Translate

lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. VI

Que refiere mi presentación al hombre alto

Fuimos recibidos por Clara y quedé sor­prendido de lo completo y seguro de las defen­sas establecidas. Una barricada de mucha fuer­za y sin embargo fácil de transportar, resguar­daba la puerta de cual-quier ataque exterior, y las ventanas del comedor, a donde fuimos in­troducidos directamente, llevaban aún más complicado blindaje. Las maderas estaban re­forzadas por barras y contrabarras y éstas, a su vez, estaban sujetas por medio de otras que se fijaban en el techo, en el suelo o en las inmedia­tas paredes; era una obra de mecánica fuerte y bien pensada y no traté de ocultar mi admira­ción por ella.
-Yo soy el ingeniero -dijo Northmour; ¿os acordáis de las verjas del jardín? Pues aquí es­tán.
-No sabía que fueseis tan hábil -le contesté.
-¿Estáis armado? -me preguntó señalándome unos rifles alineados contra la pared y unas pistolas colocadas sobre el aparador, todo en perfecto estado.
-Muchas gracias -repuse; desde nuestro úl­timo encuentro no voy nunca desprevenido, pero hablándoos con franqueza, os diré que desde ayer no he comido.
Rápidamente Northmour me ofreció algu­nos fiambres y una botella de excelente Borgo­ña que acepté con sumo gusto y que restableció mis fuerzas; siempre he sido un hombre muy sobrio, pero tampoco me parece prudente llevar los principios hasta la exageración, y en esas circunstancias hice pleno honor al almuer­zo consu-miendo las tres cuartas partes de la botella. Mientras comía continuaba elogiando el sistema de defensa.
-Tal vez podríais soportar un sitio -dije por último.
-Sí -respondió con negligencia el dueño de la casa, uno muy pequeñito, pudiera ser. Pero lo que me desespera es el doble peligro. Si empe­zamos aquí a defendernos a tiro limpio acabará por oírnos alguien en este condenado retiro y entonces es lo mismo aunque diferente como se suele decir; que lo maten los Carbonarios o que lo ahorque la Ley, todo viene a ser igual.
Es una cosa infernal esto de tener la Ley en contra, y así se lo he dicho varias veces al viejo ladrón que está arriba.
-Ya que me habláis de él -dije yo, ¿qué clase de persona es?
-Es un idiota al que me alegraría mucho que le retorcieran mañana mismo el cuello todos los demonios de Italia -fue la amable respuesta. Yo no me he metido en todos estos líos por él, sino por obtener la mano de su hija y cuento con alcanzarla.
-Sean los medios los que quieran ¿eh? -pero reportándome añadí: ¿Cómo tomará señor Hudlstone mi intrusión?
-Dejemos eso a Clara.
De buena gana le hubiera dado una bofetada por esta grosera familiaridad, pero recordé nuestro pacto y he de decirlo para hacer justicia a Northmour y a mí mismo, que mientras duró el peligro ni una nube se levantó en el horizon­te de nuestras relaciones; doy este testimonio en su favor con la más íntima satisfacción, y también me siento orgulloso cuando recuerdo mi conducta; porque creo que nunca se dio el caso de dos rivales como nosotros que tuvieron necesidad de estar tanto tiempo juntos y solos.
En cuanto terminé mi almuerzo, procedimos a inspeccionar el piso bajo, recorrimos ventana por ventana examinando todas sus piezas y haciendo algunas insignificantes variaciones, y los vigorosos martilla-zos de Northmour reso­naron en el interior de la casa. Estos trabajos de fortificación me dejaron muy descorazonado; había cinco ventanas y dos puertas que guar­dar; y éramos cuatro personas contando a Clara para defenderlas, contra desconocidos enemigos. Comuniqué mis temores a Northmour que me dijo con gran tranquilidad que participaba de ellos.
-Creo que antes de que llegue el día de ma­ñana -dijo el dueño de la casa- nos habrán re­matado y enterrado a todos en las arenas mo­vedizas; para mí, está escrito.
No pude menos que estremecerme al re­cuerdo de las terribles arenas, pero hice obser­var a Northmour, que los enemigos me habían perdonado a mí.
-No os hagáis ilusiones -dijo Northmour, entonces no ibais en el mismo barco que el vie­jo, e iremos a parar todos al pantano; recor-dad mis palabras.
Temblé por Clara, y justamente en este ins­tante oímos su dulce voz que nos llamaba des­de lo alto de la escalera. Northmour me prece­dió indicándome el camino, y cuando llegamos al piso principal llamó a una puerta que solía­mos denominar el cuarto del tío, por haber sido el que ocupó el fundador del edificio.
-¡Adelante, señor Northmour! ¡Entrad, que­rido Cassilis! -dijo una voz inconfundible.
Northmour abrió la puerta y me dejó entrar primero, a la vez que Clara salía por la puerta del despacho que había sido habilitado como su cuarto.
Sentado en la cama que había en esta habita­ción se hallaba Bernardo Hudlstone, el banque­ro estafador. Aunque apenas le había visto en la noche de su llegada, le reconocí al instante; tenía un rostro largo y demacrado, rodeado de una barba roja y bigotes largos de igual color; su nariz torcida y los prominentes juanetes le denunciaban como italiano, y sus ojos claros y dilatados por el continuo terror brillaban con intensa fiebre. Llevaba un gorro redondo de seda negro, tenía una Biblia en la mano; y en la mesita inmediata había varios libros y un par de gafas. Las cortinas verdes prestaban un tinte cadavérico a su rostro, y al sentarse con sus largas piernas encogidas y el cuerpo sostenido por almohadas, su cabeza colgante parecía buscar apoyo en las rodillas. En mi opinión sólo le quedaban algunas semanas de vida para algu­nas semanas.
Me tendió una mano larga, flaca y desagra­dablemente húmeda.
-Entrad, acercaos, señor Cassilis -dijo el en­fermo. Otro protector ¿hem? Sed bienvenido puesto que sois amigo de mi hija. ¡Oh! ¡Cuánto tengo que agradecer a los amigos de mi hija! ¡Dios los bendiga desde el Cielo y les recom­pense sus buenas obras!
Le di la mano porque no me quedaba otro remedio, pero la simpatía que esperaba sentir por el padre de mi Clara, quedó instantánea­mente deshecha al ver su aspecto y oír su que­jumbrosa y poco natural voz.
-Cassilis es un buen muchacho -dijo North­mour, vale por diez.
-Eso he oído -se apresuró a decir el cobarde viejo. Ya me lo ha dicho la niña. ¡Ah, señor Cassilis, bien veis que estoy arrepentido de mis culpas, y me siento muy mal, ¡muy mal!, pero aún más arrepentido! Todos hemos de compa­recer ante el tribunal Divino; y si bien yo lo haré como pecador, todavía me atrevo a espe­rar humildemente el perdón de mis pecados.
-Ya os saldrá a recibir el diablo -dijo brus­camente Northmour.
-¡No!, ¡no!, Por favor, querido señor North­mour -dijo el hipócrita. No tengáis esas horri­bles bromas. ¡Olvidáis, querido hijo, que esta misma noche puedo ser llamado por el Supre­mo Hacedor!
Daba pena ver su espanto y yo mismo me indigné con Northmour, cuyas impías ideas me eran bien conocidas, al oírle burlarse del arre­pentimiento del pobre viejo.
-¡Bah!, querido Hudlstone -dijo él. No os hacéis justicia. Sois un hombre de mundo por dentro y por fuera, y avezado a toda clase de picardías desde antes de que yo naciera; vues­tra conciencia está más curtida que el cuero de las Américas del Sur; únicamente no habéis curtido vuestros nervios, y esto creedme, es un descuido imperdo-nable.
-¡Oh! ¡Qué malo! ¡Qué malo sois! -dijo el desdichado amenazán-dole con un dedo. Es cierto que no he practicado mucho durante mi vida, me ha faltado tiempo, pero siempre he conservado mis creencias. ¡He sido muy per­verso, señor Cassilis! No trato de negarlo, pero todo esto ha pasado después de la muerte de mi esposa, y a veces un ruido... ¡Oíd! -gritó sú­bitamente extendiendo su contraída mano mientras su rostro se descomponía aún más por el terror. ¡No, nada, sólo la lluvia, gracias a Dios! -murmuró dejando caer la cabeza sobre las almohadas y respirando más fuertemente.
Permaneció en esta actitud algunos momen­tos como un hombre próximo a desmayarse. Luego un poco más tranquilizado volvió a abrumarme con sus frases de gratitud por la parte que yo pensaba tomar en su salvamento.
-Una palabra, señor mío -dije yo después de pausa. ¿Es cierto que tenéis en vuestro poder una gran suma de dinero?
Pareció serle muy desagradable la pregunta, pero aunque de mala gana, confesó que tenía algo.
-Bueno. ¿Ese dinero pertenece a los que os persiguen? Pues ¿por qué no se lo dais?
-¡Ah! -exclamó el viejo sacudiendo la cabeza­, ya he probado ese medio, señor Cassilis, pero no es eso lo que quieren, ¡quieren mi sangre!
-¡Hudlstone! -dijo Northmour en su peculiar estilo, bien sabéis que lo que decís no es ver­dad; añadid que lo que les habéis ofrecido era una miseria y para llenar el déficit han querido tomar vuestros viejos huesos; ya comprendéis que esos endiablados italianos después de todo están en lo justo, y como con el mismo trabajo pueden obtener las dos cosas, no sé, ¡por el rey George!, por qué no han de intentarlo al menos.
-¿Está aquí el dinero? -pregunté yo.
-Sí, ¡voto a todos los diablos!, y mejor sería que estuviera en el fondo del mar -dijo el dueño de la casa, y dirigiéndose al enfermo añadió: ¿por qué me hacéis esa serie de horribles mue­cas? ¿Teméis que Cassilis os lo robe?
El avaro protestó diciendo que nada estaba más lejos de su intención.
-Más vale así -contestó Northmour con su tono más áspero-, porque acabaréis por abu­rrirnos con vuestras tonterías. ¿Qué ibais a de­cir? -me preguntó.
-Os iba a proponer una ocupación para esta noche. Llevemos este dinero moneda por mo­neda, y dejémoslo en el suelo delante del pabe­llón. Si los Carbonarlos vienen, que se lo lleven puesto que es suyo.
-¡No! ¡No! ¡No! -gritó fuera de sí el estafa­dor. ¡Ese dinero no puede tirarse de esa mane­ra! Pertenece a todos mis acreedores, se pagará el tanto por ciento.
-Vamos, vamos, Hudlstone -dijo North­mour. Nunca ha sido esa vuestra intención.
-Pero mi hija... -gimió el miserable.
-Vuestra hija no necesita nada -le interrum­pió Northmour- y para nada lo necesita; aquí estamos dos pretendientes, ambos ricos y que no queremos dinero robado, y en cuanto a vos nada necesitáis, pues o mucho me equivoco o de un modo u otro vais a acabar pronto.
Las frases eran crueles pero no inmerecidas, pues ya he dicho que aquel hombre despertaba pocas simpatías, y aunque le oía estremecerse y angustiarse no pude menos de añadir por mi propia cuenta:
-Este caballero y yo estamos prontos a expo­nernos para que salvéis vuestra vida, pero no a contribuir a que escapéis con dinero mal adqui­rido.
Luchó consigo mismo como un hombre que está próximo a enfadarse pero a quien la pru­dencia le demuestra la inoportunidad de hacer­lo.
-Queridos míos, por fin, haced de mí y de mi dinero lo que gustéis, todo lo dejo en vuestras manos, pero ahora permitidme que descanse un rato.
Nos apresuramos a obedecerle, con gran gusto por mi parte.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

No hay comentarios:

Publicar un comentario