El
local estaba lleno de gente y el dueño del café hizo un buen negocio, sobre
todo con la cerveza, pero los Berthelini se cansaron en vano. León estaba
radiante con su traje de terciopelo y tenía un modo de fumar un cigarrillo en
las pausas de sus canciones que valía la pena de pagar por verlo. Acentuaba los
chistes de tal modo, que hasta los cerebros más obtusos de la ciudad llegaban a
comprender cuándo debían reírse y cogía la guitarra de una manera única y digna
de él. Verdaderamente el oírle tocar este instrumento valía por todo un drama
romántico; tanta poesía ponía en ello y tan florido y caballeresco resultaba
el espectáculo.
Elvira,
por su parte, cantó sus canciones románticas y patrióticas, con expresión
mayor aún que la acostumbrada. Su voz tenía buen timbre y afinaba bastante, y
cuando León la contempló con su vestido marrón escotado, los brazos desnudos
desde el hombro y una rosa de trapo provocativamente prendida en el pecho, se
repitió a sí mismo, por la milésima vez, que era una de las mujeres más
hermosas que podrían existir.
Por
desgracia no era ésa, sin duda, la opinión de la dorada juventud de
Castel-le-Gâchis, pues cuando la artista circuló con el platillo, todos le giraron
la espalda fríamente.
Algunas
raras monedas de cobre fueron el resultado de las colectas, de las que ninguna
pasó de medio franco; el alcalde se excedió a dar cuatro sous y fue el que más
dio de todo el auditorio.
Un
helor inexplicable recorrió el cuerpo de los artistas. Les pareció que tenían
un público de trozos de hielo. El mismo Apolo se hubiese desanimado con un
auditorio semejante. Los Berthelini lucharon contra la enervante impresión;
quisieron animar su trabajo y cantaron más fuerte; la guitarra parecía un ser
animado, y por último León, queriendo jugar el todo por el todo, empezó su obra
maestra, su inimitable canción: Ya des honnétes gens par tout, en la que
demostraba como en ninguna la maestría de su arte. Era su íntima convicción que
Castelle-Gâchis era una excepción de lo que la canción afirmaba, y que su
vecindario se componía exclusivamente de ladrones y rufianes; sin embargo
lanzó esta última como un desafío; la sostuvo como un artículo de fe, y su
rostro tenía tan radiante expresión de entusiasmo que parecía que hasta los
bancos iban a aplaudir.
Estaba
en la nota más alta y sostenida, con la cabeza echada atrás y la boca abierta
cuando la puerta del café dio ruidosa entrada a dos nuevos espectadores. Eran
el comisario seguido del guarda rural.
El
indomable Berthelini atacó el refrán: Ya des honnétes gens par tout Pero la
sentimental romanza tuvo el privilegio de empezar a producir risas ahogadas.
Berthelini asombrado no comprendía la causa y ésta era cierta historia, en que
el nombre del guarda rural aparecía mezclado con la desaparición de una
cantidad de sellos de correos, y el público celebraba la coincidencia de la
canción con la entrada del sospechoso.
El
comisario se sentó sobre una silla con su aspecto parecido al de Cromwell
cuando visitaba las cámaras, y cuchicheó con el guarda, que se había quedado
respetuosamente detrás y de pie. Los ojos de ambos estaban fijos en el artista
que persistía en su canción con ensañamiento: Ya des honnétes gens par tout.
La repetía por décima vez cuando el comisario se puso de pie y llamó al
artista con una sería hecha con el bastón.
-¿Me
llamáis a mí? -preguntó León interrumpiendo su canto.
-Sí,
a vos -replicó el funcionario.
-¡Maldito
comisario! -volvió a decir interiormente, al mismo tiempo que bajaba del tablado
y se dirigía al representante de la autoridad.
-¿Cómo
es -interrogó a gritos el comisario inflándose de importancia- que os
encuentro subido en el tablado de un café público, careciendo de permiso para
ello?
-¿Cómo
que sin permiso? -repitió indignado León. Me permitiréis recordamos...
-¡No
necesito explicaciones! -dijo el funcionario.
-¿Y
a mí qué me importa lo que vos necesitáis? -replicó el artista. Yo quiero
darlas y no permito que se me atropelle. Soy un artista, señor mío, clase a la
que vos no podéis juzgar, ni comprender. Me habéis dado verbalmente vuestro
permiso y estoy aquí en virtud de él.
-Pero
no tenéis mi firma -rugió el comisario. ¿Dónde está mi firma? ¡Enseñadme mi
firma!
Esta
era la cuestión: ¿dónde estaba la firma? León comprendió que estaba en
situación falsa pero no se amilanó por ello y se preparó adoptando una actitud
noble y echando atrás sus bucles. El comisario asumía el papel de tirano, pues
él sabría colocar la majestad ante la furia. El auditorio había traspasado su
atención a este otro espectáculo, y escuchaba con la silenciosa gravedad que
siempre adoptan los franceses cuando están cerca de la policía. Elvira se había
sentado aparte, estaba acostumbrada a estos incidentes y se hallaba más bien melancólica
que asustada.
-¡Otra
palabra y os meto en la cárcel! -gritó el terrible funcionario.
-¡A
mí! -contestó León. ¡Os desafío a que lo intentéis!
-¡Soy
el comisario de Policía! -dijo éste bramando.
-Pues
olvidáis parecerlo -contestó León dominándose y procurando contrastar por su
finura.
Pero
la ironía, que era demasiado fina para Castel-le-Gâchis, no produjo ni una
sonrisa. En cuanto al comisario, se levantó y mandando al cantor que
compareciera en su oficina, dirigió majes-tuosamente sus pasos a la puerta. No
quedaba más remedio que obedecer. Así lo comprendió León, haciendo una
pantomima de indiferencia pero sin negarse a sí mismo que era un trago amargo.
El
alcalde se había escurrido y estaba ya esperando en la puerta de la comisaría.
El alcalde, en Francia, es el consuelo del oprimido, se interpone entre el
pueblo y los rigores de la policía. Algunas veces comprende lo que se le dice,
y no está siempre hinchado en su dignidad, cosa muy digna de tenerse en cuenta
por los viajeros. Cuando todo parezca concluido y ya se esté resignado a sufrir
injusticias, aún le queda al perseguido como a los héroes griegos otra flecha
en su carcaj, y el alcalde puede, como un pacífico deus ex machina, descender
a salvar a la incauta víctima. El alcalde de Castelle-Gâchis, aunque
insensible a los encantos de la música como lo demostraba su módico óbolo, no
vaciló en cuanto vio desconocidos los derechos de un ciudadano. Al momento cayó
sobre el comisario tomando la cosa desde muy alto; el comisario, no queriéndose
dar por vencido, aceptó la batalla. La argumentación duró bastante rato con
varia fortuna, tan pronto inclinándose a un lado como al otro, hasta que ésta
pareció decidirse en favor del comisario, y el alcalde pudo demostrar por un
acto de autoridad que aunque vencido en argumentos siempre era el alcalde y
volviéndose bondadosamente al artista le dijo que volviera a su concierto.
-Ya
es tarde -añadió.
León
no se lo hizo repetir. Volvió a escape al café del Triunfo; pero, ¡oh dolor!,
durante su ausencia se había evaporado el auditorio. La única persona que
permanecía sentada era Elvira en desolada actitud sosteniendo la guitarra.
Con íntima pena había visto salir al público, pensando que se llevaban parte
de sus ganancias en el bolsillo, y el alquiler del hotel, los gastos del
ferrocarril y la comida del día siguiente, todo se había desvanecido en las
sombras de la noche.
-¿Qué
ha sido eso? -preguntó lánguidamente.
Pero
León no respondió, miraba el campo de su derrota. Apenas quedaban algunos oyentes
y ésos de los menos conspicuos.
El
reloj casi señalaba las once.
-¡Batalla
perdida! -exclamó, y cogiendo la caja del dinero la vació. Tres francos
setenta y cinco, contra cuatro de hospedaje, y seis de camino de hierro, y
¡sin haber podido hacer tómbola! Elvira, ¡esto es Waterloo!
-Y
se sentó pasándose las manos desesperadamente por los cabellos. ¡Maldito comisario!
-gritó con convicción. ¡Maldito comisario!
-Reunamos
nuestras cosas y vámonos -propuso Elvira. Podríamos probar otra canción, pero
no reuniremos ni cincuenta céntimos.
-¿Cincuenta
céntimos? -dijo con desprecio el artista. ¡Cincuenta pares de demonios! ¡En
esta maldita ciudad no hay una sola persona, no hay más que cerdos, perros y
comisarios! Dios quiera que podamos irnos en paz a la cama.
-No
digas esas cosas -añadió la pobre mujer.
Y
con eso empezaron a hacer sus preparativos de marcha. La caja del tabaco, el
porta-cigarrillos, los objetos menudos que debieron ser premios en la tómbola,
todo esto fue empaquetado en un lío con los papeles de música. Se metió la
guitarra en su caja y habiéndose echado Elvira un ligero chal sobre los
hombros, salió la pareja de artistas del café dirigiéndose al hotel de la
Cabeza Negra. Cuando atravesaban la plaza del mercado daban las once en el
reloj de la iglesia. La noche estaba oscura y templada y las calles desiertas.
-Todo
está muy bien -dijo León, pero tengo el presentimiento de que aún no hemos concluido
con la noche.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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