Erase un
hombrecillo que tenía un hijo. Habiendo enviudado, se casó con otra mujer y
tuvieron dos hijos más. Pero la madrastra le tomó manía al hijastro. No hacía
más que regañarle y pegarle. Luego se puso a atosigar a su marido repitiendo:
-Mándale
a servir de soldado.
Como era
inútil discutir con aquella malvada mujer, el hombrecillo terminó mandando a su
hijo mayor a servir de soldado.
El
muchacho sirvió varios años y luego pidió licencia para ir a su pueblo. Conque
se presentó en casa de su padre. Pero, viendo que se había hecho un bizarro
soldado y que todo el mundo le trataba con respeto, la madrastra se puso más
furiosa todavía. Entonces preparó un brebaje muy venenoso y le ofreció un vaso
como si fuera vino.
Pero de
algún modo se enteró el soldado de lo que era aquello. Tomó el vaso, arrojó
disimulada-mente el brebaje por la ventana y, sin querer, mojó con él a los
caballos de su padre. En el mismo instante reventaron los caballos como si les
hubieran puesto una carga de pólvora.
Sintiéndolo
mucho, el padre tuvo que mandar a los hijos que arrojaran la carroña a un
barranco. Entonces acudieron seis cuervos, se hartaron de carroña y reventaron
todos allí mismo. El soldado recogió los cuervos muertos, los desplumó, picó la
carne y le pidió a la madrastra que le hiciera con aquella carne unos pasteli
llos para el camino. Ella aceptó encantada, diciendo: «iAnda y que coma carne
de cuervo este estúpido!»
Pronto
estuvieron listos los pastelillos. El soldado los guardó en su mochila, se
despidió de su familia y marchó a un bosque muy frondoso donde vivían unos
bandoleros. Llegó a la guarida de los bandoleros cuando todos estaban fuera y
sólo quedaba una viejecita. Entró, extendió los pastelillos sobre la mesa y él
trepó al rellano de la estufa.
De
repente, entre muchos gritos y mucho alboroto, regresaron al galope los
bandoleros, los doce que eran. La vieja le dijo al cabecilla:
-Mientras
no estabais vosotros, ha venido un hombre. Ha traído estos pastelillos y él se
ha echado a dormir en el rellano de la estufa.
-¡Bien,
hombre! Pues, nada: sírvenos bebida para acompañar estos pastelillos, que ya
nos las entenderemos luego con él.
Tomaron
unas copas de vodka acompañando los pastelillos, y de esta manera se fueron los
doce al otro mundo.
El
soldado bajó del rellano de la estufa, echó mano de todo el oro y la plata que
tenían acumulados los bandoleros y volvió a su regimiento.
Por
entonces había recibido el zar ortodoxo un despacho del rey musulmán con la
petición de que el zar blanco le pusiera una adivinanza.
-Si no la
acierto, me cortas la cabeza y te quedas con mi reino. Si la acierto, te
cortaré yo la cabeza y todo tu reino será para mí.
Después
de leer este despacho, el zar convocó a todos sus consejeros y sus generales.
Pero, por mucho que cavilaron, a nadie se le ocurrió nada. Enterado el soldado,
se presentó al zar.
-Majestad
-dijo, yo estoy dispuesto a ir donde el rey musulmán porque será incapaz de
acertar mi adivinanza en toda su vida.
El zar le
dejó marchar. Llegó el soldado donde el rey y le encontró rodeado de libros
mágicos y con su espada damasquinada encima de la mesa. Recordó el apuesto
mancebo que de un vaso de vino habían muerto dos caballos; de dos caballos,
seis cuervos y de los seis cuervos doce bandoleros, y dijo así la adivinanza:
-Uno a
dos, dos a seis y seis a doce.
El rey
estuvo cavilando a más cavilar, dándoles vueltas y más vueltas a sus libros,
pero no consiguió acertar la adivinanza.
El
soldado agarró la espada damasquinada y le cortó la cabeza. Todo el reino
musulmán fue a parar a manos del zar blanco, que le concedió al soldado el
grado de coronel y le donó grandes propiedades.
El nuevo
coronel dio entonces un gran festín y también yo estuve allí. Me dieron de
beber hidromiel, pero me corrió por el bigote sin entrarme en el gañote porque
a todos escanciaron del modo mejor, pero a mí me lo echaron con un colador.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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