Se
trata en él del nocturno desembarco de los viajeros del yate
Volví a mi cueva a comer algo pues tenía mucha hambre y
a cuidarme de mi caballo muy olvidado aquella mañana. De tanto en tanto llegaba
hasta la entrada del bosque para ojear sobre el pabellón, pero en todo el día
no se vio ni un alma por sus alrededores. Aquel barco parado era la única
pincelada de vida en cuanto podían alcanzar mi vista. Durante todo el día
permaneció inmóvil, pero el llegar la noche se acercó visiblemente y yo adquirí mayor conven-cimiento de que en él
debían venir Northmour y sus huéspedes, y que es probable quisieran desembarcar
durante la noche, no sólo porque esto cuadraba bien con los nocturnos
preparativos, sino porque la marea era también más favorable. Durante todo el
día el viento estuvo en calma y el mar también, pero al caer la noche se
recrudeció el temporal anterior. La noche estaba muy oscura. El ruido de las
olas al romper, empujadas por las ráfagas de viento, parecían disparos de
cañón. De vez en cuando caía un chubasco y las olas aumentaban de tamaño con la
proximidad de la plena mar. Estaba en mi observatorio, entre los olmos, cuando
una luz que se balanceaba en el palo mayor del yate, me demostró que éste se
encontraba mucho más cerca de lo que estaba al anochecer. Presumí que esto
debía ser una seña de Northmour a sus asociados en tierra, y con curiosos ojos
miré a mi alrededor para ver si veía alguna respuesta.
Una senda que bordea el bosque es la comunicación más
directa, entre la casi ruinosa casa señorial y el pabellón, y al dirigir mis
miradas por ese lado, vi una luz a menos de un cuarto de milla la cual avanzaba
con rapidez. Por su marcha irregular parecía ser una linterna llevada en la mano
de una persona que lucha al mismo tiempo con las desigualdades del camino y con
las violentas ráfagas del viento. Me escondí precipitadamente entre los árboles
esperando con viva curiosidad la llegada de la persona desconocida. Resultó ser
una mujer y al pasar a dos metros de mi escondite pude verle bien las
facciones. La andada de Northmour en este tenebroso asunto era su antigua ama
de cría, una silenciosa mujer sorda como una tapia.
La
seguí de cerca, aprovechando las irregularidades del camino y oculto el ruido
de mis pasos, por el del aire y el mar, aun para otros oídos más finos que los
de la vieja nodriza.
Entró
en el pabellón y se dirigió sin detenerse a la segunda planta, abrió una
ventana de las que daban al mar y colocó una luz en ella. Inmediatamente
desapareció la luz del barco. Los del barco ya estaban seguros de ser esperados
y las señales habían surtido su efecto. La anciana continuó sus preparativos y
aunque no abrió las otras persianas, pude ver por las rendijas que la luz iba
de un lado e otro, y varias chispas que empezaban a salir de la chimenea
pusieron en mi conocimiento que se había encendido lumbre.
Estaba
seguro de que Northmour y sus huéspedes desembarca-rían en cuanto se cubriera
de agua la pantanosa arena. La noche era malísima para servirse de los botes y
tuve algún temor mezclado con curiosidad al pensar en los peligros del
desembarco. Bien sabía yo que mi antiguo compañero era el más excéntrico de los
hombres, pero el presente capricho era peligroso y lúgubre.
Pensando
en todo esto me dirigí a la playa donde me eché boca abajo en una hondonada del
camino que debían recorrer para llegar al pabellón. Así tendría la satisfacción
de ver a los recién llegados y si resultaba que eran antiguos conocidos, de
saludarlos tan pronto como hubieran desembarcado.
Poco
antes de las once, y cuando la marea aún estaba peligrosamente baja, apareció
una luz muy cerca de la orilla y fijando en ella mi atención pude distinguir un
bote violentamente sacudido y a veces oculto por las impetuosas olas. El tiempo
que visiblemente empeoraba según avanzaba la noche, y la poco favorable
situación del yate a causa de los arrecifes, habían sin duda obligado a sus
pasajeros a intentar el desembarco lo más pronto posible.
Algunos
minutos más tarde pasaban por el camino que guiaba al pabellón, cuatro
marineros llevando una caja muy grande y parecer pesada y precedidos por otro
que llevaba la linterna, fueron admiti-dos en el pabellón por la nodriza y no
tardaron en regresar al bote, volviendo a pasar por segunda vez con otra caja
aún más grande, pero al parecer menos pesada; por tercera vez hicieron el
recorrido, llevando uno de los marinos una maleta de cuero y otro un baúl de
señora y un saco de noche. Mi curiosidad estaba excitadísima. Si es que entre
los huéspedes de Northmour se hallaba una mujer, esa sería una apostasía de sus
más caras teorías capaz de llenarme de sorpresa. Cuando los dos habíamos vivido
en aquel pabellón, ambos éramos misóginos y poco podía yo figurarme que un
ejemplar del sexo odiado vendría a instalarse bajo su techo. Ahora recordaba
algunos detalles y pinceladas de coquetería que me habían llamado la atención
el día anterior en los preparativos del pabellón. Su objeto era ahora evidente
y me traté de torpe por no haberlo comprendido antes.
Mientras
reflexionaba de esta manera, se aproximó otra linterna desde la playa; era
llevada por otro marinero que aún no había visto y servía de guía a dos personas, encaminándose al pabellón. Estas dos
personas eran sin duda los huéspedes para quienes se había habilitado el
pabellón; y esforzando mis ojos y mis oídos esperé a que pasaran ante de mí.
Uno era un hombre de elevadísima estatura, con un sombrero de anchas alas
cosido sobre los ojos y una capa escocesa en la que se envolvía. Nada se podía
averiguar sino que era muy alto como ya he dicho, que andaba con dificultad y
con paso pesado. A su lado y apoyándose en su brazo o sirviéndole de apoyo, no
podía ver bien lo que era, caminaba una mujer joven y esbelta. Estaba muy
pálida y las sombras se movían con tanta rapidez que no pude ver si era fea
como la noche o tan bella como luego resultó ser.
Cuando
pasaban precisamente delante de mí, la joven hizo alguna advertencia que no
pude oír con el ruido del viento.
-¡Husch!
-dijo su compañero, y hubo algo en el tono con que fue pronunciada esta sílaba
que me hizo estremecer causándome escalofrío.
Parecía salir de un pecho donde se albergaba un terror
mortal. No he vuelto a oír una sílaba que me impresione tanto, y aún hoy día,
siempre la oigo en mis noches de calentura o cuando mi imaginación vuela a los
tiempos antiguos.
El
hombre se volvió a su compañera y yo pude entonces ver una barba demasiado
roja, una nariz que parecía haberse roto en su niñez y unos ojos claros en los
que se leía una fuerte y desagradable emoción.
Pero
al fin pasaron los dos y desaparecieron en el pabellón. Uno por uno o en grupos
los marineros se volvieron a la playa; y por tercera vez pasó por delante de mí
una linterna. Era Northmour solo.
Muchas
veces mi esposa y yo nos hemos admirado de cómo puede ser una persona tan
hermosa y a la vez tan repulsiva como Northmour.
Su
figura era la de un cumplido caballero, sus facciones correctas y finas
llevaban el sello de la inteligencia, pero bastaba mirarle a los ojos para
comprender por su expresión que tenía el genio de un capitán negrero. Nunca he
conocido un carácter tan violento y rencoroso a la vez; reunía la impetuosidad
del Sur con los fríos y mortales odios del Norte, y ambas pasiones estaban
escritas sobre su rostro como una señal de alarma; su cuerpo era alto,
musculoso y elegante, su cabello negro encuadraba un rostro moreno de singular
belleza masculina, pero al que hacía aparecer sombrío su amenazadora y
temerosa expresión.
En
este momento estaba más pálido que de costumbre, con el ceño fruncido y los
labios contraídos, dirigía inquietas miradas en torno suyo como un hombre
perseguido por siniestros pensamientos y, a pesar de ello, me pareció leer en
sus ojos una mirada de triunfo como el que ya lleva ganadas muchas ventajas y le
falta poco para llegar al final de alguna arriesgada empresa.
Parte por un escrúpulo de delicadeza (que a decir verdad
llegaba demasiado tarde), parte por el gusto de renovar una antigua amistad,
resolví dar a conocer mi presencia sin demora, y poniéndome de pie, di algunos
pasos, diciendo:
-¡Northmour!
Nunca,
en toda mi vida, he tenido sorpresa igual. Saltó sobre mí, sin pronunciar ni
una palabra, algo brilló en su mano y trató de partirme el corazón de una
puñalada. Yo rechacé la inesperada agresión lo mejor que pude, y sea mi
ligereza o la oscuridad la hoja sólo me causó un arañazo en el hombro mientras
que recibí en la boca un golpe con el puño.
Huí
pero no pude llegar lejos; siempre he observado las malas condiciones que tiene
la arena para correr sobre ella y lo que su inseguro suelo paraliza todos los
movimientos, así es que no, había andado diez metros cuando perdiendo el
equilibrio, caí pesadamente. La linterna se había caído y apagado, pero ¡cuál
no sería mi sorpresa al ver a Northmour apresurarse a ganar el pabellón y oír
que cerraba tras sí la puerta con cadenas y cerrojos!
No me había perseguido. Había huido. ¡Northmour a quien
conocía por el más implacable y temerario de los hombres había huido! Apenas
podía creer a mis ojos, pero todo era tan inverosímil en esta extraña aventura,
que poco importaba un detalle más o menos improbable.
¿Por
qué habían preparado el pabellón con tanto misterio? ¿Por qué su dueño y sus
huéspedes habían desembarcado en medio de las tinieblas, con insuficiente marea
y en una noche tan peligrosa? ¿Por qué había intentado matarme? ¿No había
reconocido mi voz? ¡Todo un misterio! Y ¿cómo es que él llevaba un puñal
desnudo en la mano? Un puñal o un cuchillo, no es lo que habitualmente se lleva
en la mano en la época actual; y un caballero que desembarca de su yate y en
las orillas de sus propios dominios, aunque sea de noche y en circunstancias algo misteriosas, no suele ir tan
preparado para un asalto mortal. Cuando más reflexionaba, más me confundía.
Recapitulaba los elementos de misterio contándolos por mis propios dedos; el
pabellón secretamente preparado; el desembarco de los navegantes con peligro
inminente tanto para ellos como para el yate, el terror mortal de los huéspedes
al menos de uno de ellos, Northmour con un puñal desnudo en la mano, Northmour
tratando de asesinar a su más antiguo amigo sin la menor causa para ello; y,
por último, y no lo menos extraño, Northmour huyendo del mismo a quien había
querido asesinar y refugiándose como un niño per-seguido, detrás de la puerta
de su pabellón.
Aquí
había seis causas de sorpresa, cada una complicada con las otras y formando
todas reunidas una singular. Casi me avergoncé de creer a mis propios sentidos.
A
pesar de todas estas sensaciones morales, empecé a darme cuenta de los
desperfectos físicos que había sufrido en la breve contienda, y arrastrándome
por otros caminos llegué a mi cueva del bosque. A pocos pasos de mí cruzó la
nodriza que regresaba a la mansión señorial. Esto era un séptimo motivo de
sorpresa. Es decir, ¿que Northmour y sus huéspedes iban a guisar y a hacer todo
el servicio mientras la vieja permanecía sola en la ruinosa mansión? Allí tenía
que haber una causa de secreto importantísima puesto que tantos sacrificios se
hacían para guardarlo.
Embarazado por estos pensamientos llegué a mi primitivo
refugio. Para mayor seguridad reconocí las cenizas de mi fuego, y encendí la
linterna para examinar la herida del hombro. Era una herida sin importancia,
aunque me había hecho perder bastante sangre y la curé lo mejor que pude (el
sitio en que estaba me impedía vendarla bien) con algunos trapos empapados en
el agua del manantial. Mientras estaba así ocupado mentalmente declaré guerra
contra Northmour y su secreto. No soy por naturaleza rencoroso
y creo que en mi corazón había más curiosidad que resentimiento, pero lo cierto
es que declaré la guerra y por vía de preparación saqué mi revólver, le quité
la carga y lo limpié volviéndolo a cargar escrupulosa mente. Después me
preocupó mi caballo, si empezara a relinchar, descubriría mi presencia en el
bosque, y para evitar esta posible indiscreción resolví desembarazarme de su
vecindad y antes de que amaneciera, le conduje por el camino de la aldea de
pescadores.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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