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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. VI

León ya tenía el sombrero en la mano. Avanzó con su gracia acostumbrada. En el tea­tro le hubiera valido aquella escena muda una de sus mayores ovaciones.
Elvira y el inglés se adelantaron como la pa­reja de pastores que acompañaban siempre al dios Apolo.
-Señor mío -dijo León, la hora es imperdo­nable y en ella nuestra modesta serenata casi parece una impertinencia, pero podéis creerme, palabra de honor, que no se trataba más que de una llamada. El señor, según creo, es artista. Pues aquí estamos también tres artistas que padecemos los rigores de la intemperie. Uno de ellos es una mujer, una delicada mujer, con traje de baile y en situación interesante. Estas circunstancias no pueden menos de hallar eco en el corazón de la dama a la que diviso justa­mente detrás de su señor esposo, y el rostro de la cual indica nobleza y bien equilibradamente. ¡Ah!, señora, señora, un rasgo de generosidad y haréis felices a tres desgraciados. Nada más que un par de horas al lado de vuestro fuego, os lo pido en nombre del arte y a vos, señora, en el de la bondad, patrimonio de los corazones femeninos.
La pareja como por tácito consentimiento se separó de la puerta diciendo a la vez:
-¡Entrad!
-Pasad adelante, señora.
La puerta se abría directamente sobre la co­cina de la casa que según la apariencia también debía ser la única sala. Los muebles eran pocos y muy sencillos, pero de la pared colgaban al­gunos paisajes con marcos lujosos que denota­ban haber visitado los comités de las exposicio­nes sin haber sido admitidos.
León se dirigió derecho a los cuadros y de­lante de cada uno de ellos adoptó posturas de experto con el entusiasmo con que ejecutaba todos sus papeles. El dueño de la casa, como si aquella pantomima fuese irresistible para él, le acompañó lámpara en mano a visitar todos los lienzos. Elvira fue conducirla junto al fuego y se sentó rendida de cansancio, mientras Stubbs permanecía en medio de la habitación con la boca entreabierta y siguiendo con plácida son­risa los manejos de León.
-Esto lo habéis de ver de día -dijo el autor modestamente.
-Me prometo ese placer -dijo León- os diré, si me permitís la observación, que vuestro esti­lo recuerda el del Ticiano.
-Sois muy amable -contestó el pintor, pero ¿no queréis acercamos a la lumbre?
-De muy buena gana -repuso León.
Pronto estuvo toda la compañía agrupada en torno de la mesa, sobre la que se servía una cena ligera, acompañada por un vino ligero también. A nadie le gustó la carne, pero nadie se quejó tampoco; la atacaron todos de buena fe haciendo gran ruido de cuchillos y tenedores. Ver a León comerse una salchicha fría era pre­senciar un triunfo. Cuando concluyó, había tanta expresiva pantomima acerca de la abun­dancia de la mesa que él mismo se encontraba como si hubiese comido un buey.
Elvira se había sentado como es natural jun­to a su marido y Stubbs naturalmente y quizás también inconscientemente se había puesto junto a Elvira; de modo que los dueños de la casa hermane-cieron juntos. Pero es digno de mencionarse que nunca se dirigieron la palabra ni siquiera permitían a sus ojos el encontrarse. La interrumpida pelotera aún subsistía en sus cabezas, y tan pronto como los huéspedes se retiraran resurgiría de seguro y con reno-vadas fuerzas.
La conversación giraba sobre uno y otro te­ma, porque de común acuerdo decidieron no acostarse por ser ya demasiado tarde; pero aquella pareja seguía inflexible: Gonerila y Re­yana no fueron nunca más rencorosos en sus disgustos fraternales.
Sucedió que la pobre Elvira estaba tan ren­dida por todos los acontecimientos de la noche, que por una vez olvidó sus habituales maneras de sociedad (que eran sencillas y correctas) y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su marido, al mismo tiempo deseosa de alguna caricia que aliviara su cansando. Del modo más natural colocó su mano derecha sobre la iz­quierda de León, y se quedó con los ojos entor­nados en un estado de beatitud entre el sueño y la vigilia. Pero no perdió el conocimiento y to­do el tiempo pudo ver que la esposa del pintor la miraba entre desdeñosa y con envidia.
Le pareció al cantor que la situación recla­maba un cigarrito y para coger el tabaco, dejó la mano de su esposa con todo género de precau­ciones para no hacerla cambiar de postura y no sin estre-chársela antes. Todo este tiempo habí­an estado fijos en ellos los ojos de la esposa del pintor. Ésta parecía vacilar; por fin tomó una resolución y por debajo de la mesa cogió la ma­no de su marido; pero podía ésta haberse evi­tado el disimulo, pues el pobre muchacho poco acostumbrado a estas ternuras se quedó con la boca abierta en medio de una palabra, dando a entender claramente que sus pensamientos habían tomado otro giro. La esposa interrum­pió en seguida el contacto, pero pudo observar­se que no lo logró sin algún esfuerzo, la joven se sonrojó y por un momento pareció hermosí­sima.
León y Elvira observaron este manejo y cambiaron una mirada de inteligencia, porque uno de sus placeres era arreglar parejas princi­palmente si se trataba de matrimonios.
-Os pido disculpas -dijo León, pero es inútil el disimulo. Antes de llegar aquí oímos voces que indicaban, si es que me permitís decirlo, cierta falta de armonía.
-¡Señor mío! -dijo el marido.
Pero la mujer le interrumpió, diciendo:
-Es verdad, y no veo el motivo para aver­gonzarse. Si es que mi marido está loco, creo que tengo el deber de hacer cuanto pueda para evitar las consecuencias. Figuraos -dijo diri­giéndose al matrimonio y pasando a Stubbs por alto- que este majadero, que no tiene nociones ni sirve siquiera para pintar de brocha gorda, ha recibido esta mañana un magnífico ofreci­miento de su tío (o mejor dicho del mío, pues es el hermano de mi madre), proponiéndole una plaza en su escritorio con ciento cincuenta li­bras al año, y ¡figuraos que rehúsa! ¿Por qué?, diréis. Pues, según él, ¡por amor al arte! ¡Mira tu arte, le digo yo! ¡Míralo! ¿Vale la pena de verse?, y sobre todo ¿vale la pena de comprar­se? Y aquí me tienen, señores míos, condenada a la más deplorable de les existencias, sin lujo, sin comodidades siquiera, en los arrabales de una ciudad de provincia. ¡Oh!, no. No me callo; es más fuerte que yo misma. Tomo a estos se­ñores por testigos. ¿Es esto agradable? ¿Es de­cente siquiera? ¿No merezco mejor trato? Y ¡esto después de haberme casado con él y hecho todo lo posible por complacerle!
No creo que puedan existir en el mundo unas cuantas personas más diversas que las que allí se hallaban reunidas; todos a fuerza de que­rer parecer serios, parecían tontos y el marido aún más que los demás.
-El arte de este señor, sin embargo -dijo Elvi­ra rompiendo el silencio, no carece de buenas condiciones.
-Pero carece de las necesarias -dijo la airada esposa para que se lo compren.
-A mi parecer, una buena colocación -apuntó Stubbs.
-¡El arte es el arte! -interpuso León. Yo le sa­ludo porque es lo que embellece la vida y el soplo divino en este mundo, pero... -el actor se detuvo.
-Una colocación... -quiso proseguir el inglés.
-Os diré el caso -intervino el pintor. Yo soy artista y el arte es todas esas cosas que acaba de decir este señor, pero si por ese motivo mi mu­jer me va a dar una vida de perros, prefiero ahorcarme de una vez.
-¡Pues hacedlo cuanto antes! -gritó la esposa­. Me gustaría verlo.
-Iba a decir -dijo Stubbs- que un hombre puede tener una colocación y juntar también el arte; yo conozco un chico que está en un banco y que hace unas acuarelas colosales; ayer mis­mo vendió una por cincuenta libras.
Esto pareció a las dos mujeres una tabla de salvación; cada una interrogó ansiosamente el rostro de su señor y dueño, y es de notar que así lo hiciera hasta la poética Elvira, a pesar de ser ella misma artista (lo que prueba que hay algo de permanentemente mercantil en la natu­raleza humana). Los dos hombres también cambiaron una mirada, pero ésta fue trágica. No de otro modo se hubiesen saludado dos filósofos que tras laboriosa vida se encontraron con que eran un misterio para sus propios dis­cípulos.
-El arte es el arte -dijo tristemente León; y no se trata de hacer una acuarela ni de tocar una hora el piano: es una vida que hay que vi­vir.
-Mientras los que la viven se mueren de hambre -repuso la dueña de la casa; si eso es vida no es la que a mí me gusta.
-Voy a proponemos una cosa -dijo León. Vos, señora, tened la bondad de pasar a otra habitación con mí esposa, y allí discutid el asunto, mientras nosotros hablamos aquí; pue­de que no resolvamos nada, pero nada nos cuesta probar.
-Con mucho gusto -dijo la joven esposa, y después de encender una vela condujo a Elvira el cuarto de dormir de, piso principal. El hecho es -dijo después de sentar que mi esposo no sabe pintar.
-Tampoco el mío sabe representar -dijo Elvi­ra.
-Pues yo creí que sabía muy bien -repuso la otra, parece listo.
-Lo es -dijo Elvira con convencimiento, y además el mejor de los hombres; pero no sabe representar.
-Al menos no es embustero y charlatán como el mío. Sabe cantar.
-No; estáis equivocada -dijo Elvira caluro­samente, ni siquiera lo pretende, canta para vivir. Pero creedme, los hombres no son em­busteros ni charlatanes; es que algunos de ellos tienen una misión que cumplir...
-Pues gracias a ella por poco habéis pasado la noche en la calle y yo vivo en constante mie­do de morirme de hambre. Yo creí que la mi­sión de un hombre debía ser el cuidar de su fa­milia; pero parece que no es así. Su misión con­siste en ponerse en ridículo. ¡Oh! -exclamó de pronto. ¿No es horrible pensar en un hombre como el mío? Si hiciera lo que dice, ¿quién per­dería con ello? Lo que es yo ni pizca.
-¿Tenéis hijos? -preguntó Elvira.
-No, pero pueden venir -contestó la joven.
-Los hijos dicen que cambian muchas cosas -observó Elvira suspirando.
Dichas estas palabras, se oyeron unos acor­des de guitarra, y poco después la voz de León empezó a cantar una romanza que cortó la con­versación de las mujeres. La esposa del pintor se quedó como si viera visiones.
Elvira mirándola en los ojos pudo leer en ellos todo género de dulces recuerdos y memo­rias de amor evocadas por cada nota de aquel canto. Era la canción de sus amores, una bonita y vieja romanza francesa que hablaba de man­zanos en flor, de espigas maduras y de ríos apacibles en que se refleja la imagen de los enamorados.
-León ha estado oportuno -pensó Elvira, no sé cómo. El cómo era muy sencillo León había preguntado al pintor si no había alguna canción que estuviera unida por el recuerdo a la época de sus amores y habiéndole manifestado cuál, dejó pasar un rato y de pronto empezó a cantar.

¡Oh, mi amante
oh, mi placer, sepamos disfrutar
las horas encantadoras!

-Perdonadme que os diga -dijo la mujer del pintor que vuestro esposo canta admirablemen­te.
-Esto lo canta con bastante sentimiento -dijo Elvira- pero es más actor que músico.
-La vida es muy triste -dijo la joven, y a ve­ces nos la hacemos nosotros mismos peor.
-Pues no lo encuentro yo así -contestó Elvi­ra. Yo creo que las partes buenas de ella au­mentan y se multiplican cada día.
-Francamente, ¿qué me aconsejáis que haga?
-Pues francamente yo le dejaría seguir su camino. Se puede asegurar que es un pintor bastante bueno, y no sabéis qué tal empleado será; más vale que siga sus aficiones.
-Sin contar que es un excelente muchacho. Permanecieron reunidos el resto de la noche; se hizo música y reinó la más franca cordialidad entre todos. Castel-le-Gâchis empezaba a en­viar el humo de sus chimeneas a las nubes y el reloj de la iglesia daba las seis.
-La guitarra es un duende familiar -dijo León mientras él y Elvira tomaban el camino más corto para llegar a su posada; ha resucita­do a un comisario, convertido un turista inglés y reconciliado a un matrimonio.
Stubbs, por su parte, se marchó pensando:
-Están todos locos -pensó, todos locos.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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