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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. VII

Relata los efectos de una palabra que penetró a través de las ventanas

Los recuerdos de aquella tarde no se borrarán nunca de mi mente. Northmour y yo estábamos persuadidos que un ataque era inminente, y si hubiera estado en nuestro poder el alterar los acontecimientos, habríamos usado de él para precipitar los sucesos en lugar de retardarlos. Lo peor era la intranquilidad y no concibo tormento mayor que la inacción a que estábamos obligados. Nunca he tenido pretensiones de crítico, pero jamás he encontrado libros tan insípidos como todos los que cogí y arrojé sucesivamente aquella tarde en el pabellón. Hasta la conversación se hacía imposible con el largo transcurrir de las horas. Cuando no era uno, era otro siempre creíamos oír algún ruido sospechoso u observábamos los campos desde las ventanas, y sin embargo ni un indicio indicaba la presencia de nuestros enemigos.
Discutimos una vez y otra mi proposición respecto al dinero, y sí hubiéramos estado en el pleno uso de nuestras facultades, estoy seguro de que la habríamos desechado por descabellada, pero estábamos nerviosos, excitados por el peligro de Clara, y aunque el hacerlo era confesar la presencia de señor Hudlstone en el pabellón, resolvimos llevarlo a cabo.
La suma estaba, parte en metálico, parte en billetes de Banco y parte en letras pagaderas a nombre de James Gregory. La contamos y reunimos en un cofrecillo propiedad de Northmour y escribimos una carta en italiano que fue atada al asa del cofrecillo. La firmamos los dos bajo juramento de que aquello era cuanto quedaba de la quiebra Hudlstone. Ésta ha sido quizá la acción más loca perpetrada por personas que pretenden estar en su sano juicio. Si hubiese caído el mencionado cofrecillo en otras manos que en las que pensábamos nosotros, quedábamos como convictos criminales por nuestro propio testimonio escrito; pero, como ya he dicho, ninguno de los dos tenía la cabeza despejada y teníamos verdadera sed de hacer algo, que nos distrajera de la agonía de la espera. Además como ambos estábamos convencidos de que los alrededores de las colinas de arena estaban llenas de espías que observarían todos nuestros movimientos, esperamos que nuestra aparición con el cofrecito provocaría una entrevista y quizás un convenio. Aproximadamente a las tres salimos del pabellón. Había dejado de llover y el sol brillaba alegremente. Nunca había visto a los cuervos volar tan cerca de la casa, ni acercarse tanto a las personas. Al abrir la puerta, uno de estos pájaros chocó contra mi cabeza lanzando su grito peculiar en mis mismos oídos.
-Esto es una advertencia -dijo Northmour. Se creen que ya estamos muertos.
Traté de contestar algo, pero no se me ocurrió nada. La circunstancia me había impresionado a pesar mío.
A unos dos metros de la puerta, sobre un montecillo cubierto de hiedra, depositamos el pequeño cofre. Northmour agitó un pañuelo blanco en todas direcciones sin el menor resultado. Levantamos la voz para gritar en italiano que éramos embajadores para arreglar unas diferencias, pero continuó el silencio sepulcral interrumpido sólo por el mar y los gritos de los cuervos. Cuando desistimos, sentía yo un peso en el corazón y hasta Northmour estaba muy pálido. Miró éste nerviosamente a la puerta como si temiera que alguien se hubiera introducido furtivamente en el pabellón, y murmuró:
-¡Voto a todos los diablos! Esto es demasiado para mí. Contesté en el mismo tono:
-¿Y si después de todo no hubiera nadie?
-¡Mirad allí! -dijo, indicando con la cabeza como si tuviera miedo de señalar el lugar.
Miré donde me decía, hacia el norte del bosque marino y vi una pequeña columna de humo que se elevaba derecha hacia el ahora despejado cielo.
-Northmour -le dije, hablando en voz baja; no es posible soportar por más tiempo esta situación; prefiero cien veces la muerte. Quedaos aquí para defender el pabellón, yo voy a saber algo aunque necesite meterme en su mismo campo.
Volvió él a dirigir una mirada alrededor y movió la cabeza aprobando mi proposición.
Mi corazón latía como si me dieran martillazos dentro del pecho cuando me puse en movimiento hacia el lugar donde salía el humo, y aunque poco antes sentía fresco, una oleada de calor invadió todo mi cuerpo. El sitio a donde debía dirigirme era tan cerrado y los árboles y matorrales tan espesos que hubieran podido cubrirlos. Pero no había practicado inútilmente durante tantos años la vida de vagabundo; aproveché cada ventaja del terreno para esconderme y logré hallar, sin hacer el menor ruido, un punto estratégico desde el que dominaba varias sendas al mismo tiempo. No transcurrió mucho sin ver recompensada mi pericia. De repente, en un declive del terreno, algo más elevado que los demás y a pocos metros de mi guarida vi aparecer a un hombre casi en cuclillas corriendo todo lo deprisa que su posición le permitía. No podía ser más que uno de nuestros espías. Tan pronto como lo vi, lo llamé en inglés y en italiano, pero él, viendo que ya no era posible ocultarse, se enderezó y con la ligereza del gamo, saltando sobre la maleza, desapareció de mis ojos.
No traté de perseguirle. Ya sabía lo que deseaba; que estábamos observados y sitiados en el pabellón; y con el mismo sigilo retrocedí sobre mis pasos y me reuní con Northmour que seguía esperándome en la puerta del pabellón junto al repleto cofrecillo. Mi relato pareció ponerle aún más pálido.
-¿No habéis podido verle la cara? -me preguntó.
-Estaba de espaldas.
-Vámonos dentro, Frank -murmuró, no me tengo por cobarde, pero esto ya va siendo demasiado.
Todo estaba tranquilo en el pabellón iluminado por los rayos solares. Cuando volvimos a entrar en él, hasta los cuervos se habían alejado y revoloteaban sobre la playa y las colinas de arena, y esta siniestra soledad me impresionaba más que lo hubiera hecho un regimiento entero.
Sólo cuando la puerta se cerró y colocamos de nuevo la barricada respiré con alguna libertad. Northmour y yo cambiamos una mirada significativa y cada uno hizo sus propias reflexiones al ver el alterado aspecto u otro.
-Tenéis razón -le dije. Creo que todo es inútil. Démonos un buen apretón de manos, querido amigo, porque me temo que sea el último.
-Sí -contestó él. ¡Démonoslo!, y os aseguro que en este momento no os guardo rencor. Pero sí tuviéramos la suerte de poder escapar de esos forajidos, entonces os ganaré la partida de un modo o de otro.
-Me fastidiáis -le contesté.
Pareció ofenderse de mi respuesta y dio algunos pasos en silencio.
Se detuvo al pie de la escalera, y desde allí me dijo:
-No me habéis comprendido -replicó. La partida me interesa y procuraré ganarla. Que os fastidie o no, señor Cassilis, me da igual; yo hablo por mi propia satisfacción y no para divertimos. Ahora podéis ir arriba a hacer la corte a Clara; yo aquí me quedo.
-Y yo me quedo aquí también. ¿Creéis -le dije- que en estas circunstancias voy a dejaros solo, aunque me deis permiso para ello?
-¡Frank! -me replicó sonriendo, ¡qué lástima que seáis un asno, porque hay en vos material para un hombre! Yo creo que debe ser hoy mi último día, porque no me enfado aunque tratáis de ello. ¿Sabéis -añadió con una melancolía muy rara en él- que creo que somos dos de los hombres más desgraciados de Inglaterra? Rondamos los treinta años y no tenemos ni mujer ni hijos ni siquiera una negocio que regentar ni que nos dé interés en la vida; lo que se dice dos pobres diablos, y ahora vamos a rompernos la cabeza por una muchacha como si no hubiera varios millones de ellas en el Reino Unido. ¡Ah! Frank, el que pierda esta partida, seáis vos o yo, tiene desde luego mi compasión. ¡Por la Biblia! ¡Más le valdría que le arrojaran al agua con una piedra de molino al cuello! ¡Vamos a beber algo! -añadió como si quisiera escapar a los dulces y melancólicos pensamientos que llenaban su corazón.
Muy conmovido por sus palabras acepté; se sentó sobre la mesa del comedor y levantó un vaso de jerez hasta sus ojos.
-Si me vencéis, Frank -dijo, me daré a la bebida. ¿Qué haréis vos en ese caso?
-Sólo Dios lo sabe -respondí.
-Bueno, pues, bebamos, ¡por la Italia Irredenta!
El resto del día se pasó en el mismo tedio e intranquilidad. Puse la mesa para la comida, mientras Northmour ayudaba a Clara en la cocina a preparar los manjares. En mis idas y venidas pude oír su conversación y quedé sorprendido al ver que hablaban de mí. Northmour felicitaba a Clara con ironía sobre su elección de esposo, pero no conversaban mal de mí y si me dirigía alguna pulla, era siempre incluyéndose él también en la censura. Su conducta, unida a las sentidas frases que poco antes me había dicho y a la inminencia del peligro, hizo asomar las lágrimas a mis ojos y llenó mi cerebro de un pensamiento, muy humano, precisamente porque era egoísta. ¡Qué lástima, pensé, que tres personas jóvenes como nosotros mueran por defender a un criminal moribundo! Antes de que nos sentáramos a comer observé el campo desde una de las ventanas del piso principal. El día empezaba a declinar; la extensión de liquen y hiedra estaba completamente desierta, y el cofrecillo permanecía intacto en el mismo sitio en que lo habíamos dejado hacía algunas horas.
El señor Hudlstone, vistiendo una larga bata amarilla se sentó a la cabecera de la mesa, Clara a la otra, mientras que Northmour y yo nos hacíamos frente a los lados. La lámpara difundía su luz clara; los vinos eran buenos y las viandas, aunque en su mayor parte fiambres, bien sazonadas y apetitosas. Parecía que por un tácito convenio renunciábamos a mencionar nada que se refiriese a nuestra actual y crítica situación, y dadas las circunstancias la comida fue más alegre de lo que se podía esperar. Cierto es que de tiempo en tiempo, Northmour o yo nos levantábamos para recorrer las defensas y en cada una de estas ocasiones que recordaban a señor Hudlstone lo trágico de su situación, lanzaba éste miradas angustiosas con sus claros ojos febriles, y en su cara se acentuaba la máscara del terror. Pero pasado ese momento, se limpiaba la frente con su pañuelo, apuraba su vaso y volvía a tomar parte en la conversación.
Quedé admirado de su erudición y de los conocimientos que desplegaba. El señor Hudlstone no tenía un carácter vulgar. Sus dotes eran extraordinarias, y aunque yo no hubiera podido querer a aquel hombre, empecé a comprender su anterior éxito en los negocios y la especie de sugestión que sobre tanta gente había ejercido. Sus talentos sobre todo eran de los que brillan en sociedad, y aunque nunca tuve ocasión de verle hablar más que aquella tarde, en condiciones tan desfavorables, comprendí que era un polemista de primer orden.
Me estaba explicando, con tanta maestría como ánimo, los manejos de una sociedad mercantil a la que había pertenecido en su juventud y todos le oíamos con interés mezclado de un poco de embarazo, cuando nuestra charla fue interrumpida de la manera más inesperada.
Un ruido como si algo rozara el cristal de la ventana nos dejó a todos mudos y blancos como el papel.
-Un abejorro -dije yo por fin, pues era un ruido semejante al que esos animales hacen.
-¡Maldito abejorro! -dijo Northmour. ¡Callad!
El mismo ruido se repitió por dos veces, y de pronto una voz formidable lanzó a través de las ventanas la palabra italiana: ¡Traditore!
El señor Hudlstone dejó caer la cabeza hacia atrás; sus ojos giraron en sus órbitas, quiso levantarse y cayó desplomado al suelo. Northmour y yo nos precipitamos a coger los rifles y
Clara corrió hacia su padre. Volvió a reinar el silencio en torno del pabellón y Northmour dijo:
-¡Pronto! ¡Llevadle arriba, pues me parece que no tardarán en volver!  

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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