León
ya tenía el sombrero en la mano. Avanzó con su gracia acostumbrada. En el teatro
le hubiera valido aquella escena muda una de sus mayores ovaciones.
Elvira
y el inglés se adelantaron como la pareja de pastores que acompañaban siempre
al dios Apolo.
-Señor
mío -dijo León, la hora es imperdonable y en ella nuestra modesta serenata
casi parece una impertinencia, pero podéis creerme, palabra de honor, que no se
trataba más que de una llamada. El señor, según creo, es artista. Pues aquí
estamos también tres artistas que padecemos los rigores de la intemperie. Uno
de ellos es una mujer, una delicada mujer, con traje de baile y en situación
interesante. Estas circunstancias no pueden menos de hallar eco en el corazón
de la dama a la que diviso justamente detrás de su señor esposo, y el rostro
de la cual indica nobleza y bien equilibradamente. ¡Ah!, señora, señora, un
rasgo de generosidad y haréis felices a tres desgraciados. Nada más que un par
de horas al lado de vuestro fuego, os lo pido en nombre del arte y a vos,
señora, en el de la bondad, patrimonio de los corazones femeninos.
La
pareja como por tácito consentimiento se separó de la puerta diciendo a la vez:
-¡Entrad!
-Pasad
adelante, señora.
La
puerta se abría directamente sobre la cocina de la casa que según la
apariencia también debía ser la única sala. Los muebles eran pocos y muy
sencillos, pero de la pared colgaban algunos paisajes con marcos lujosos que
denotaban haber visitado los comités de las exposiciones sin haber sido
admitidos.
León
se dirigió derecho a los cuadros y delante de cada uno de ellos adoptó
posturas de experto con el entusiasmo con que ejecutaba todos sus papeles. El
dueño de la casa, como si aquella pantomima fuese irresistible para él, le
acompañó lámpara en mano a visitar todos los lienzos. Elvira fue conducirla
junto al fuego y se sentó rendida de cansancio, mientras Stubbs permanecía en
medio de la habitación con la boca entreabierta y siguiendo con plácida sonrisa
los manejos de León.
-Esto
lo habéis de ver de día -dijo el autor modestamente.
-Me
prometo ese placer -dijo León- os diré, si me permitís la observación, que
vuestro estilo recuerda el del Ticiano.
-Sois
muy amable -contestó el pintor, pero ¿no queréis acercamos a la lumbre?
-De
muy buena gana -repuso León.
Pronto
estuvo toda la compañía agrupada en torno de la mesa, sobre la que se servía
una cena ligera, acompañada por un vino ligero también. A nadie le gustó la
carne, pero nadie se quejó tampoco; la atacaron todos de buena fe haciendo gran
ruido de cuchillos y tenedores. Ver a León comerse una salchicha fría era presenciar
un triunfo. Cuando concluyó, había tanta expresiva pantomima acerca de la abundancia
de la mesa que él mismo se encontraba como si hubiese comido un buey.
Elvira
se había sentado como es natural junto a su marido y Stubbs naturalmente y
quizás también inconscientemente se había puesto junto a Elvira; de modo que
los dueños de la casa hermane-cieron juntos. Pero es digno de mencionarse que
nunca se dirigieron la palabra ni siquiera permitían a sus ojos el encontrarse.
La interrumpida pelotera aún subsistía en sus cabezas, y tan pronto como los
huéspedes se retiraran resurgiría de seguro y con reno-vadas fuerzas.
La
conversación giraba sobre uno y otro tema, porque de común acuerdo decidieron
no acostarse por ser ya demasiado tarde; pero aquella pareja seguía inflexible:
Gonerila y Reyana no fueron nunca más rencorosos en sus disgustos fraternales.
Sucedió
que la pobre Elvira estaba tan rendida por todos los acontecimientos de la
noche, que por una vez olvidó sus habituales maneras de sociedad (que eran
sencillas y correctas) y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su marido, al
mismo tiempo deseosa de alguna caricia que aliviara su cansando. Del modo más
natural colocó su mano derecha sobre la izquierda de León, y se quedó con los
ojos entornados en un estado de beatitud entre el sueño y la vigilia. Pero no
perdió el conocimiento y todo el tiempo pudo ver que la esposa del pintor la
miraba entre desdeñosa y con envidia.
Le
pareció al cantor que la situación reclamaba un cigarrito y para coger el
tabaco, dejó la mano de su esposa con todo género de precauciones para no
hacerla cambiar de postura y no sin estre-chársela antes. Todo este tiempo habían
estado fijos en ellos los ojos de la esposa del pintor. Ésta parecía vacilar;
por fin tomó una resolución y por debajo de la mesa cogió la mano de su
marido; pero podía ésta haberse evitado el disimulo, pues el pobre muchacho
poco acostumbrado a estas ternuras se quedó con la boca abierta en medio de una
palabra, dando a entender claramente que sus pensamientos habían tomado otro
giro. La esposa interrumpió en seguida el contacto, pero pudo observarse que
no lo logró sin algún esfuerzo, la joven se sonrojó y por un momento pareció
hermosísima.
León
y Elvira observaron este manejo y cambiaron una mirada de inteligencia, porque
uno de sus placeres era arreglar parejas principalmente si se trataba de
matrimonios.
-Os
pido disculpas -dijo León, pero es inútil el disimulo. Antes de llegar aquí
oímos voces que indicaban, si es que me permitís decirlo, cierta falta de
armonía.
-¡Señor
mío! -dijo el marido.
Pero
la mujer le interrumpió, diciendo:
-Es
verdad, y no veo el motivo para avergonzarse. Si es que mi marido está loco,
creo que tengo el deber de hacer cuanto pueda para evitar las consecuencias.
Figuraos -dijo dirigiéndose al matrimonio y pasando a Stubbs por alto- que
este majadero, que no tiene nociones ni sirve siquiera para pintar de brocha
gorda, ha recibido esta mañana un magnífico ofrecimiento de su tío (o mejor
dicho del mío, pues es el hermano de mi madre), proponiéndole una plaza en su
escritorio con ciento cincuenta libras al año, y ¡figuraos que rehúsa! ¿Por
qué?, diréis. Pues, según él, ¡por amor al arte! ¡Mira tu arte, le digo yo!
¡Míralo! ¿Vale la pena de verse?, y sobre todo ¿vale la pena de comprarse? Y
aquí me tienen, señores míos, condenada a la más deplorable de les existencias,
sin lujo, sin comodidades siquiera, en los arrabales de una ciudad de
provincia. ¡Oh!, no. No me callo; es más fuerte que yo misma. Tomo a estos señores
por testigos. ¿Es esto agradable? ¿Es decente siquiera? ¿No merezco mejor
trato? Y ¡esto después de haberme casado con él y hecho todo lo posible por
complacerle!
No
creo que puedan existir en el mundo unas cuantas personas más diversas que las
que allí se hallaban reunidas; todos a fuerza de querer parecer serios,
parecían tontos y el marido aún más que los demás.
-El
arte de este señor, sin embargo -dijo Elvira rompiendo el silencio, no carece
de buenas condiciones.
-Pero
carece de las necesarias -dijo la airada esposa para que se lo compren.
-A
mi parecer, una buena colocación -apuntó Stubbs.
-¡El
arte es el arte! -interpuso León. Yo le saludo porque es lo que embellece la
vida y el soplo divino en este mundo, pero... -el actor se detuvo.
-Una
colocación... -quiso proseguir el inglés.
-Os
diré el caso -intervino el pintor. Yo soy artista y el arte es todas esas cosas
que acaba de decir este señor, pero si por ese motivo mi mujer me va a dar una
vida de perros, prefiero ahorcarme de una vez.
-¡Pues
hacedlo cuanto antes! -gritó la esposa. Me gustaría verlo.
-Iba
a decir -dijo Stubbs- que un hombre puede tener una colocación y juntar también
el arte; yo conozco un chico que está en un banco y que hace unas acuarelas
colosales; ayer mismo vendió una por cincuenta libras.
Esto
pareció a las dos mujeres una tabla de salvación; cada una interrogó
ansiosamente el rostro de su señor y dueño, y es de notar que así lo hiciera
hasta la poética Elvira, a pesar de ser ella misma artista (lo que prueba que
hay algo de permanentemente mercantil en la naturaleza humana). Los dos
hombres también cambiaron una mirada, pero ésta fue trágica. No de otro modo se
hubiesen saludado dos filósofos que tras laboriosa vida se encontraron con que
eran un misterio para sus propios discípulos.
-El
arte es el arte -dijo tristemente León; y no se trata de hacer una acuarela ni
de tocar una hora el piano: es una vida que hay que vivir.
-Mientras
los que la viven se mueren de hambre -repuso la dueña de la casa; si eso es
vida no es la que a mí me gusta.
-Voy
a proponemos una cosa -dijo León. Vos, señora, tened la bondad de pasar a otra
habitación con mí esposa, y allí discutid el asunto, mientras nosotros hablamos
aquí; puede que no resolvamos nada, pero nada nos cuesta probar.
-Con
mucho gusto -dijo la joven esposa, y después de encender una vela condujo a
Elvira el cuarto de dormir de, piso principal. El hecho es -dijo después de
sentar que mi esposo no sabe pintar.
-Tampoco
el mío sabe representar -dijo Elvira.
-Pues
yo creí que sabía muy bien -repuso la otra, parece listo.
-Lo
es -dijo Elvira con convencimiento, y además el mejor de los hombres; pero no
sabe representar.
-Al
menos no es embustero y charlatán como el mío. Sabe cantar.
-No;
estáis equivocada -dijo Elvira calurosamente, ni siquiera lo pretende, canta
para vivir. Pero creedme, los hombres no son embusteros ni charlatanes; es que
algunos de ellos tienen una misión que cumplir...
-Pues
gracias a ella por poco habéis pasado la noche en la calle y yo vivo en
constante miedo de morirme de hambre. Yo creí que la misión de un hombre
debía ser el cuidar de su familia; pero parece que no es así. Su misión consiste
en ponerse en ridículo. ¡Oh! -exclamó de pronto. ¿No es horrible pensar en un
hombre como el mío? Si hiciera lo que dice, ¿quién perdería con ello? Lo que
es yo ni pizca.
-¿Tenéis
hijos? -preguntó Elvira.
-No,
pero pueden venir -contestó la joven.
-Los
hijos dicen que cambian muchas cosas -observó Elvira suspirando.
Dichas
estas palabras, se oyeron unos acordes de guitarra, y poco después la voz de
León empezó a cantar una romanza que cortó la conversación de las mujeres. La
esposa del pintor se quedó como si viera visiones.
Elvira
mirándola en los ojos pudo leer en ellos todo género de dulces recuerdos y memorias
de amor evocadas por cada nota de aquel canto. Era la canción de sus amores,
una bonita y vieja romanza francesa que hablaba de manzanos en flor, de
espigas maduras y de ríos apacibles en que se refleja la imagen de los
enamorados.
-León
ha estado oportuno -pensó Elvira, no sé cómo. El cómo era muy sencillo León
había preguntado al pintor si no había alguna canción que estuviera unida por
el recuerdo a la época de sus amores y habiéndole manifestado cuál, dejó pasar
un rato y de pronto empezó a cantar.
¡Oh,
mi amante
oh,
mi placer, sepamos disfrutar
las
horas encantadoras!
-Perdonadme
que os diga -dijo la mujer del pintor que vuestro esposo canta admirablemente.
-Esto
lo canta con bastante sentimiento -dijo Elvira- pero es más actor que músico.
-La
vida es muy triste -dijo la joven, y a veces nos la hacemos nosotros mismos
peor.
-Pues
no lo encuentro yo así -contestó Elvira. Yo creo que las partes buenas de ella
aumentan y se multiplican cada día.
-Francamente,
¿qué me aconsejáis que haga?
-Pues
francamente yo le dejaría seguir su camino. Se puede asegurar que es un pintor
bastante bueno, y no sabéis qué tal empleado será; más vale que siga sus
aficiones.
-Sin
contar que es un excelente muchacho. Permanecieron reunidos el resto de la
noche; se hizo música y reinó la más franca cordialidad entre todos.
Castel-le-Gâchis empezaba a enviar el humo de sus chimeneas a las nubes y el
reloj de la iglesia daba las seis.
-La
guitarra es un duende familiar -dijo León mientras él y Elvira tomaban el
camino más corto para llegar a su posada; ha resucitado a un comisario,
convertido un turista inglés y reconciliado a un matrimonio.
Stubbs,
por su parte, se marchó pensando:
-Están
todos locos -pensó, todos locos.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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