Que
refiere mi presentación al hombre alto
Fuimos
recibidos por Clara y quedé sorprendido de lo completo y seguro de las defensas
establecidas. Una barricada de mucha fuerza y sin embargo fácil de
transportar, resguardaba la puerta de cual-quier ataque exterior, y las
ventanas del comedor, a donde fuimos introducidos directamente, llevaban aún
más complicado blindaje. Las maderas estaban reforzadas por barras y
contrabarras y éstas, a su vez, estaban sujetas por medio de otras que se
fijaban en el techo, en el suelo o en las inmediatas paredes; era una obra de
mecánica fuerte y bien pensada y no traté de ocultar mi admiración por ella.
-Yo
soy el ingeniero -dijo Northmour; ¿os acordáis de las verjas del jardín? Pues
aquí están.
-No
sabía que fueseis tan hábil -le contesté.
-¿Estáis
armado? -me preguntó señalándome unos rifles alineados contra la pared y unas
pistolas colocadas sobre el aparador, todo en perfecto estado.
-Muchas
gracias -repuse; desde nuestro último encuentro no voy nunca desprevenido,
pero hablándoos con franqueza, os diré que desde ayer no he comido.
Rápidamente
Northmour me ofreció algunos fiambres y una botella de excelente Borgoña que
acepté con sumo gusto y que restableció mis fuerzas; siempre he sido un hombre
muy sobrio, pero tampoco me parece prudente llevar los principios hasta la
exageración, y en esas circunstancias hice pleno honor al almuerzo consu-miendo
las tres cuartas partes de la botella. Mientras comía continuaba elogiando el
sistema de defensa.
-Tal
vez podríais soportar un sitio -dije por último.
-Sí
-respondió con negligencia el dueño de la casa, uno muy pequeñito, pudiera ser.
Pero lo que me desespera es el doble peligro. Si empezamos aquí a defendernos
a tiro limpio acabará por oírnos alguien en este condenado retiro y entonces es
lo mismo aunque diferente como se suele decir; que lo maten los Carbonarios o
que lo ahorque la Ley, todo viene a ser igual.
Es
una cosa infernal esto de tener la Ley en contra, y así se lo he dicho varias
veces al viejo ladrón que está arriba.
-Ya
que me habláis de él -dije yo, ¿qué clase de persona es?
-Es
un idiota al que me alegraría mucho que le retorcieran mañana mismo el cuello
todos los demonios de Italia -fue la amable respuesta. Yo no me he metido en
todos estos líos por él, sino por obtener la mano de su hija y cuento con
alcanzarla.
-Sean
los medios los que quieran ¿eh? -pero reportándome añadí: ¿Cómo tomará señor
Hudlstone mi intrusión?
-Dejemos
eso a Clara.
De
buena gana le hubiera dado una bofetada por esta grosera familiaridad, pero
recordé nuestro pacto y he de decirlo para hacer justicia a Northmour y a mí
mismo, que mientras duró el peligro ni una nube se levantó en el horizonte de
nuestras relaciones; doy este testimonio en su favor con la más íntima
satisfacción, y también me siento orgulloso cuando recuerdo mi conducta; porque
creo que nunca se dio el caso de dos rivales como nosotros que tuvieron
necesidad de estar tanto tiempo juntos y solos.
En
cuanto terminé mi almuerzo, procedimos a inspeccionar el piso bajo, recorrimos
ventana por ventana examinando todas sus piezas y haciendo algunas
insignificantes variaciones, y los vigorosos martilla-zos de Northmour resonaron
en el interior de la casa. Estos trabajos de fortificación me dejaron muy
descorazonado; había cinco ventanas y dos puertas que guardar; y éramos cuatro
personas contando a Clara para defenderlas, contra desconocidos enemigos.
Comuniqué mis temores a Northmour que me dijo con gran tranquilidad que
participaba de ellos.
-Creo
que antes de que llegue el día de mañana -dijo el dueño de la casa- nos habrán
rematado y enterrado a todos en las arenas movedizas; para mí, está escrito.
No
pude menos que estremecerme al recuerdo de las terribles arenas, pero hice
observar a Northmour, que los enemigos me habían perdonado a mí.
-No
os hagáis ilusiones -dijo Northmour, entonces no ibais en el mismo barco que el
viejo, e iremos a parar todos al pantano; recor-dad mis palabras.
Temblé
por Clara, y justamente en este instante oímos su dulce voz que nos llamaba
desde lo alto de la escalera. Northmour me precedió indicándome el camino, y
cuando llegamos al piso principal llamó a una puerta que solíamos denominar el
cuarto del tío, por haber sido el que ocupó el fundador del edificio.
-¡Adelante,
señor Northmour! ¡Entrad, querido Cassilis! -dijo una voz inconfundible.
Northmour
abrió la puerta y me dejó entrar primero, a la vez que Clara salía por la
puerta del despacho que había sido habilitado como su cuarto.
Sentado
en la cama que había en esta habitación se hallaba Bernardo Hudlstone, el
banquero estafador. Aunque apenas le había visto en la noche de su llegada, le
reconocí al instante; tenía un rostro largo y demacrado, rodeado de una barba
roja y bigotes largos de igual color; su nariz torcida y los prominentes
juanetes le denunciaban como italiano, y sus ojos claros y dilatados por el
continuo terror brillaban con intensa fiebre. Llevaba un gorro redondo de seda
negro, tenía una Biblia en la mano; y en la mesita inmediata había varios
libros y un par de gafas. Las cortinas verdes prestaban un tinte cadavérico a
su rostro, y al sentarse con sus largas piernas encogidas y el cuerpo sostenido
por almohadas, su cabeza colgante parecía buscar apoyo en las rodillas. En mi
opinión sólo le quedaban algunas semanas de vida para algunas semanas.
Me
tendió una mano larga, flaca y desagradablemente húmeda.
-Entrad,
acercaos, señor Cassilis -dijo el enfermo. Otro protector ¿hem? Sed bienvenido
puesto que sois amigo de mi hija. ¡Oh! ¡Cuánto tengo que agradecer a los amigos
de mi hija! ¡Dios los bendiga desde el Cielo y les recompense sus buenas
obras!
Le
di la mano porque no me quedaba otro remedio, pero la simpatía que esperaba
sentir por el padre de mi Clara, quedó instantáneamente deshecha al ver su
aspecto y oír su quejumbrosa y poco natural voz.
-Cassilis
es un buen muchacho -dijo Northmour, vale por diez.
-Eso
he oído -se apresuró a decir el cobarde viejo. Ya me lo ha dicho la niña. ¡Ah,
señor Cassilis, bien veis que estoy arrepentido de mis culpas, y me siento muy
mal, ¡muy mal!, pero aún más arrepentido! Todos hemos de comparecer ante el
tribunal Divino; y si bien yo lo haré como pecador, todavía me atrevo a esperar
humildemente el perdón de mis pecados.
-Ya
os saldrá a recibir el diablo -dijo bruscamente Northmour.
-¡No!,
¡no!, Por favor, querido señor Northmour -dijo el hipócrita. No tengáis esas
horribles bromas. ¡Olvidáis, querido hijo, que esta misma noche puedo ser
llamado por el Supremo Hacedor!
Daba
pena ver su espanto y yo mismo me indigné con Northmour, cuyas impías ideas me
eran bien conocidas, al oírle burlarse del arrepentimiento del pobre viejo.
-¡Bah!,
querido Hudlstone -dijo él. No os hacéis justicia. Sois un hombre de mundo por
dentro y por fuera, y avezado a toda clase de picardías desde antes de que yo
naciera; vuestra conciencia está más curtida que el cuero de las Américas del
Sur; únicamente no habéis curtido vuestros nervios, y esto creedme, es un
descuido imperdo-nable.
-¡Oh!
¡Qué malo! ¡Qué malo sois! -dijo el desdichado amenazán-dole con un dedo. Es
cierto que no he practicado mucho durante mi vida, me ha faltado tiempo, pero
siempre he conservado mis creencias. ¡He sido muy perverso, señor Cassilis! No
trato de negarlo, pero todo esto ha pasado después de la muerte de mi esposa, y
a veces un ruido... ¡Oíd! -gritó súbitamente extendiendo su contraída mano
mientras su rostro se descomponía aún más por el terror. ¡No, nada, sólo la
lluvia, gracias a Dios! -murmuró dejando caer la cabeza sobre las almohadas y
respirando más fuertemente.
Permaneció
en esta actitud algunos momentos como un hombre próximo a desmayarse. Luego un
poco más tranquilizado volvió a abrumarme con sus frases de gratitud por la
parte que yo pensaba tomar en su salvamento.
-Una
palabra, señor mío -dije yo después de pausa. ¿Es cierto que tenéis en vuestro
poder una gran suma de dinero?
Pareció
serle muy desagradable la pregunta, pero aunque de mala gana, confesó que tenía
algo.
-Bueno.
¿Ese dinero pertenece a los que os persiguen? Pues ¿por qué no se lo dais?
-¡Ah!
-exclamó el viejo sacudiendo la cabeza, ya he probado ese medio, señor
Cassilis, pero no es eso lo que quieren, ¡quieren mi sangre!
-¡Hudlstone!
-dijo Northmour en su peculiar estilo, bien sabéis que lo que decís no es verdad;
añadid que lo que les habéis ofrecido era una miseria y para llenar el déficit
han querido tomar vuestros viejos huesos; ya comprendéis que esos endiablados
italianos después de todo están en lo justo, y como con el mismo trabajo pueden
obtener las dos cosas, no sé, ¡por el rey George!, por qué no han de intentarlo
al menos.
-¿Está
aquí el dinero? -pregunté yo.
-Sí, ¡voto a todos los diablos!, y mejor sería que
estuviera en el fondo del mar -dijo el dueño de la casa, y dirigiéndose al
enfermo añadió: ¿por qué me hacéis esa serie de horribles muecas? ¿Teméis que
Cassilis os lo robe?
El
avaro protestó diciendo que nada estaba más lejos de su intención.
-Más
vale así -contestó Northmour con su tono más áspero-, porque acabaréis por aburrirnos
con vuestras tonterías. ¿Qué ibais a decir? -me preguntó.
-Os
iba a proponer una ocupación para esta noche. Llevemos este dinero moneda por
moneda, y dejémoslo en el suelo delante del pabellón. Si los Carbonarlos vienen,
que se lo lleven puesto que es suyo.
-¡No!
¡No! ¡No! -gritó fuera de sí el estafador. ¡Ese dinero no puede tirarse de esa
manera! Pertenece a todos mis acreedores, se pagará el tanto por ciento.
-Vamos,
vamos, Hudlstone -dijo Northmour. Nunca ha sido esa vuestra intención.
-Pero
mi hija... -gimió el miserable.
-Vuestra
hija no necesita nada -le interrumpió Northmour- y para nada lo necesita; aquí
estamos dos pretendientes, ambos ricos y que no queremos dinero robado, y en
cuanto a vos nada necesitáis, pues o mucho me equivoco o de un modo u otro vais
a acabar pronto.
Las
frases eran crueles pero no inmerecidas, pues ya he dicho que aquel hombre
despertaba pocas simpatías, y aunque le oía estremecerse y angustiarse no pude
menos de añadir por mi propia cuenta:
-Este
caballero y yo estamos prontos a exponernos para que salvéis vuestra vida,
pero no a contribuir a que escapéis con dinero mal adquirido.
Luchó
consigo mismo como un hombre que está próximo a enfadarse pero a quien la prudencia
le demuestra la inoportunidad de hacerlo.
-Queridos míos, por fin, haced de mí y de mi dinero lo
que gustéis, todo lo dejo en vuestras manos, pero ahora
permitidme que descanse un rato.
Nos
apresuramos a obedecerle, con gran gusto por mi parte.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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