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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. II

El local estaba lleno de gente y el dueño del café hizo un buen negocio, sobre todo con la cerveza, pero los Berthelini se cansaron en va­no. León estaba radiante con su traje de ter­ciopelo y tenía un modo de fumar un cigarrillo en las pausas de sus canciones que valía la pena de pagar por verlo. Acentuaba los chistes de tal modo, que hasta los cerebros más obtusos de la ciudad llegaban a comprender cuándo debían reírse y cogía la guitarra de una manera única y digna de él. Verdaderamente el oírle tocar este instrumento valía por todo un drama románti­co; tanta poesía ponía en ello y tan florido y caballeresco resultaba el espectáculo.
Elvira, por su parte, cantó sus canciones ro­mánticas y patrióticas, con expresión mayor aún que la acostumbrada. Su voz tenía buen timbre y afinaba bastante, y cuando León la contempló con su vestido marrón escotado, los brazos desnudos desde el hombro y una rosa de trapo provocativamente prendida en el pe­cho, se repitió a sí mismo, por la milésima vez, que era una de las mujeres más hermosas que podrían existir.
Por desgracia no era ésa, sin duda, la opi­nión de la dorada juventud de Castel-le-Gâchis, pues cuando la artista circuló con el platillo, todos le giraron la espalda fríamente.
Algunas raras monedas de cobre fueron el resultado de las colectas, de las que ninguna pasó de medio franco; el alcalde se excedió a dar cuatro sous y fue el que más dio de todo el auditorio.
Un helor inexplicable recorrió el cuerpo de los artistas. Les pareció que tenían un público de trozos de hielo. El mismo Apolo se hubiese desanimado con un auditorio semejante. Los Berthelini lucharon contra la enervante impre­sión; quisieron animar su trabajo y cantaron más fuerte; la guitarra parecía un ser animado, y por último León, queriendo jugar el todo por el todo, empezó su obra maestra, su inimitable canción: Ya des honnétes gens par tout, en la que demostraba como en ninguna la maestría de su arte. Era su íntima convicción que Castel­le-Gâchis era una excepción de lo que la canción afirmaba, y que su vecindario se componía ex­clusivamente de ladrones y rufianes; sin em­bargo lanzó esta última como un desafío; la sostuvo como un artículo de fe, y su rostro te­nía tan radiante expresión de entusiasmo que parecía que hasta los bancos iban a aplaudir.
Estaba en la nota más alta y sostenida, con la cabeza echada atrás y la boca abierta cuando la puerta del café dio ruidosa entrada a dos nue­vos espectadores. Eran el comisario seguido del guarda rural.
El indomable Berthelini atacó el refrán: Ya des honnétes gens par tout Pero la sentimental romanza tuvo el privilegio de empezar a pro­ducir risas ahogadas. Berthelini asombrado no comprendía la causa y ésta era cierta historia, en que el nombre del guarda rural aparecía mezclado con la desaparición de una cantidad de sellos de correos, y el público celebraba la coincidencia de la canción con la entrada del sospechoso.
El comisario se sentó sobre una silla con su aspecto parecido al de Cromwell cuando visi­taba las cámaras, y cuchicheó con el guarda, que se había quedado respetuosamente detrás y de pie. Los ojos de ambos estaban fijos en el artista que persistía en su canción con ensaña­miento: Ya des honnétes gens par tout. La repe­tía por décima vez cuando el comisario se puso de pie y llamó al artista con una sería hecha con el bastón.
-¿Me llamáis a mí? -preguntó León inte­rrumpiendo su canto.
-Sí, a vos -replicó el funcionario.
-¡Maldito comisario! -volvió a decir inte­riormente, al mismo tiempo que bajaba del ta­blado y se dirigía al representante de la autori­dad.
-¿Cómo es -interrogó a gritos el comisario inflándose de importancia- que os encuentro subido en el tablado de un café público, care­ciendo de permiso para ello?
-¿Cómo que sin permiso? -repitió indignado León. Me permitiréis recordamos...
-¡No necesito explicaciones! -dijo el funcio­nario.
-¿Y a mí qué me importa lo que vos nece­sitáis? -replicó el artista. Yo quiero darlas y no permito que se me atropelle. Soy un artista, señor mío, clase a la que vos no podéis juzgar, ni comprender. Me habéis dado verbalmente vuestro permiso y estoy aquí en virtud de él.
-Pero no tenéis mi firma -rugió el comisario. ¿Dónde está mi firma? ¡Enseñadme mi firma!
Esta era la cuestión: ¿dónde estaba la firma? León comprendió que estaba en situación falsa pero no se amilanó por ello y se preparó adop­tando una actitud noble y echando atrás sus bucles. El comisario asumía el papel de tirano, pues él sabría colocar la majestad ante la furia. El auditorio había traspasado su atención a este otro espectáculo, y escuchaba con la silenciosa gravedad que siempre adoptan los franceses cuando están cerca de la policía. Elvira se había sentado aparte, estaba acostumbrada a estos incidentes y se hallaba más bien melancólica que asustada.
-¡Otra palabra y os meto en la cárcel! -gritó el terrible funcionario.
-¡A mí! -contestó León. ¡Os desafío a que lo intentéis!
-¡Soy el comisario de Policía! -dijo éste bramando.
-Pues olvidáis parecerlo -contestó León dominándose y procurando con­trastar por su finura.
Pero la ironía, que era demasiado fina para Castel-le-Gâchis, no produjo ni una sonrisa. En cuanto al comisario, se levantó y mandando al cantor que compareciera en su oficina, dirigió majes-tuosamente sus pasos a la puerta. No quedaba más remedio que obedecer. Así lo comprendió León, haciendo una pantomima de indiferencia pero sin negarse a sí mismo que era un trago amargo.
El alcalde se había escurrido y estaba ya es­perando en la puerta de la comisaría. El alcalde, en Francia, es el consuelo del oprimido, se in­terpone entre el pueblo y los rigores de la policía. Algunas veces comprende lo que se le dice, y no está siempre hinchado en su digni­dad, cosa muy digna de tenerse en cuenta por los viajeros. Cuando todo parezca concluido y ya se esté resignado a sufrir injusticias, aún le queda al perseguido como a los héroes griegos otra flecha en su carcaj, y el alcalde puede, co­mo un pacífico deus ex machina, descender a salvar a la incauta víctima. El alcalde de Castel­le-Gâchis, aunque insensible a los encantos de la música como lo demostraba su módico óbo­lo, no vaciló en cuanto vio desconocidos los derechos de un ciudadano. Al momento cayó sobre el comisario tomando la cosa desde muy alto; el comisario, no queriéndose dar por ven­cido, aceptó la batalla. La argumentación duró bastante rato con varia fortuna, tan pronto in­clinándose a un lado como al otro, hasta que ésta pareció decidirse en favor del comisario, y el alcalde pudo demostrar por un acto de auto­ridad que aunque vencido en argumentos siempre era el alcalde y volviéndose bondadosamente al artista le dijo que volviera a su con­cierto.
-Ya es tarde -añadió.
León no se lo hizo repetir. Volvió a escape al café del Triunfo; pero, ¡oh dolor!, durante su ausencia se había evaporado el auditorio. La única persona que permanecía sentada era El­vira en desolada actitud sosteniendo la guita­rra. Con íntima pena había visto salir al públi­co, pensando que se llevaban parte de sus ga­nancias en el bolsillo, y el alquiler del hotel, los gastos del ferrocarril y la comida del día si­guiente, todo se había desvanecido en las som­bras de la noche.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó lánguidamen­te.
Pero León no respondió, miraba el campo de su derrota. Apenas quedaban algunos oyentes y ésos de los menos conspicuos.
El reloj casi señalaba las once.
-¡Batalla perdida! -exclamó, y cogiendo la ca­ja del dinero la vació. Tres francos setenta y cinco, contra cuatro de hospedaje, y seis de ca­mino de hierro, y ¡sin haber podido hacer tóm­bola! Elvira, ¡esto es Waterloo!
-Y se sentó pa­sándose las manos desesperadamente por los cabellos. ¡Maldito comisario! -gritó con convic­ción. ¡Maldito comisario!
-Reunamos nuestras cosas y vámonos -propuso Elvira. Podríamos probar otra canción, pero no reuniremos ni cin­cuenta céntimos.
-¿Cincuenta céntimos? -dijo con desprecio el artista. ¡Cincuenta pares de demonios! ¡En esta maldita ciudad no hay una sola persona, no hay más que cerdos, perros y comisarios! Dios quiera que podamos irnos en paz a la cama.
-No digas esas cosas -añadió la pobre mujer.
Y con eso empezaron a hacer sus preparati­vos de marcha. La caja del tabaco, el porta-ciga­rrillos, los objetos menudos que debieron ser premios en la tómbola, todo esto fue empaque­tado en un lío con los papeles de música. Se metió la guitarra en su caja y habiéndose echa­do Elvira un ligero chal sobre los hombros, salió la pareja de artistas del café dirigiéndose al hotel de la Cabeza Negra. Cuando atravesaban la plaza del mercado daban las once en el reloj de la iglesia. La noche estaba oscura y templada y las calles desiertas.
-Todo está muy bien -dijo León, pero tengo el presentimiento de que aún no hemos con­cluido con la noche.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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