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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. IV

Al este de Castel-le-Gâchis cuatro filas de enormes álamos y grandes copas forman un hermoso paseo, completamente oscuro de noche y en el que los bancos de piedra alternan con los viejos árboles. No corría ni una gota de aire; una pesada atmósfera saturada de perfumes embalsamaba la avenida y todas las hojas permanecían inmóviles sobre su rama. Después de llamar en vano a la puerta de una o dos posadas, allí resolvieron por fin los ajetreados artistas terminar la noche. Después de una lucha de cortesía para dejar León su gabán a Elvira, se sentaron juntos y en silencio en el primer banco que hallaron.
León lió un cigarrillo y lo fumó hasta el fin tratando solamente de recordar los nombres de las constelaciones que veía entre las hojas. El reloj de la iglesia interrumpió el silencio, dando cuatro campa-nadas seguidas de otra mucho más potente; las vibraciones de esta última expiraron en el aire y el silencio volvió a ser absoluto.
-¡La una! -dijo León. Faltan cuatro horas para que amanezca. La noche es templada y hermosa, tengo fósforos y tabaco. No exige-remos, Elvira. Por una vez esto es encantador. Siento un bienestar interior, me parece que revivo. Esto es la poesía de la vida. Acuér-date, querida mía, de las novelas de Cosper.
-León -dijo la esposa fieramente. ¿Cómo puedes decir semejantes tonterías? ¡Pasar una noche en la calle! ¡Si esto es una pesadilla! ¡Nos vamos a morir!
-Te exaltas sin motivo -replicó él tratando de tranquilizarla. Aquí no se está mal. Anda, ¿quieres que ensayemos una escena? ¿Vamos con Aliestes y Celimene? ¿No? ¿O un trozo de todos Huérfanos? Anda, ven, eso te distraerá, o si prefieres alguna otra, voy a declamar para ti sola como nunca, siento el pecho lleno de inspiración.
-¡Cállate! -gritó ella, o me vas a volver más loca de lo que estoy. ¿No habrá nada capaz de entristecerse, ni aun esta horrorosa situación?
-¡Oh, horrorosa no es la palabra! -observó León. ¿Dónde querrías estar ahora? Decid, bella joven, dónde queréis ir.
Canturreó el artista.
-Mira -dijo de pronto, cogiendo la guitarra: otra buena idea; ¡vamos a cantar esta canción! Esto te tranquilizará los nervios, te lo aseguro.
Y sin esperar contestación empezó a preludiar en el instrumento. A los primeros acordes se despertó un joven que dormía sobre un banco vecino.
-¡Hola! -gritó el durmiente. ¿Quién sois?
-¿Bajo qué rey servís? -declamó el artista. ¡Responded o morid! -añadió, continuando sus clásicas citas de una tragedia francesa.
El joven se levantó, acercándose a la pareja. Era un muchacho alto y robusto, de aspecto distinguido, con el rostro algo mofletudo. Vestía terno gris y un sombrero de cazador del mismo color y al aproximarse vieron que llevaba un saquito de viaje debajo del brazo.
-¿También acampáis aquí? -preguntó, con marcado acento inglés. Me alegro por la compañía.
León explicó sus desventuras y el recién venido a su vez les dijo que era estudiante de Cambridge, que daba una vuelta por el continente y que habiéndosele acabado el dinero para pagar su alojamiento ya hacía tres noches que dormía allí y temía tener que dormir aún otras dos.
-Afortunadamente hace un tiempo hermosísimo concluyó.
-¿Oyes esto, Elvira? -dijo León. Mi señora -continuó, se ha afectado ridículamente por este trivial incidente. Por mi parte lo encuentro romántico y nada desagradable; pero os ruego que toméis asiento -añadió con perfecta cortesía, haciendo sitio en el banco al estudiante.
-Gracias -dijo éste, aceptando la invitación. Sí, no deja de tener sus encantos cuando uno se acostumbra. Para lo que hay siempre endiabladas dificultades es para lavarse. Por lo demás, soy muy aficionado a las estrellas, al aire fresco y a todas esas cosas.
-¡Ah! -dijo León. El señor sin duda es artista.
-¿Artista? -repitió el inglés con aire sorprendido. No que yo sepa.
-Perdonad -dijo el actor; las aficiones que acabáis de exponer...
-¡Bah! -exclamó el estudiante. Le pueden a uno gustar las estrellas y ser lo que a uno le plazca.
-Pero eso quiere decir que tenéis alma de artista, señor... ¿Puedo sin indiscreción preguntamos vuestro nombre? -interrogación.
-Me llamo Stubbs -contestó el inglés.
-Muchas gracias -repuso León. El mío es Berthelini, León Berthelini, antiguo actor de los teatros de Montrouge-Belleville y Montmartre. Modesto como me veis, he creado más de un papel importante. La prensa me dedicó unánimes elogios en el papel del Diablo de las Montañas en el drama del mismo título. Mi esposa, a quien tengo el gusto de presentaros, también es una artista y también es creadora; ha creado más de veinte canciones en uno de los principales music-hall de París. Pero volviendo a vos, señor Stubbs, os decía que teníais alma de artista y me permitiréis ser juez en la materia. Espero que no sacrificaréis vuestros instintos. Yo os aconsejo y os ruego que sigáis la vida de artista.
-Os lo agradezco -contestó el inglés frotándose las manos; pero pienso ser banquero.
-¡No! -exclamó con energía León. ¡No me digáis eso! Un joven de vuestras condiciones no puede caer tan bajo. ¿Qué importan algunas privaciones aisladas, mientras trabajáis para un fin tan noble y elevado como es el arte?
«Este tío está loco», pensó Stubbs; «y la mujer no deja de ser agradable y él mismo parece bastante simpático». Y continuó en voz alta:
-¿Me habéis dicho que sois actor?
-Ciertamente que lo soy -repuso León, o mejor dicho, ¡ay!, lo he sido.
-Y desearíais que yo me hiciera también actor continuó el estudiante; pero hombre, ¡si yo nunca he podido aprenderme las lecciones! Tengo la misma memoria que un chorlito y en cuanto a declamar creo que un gato lo haría mejor.
-La escena no es la única carrera para un artista -dijo León. Sed escultor, bailarín, poeta o novelista; en una palabra, seguid los impulsos de vuestro corazón y haced algo memorable antes de que os sorprenda la muerte.
-Y a eso llamáis arte -preguntó Stubbs.
-¡Claro está! -afirmó Berthelini. ¿No son todas distintas ramas?
-Yo no sé -dijo el inglés: siempre he creído que un artista es un pobre hombre.
El cantor le miró con sorpresa.
-Sin duda -dijo, no nos comprendemos bien a causa de la diferencia de idiomas; esa Torre de Babel, ¡cuántos perjuicios ha causado! Si pudiera yo hablar inglés seguiríais más fácilmente mi razonamiento.
-En confianza os diré que no lo creo -replicó el otro. Aunque parece que vos sois muy fuerte en la materia. En cuanto a mí, admiro las estrellas y me gusta verlas brillar, ¡son tan bellas! Pero que me ahorquen si tengo la menor idea de lo que es arte; ya comprendéis, no está en mi camino. No soy intelectual, lo reconozco; no sabéis los sudores que paso para no llevar calabazas en los exámenes. Pero tengo buen genio -dijo, viendo al artista muy desencantado, a pesar de que la escasa luz no permitía juzgar bien las fisonomías-. Y no me disgustan las comedias, la música, las guitarras y todas esas cosas.
El antiguo actor tuvo la intuición de que no llegarían a un completo -acuerdo sobre esas cosas y cambió de conversación.
-¿Es decir, que viajáis a pie? -preguntó. ¡Qué romántico y qué valiente! ¿Qué os parece mi patria y qué efecto os han causado nuestras elevadas y abruptas montañas?
-El hecho es que... -empezó Stubbs, e iba a añadir que no le habían hecho ningún efecto y que no le importaban un comino, lo que en el fondo tampoco era verdad; pero comprendiendo que el artista y sobre todo el patriota se hubiera resentido, sustituyó su juicio primero por este otro: El hecho es.., que está todo muy bien. A mí me dijeron que no valía nada, hasta en la guía de viaje lo dice, pero sin razón; todo esto es endiabladamente bonito, ¡palabra de honor!
En este momento, y de la manera más inesperada, Elvira rompió a llorar.
-¡Mi voz! -gimió la infeliz. León, si permanezco más tiempo aquí, perderé la voz.
-Pues no estarás ni un instante más -dijo el ex cómico resuelta-mente. Aunque tenga necesidad de llamar en todas las puertas, aunque sea preciso quemar la ciudad, yo te encontraré un refugio.
Guardó la guitarra en su caja, consoló a su esposa con algunas caricias y tomándola del brazo y quitándose el sombrero, dijo al estudiante:
-Señor Stubbs, el recibimiento que puedo ofrecemos es más que proble-mático; sin embargo, os ruego nos concedáis el placer de vuestra compañía. Según me habéis dicho, tenéis algunas dificultades momentáneas y yo tendré un verdadero placer en anticiparos lo que necesitéis. Además, no nos hemos de separar tan pronto después de habernos conocido en tan especiales condiciones.
-¡Oh yo...! -empezó a decir el estudiante. No se deja con gusto a un compañero como vos...
-No quisiera tener que llegar a las amenazas -respondió riendo León, pero si rehusáis lo llevaría muy a mal.
«Yo no sé donde quiere ir a parar ese hombre», pensó el inglés, y después añadió en voz alta:
-Bien, como queráis.
Y volvió a decirse a sí mismo: «¡Pero vaya una forma de obligarle a uno contra su voluntad».

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062


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