I
El día tocaba a su fin.
Caminaban los dos sin dejar de hablar, y habían perdido la noción del tiempo y
del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo. El sol, pasando
entre las hojas, parecía un ascua, que doraba el polvo. Estaba tan próximo y
era tan vivo, que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más
que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su
camino. Todo se extinguió de pronto, y ahora se veía más neto, más claro y más
tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el
alto tronco de un pino y ardía en el follaje, como una bujía en un cuarto
obscuro. El camino estaba velado de rojo, y cada piedra proyectaba una larga
sombra negra.
La hermosa cabellera rubia
de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un
cabello fino y rizado se balanceaba en
el aire, como un dorado hilo de araña.
Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el
mismo tono. Dulce, franca y amistosa, se deslizaba como las aguas de un sereno
manantial. El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor
Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él,
Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de
colegiales; ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; el, un bonito traje de
estudiante de la
Escuela Politécnica.
Como el tema mismo de su
conversación, todo era en ellos joven, bello y puro; sus talles, esbeltos y
flexibles, como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas, dulces
y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían
un arroyo en noche de primavera, cuando la nieve no ha desaparecido aún del
todo en los campos obscuros.
Siguieron el camino, sin
saber dónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas sombras, que tan
pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra larga, como la de un
álamo. Absortos en la conversación, no veían sus sombras. El joven miraba sin
cesar el bello rostro de la muchacha, iluminado por los lindos colores tiernos
del sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja, miraba al suelo,
empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la punta de su
pequeña botina, que suavemente pisaba la tierra.
Un canalillo, con los
bordes derruidos, lleno de polvo, se interpuso en su camino, y ambos se
detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados,
preguntó:
-¿Sabe usted dónde estamos?
Yo nunca he estado aquí.
El examinó aquel lugar con atención.
-Sí, lo sé. Allí, detrás de aquella colina, está la ciudad. Déme su
mano, voy a ayudarla a saltar.
Tendió su mano, pequeña y
blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera querido saltar
sola por encima del canalillo, correr como una chicuela, gritando: “¡a que no
me pillas!”, pero no se atrevió, Con una inclinación grave de reconocimiento,
bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que conservaba aún las formas
tiernas de una mano de niño. El hubiera querido apretar muy fuerte aquella
manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco, y se limitó a tender la suya
inclinándose respetuosamente y desviando modestamente la mirada cuando la
muchacha, al subir, dejó entrever su pierna.
Continuaron andando y hablando; pero no podían olvidar el dulce
momento en que sus manos se habían tocado, Ella sentía aún el calor de su palma
de sus fuertes dedos; esto le era muy agradable, y al mismo tiempo molesto; él
sentíase feliz por haber tocado la piel fina de aquella manita y haber visto la
silueta negra de aquel zapatito que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.
Había algo turbador en todo
aquello; pero por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía dominar
aquella sensación.
Estaba muy alegre y era tan
feliz, que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de gritar a
la muchacha: “¡Corra usted, que la voy a pillar!...”, esta antigua fórmula del
amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas. Tenía ganas de
llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron, el polvo de la
atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron los cambios. Los dos
habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que amaban, sufrían y
perecían en nombre del amor puro e ideal, pasaban ante sus ojos. Recordaron
trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que cantaban el amor, llenas
de armonía y de dulce tristeza.
¿No recuerda
usted de quién son estos versos? -preguntó Niemovetsky, rebuscando en su memoria:
“Y aquella a
quien yo amo está de nuevo
cerca de mí, y aún no sospecha nada,
ni la inmensidad de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor,
del que jamás le hablé…”
-No respondió
Zina, y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:
“de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor…”
-“¡Ni mi amor!”
-exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.
Y continuaron evocando las
jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas de monja, que
vivían una vida aislada, en la tristeza de los parques llenos de hojas secas,
en otoño, y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios, enérgicos, pero
que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la mujer. Las imágenes que
evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta tristeza el amor aparecía más
claro, más puro. Inmenso como el universo, luminoso como el sol, bello y
divino, como arte esplendoroso, nada había en el mundo ni más fuerte ni más
bello.
-¿Sería usted capaz de
morir por la que amara? -preguntó Zina mirándose su pequeña mano casi infantil.
Sí, no tengo ninguna duda
-respondió él con firmeza, mirándola con ojos francos y sinceros-. ¿Y usted?
Yo, también.
Quedó pensativa.
-Tiene usted un hilo en la americana -dijo ella levantando su mano
hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo. Aquí está
-dijo poniéndose seria, y preguntó: ¿Por qué está usted tan pálido y tan
delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.
-Tiene usted los ojos azules, con unos puntitos claros, como chispitas
-respondió él mirándola a los ojos.
-Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con…
No acabó
su pensamiento y volvió la
cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una
expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios,
Niemovetsky
experimentaba un sentimiento muy agradable, y sonrió también, Ella dió algunos
pasos hacia adelante, y se detuvo en seguida.
-Mire
usted, el sol se ha puesto -indicó con extrañeza.
-Es verdad -dijo él con
una tristeza profunda.
La luz se había extinguido,
habían desaparecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose
pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de
desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nubes
sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas,
pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran, sin quererlo, como
perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera
se había separado del amontonamiento y revoloteaba tímida y débil.
II
Zina estaba pálida, con los
labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a
sus ojos claros. Susurró dulcemente:
Tengo miedo. Está tan
silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.
Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde
estaban.
La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que les rodeaba,
No se veía más que el campo frío, cubierto de menuda hierba pisoteada,
barrancos de arcilla, colinas y abismos, Había, sobre todo, precipicios muy
profundos junto a otros pequeños, cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha
obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día
trabajaba en ellos, hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los
lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla
de los bosquecillos, que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para
escuchar lo que les contaban.
Niemovetsky dominó el
sentimiento penoso y confuso de la inquietud, y dijo:
-No, no nos hemos
extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo, y después a través
de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?
Ella sonrió, y le respondió animosamente:
-No, ahora ya
no le tengo; pero tenemos que darnos prisa, para tomar el té.
Empezaron a
caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían
a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado, como si les observaran
miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento les acercó el uno al otro,
trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.
Eran bellos recuerdos, iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos
de amor y de risa. Más que a la vida, aquello se parecía a una canción dulce y
majestuosa, compuesta de dos notas nada más: una, sonora y pura como el
cristal, y la otra un poco más baja, pero más limpia, como una
campanilla.
De pronto, vieron figuras
humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de
arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia
abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos, mal
peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores
grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra
mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacía atrás.
Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y
hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban claramente sobre los
carrillos. Estaba aún más sucia que la primera, y miró a los dos jóvenes con
una mirada impasible. Cuando hubieron pasado, se puso a cantar con una gruesa
voz de hombre:
“Para ti solo,
mi amor,
me he abierto como una flor.”
-¿Oyes, Bárbara? -dijo
dirigiéndose a su amiga silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír
grotescamente.
Niemovetsky conocía mujeres
como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas
las miró sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había
rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo,
casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube con
que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos
pasaron, adelantándoles, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro
con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a
pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta, siguió
largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi
pegado a las piernas, como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro
grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de
inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda
sucia.
Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una
leve sombra, les seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las
nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las
tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aún era de día,
pero que el día se estaba muriendo dulcemente.
Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en
una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas
de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.
-¿Puede usted figurarse el infinito? -preguntó Zina, tocándose la
frente con su mano y medio cerrando los ojos.
-¡Por completo! -respondió él, repitiendo la palabra “infinito” y
cerrando los ojos a su vez.
Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo
muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas, que se siguen la una a la
otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
-¿Y por qué
carretas y no otra cosa? -dijo él sonriendo y sintiendo un ma-lestar por aquella
comparación.
-¡No sé!
Las tinieblas se hicieron
más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se
veían con más frecuencia siluetas sobrias de mujeres sucias y harapientas, como
si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o
tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el arte silencioso.
-¿Qué mujeres son esas? ¿De
dónde vienen? -preguntó Zina con voz dulce y medrosa.
Niemovetsky sabía lo que
eran aquellas mujeres y tenía no poco susto, adivinando que se encontraban en
algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran tranquilidad:
-No sé nada... Sea lo que
sea; más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel
bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que
hayamos salido tan tarde!
Ella sonrió, recordando que
estaban paseando desde las cuatro. Pero, viendo sus cejas fruncidas, propuso
que anduvieran más deprisa, procurando tranquilizarle.
-Tengo sed. El bosquecillo
no está lejos. Vamos deprisa.
Cuando entraron en el
bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con
sus copas, la noche era más sombría, pero más serena.
-Déme usted su mano -dijo
Niemoversky.
Ella le dio tímidamente su
mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos. Sus manos
estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su
compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de
aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de
la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada
más que con las miradas, para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no
se atrevían.
-¡Todavía hay gente aquí!
-dijo alegremente Zina.
III
En un calvero donde había
más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía,
guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un
actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como diciendo:
“¡Toma, toma!” Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero
siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres
misteriosos. Estos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad,
inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías
de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de
amenazas; deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la
compasión, les preguntó:
-¿Es este el sendero que
conduce a la ciudad?
Pero no respondieron. El
rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una
mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, mal intencionados,
sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos,
hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse
sobre sus patas, se puso en pie, respirando con dificultad. Sus camaradas le
dirigieron una mirada rápida, y en seguida se volvieron todos hacia Zina,
mirándola con fijeza.
-Tengo mucho miedo -dijo
ella muy bajo.
Niemovetsky se pudo
apercibir de ello, por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar
tranquilidad, y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar, echó a andar con
largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió
al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.
-¡Y esto es un caballero!
-dijo con menosprecio.
El tercero del grupo era calvo
y tenía una barba roja.
-El no vale nada, pero la
señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.
Los tres se echaron a reír,
con una risa falsa y descortés.
¡Permítame
usted, señor! ¡Nada más que dos palabras! -dijo el más alto, con voz de bajo,
mirando a sus camaradas.
Los otros se levantaron.
Niemovetsky siguió andando,
sin volverse,
-¡Hay que contestar cuando
se pregunta! -dijo el rojo severamente. Por lo menos, cuando no quiere uno que
le rompan el alma.
-¿Lo has oído? -gritó el calvo,
lanzándose hacia ellos como un loco.
Una mano fuerte asió el
hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vió muy cerca de su
cara dos ojos redondos, de una expresión horrible. Estaban tan próximos que
parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las
vesículas rojas sobre el blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas.
Soltando la mano inmóvil de Zina, metió la suya en el bolsillo, buscando su porta-monedas, y
balbuceó:
-¿Quieren ustedes
dinero?... Aquí está... tengan...
Los ojos redondos tuvieron
una expresión de disgusto.
Niemovetsky volvió la
cabeza; en este momento, el alto echó un paso atrás y le dió un puñetazo debajo
de la barba. El
golpe fué inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus
dientes; su gorro le tapó primero la cara, y luego rodó por tierra. Niemovetsky
perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a
correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky
apenas se levantó del suelo, recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra
dos: solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas
sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios, como las mujeres,
llorando de rabia, en lucha desigual y desesperada.
Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron.
En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía
horriblemente, dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor, y sus brazos se
balanceaban a cada paso. La última cosa que vió fué un mechón de la barba roja
que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la
silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus
fuerzas, silenciosa, sin gritar.
Niemovetsky sintió el vacío
a su alrededor; oprimido el corazón, rodó hacia abajo, como una piedra; su
cuerpo chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.
Sus dos adversarios,
después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un
momento en lo alto, prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus
miradas se volvieron hacia el lado del bosque, por donde huía Zina. Pronto se
oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después, fue el silencio.
El alto, furioso, gritó:
-¡Crápula!
Y echó a correr, en línea
recta, a través de las ramas, como un oso.
El rojo le siguió, gritando
con voz aguda:
-¡Yo también!
¡Yo también!
Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había
recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en
violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi
le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó
con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr, gritando:
-¡Yo también! ¡Yo también!
La nube negra fué
desapareciendo poco a poco, y la noche, sombría y serena, descendió sobre la
tierra, escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían más que sus
breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por
sus manos y su grito vibrante y lastimero:
-¡Yo también!
¡Yo también!
IV
Niemovetsky tenía la boca
llena de tierra y arena, que rechinaba entre sus dientes. Lo primero que sintió,
al volver en sí, fué el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la cabeza
pesada, como si estuviera llena de plomo: ni siquiera podía volverla; tenía
dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo. Felizmente, no
le habían roto nada en la
lucha. Se sentó y estuvo un buen rato mirando hacia arriba,
sin poder pensar ni darse cuenta de lo que le pasaba. A través de un matorral
de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el cielo puro. El
huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había purificado el
aire, que era más seco y más ligero ahora. La luna, en cuarto creciente, con un
borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida, triste y fría,
pues eran sus ultimas noches. Los pequeños jirones de nubes, empujados por el
viento, que aún soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca de la luna, sin
atreverse a ocultarla. Todo esto hacía el efecto de una noche triste y
misteriosa, que lloraba sobre la tierra.
Niemovetsky se acordó de
pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal modo era
horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan cruel. El
mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando desde
abajo la luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y no se
parecía a nada. La primera idea que le vino fue la de que soñaba una pesadilla
muy extraordinaria y horrible. Hasta las mujeres que habían encontrado no eran
más que un sueño.
“Esto no es posible”, se
dijo sacudiendo la cabeza, que le dolía mucho. Buscó su gorra, pero no la encontró. Aquello
era un mal presagio. Comprendió, de pronto, que no se trataba de un sueño, sino
de la cruel realidad.
Estupefacto de terror, dió
un salto, y en un abrir y cerrar de ojos, empezó a trepar a lo alto, con el
corazón triste y oprimido; pero volvió en seguida a caer, cubierto por la
tierra móvil. Trepó de nuevo, agarrándose a las ramas flexibles del matorral.
Una vez arriba, se precipitó hacia adelante, sin reflexionar y sin buscar la dirección. Corrió
mucho tiempo, dando vueltas bajo los árboles. Después, cambió de dirección,
yendo hacia el lado opuesto. No prestaba atención a las ramas, que le herían en
el rostro, y a su espíritu se presentó de nuevo todo como una pesadilla
terrible. Le pareció que había vivido ya todo aquello: las tinieblas, las ramas
invisibles que le hacían daño. Y siguió corriendo, con los ojos cerrados y
pensando que todo aquello no era más que un sueño.
Niemovetsky se detuvo
extenuado y se sentó en el suelo. Acordándose de su gorra, se dijo:
-Sí, yo soy verdaderamente.
Es necesario que me mate; lo sería aunque esto fuera un sueño.
Se levantó de nuevo y echó
a correr; luego, reflexionando un poco cortó el paso, acordándose vagamente del
sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy obscuro; en
ciertos momentos, un pálido rayo de la luna aclaraba los troncos blancos de los
árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas inmóviles y taciturnas.
Todo aquello parecía un sueño.
-¡Zina Nicolaievna! -llamó
Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y pronunciando
muy bajo el segundo, como si, al oírlo, perdiera la esperanza de recibir las
respuesta.
Nadie le contestó.
De pronto se encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el
calvero. Esta vez comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor, se
puso a gritar.
-¡Zenaida Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!
Tampoco obtuvo respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que
estaba la ciudad, Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:
-¡Socorro!
Perdió la cabeza y empezó a
registrar los matorrales, hablándose a sí mismo. De repente, vió a sus pies una
mancha blanca, como la de una luz débil, tendida en tierra.
-¡Dios mío! ¿qué es esto?
-exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas, adivinando el terrible drama y
buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era terso,
rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintiva-mente.
-¡Querida mía! ¡Pobre niña
mía! ¡Soy yo! -dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro de Zina.
Quiso levantarla, y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel cuerpo de
mujer, terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba!
Rápidamente, retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar
aquel cuerpo desnudo, no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no
concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio, con el traje hecho jirones,
sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con el aquel cuerpo de
mujer inmóvil, se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable, y con
una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo, estremeciendo todo su ser. Se
enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a
sus pies, frunció las cejas, como un hombre que reflexiona.
El horror de todo lo que
había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo, y pesó sobre su alma como un
pesado fardo imposible de arrojar de sí.
-¡Dios mío, Dios mío!
-repetía sin cesar, con una voz extrañamente cambiada.
Encontró el corazón de
Zina; los latidos eran débiles, pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha y
sintió su débil respiración; diríase que dormía, y no que estaba desmayada. La
llamó de nuevo, por el diminutivo de su nombre:
-¡Zina, mi Zina, soy yo!
Al pronunciar su nombre, sintió súbitamente que le gustaría que no se
despertara en seguida. Contenida la respiración, lanzando a su alrededor
rápidas miradas, le pasó dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en
los ojos cerrados, después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte.
Espantado ante el pensamiento de que pudiera despertarse, retrocedió un poquito
y permaneció quieto. El cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en aquel pobre cuerpo
desgraciado e inofensivo, había algo que inspiraba piedad, que irritaba y
atraía al mismo tiempo.
Con mucha ternura y la
prudencia medrosa de un ladrón, Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con los
jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del cuerpo
desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo incomprensible como la locura. Se sentía
defensor y atacante al mismo tiempo.
En vano buscó un socorro
cualquiera, implorando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció
indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de
amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable,
sentía la pasión loca y bestial, de que la atmósfera misma parecía impregnada
allí y que le embriagaba.
-¡Soy yo, soy yo! -repetía
automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose de la
lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito, lindamente
calzado.
Prestó oído a la
respiración de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro, avanzó
la mano. La
separó nuevamente, y la lanzó otra vez.
-iPero estoy loco! -gritó
espantado, y se sobresaltó, de miedo de sí mismo.
Durante un corto instante
vió aún el rostro de la joven; después, no lo vió ya. Se esforzaba en
convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él
se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero
ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el
drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama
que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.
-iZina, Zina!
Pero, ¿qué es lo que pasa? -imploraba continuamente.
El pobre cuerpo torturado
seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras insensatas, se puso
de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre cuerpo atrayéndole
hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo, confortado con el calor,
cedía dulcemente a sus esfuerzos, siguiendo sin protesta los movimientos de
Niemovetsky, y esto era tan horrible, tan incomprensible y absurdo, que
Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó desesperado:
-¡Socorro!
Pero su voz era falsa y no natural.
Se arrojó de nuevo sobre el
cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo negro,
horrible, atrayente. El Niemovetsky de antes había desaparecido, estaba lejos
de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo inerte,
pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:
-¡Responde! ¿Por qué no
dices nada? ¡Te amo locamente!
Con la misma sonrisa falsa
aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:
-¡Te amo! ¡No dices nada,
pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo!
Atrajo hacia sí con más
fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte provocaba
en él la pasión salvaje, perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada, no
conservando ya de hombre más que la capacidad de mentir.
-¡Te amo y nadie sabrá nada
de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras: te amo. Voy a besarte y tú me
corresponderás, ¿no es eso, amor mío?
La beso apasionadamente en
la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo con aquel beso los
últimos destellos de la
razón. Le pareció que los labios de la joven se estremecían.
El horror fulminante iluminó un momento su cerebro, abriendo ante él un abismo…
Y aquel abismo negro le
tragó.
1.004. Andreiev, Leonidas
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