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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. IX

Cuenta como cumplió northmour su contrato

Enormes serán las dificultades con que luche para poder explicar claramente, lo que ocurrió después de esta muerte el muelle trágica. Cuando miro atrás, todo lo veo vago e impre­ciso como los esfuerzos de un durmiente du­rante una pesadilla. Clara, según recuerdo, lan­zó un gemido y hubiera caído al suelo si no lo hubiéramos impedido sosteniéndola North­mour y yo; no creo que nos atacaran a nosotros; no recuerdo haber vista un solo enemigo; lo que sí sé es que abandonamos el cadáver del desgraciado banquero sin dirigirle siquiera una mirada, y que corrí llevando a Clara en mis brazos y disputándosela a Northmour cuando éste trataba de aliviarme de mi querida carga. Cómo nos dirigimos a mi cueva en las peñas de Hemlock, ni cómo llegamos a ella son cosas que han quedado para siempre borradas de mí re­cuerdo. La primera imagen que se presenta distinta en mi memoria es que habíamos depo­sitado a Clara en la entrada de mi cueva, y un instante después Northmour y yo luchábamos como dos fieras; me dio un golpe violentísimo con la culata de su revólver en la cabeza y a la abundante hemorragia que esto me produjo atribuyo la inmediata claridad de mi mente.
Detuve su mano con todas mis fuerzas, y le dije:
-¡Northmour! ¡Matadme después!, pero antes atendamos a Clara.
Éste se hallaba en uno de sus períodos álgi­dos de locura occidental; al oír mis palabras dio un salto y arrojándose sobre Clara, la estrechó contra su pecho.
-¡Miserable! -grité yo. ¡Sois indigno del nombre de caballero! ¡No sois más que un co­barde!
Volvió a dejar a Clara en el suelo y levan­tándose se conmigo diciendo:
-Os he tenido bajo mi mano, y ¿aún me in­sultáis?
-¡Cobarde! -repetí. Si esa mujer tuviera to­das sus facultades, ¿sabéis si recibiría con gusto vuestras caricias? ¡Estáis seguro de lo contrario! Y ahora mientras está quizá moribunda gastáis este precioso tiempo en ultrajarla en lugar de prestarle ayuda! ¡Dejadme socorrerla!
Por unos minutos me miró sombrío y ame­nazador y cambiando repentina-mente de idea, dijo:
-Socorredla, pues.
Me arrojé a su lado de rodillas y traté de cor­tar con mi pequeña navaja las ropas que la oprimían, pero la mano de Northmour cayó sobre mi hombro como una tenaza, y con voz alterada me dijo:
-¡No la toquéis! ¿Creéis que no tengo sangre en las venas? -Northmour -grité desesperado, si no me dejáis prestarle los cuidados que pue­da me vais a obligar a que os mate.
-¡Mejor! -gritó el violento joven. ¡Que se muera ella también! Es la mejor solución. ¡Ea! Levantaos de ahí, y terminemos nuestra lucha.
-Os haré observar -dije yo levantándome so­bre una rodilla- que yo no me he permitido la menor libertad.
-¡Ni yo lo hubiera permitido! - respondió él con altanería.
Al oír estas palabras un vértigo me dominó y me indujo a hacer una de las acciones de que más me he avergonzado en toda mi vida, aun­que mi buena esposa me afirmó mil veces que ya podía estar seguro de que mis caricias eran bien recibidas por ella estuviera viva o muerte. El caso es que volviéndome a arrodillar, separé los hermosos rizos de sus cabellos, y con el ma­yor respeto coloqué un momento mis labios sobre aquella pura y fría frente; fue una caricia pura como la de un padre o como el beso de un hombre que va a morir por una mujer que ya está muerta.
-Ahora -dije levantándome- a vuestras órde­nes, señor Northmour.
Pero, con gran sorpresa por mi parte, vi que éste me había dado la espalda.
-¿No me oís? -repetí,
-Sí -contestó sin darse la vuela, y en un tono inseguro. Si queréis luchar estoy preparado, pero si queréis tratar de salvarla por esta noche, esperaré a mañana. Me da igual.
No esperé a que me lo repitiera, sino que volviéndome a inclinar sobre Clara, proseguí mis esfuerzos para hacerla volver en si el cono­cimiento. Continuaba blanca e inmóvil. Empe­zaba a temer que su alma pura había abando­nado las miserias de este mundo y un horror y desolación profunda invadió todo mi ser. La llamé por todos los nombres más cariñosos; traté de calentar sus frías manos entre las mías, tan pronto le colocaba la cabeza baja, como la volvía a colocar sobre mis rodillas, pero todo parecía inútil para conseguir levantar aquellos párpados que pesadamente cubrían sus ojos.
-¡Northmour! -le dije de pronto. Por amor de Dios, coge mi sombrero que está ahí, llenad­lo en ese manantial y traédmelo.
Al instante estaba a mi lado con el agua.
Me hizo observar que había traído el agua en su sombrero, aña-diendo:
-Espero que me concederéis ese privilegio.
-Northmour... -empecé a decir, pero me inte­rrumpió violenta-mente.
-¡Callaos! -replicó. Lo mejor que podéis hacer es no hablar.
No tenía yo tampoco humor de conversación viendo a mi adorada en aquel estado y temien­do por su vida. Continué, pues, en silencio, esforzándome por aliviarla, y cuando el som­brero estuvo vacío se lo alargué añadiendo: más.
En tres ocasiones cumplió mi encargo, cuan­do Clara, ¡por fin!, abrió los ojos.
-Ahora -dijo él, puesto que la señorita está mejor, creo que podréis excusar mi presencia. ¡Buenos noches, señor Cassilis! ¡Hasta mañana!
Diciendo estas palabras, se perdió en la es­pesura. Yo encendí fuego porque no temía a los italianos, que hasta habían respetado todos los objetos de mi domicilio del bosque. Hice cuanto estaba en mi mano para lograr que, a pesar de los poquísimos medios de que dispo­nía y de los estragos que la horribles emociones de aquella noche habían causado en ella, Clara se tranquilizara algo y descansara un poco, velándola yo con tanto respeto como cariño.
Ya había aclarado el día, cuando un enérgico ¡chis! se oyó en la espesura, y poco después la voz de que decía con la mayor tranquilidad:
-¡Cassilis! Venid aquí solo; quiero una cosa.
Consulté a Clara con la mirada y habiendo obtenido su tácito consentimiento la dejé sola y salí de la cueva. A poca distancia percibí a Northmour apoyado en un árbol; apenas me vio echó a andar hacia la playa sin esperarme y le alcancé a la salida del bosque.
-¡Mirad allí! -me dijo deteniéndose. Las luces de la mañana alumbraban clara y brillantemente el conocido paisaje.
El pabellón de la hiedra no era más que un montón de ruinas ennegrecidas y sin formas el campo de liquen estaba sembrado aquí y allá de restos de maderas negras, densas columnas de humo empañaban aún el aire puro de la mañana, montones de cenizas llenaban las desmanteladas paredes de la casa como una gigantesca chimenea que estuviera medio ex­tinguida. Cerca de la orilla del mar humeaba también la chimenea del yate y un bote con vigorosos remeros se alejaba del barco diri­giéndose a la playa.
-El Conde Rojo -exclamé yo. Desgraciada­mente con doce horas de retraso.
-Mirad en vuestro bolsillo, Frank -me dijo Northmour. ¿Traéis armas?
Me apresuré a hacerlo, pero creo que me pu­se pálido al compro-bar que mi revólver había desaparecido.
-Ya veis que os tengo en mi poder -añadió él sacando mi revólver de su bolsillo. Os lo quité ayer mientras cuidabais a Clara. Después... la no­che... en una palabra, he mudado de parecer, y aquí tenéis vuestro revólver. ¡No me deis las gracias! No me gustan las ternuras y sería la única manera de enfadarme ahora.
Empezó a andar por el campo de liquen para alcanzar el bote que ya tocaba a la playa. Delan­te del pabellón me detuve para ver dónde había caído señor Hudlstone pero no había la menor señal del cadáver. Northmour me dio la expli­cación con una palabra:
-Los pantanos -dijo señalando en aquella di­rección. Continuó caminando hasta que ambos alcanzamos la playa.
-Hasta aquí basta -dijo deteniéndome con un ademán, y añadió: Si queréis podéis llevarla a la casa señorial con Aggie.
-Muchas gracias -contesté; pero la instalaré en casa del Pastor de Graden West hasta que nos casemos.
El bote en este momento atracaba a la orilla y un marinero saltaba a tierra.
-Esperad un momento, muchachos -gritó Northmour; y bajando mucho la voz de modo que apenas alcanzara a mis oídos murmuró-: no le contéis nada de esto a ella.
-Al contrario -exclamé yo, nunca habrá un secreto entre nosotros.
-No me comprendéis -añadió con aire ver­daderamente noble; lo digo porque no lo nece­sita. Ya sabía ella que acabaría esto así. ¡Basta! ¡Adiós!
-¡Northmour! ¡Sois mejor de lo que creéis vos mismo! -le dije tendiéndole la mano.
-Perdonadme -añadió dando un paso atrás. No puedo llevar las cosas tan lejos; ya sabéis que no soy un sentimental ni vayáis a pensar que algún día llegaré como un peregrino de blancos cabellos a pediros un sitio en vuestro hogar, ni ninguna de esas simplezas. Al contra­rio, lo que deseo es no volver a veros nunca a ninguno de los dos.
-Puesto que no aceptáis mi mano, no podéis rehuir mi bendición -añadí más conmovido de lo que quería aparentar. ¡Northmour, Dios os bendiga!
-Amén -añadió encaminándose al bote de prisa y sin volver la cabeza.
Llegó a donde estaba el bote y con su agili­dad peculiar subió sin ayuda de nadie y empu­ñó el timón; y el pequeño barco se levantó so­bre las olas cortando rápidamente las aguas. En el momento en que Northmour llegaba al yate salía el sol envolviendo aquella escena de eter­na despedida con la radiante luz de los rayos de la mañana.
Sólo una palabra más y termino mi historia. Unos años después me enteré que el señor Northmour había muerto en Italia, combatien­do bajo las banderas de Garibaldi por la in­dependencia del Tirol.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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