deja en el sitio. Se comió el carnero asado y se
marchó al bosque.
Nocherniego se vendó la cabeza y,
tendido debajo del banco, no paraba de gemir. Volvieron sus hermanos.
-¿Qué te pasa? -preguntó Albor.
-Me he atufado. Me dolía tanto la
cabeza, que no he podido preparar nada de comida para vosotros.
Al tercer día, los dos hermanos
mayores partieron de caza y Albor se quedó en la casita. Eligió el carnero que
mejor le pareció, lo degolló, lo limpió y lo puso a asar. Cuando terminó, se
tumbó encima de un banco.
De pronto se oyeron golpetazos y un
gran estrépito. Albor se asomó y vio que cruzaba el corral un hombrecillo que
no levantaba una pulgada del suelo y tenía una barba que le arrastraba, llevando
encima de la cabeza todo un almiar de paja y en las manos una tremenda herrada
llena de agua. Dejó la herrada en el suelo, esparció la paja por el corral y se
puso a contar los animales del redil. Notó que faltaba otro carnero, se enfadó
mucho, entró en la casita hecho una fiera y se abalanzó contra Albor, pegándole
un fuerte golpe en la cabeza.
Albor se levantó de un salto,
agarró al hombrecillo por su barba tan larga y se puso a zarandearle de un
lado para otro repitiendo:
-Esto para que aprendas a probar el
vado antes de cruzar el río.
El hombrecillo que no levantaba una
pulgada y tenía una barba que le arrastraba suplicó entonces:
-¡Compadécete de mí, recio bogatir!
No me quites la vida hasta que haga penitencia para salvar mi alma.
Albor le sacó al corral y le
condujo hasta un poste de roble donde le dejó sujeto clavándole la barba con
una gran cuña de hierro. Luego volvió a la casita para esperar a sus hermanos.
Cuando estos regresaron de la caza,
se sorprendieron de que no le hubiese ocurrido nada. Albor les dijo con risa
burlona:
-Venid, hermanos, y veréis que he
apresado al tufo que os dejó tan mal parados y lo tengo sujeto a un poste.
Salieron al corral, pero el
hombrecillo se había escapado y sólo quedaba la mitad de su barba clavada en el
poste. Un reguero de sangre indicaba el camino por donde había huido.
Siguiendo aquella pista llegaron
los hermanos hasta una grieta muy profunda. Albor fue al bosque, arrancó tiras
de corteza de los árboles, trenzó una cuerda con ellas y dijo a sus hermanos
que le bajaran al fondo de la tierra. Véspero y Nocherniego así lo hicieron.
Cuando Albor se encontró en aquel
otro mundo, se desató y echó a andar sin rumbo. Anda que te anda, llegó hasta
delante de un palacio de bronce. Se metió en el palacio, y allí encontró a la
menor de las princesas, sonrosada como las flores y blanca como la nieve.
-¿Cómo has llegado hasta aquí, buen
mozo: por tu voluntad o por obligación?
-He venido porque tu padre quería
que encontrásemos a las tres princesas.
La joven princesa le sirvió en
seguida de comer y de beber. Luego le presentó un frasquito de agua maravillosa
diciéndole:
-Bebe de esta agua, y se
multiplicarán tus fuerzas.
Albor obedeció y notó que adquiría
una fuerza prodigiosa. «Ahora -pensó-, soy capaz de vencer a cualquiera.»
En esto se levantó un ramalazo de
viento, y la princesa dijo asustada:
-Ahí viene el culebrón que me tiene
cautiva y, tomando a Albor de la mano, le escondió en otro aposento.
Llegó volando un culebrón de tres
cabezas y, al posarse en tierra, gritó con voz humana:
-¡Aquí huele a carne rusa! ¿Quién
te ha visitado?
-¿Quién podría llegar hasta este
sitio? -objetó la princesa-. Los que ocurre es que tú has estado volando por
Rusia y te parece oler aquí lo mismo que allí.
El culebrón pidió la comida, y la
princesa le sirvió muchos manjares y bebidas, pero en éstas mezcló una pócima
para dormirle. Después de comer y beber a sus anchas, al culebrón le entró sueño.
Ordenó a la princesa que le rascara las cabezas, se recostó en sus rodillas y
se quedó profundamente dormido.
La princesa llamó entonces a Albor.
Este salió y, de un tremendo tajo de su espada, le cercenó las tres cabezas al
culebrón. Luego encendió una hoguera, quemó en ella al odioso culebrón y aventó
las cenizas por los campos.
-Ahora, princesa, debo encontrar a
tus hermanas y, en cuanto dé con ellas, volveré a buscarte -dijo Albor
poniéndose en camino.
Anda que te anda, se halló frente a
un palacio de plata. En aquel palacio vivía la segunda princesa. Albor mató allí
a un culebrón de seis cabezas y siguió su camino.
Anduvo a más andar hasta hallarse
frente a un palacio de oro. Allí vivía la mayor de las princesas, y allí mató
Albor a un culebrón de doce cabezas, devolviéndole a ella la libertad.
Llena de alegría, la mayor de las
princesas se dispuso a regresar a su casa. Salió a un patio muy amplio, agitó
un pañuelito rojo, y todo el reino de oro se redujo hasta tomar la forma de un
huevo. La princesa se lo guardó en el bolsillo y partió con Albor el bogatir en busca de sus hermanas.
Las otras princesas hicieron lo
mismo con sus reinos, reduciéndolos al tamaño de sendos huevos, que se
guardaron cada una en su bolsillo. Luego fueron hasta el pie de la grieta por
donde había descendido Albor. Entre Véspero y Nocherniego sacaron a la luz del
sol a las tres princesas y a su hermano.
Todos juntos volvieron al reino
donde habían nacido. Las princesas echaron a rodar por el campo cada una el
huevo que traía en el bolsillo, y al instante surgieron tres reinos: uno de
cobre, otro de plata y el tercero de oro. Nadie podría describir la felicidad
del rey. En seguida casó a las tres princesas con los tres hermanos, y a Albor
le nombró su heredero.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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