Declaración del leñador
interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo confirmo, señor oficial,
mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago
siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba
en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me
parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde
crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de
espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color
gris, al estilo de la
capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una
herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas
en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la
herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba
tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o
algo ajeno? No. Absolutamente nada. Sol amente
encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es
todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú
estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada,
debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial.
No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura
separa ese paraje de la carretera.
Declaración del monje budista
interrogado por el mismo oficial
-Puedo asegurarle, señor
oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia
el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él
marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo.
La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé
solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me
parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro
shaku cuatro sun[1],
me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba
bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa
aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy
bien.
¿Cómo podía adivinar yo el
destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un
relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...
Declaración del soplón
interrogado por el mismo oficial
-¿El hombre al que agarré? Es
el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba
caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo.
¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando
se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable
largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco
y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas.
Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada
en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él.
También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser
atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas
arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de
piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que
rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más
mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de
Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven
sirvienta que la
acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si
es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía
a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero
este aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una anciana
interrogada por el mismo oficial
-Sí, es el cadáver de mi
yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de
Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre
de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago.
Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre.
No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca
del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer
con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino!
¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido,
pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre
anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque
tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo
se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino
que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.)
Confesión de Tajomaru
Sí, yo maté a ese hombre.
Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren
de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy
atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía,
encontré a la pareja. El
velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí , sólo por un
instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue
causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu.
Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese
que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es
cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica
necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable
que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero
y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre
no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el
punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal.
(Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a
la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme
de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo,
como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para
llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome
pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja
tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables.
Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque
al pie de la montaña. Yo
buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se
interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia!
Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el
bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí
que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró
motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo.
Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la
actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el
bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había
bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto
al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi
plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero
que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un
instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos
al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un
hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y
cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre
llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para
impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado,
regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de
que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir
que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada
de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un
puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan
intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado
el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí
eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí
desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya
mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato,
yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el
bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis
brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba
mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos
hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que
sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de
matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento
pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la
cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos
cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de
que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de
la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento
decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después
de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la
sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del
bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa
decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié.
(Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.)
Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se
precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el
vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer
asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte...
(Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se
desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos.
El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no
percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el
combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora
ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida:
apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué
sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en
la capital vendí la
espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe.
Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)
Confesión de una mujer que
fue al templo de Kiyomizu
-Después de violarme, el
hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh,
cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que
clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor
dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome
un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos
de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en
esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por
medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera
ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por
ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí
desvanecida.
No sé cuánto tiempo
transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi
marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las
hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla
de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar
a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé
a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que
he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir
contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu
muerte! ¡Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me
sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él,
inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos
de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela,
porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban.
Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre
Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te
seguiré.
Entonces, por fin movió los
labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse
escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender
lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el
puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida.
Cuando desperté, miré a mí alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto
desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente,
atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos,
acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para
contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a
una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no
tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la
infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una
mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía hacer.
Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)
Lo que narró el espíritu por
labios de una bruja
-El salteador, una vez
logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los
medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al
pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle:
«No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle
comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú,
miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo
que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por
su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido
por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no
querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa
del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra
vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como
extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué
piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido
maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer
fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de
esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de
abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con
el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si
queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca:
«¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen
persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos
una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído algunas palabras tan
malignas! Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el
bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se
aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de
inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en
carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me
preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No
tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?...»
Mientras yo vacilaba, mi
esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un
segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa
pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y
cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el
bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras
su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté.
Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había
oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto,
liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi
esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un
borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que
mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni
siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de
los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía... Luego ya no
vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En
aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza,
pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba
dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me
hundí en la noche eterna para no regresar...
1.002. Akutagawa (Ryunosuke)
[1]El shaku es una antigua
medida de longitud que equivalía, aproximadamente, a unos treinta centímetros.
El sun era la décima parte de un shaku.
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