Relata los efectos de una palabra que penetró a través de las
ventanas
Los
recuerdos de aquella tarde no se borrarán nunca de mi mente. Northmour y yo
estábamos persuadidos que un ataque era inminente, y si hubiera estado en
nuestro poder el alterar los acontecimientos, habríamos usado de él para
precipitar los sucesos en lugar de retardarlos. Lo peor era la intranquilidad y
no concibo tormento mayor que la inacción a que estábamos obligados. Nunca he
tenido pretensiones de crítico, pero jamás he encontrado libros tan insípidos
como todos los que cogí y arrojé sucesivamente aquella tarde en el pabellón.
Hasta la conversación se hacía imposible con el largo transcurrir de las horas.
Cuando no era uno, era otro siempre creíamos oír algún ruido sospechoso u
observábamos los campos desde las ventanas, y sin embargo ni un indicio
indicaba la presencia de nuestros enemigos.
Discutimos
una vez y otra mi proposición respecto al dinero, y sí hubiéramos estado en el
pleno uso de nuestras facultades, estoy seguro de que la habríamos desechado
por descabellada, pero estábamos nerviosos, excitados por el peligro de Clara,
y aunque el hacerlo era confesar la presencia de señor Hudlstone en el
pabellón, resolvimos llevarlo a cabo.
La
suma estaba, parte en metálico, parte en billetes de Banco y parte en letras
pagaderas a nombre de James Gregory. La contamos y reunimos en un cofrecillo
propiedad de Northmour y escribimos una carta en italiano que fue atada al asa
del cofrecillo. La firmamos los dos bajo juramento de que aquello era cuanto
quedaba de la quiebra Hudlstone. Ésta ha sido quizá la acción más loca
perpetrada por personas que pretenden estar en su sano juicio. Si hubiese caído
el mencionado cofrecillo en otras manos que en las que pensábamos nosotros,
quedábamos como convictos criminales por nuestro propio testimonio escrito;
pero, como ya he dicho, ninguno de los dos tenía la cabeza despejada y teníamos
verdadera sed de hacer algo, que nos distrajera de la agonía de la espera.
Además como ambos estábamos convencidos de que los alrededores de las colinas
de arena estaban llenas de espías que observarían todos nuestros movimientos,
esperamos que nuestra aparición con el cofrecito provocaría una entrevista y
quizás un convenio. Aproximadamente a las tres salimos del pabellón. Había
dejado de llover y el sol brillaba alegremente. Nunca había visto a los cuervos
volar tan cerca de la casa, ni acercarse tanto a las personas. Al abrir la
puerta, uno de estos pájaros chocó contra mi cabeza lanzando su grito peculiar
en mis mismos oídos.
-Esto
es una advertencia -dijo Northmour. Se creen que ya estamos muertos.
Traté
de contestar algo, pero no se me ocurrió nada. La circunstancia me había
impresionado a pesar mío.
A unos dos metros de la puerta, sobre un montecillo
cubierto de hiedra, depositamos el pequeño cofre. Northmour agitó un pañuelo
blanco en todas direcciones sin el menor resultado. Levantamos la voz para
gritar en italiano que éramos embajadores para arreglar unas diferencias, pero
continuó el silencio sepulcral interrumpido sólo por el mar y los gritos de los
cuervos. Cuando desistimos, sentía yo un peso en el corazón y hasta Northmour
estaba muy pálido. Miró éste nerviosamente a la puerta como si temiera que
alguien se hubiera introducido furtivamente en el pabellón, y murmuró:
-¡Voto
a todos los diablos! Esto es demasiado para mí. Contesté en el mismo tono:
-¿Y
si después de todo no hubiera nadie?
-¡Mirad
allí! -dijo, indicando con la cabeza como si tuviera miedo de señalar el lugar.
Miré donde me decía, hacia el norte del bosque marino y vi
una pequeña columna de humo que se elevaba derecha hacia el ahora despejado
cielo.
-Northmour
-le dije, hablando en voz baja; no es posible soportar por más tiempo esta
situación; prefiero cien veces la muerte. Quedaos aquí para defender el
pabellón, yo voy a saber algo aunque necesite meterme en su mismo campo.
Volvió
él a dirigir una mirada alrededor y movió la cabeza aprobando mi proposición.
Mi
corazón latía como si me dieran martillazos dentro del pecho cuando me puse en
movimiento hacia el lugar donde salía el humo, y aunque poco antes sentía
fresco, una oleada de calor invadió todo mi cuerpo. El sitio a donde debía
dirigirme era tan cerrado y los árboles y matorrales tan espesos que hubieran
podido cubrirlos. Pero no había practicado inútilmente durante tantos años la
vida de vagabundo; aproveché cada ventaja del terreno para esconderme y logré
hallar, sin hacer el menor ruido, un punto estratégico desde el que dominaba
varias sendas al mismo tiempo. No transcurrió mucho sin ver recompensada mi
pericia. De repente, en un declive del terreno, algo más elevado que los demás
y a pocos metros de mi guarida vi aparecer a un hombre casi en cuclillas
corriendo todo lo deprisa que su posición le permitía. No podía ser más que uno
de nuestros espías. Tan pronto como lo vi, lo llamé en inglés y en italiano,
pero él, viendo que ya no era posible ocultarse, se enderezó y con la ligereza
del gamo, saltando sobre la maleza, desapareció de mis ojos.
No
traté de perseguirle. Ya sabía lo que deseaba; que estábamos observados y
sitiados en el pabellón; y con el mismo sigilo retrocedí sobre mis pasos y me
reuní con Northmour que seguía esperándome en la puerta del pabellón junto al
repleto cofrecillo. Mi relato pareció ponerle aún más pálido.
-¿No
habéis podido verle la cara? -me preguntó.
-Estaba
de espaldas.
-Vámonos
dentro, Frank -murmuró, no me tengo por cobarde, pero esto ya va siendo
demasiado.
Todo
estaba tranquilo en el pabellón iluminado por los rayos solares. Cuando
volvimos a entrar en él, hasta los cuervos se habían alejado y revoloteaban
sobre la playa y las colinas de arena, y esta siniestra soledad me impresionaba
más que lo hubiera hecho un regimiento entero.
Sólo
cuando la puerta se cerró y colocamos de nuevo la barricada respiré con alguna
libertad. Northmour y yo cambiamos una mirada significativa y cada uno hizo sus
propias reflexiones al ver el alterado aspecto u otro.
-Tenéis
razón -le dije. Creo que todo es inútil. Démonos un buen apretón de manos,
querido amigo, porque me temo que sea el último.
-Sí
-contestó él. ¡Démonoslo!, y os aseguro que en este momento no os guardo
rencor. Pero sí tuviéramos la suerte de poder escapar de esos forajidos,
entonces os ganaré la partida de un modo o de otro.
-Me
fastidiáis -le contesté.
Pareció
ofenderse de mi respuesta y dio algunos pasos en silencio.
Se
detuvo al pie de la escalera, y desde allí me dijo:
-No
me habéis comprendido -replicó. La partida me interesa y procuraré ganarla. Que
os fastidie o no, señor Cassilis, me da igual; yo hablo por mi propia
satisfacción y no para divertimos. Ahora podéis ir arriba a hacer la corte a
Clara; yo aquí me quedo.
-Y
yo me quedo aquí también. ¿Creéis -le dije- que en estas circunstancias voy a
dejaros solo, aunque me deis permiso para ello?
-¡Frank! -me replicó sonriendo, ¡qué lástima que seáis
un asno, porque hay en vos material para un hombre! Yo creo que debe ser hoy mi
último día, porque no me enfado aunque tratáis de ello. ¿Sabéis -añadió con una
melancolía muy rara en él- que creo que somos dos de los hombres más
desgraciados de Inglaterra? Rondamos los treinta años y no tenemos ni mujer ni
hijos ni siquiera una negocio que regentar ni que nos dé interés en la vida; lo
que se dice dos pobres diablos, y ahora vamos a rompernos la cabeza por una
muchacha como si no hubiera varios millones de ellas en el Reino Unido. ¡Ah!
Frank, el que pierda esta partida, seáis vos o yo, tiene desde luego mi
compasión. ¡Por la Biblia! ¡Más le valdría que le arrojaran al agua con una
piedra de molino al cuello! ¡Vamos a beber algo! -añadió como si quisiera
escapar a los dulces y melancólicos pensamientos que llenaban su corazón.
Muy
conmovido por sus palabras acepté; se sentó sobre la mesa del comedor y levantó
un vaso de jerez hasta sus ojos.
-Si
me vencéis, Frank -dijo, me daré a la bebida. ¿Qué haréis vos en ese caso?
-Sólo
Dios lo sabe -respondí.
-Bueno,
pues, bebamos, ¡por la Italia Irredenta!
El
resto del día se pasó en el mismo tedio e intranquilidad. Puse la mesa para la
comida, mientras Northmour ayudaba a Clara en la cocina a preparar los
manjares. En mis idas y venidas pude oír su conversación y quedé sorprendido al
ver que hablaban de mí. Northmour felicitaba a Clara con ironía sobre su elección
de esposo, pero no conversaban mal de mí y si me dirigía alguna pulla, era
siempre incluyéndose él también en la censura. Su conducta, unida a las
sentidas frases que poco antes me había dicho y a la inminencia del peligro,
hizo asomar las lágrimas a mis ojos y llenó mi cerebro de un pensamiento, muy
humano, precisamente porque era egoísta. ¡Qué lástima, pensé, que tres personas
jóvenes como nosotros mueran por defender a un criminal moribundo! Antes de que
nos sentáramos a comer observé el campo desde una de las ventanas del piso
principal. El día empezaba a declinar; la extensión de liquen y hiedra estaba
completamente desierta, y el cofrecillo permanecía intacto en el mismo sitio en
que lo habíamos dejado hacía algunas horas.
El
señor Hudlstone, vistiendo una larga bata amarilla se sentó a la cabecera de la
mesa, Clara a la otra, mientras que Northmour y yo nos hacíamos frente a los
lados. La lámpara difundía su luz clara; los vinos eran buenos y las viandas,
aunque en su mayor parte fiambres, bien sazonadas y apetitosas. Parecía que por
un tácito convenio renunciábamos a mencionar nada que se refiriese a nuestra
actual y crítica situación, y dadas las circunstancias la comida fue más alegre
de lo que se podía esperar. Cierto es que de tiempo en tiempo, Northmour o yo
nos levantábamos para recorrer las defensas y en cada una de estas ocasiones
que recordaban a señor Hudlstone lo trágico de su situación, lanzaba éste
miradas angustiosas con sus claros ojos febriles, y en su cara se acentuaba la
máscara del terror. Pero pasado ese momento, se limpiaba la frente con su
pañuelo, apuraba su vaso y volvía a tomar parte en la conversación.
Quedé admirado de su erudición y de los conocimientos
que desplegaba. El señor Hudlstone no tenía un carácter vulgar. Sus dotes eran
extraordinarias, y aunque yo no hubiera podido querer a aquel hombre, empecé a
comprender su anterior éxito en los negocios y la especie de sugestión que
sobre tanta gente había ejercido. Sus talentos sobre todo eran de los que
brillan en sociedad, y aunque nunca tuve ocasión de verle hablar más que
aquella tarde, en condiciones tan desfavorables, comprendí que era un polemista
de primer orden.
Me
estaba explicando, con tanta maestría como ánimo, los manejos de una sociedad
mercantil a la que había pertenecido en su juventud y todos le oíamos con
interés mezclado de un poco de embarazo, cuando nuestra charla fue interrumpida
de la manera más inesperada.
Un
ruido como si algo rozara el cristal de la ventana nos dejó a todos mudos y
blancos como el papel.
-Un
abejorro -dije yo por fin, pues era un ruido semejante al que esos animales
hacen.
-¡Maldito abejorro! -dijo Northmour. ¡Callad!
El
mismo ruido se repitió por dos veces, y de pronto una voz formidable lanzó a
través de las ventanas la palabra italiana: ¡Traditore!
El
señor Hudlstone dejó caer la cabeza hacia atrás; sus ojos giraron en sus
órbitas, quiso levantarse y cayó desplomado al suelo. Northmour y yo nos
precipitamos a coger los rifles y
Clara corrió hacia su padre. Volvió a reinar el silencio
en torno del pabellón y Northmour dijo:
-¡Pronto!
¡Llevadle arriba, pues me parece que no tardarán en volver!
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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