Cuenta
como cumplió northmour su contrato
Enormes
serán las dificultades con que luche para poder explicar claramente, lo que
ocurrió después de esta muerte el muelle trágica. Cuando miro atrás, todo lo
veo vago e impreciso como los esfuerzos de un durmiente durante una
pesadilla. Clara, según recuerdo, lanzó un gemido y hubiera caído al suelo si
no lo hubiéramos impedido sosteniéndola Northmour y yo; no creo que nos
atacaran a nosotros; no recuerdo haber vista un solo enemigo; lo que sí sé es
que abandonamos el cadáver del desgraciado banquero sin dirigirle siquiera una
mirada, y que corrí llevando a Clara en mis brazos y disputándosela a Northmour
cuando éste trataba de aliviarme de mi querida carga. Cómo nos dirigimos a mi
cueva en las peñas de Hemlock, ni cómo llegamos a ella son cosas que han
quedado para siempre borradas de mí recuerdo. La primera imagen que se
presenta distinta en mi memoria es que habíamos depositado a Clara en la entrada
de mi cueva, y un instante después Northmour y yo luchábamos como dos fieras;
me dio un golpe violentísimo con la culata de su revólver en la cabeza y a la
abundante hemorragia que esto me produjo atribuyo la inmediata claridad de mi
mente.
Detuve
su mano con todas mis fuerzas, y le dije:
-¡Northmour!
¡Matadme después!, pero antes atendamos a Clara.
Éste
se hallaba en uno de sus períodos álgidos de locura occidental; al oír mis
palabras dio un salto y arrojándose sobre Clara, la estrechó contra su pecho.
-¡Miserable!
-grité yo. ¡Sois indigno del nombre de caballero! ¡No sois más que un cobarde!
Volvió
a dejar a Clara en el suelo y levantándose se conmigo diciendo:
-Os
he tenido bajo mi mano, y ¿aún me insultáis?
-¡Cobarde!
-repetí. Si esa mujer tuviera todas sus facultades, ¿sabéis si recibiría con
gusto vuestras caricias? ¡Estáis seguro de lo contrario! Y ahora mientras está
quizá moribunda gastáis este precioso tiempo en ultrajarla en lugar de
prestarle ayuda! ¡Dejadme socorrerla!
Por
unos minutos me miró sombrío y amenazador y cambiando repentina-mente de idea,
dijo:
-Socorredla,
pues.
Me
arrojé a su lado de rodillas y traté de cortar con mi pequeña navaja las ropas
que la oprimían, pero la mano de Northmour cayó sobre mi hombro como una tenaza,
y con voz alterada me dijo:
-¡No
la toquéis! ¿Creéis que no tengo sangre en las venas? -Northmour -grité
desesperado, si no me dejáis prestarle los cuidados que pueda me vais a
obligar a que os mate.
-¡Mejor!
-gritó el violento joven. ¡Que se muera ella también! Es la mejor solución.
¡Ea! Levantaos de ahí, y terminemos nuestra lucha.
-Os
haré observar -dije yo levantándome sobre una rodilla- que yo no me he
permitido la menor libertad.
-¡Ni
yo lo hubiera permitido! - respondió él con altanería.
Al
oír estas palabras un vértigo me dominó y me indujo a hacer una de las acciones
de que más me he avergonzado en toda mi vida, aunque mi buena esposa me afirmó
mil veces que ya podía estar seguro de que mis caricias eran bien recibidas por
ella estuviera viva o muerte. El caso es que volviéndome a arrodillar, separé
los hermosos rizos de sus cabellos, y con el mayor respeto coloqué un momento
mis labios sobre aquella pura y fría frente; fue una caricia pura como la de un
padre o como el beso de un hombre que va a morir por una mujer que ya está
muerta.
-Ahora
-dije levantándome- a vuestras órdenes, señor Northmour.
Pero,
con gran sorpresa por mi parte, vi que éste me había dado la espalda.
-¿No
me oís? -repetí,
-Sí
-contestó sin darse la vuela, y en un tono inseguro. Si queréis luchar estoy
preparado, pero si queréis tratar de salvarla por esta noche, esperaré a
mañana. Me da igual.
No
esperé a que me lo repitiera, sino que volviéndome a inclinar sobre Clara,
proseguí mis esfuerzos para hacerla volver en si el conocimiento. Continuaba
blanca e inmóvil. Empezaba a temer que su alma pura había abandonado las
miserias de este mundo y un horror y desolación profunda invadió todo mi ser.
La llamé por todos los nombres más cariñosos; traté de calentar sus frías manos
entre las mías, tan pronto le colocaba la cabeza baja, como la volvía a colocar
sobre mis rodillas, pero todo parecía inútil para conseguir levantar aquellos
párpados que pesadamente cubrían sus ojos.
-¡Northmour!
-le dije de pronto. Por amor de Dios, coge mi sombrero que está ahí, llenadlo
en ese manantial y traédmelo.
Al
instante estaba a mi lado con el agua.
Me
hizo observar que había traído el agua en su sombrero, aña-diendo:
-Espero
que me concederéis ese privilegio.
-Northmour...
-empecé a decir, pero me interrumpió violenta-mente.
-¡Callaos!
-replicó. Lo mejor que podéis hacer es no hablar.
No tenía yo tampoco humor de conversación viendo a mi
adorada en aquel estado y temiendo por su vida. Continué, pues, en silencio,
esforzándome por aliviarla, y cuando el sombrero estuvo vacío se lo alargué
añadiendo: más.
En
tres ocasiones cumplió mi encargo, cuando Clara, ¡por fin!, abrió los ojos.
-Ahora
-dijo él, puesto que la señorita está mejor, creo que podréis excusar mi
presencia. ¡Buenos noches, señor Cassilis! ¡Hasta mañana!
Diciendo
estas palabras, se perdió en la espesura. Yo encendí fuego porque no temía a
los italianos, que hasta habían respetado todos los objetos de mi domicilio del
bosque. Hice cuanto estaba en mi mano para lograr que, a pesar de los
poquísimos medios de que disponía y de los estragos que la horribles emociones
de aquella noche habían causado en ella, Clara se tranquilizara algo y
descansara un poco, velándola yo con tanto respeto como cariño.
Ya
había aclarado el día, cuando un enérgico ¡chis! se oyó en la espesura, y poco
después la voz de que decía con la mayor tranquilidad:
-¡Cassilis!
Venid aquí solo; quiero una cosa.
Consulté
a Clara con la mirada y habiendo obtenido su tácito consentimiento la dejé sola
y salí de la cueva. A poca distancia percibí a Northmour apoyado en un árbol;
apenas me vio echó a andar hacia la playa sin esperarme y le alcancé a la
salida del bosque.
-¡Mirad
allí! -me dijo deteniéndose. Las luces de la mañana alumbraban clara y
brillantemente el conocido paisaje.
El
pabellón de la hiedra no era más que un montón de ruinas ennegrecidas y sin
formas el campo de liquen estaba sembrado aquí y allá de restos de maderas
negras, densas columnas de humo empañaban aún el aire puro de la mañana, montones
de cenizas llenaban las desmanteladas paredes de la casa como una gigantesca
chimenea que estuviera medio extinguida. Cerca de la orilla del mar humeaba
también la chimenea del yate y un bote con vigorosos remeros se alejaba del
barco dirigiéndose a la playa.
-El
Conde Rojo -exclamé yo. Desgraciadamente con doce horas de retraso.
-Mirad
en vuestro bolsillo, Frank -me dijo Northmour. ¿Traéis armas?
Me
apresuré a hacerlo, pero creo que me puse pálido al compro-bar que mi revólver
había desaparecido.
-Ya
veis que os tengo en mi poder -añadió él sacando mi revólver de su bolsillo. Os
lo quité ayer mientras cuidabais a Clara. Después... la noche... en una
palabra, he mudado de parecer, y aquí tenéis vuestro revólver. ¡No me deis las
gracias! No me gustan las ternuras y sería la única manera de enfadarme ahora.
Empezó
a andar por el campo de liquen para alcanzar el bote que ya tocaba a la playa.
Delante del pabellón me detuve para ver dónde había caído señor Hudlstone pero
no había la menor señal del cadáver. Northmour me dio la explicación con una
palabra:
-Los
pantanos -dijo señalando en aquella dirección. Continuó caminando hasta que
ambos alcanzamos la playa.
-Hasta
aquí basta -dijo deteniéndome con un ademán, y añadió: Si queréis podéis
llevarla a la casa señorial con Aggie.
-Muchas
gracias -contesté; pero la instalaré en casa del Pastor de Graden West hasta
que nos casemos.
El
bote en este momento atracaba a la orilla y un marinero saltaba a tierra.
-Esperad
un momento, muchachos -gritó Northmour; y bajando mucho la voz de modo que
apenas alcanzara a mis oídos murmuró-: no le contéis nada de esto a ella.
-Al
contrario -exclamé yo, nunca habrá un secreto entre nosotros.
-No
me comprendéis -añadió con aire verdaderamente noble; lo digo porque no lo necesita.
Ya sabía ella que acabaría esto así. ¡Basta! ¡Adiós!
-¡Northmour!
¡Sois mejor de lo que creéis vos mismo! -le dije tendiéndole la mano.
-Perdonadme
-añadió dando un paso atrás. No puedo llevar las cosas tan lejos; ya sabéis que
no soy un sentimental ni vayáis a pensar que algún día llegaré como un
peregrino de blancos cabellos a pediros un sitio en vuestro hogar, ni ninguna
de esas simplezas. Al contrario, lo que deseo es no volver a veros nunca a
ninguno de los dos.
-Puesto
que no aceptáis mi mano, no podéis rehuir mi bendición -añadí más conmovido de
lo que quería aparentar. ¡Northmour, Dios os bendiga!
-Amén
-añadió encaminándose al bote de prisa y sin volver la cabeza.
Llegó
a donde estaba el bote y con su agilidad peculiar subió sin ayuda de nadie y
empuñó el timón; y el pequeño barco se levantó sobre las olas cortando
rápidamente las aguas. En el momento en que Northmour llegaba al yate salía el
sol envolviendo aquella escena de eterna despedida con la radiante luz de los
rayos de la mañana.
Sólo
una palabra más y termino mi historia. Unos años después me enteré que el señor
Northmour había muerto en Italia, combatiendo bajo las banderas de Garibaldi
por la independencia del Tirol.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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