El
hotel estaba completamente a oscuras y la verja que daba paso a los coches
cerrada.
-Esto
no tiene precedentes -observó León. Una hospedería cerrada a las once y cinco
minutos, y sin embargo en el café había aún algunos viajantes. Elvira, mi
corazón no me engaña, llamemos a la campanilla.
La
campanilla tenía una nota potente y vibrante que acentuaba las apariencias
conventuales del edificio. Un sentimiento de rezos y mortificaciones se
apoderó de la melancólica Elvira mientras a su marido le pareció que anunciaba
el principio de un sombrío quinto acto.
-Es
tu culpa -murmuraba Elvira- por haber estado llamando a la desgracia.
León
cogió la campanilla y llamó con más fuerza; aquel toque a rebato despertó todos
los ecos del edificio y cuando ya se iban desvaneciendo, apareció una luz
junto a la puerta cochera y una potente voz trémula de rabia se alzó en el
silencio de la noche.
-¿Qué
escándalo es éste? -gritó el trágico hostelero a través de los barrotes de la
verja. ¿Las doce casi dadas y os venís haciendo un ruido, como si fuerais
prusianos, a las puertas de un hotel respetable? ¡Oh!, ya os conozco, cómicos
de la legua, gentes que andan siempre en dificultades con la policía. Y ¿os presentáis
aquí como si fuerais los señores y dueños de todo? ¡Marchaos inmediatamente!
-Me
permitiréis recordaros -dijo León en tono incisivo- que soy un huésped de
vuestra casa, que mi inscripción está en regla y que he depositado en ella mi
equipaje que vale más de 400 francos.
-Pues
ahora no podéis entrar -dijo el grosero personaje; esto no es taberna de
ladrones, ni sitio propio para pajarracos nocturnos y tocadores de órgano.
-¡Bruto!
-gritó Elvira a quien llegó al alma lo del organillo.
-Entonces
reclamo mi equipaje -continuó León con inalterable dignidad.
-No
sé nada de vuestro equipaje -contestó el hostelero.
-¿Queréis
confiscarme el equipaje? -gritó el artista. ¿Os atrevéis a confiscarme el
equipaje?
-¿Quién
sois? -preguntó el patrón. Como está tan oscuro no veo.
-¡Bueno!
¿Quiere decir que detenéis mis efectos? -concluyó León. Os arrepentiréis, os
lo aseguro, os haré la vida amarga a fuerza de persecu-ciones. Os arrastraré de
tribunal en tribunal o no hay justicia en Francia que decida entre vos y yo.
Os convertiré en el hazmerreír de la ciudad; pondré vuestro nombre en una
canción, en una indecente canción que se hará popular y que los chicos os
cantarán en la calle y vendrán de noche a cantarla a través de esas verjas.
Había
ido gradualmente subiendo la voz porque durante la discusión se había ido retirando
el hostelero y al llegar a las últimas palabras, la luz había desaparecido
completamente. León se volvió a su esposa con gesto heroico.
-Elvira
-dijo, desde ahora tengo un deber sagrado en la vida. Destruir a este hombre como
Eugenio que destruyó al conserje. Vamos de inmediato a buscar los gendarmes y
empecemos nuestra venganza.
Recogió
la caja de la guitarra que durante este tiempo había estado apoyada en la
pared y emprendieron el camino a través de las desiertas y mal alumbradas
calles de la pequeña ciudad, cansados y con los corazones indignados.
La
gendarmería se hallaba colocada detrás de las oficinas del telégrafo, en el
fondo de un vasto patio convertido parcialmente en jardín, donde allí los
guardianes del pueblo disfrutaban del sueño más tranquilo, que costó a
nuestros artistas no pocos esfuerzos el poder despertar a uno. Cuando por fin
éste se acercó a la puerta y le explicaron el caso, se limitó a decir:
-Eso
no es cosa nuestra. León razonó con él, le suplicó.
-Aquí
-dijo señalando a Elvira- está Madame Berthelini, en traje de sociedad, una
señora muy delicada y en estado interesante. Lo último era añadido para buscar
un efecto teatral pero a todo contestaba el militar:
-Eso
no es cosa nuestra.
-Muy
bien -dijo León. Pues vamos a la comisaría. Allí encaminaron sus pasos. La
oficina estaba oscura y probablemente solitaria, pero el domicilio estaba a dos
pasos, y allá fue el pobre artista colgándose de la campanilla como un loco. La
esposa del comisario, una mujercita que parecía hecha con papel de seda, se
asomó a la ventana y les informó de que el comisario no había regresado aún.
-¿Está
quizás en la alcaldía? -pregunto León. La comisario lo encontró probable.
-¿Tenéis
la bondad de decirme dónde está la alcaldía? Sobre este punto le dio unos
informes algo vagos.
-Quédate
-aquí, Elvira -dijo su esposo, no sea que nos crucemos en el camino. Si cuando
yo vuelva ya no estás aquí me dirigiré en seguida al hotel.
Y
se fue a buscar al alcalde. Algunos minutos perdió dando vueltas por calles
desconocidas y cuando llegó ya eran las doce y media pasadas. Las tapias de un
jardín blancas y sombreadas por nogales, una puerta con buzón para cartas y un
tirador de campanilla, esto es lo único que se podía ver del domicilio del alcalde.
León cogió el tirador con ambas manos y se colgó de él furiosamente. La campanilla
estaba al otro lado de la verja y respondió a sus esfuerzos produciendo un
ruido clamoroso que se extendió más y más en el silencio absoluto de la noche.
Se
abrió una ventana en la casa de enfrente, y una voz preguntó el motivo de tanto
ruido. -Deseo ver al alcalde -contestó León.
-A
estas horas está en la cama -contestó la voz.
-Pues
que se levante -y volvió a llamar a la campanilla.
-No
lograréis que os oiga -replicó la voz. La campanilla da al extremo del jardín y
el alcalde y su ama de gobierno son sordos.
-¡Ah!
¿El alcalde es sordo? -preguntó León, sintiendo un impulso de satisfacción al
acordarse del concierto del café. ¿Con que es sordo? ¡Ahora lo comprendo
todo! ¿Y el jardín es grande y la casa lejos?
-Podéis
llamar toda la noche -añadió la voz- sin otro fruto que el de despertarme a mí.
-Gracias,
ciudadano -contestó el artista, os voy a dejar dormir.
Y
se marchó a buen paso para reunirse con Elvira; la encontró paseando por
delante de la comisaría.
-¿No
ha venido? -preguntó Berthelini.
-Todavía
no -fue la respuesta.
-Bien
-observó León. Tengo la seguridad de que nuestro hombre está arriba. Dame la
guitarra, Elvira. Estoy enfadado, pero gracias a Dios yo no pierdo la cabeza,
nos contentaremos con dar al injusto magistrado una serenata. Témplame la
guitarra, Elvira, que yo ya estoy templado.
Al
decir esto tenía ya abierta la caja de la guitarra y la empuñó con un ademán
irresistible.
-Ahora
-continuó, ¿estás dispuesta? Pues sígueme.
-Sonaron
los primeros acordes de la guitarra y las dos voces unidas y fuertes se elevaron
en el silencio de la noche, cantando el coro de una canción del viejo Béranger:
¡Comisario,
comisario,
Colin
pega a su patrona!
Las
piedras de Castel-le-Gâchis temblaron ante esta audaz innovación. Hasta aquí la
noche había sido consagrada al sueño y a los gorros de dormir. ¿Qué quería
decir aquello? Se abrieron las ventanas, una tras otra. Se encendieron
fósforos y empezaron a lucir bujías. Delante de la puerta del comisario se
dibujaban las dos figuras arrogantemente plantadas, con la cabeza echada atrás
y la mirada como interrogando a los cielos. La guitarra en medio del silencio
parecía tener una resonancia como si fuese medio orquesta y las voces
despertaban todos los ecos repitiendo el nombre de comisario. Más parecía
aquello entreacto en una farsa de Moliére que escena real en la monótona vida
de Castel-le-Gâchis.
El
comisario, si no el primero, tampoco fue el último en rendirse a la influencia
de la música y furioso abrió la ventana de su cuarto de dormir. Estaba fuera
de sí de rabia. Se inclinó hacia la calle gesticulando como un poseído. La
borla de su gorro de dormir parecía un ser animado; abrió la boca de una manera
sin precedente, y sin embargo la voz en lugar de escaparse por como un
trueno, salió chillona y medio ahogada. Si la serenata dura un poco más quizás
hubiera trabado conocimiento con la apoplejía.
Renunciamos
a reproducir su lenguaje; abarcó tantos puntos a la vez que su descripción
excede a los medios de que dispone un pacifico narrador de cuentos. Aunque ya
tenía fama de hombre de lengua pronta y poseedor de un vasto repertorio de
interjecciones, las prodigó tan notablemente en esta noche, que una señorita
principal, vecina suya, a quien también la música había hecho abandonar la
cama, se vio obligada a cerrar su ventana antes del segundo párrafo.
León
trató de explicó su conducta, pero no recibió otra contestación que amenazas
de arresto.
-¡Si
llego a bajar! -repetía el comisario.
-¡Hacedlo!
-decía León, si eso es lo que queremos.
-¡No
me da la gana! -gritó el funcionario.
-¡No
os atrevéis! -dijo el artista con aire de desafío. El comisario cerró la
ventana.
-¡Todo
ha concluido! -exclamó León. La serenata ha sido mal interpretada. Estos
animales no tienen idea de humanismo.
-Vámonos
de aquí -dijo Elvira tiritando. Toda esta tiente presen-ciando nuestra
desgracia -y dejándose dominar por sus nervios exclamó dirigiéndose al
vecindario: ¡Brutos, brutos y nada más que brutos!
-¡Sálvese
quien pueda! -gritó León; ahora sí que has acabado de arreglarlo.
-Y
tomando la guitarra en una mano y en otra la caja, precedió a su esposa con
alguna precipitación exagerada, al abandonar el teatro de su última y absurda
aventura.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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