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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. III

El hotel estaba completamente a oscuras y la verja que daba paso a los coches cerrada.
-Esto no tiene precedentes -observó León. Una hospedería cerrada a las once y cinco mi­nutos, y sin embargo en el café había aún algu­nos viajantes. Elvira, mi corazón no me engaña, llamemos a la campanilla.
La campanilla tenía una nota potente y vi­brante que acentuaba las apariencias conven­tuales del edificio. Un sentimiento de rezos y mortificaciones se apoderó de la melancólica Elvira mientras a su marido le pareció que anunciaba el principio de un sombrío quinto acto.
-Es tu culpa -murmuraba Elvira- por haber estado llamando a la desgracia.
León cogió la campanilla y llamó con más fuerza; aquel toque a rebato despertó todos los ecos del edificio y cuando ya se iban desvane­ciendo, apareció una luz junto a la puerta co­chera y una potente voz trémula de rabia se alzó en el silencio de la noche.
-¿Qué escándalo es éste? -gritó el trágico hostelero a través de los barrotes de la verja. ¿Las doce casi dadas y os venís haciendo un ruido, como si fuerais prusianos, a las puertas de un hotel respetable? ¡Oh!, ya os conozco, cómicos de la legua, gentes que andan siempre en dificultades con la policía. Y ¿os presentáis aquí como si fuerais los señores y dueños de todo? ¡Marchaos inmediatamente!
-Me permitiréis recordaros -dijo León en to­no incisivo- que soy un huésped de vuestra casa, que mi inscripción está en regla y que he depositado en ella mi equipaje que vale más de 400 francos.
-Pues ahora no podéis entrar -dijo el grosero personaje; esto no es taberna de ladrones, ni sitio propio para pajarracos nocturnos y toca­dores de órgano.
-¡Bruto! -gritó Elvira a quien llegó al alma lo del organillo.
-Entonces reclamo mi equipaje -continuó León con inalterable dignidad.
-No sé nada de vuestro equipaje -contestó el hostelero.
-¿Queréis confiscarme el equipaje? -gritó el artista. ¿Os atrevéis a confiscarme el equipaje?
-¿Quién sois? -preguntó el patrón. Como es­tá tan oscuro no veo.
-¡Bueno! ¿Quiere decir que detenéis mis efec­tos? -concluyó León. Os arrepentiréis, os lo aseguro, os haré la vida amarga a fuerza de persecu-ciones. Os arrastraré de tribunal en tri­bunal o no hay justicia en Francia que decida entre vos y yo. Os convertiré en el hazmerreír de la ciudad; pondré vuestro nombre en una canción, en una indecente canción que se hará popular y que los chicos os cantarán en la calle y vendrán de noche a cantarla a través de esas verjas.
Había ido gradualmente subiendo la voz porque durante la discusión se había ido reti­rando el hostelero y al llegar a las últimas pala­bras, la luz había desaparecido completamente. León se volvió a su esposa con gesto heroico.
-Elvira -dijo, desde ahora tengo un deber sagrado en la vida. Destruir a este hombre co­mo Eugenio que destruyó al conserje. Vamos de inmediato a buscar los gendarmes y em­pecemos nuestra venganza.
Recogió la caja de la guitarra que durante es­te tiempo había estado apoyada en la pared y emprendieron el camino a través de las desiertas y mal alumbradas calles de la pequeña ciu­dad, cansados y con los corazones indignados.
La gendarmería se hallaba colocada detrás de las oficinas del telégrafo, en el fondo de un vasto patio convertido parcialmente en jardín, donde allí los guardianes del pueblo dis­frutaban del sueño más tranquilo, que costó a nuestros artistas no pocos esfuerzos el poder despertar a uno. Cuando por fin éste se acercó a la puerta y le explicaron el caso, se limitó a de­cir:
-Eso no es cosa nuestra. León razonó con él, le suplicó.
-Aquí -dijo señalando a Elvira- está Madame Berthelini, en traje de sociedad, una señora muy delicada y en estado interesante. Lo últi­mo era añadido para buscar un efecto teatral pero a todo contestaba el militar:
-Eso no es cosa nuestra.
-Muy bien -dijo León. Pues vamos a la co­misaría. Allí encaminaron sus pasos. La oficina estaba oscura y probablemente solitaria, pero el domicilio estaba a dos pasos, y allá fue el pobre artista colgándose de la campanilla como un loco. La esposa del comisario, una mujercita que parecía hecha con papel de seda, se asomó a la ventana y les informó de que el comisario no había regresado aún.
-¿Está quizás en la alcaldía? -pregunto León. La comisario lo encontró probable.
-¿Tenéis la bondad de decirme dónde está la alcaldía? Sobre este punto le dio unos informes algo vagos.
-Quédate -aquí, Elvira -dijo su esposo, no sea que nos crucemos en el camino. Si cuando yo vuelva ya no estás aquí me dirigiré en se­guida al hotel.
Y se fue a buscar al alcalde. Algunos minu­tos perdió dando vueltas por calles desconoci­das y cuando llegó ya eran las doce y media pasadas. Las tapias de un jardín blancas y som­breadas por nogales, una puerta con buzón para cartas y un tirador de campanilla, esto es lo único que se podía ver del domicilio del alcalde. León cogió el tirador con ambas manos y se colgó de él furiosamente. La campanilla es­taba al otro lado de la verja y respondió a sus esfuerzos produciendo un ruido clamoroso que se extendió más y más en el silencio absoluto de la noche.
Se abrió una ventana en la casa de enfrente, y una voz preguntó el motivo de tanto ruido. -Deseo ver al alcalde -contestó León.
-A estas horas está en la cama -contestó la voz.
-Pues que se levante -y volvió a llamar a la campanilla.
-No lograréis que os oiga -replicó la voz. La campanilla da al extremo del jardín y el alcalde y su ama de gobierno son sordos.
-¡Ah! ¿El alcalde es sordo? -preguntó León, sintiendo un impulso de satisfacción al acor­darse del concierto del café. ¿Con que es sor­do? ¡Ahora lo comprendo todo! ¿Y el jardín es grande y la casa lejos?
-Podéis llamar toda la noche -añadió la voz- sin otro fruto que el de despertarme a mí.
-Gracias, ciudadano -contestó el artista, os voy a dejar dormir.
Y se marchó a buen paso para reunirse con Elvira; la encontró paseando por delante de la comisaría.
-¿No ha venido? -preguntó Berthelini.
-Todavía no -fue la respuesta.
-Bien -observó León. Tengo la seguridad de que nuestro hombre está arriba. Dame la guita­rra, Elvira. Estoy enfadado, pero gracias a Dios yo no pierdo la cabeza, nos contentaremos con dar al injusto magistrado una serenata. Tém­plame la guitarra, Elvira, que yo ya estoy tem­plado.
Al decir esto tenía ya abierta la caja de la guitarra y la empuñó con un ademán irresisti­ble.
-Ahora -continuó, ¿estás dispuesta? Pues sígueme.
-Sonaron los primeros acordes de la guitarra y las dos voces unidas y fuertes se elevaron en el silencio de la noche, cantando el coro de una canción del viejo Béranger:

¡Comisario, comisario,
Colin pega a su patrona!

Las piedras de Castel-le-Gâchis temblaron ante esta audaz innovación. Hasta aquí la no­che había sido consagrada al sueño y a los go­rros de dormir. ¿Qué quería decir aquello? Se abrieron las ventanas, una tras otra. Se encen­dieron fósforos y empezaron a lucir bujías. De­lante de la puerta del comisario se dibujaban las dos figuras arrogantemente plantadas, con la cabeza echada atrás y la mirada como inter­rogando a los cielos. La guitarra en medio del silencio parecía tener una resonancia como si fuese medio orquesta y las voces despertaban todos los ecos repitiendo el nombre de comisa­rio. Más parecía aquello entreacto en una farsa de Moliére que escena real en la monótona vida de Castel-le-Gâchis.
El comisario, si no el primero, tampoco fue el último en rendirse a la influencia de la músi­ca y furioso abrió la ventana de su cuarto de dormir. Estaba fuera de sí de rabia. Se inclinó hacia la calle gesticulando como un poseído. La borla de su gorro de dormir parecía un ser animado; abrió la boca de una manera sin pre­cedente, y sin embargo la voz en lugar de es­caparse por como un trueno, salió chillona y medio ahogada. Si la serenata dura un poco más quizás hubiera trabado conocimiento con la apoplejía.
Renunciamos a reproducir su lenguaje; abarcó tantos puntos a la vez que su descrip­ción excede a los medios de que dispone un pacifico narrador de cuentos. Aunque ya tenía fama de hombre de lengua pronta y poseedor de un vasto repertorio de interjecciones, las prodigó tan notablemente en esta noche, que una señorita principal, vecina suya, a quien también la música había hecho abandonar la cama, se vio obligada a cerrar su ventana antes del segundo párrafo.
León trató de explicó su conducta, pero no recibió otra contestación que amenazas de arresto.
-¡Si llego a bajar! -repetía el comisario.
-¡Hacedlo! -decía León, si eso es lo que que­remos.
-¡No me da la gana! -gritó el funcionario.
-¡No os atrevéis! -dijo el artista con aire de desafío. El comisario cerró la ventana.
-¡Todo ha concluido! -exclamó León. La se­renata ha sido mal interpretada. Estos animales no tienen idea de humanismo.
-Vámonos de aquí -dijo Elvira tiritando. Toda esta tiente presen-ciando nuestra desgracia -y dejándose dominar por sus nervios exclamó dirigiéndose al vecindario: ¡Brutos, brutos y nada más que brutos!
-¡Sálvese quien pueda! -gritó León; ahora sí que has acabado de arreglarlo.
-Y tomando la guitarra en una mano y en otra la caja, precedió a su esposa con alguna precipitación exagerada, al abandonar el teatro de su última y absurda aventura.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062


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