Translate

lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. V

Explica una entrevista entre arthmour, clara y yo

Con las primeras luces de la mañana me di­rigí a mi lugar habitual entre las montañas de arena para esperar a mi ya adorada Clara.
La mañana era fría, gris y melancólica. El viento que se había calmado poco antes de la salida del sol, volvió a soplar en violentas ráfa­gas, y la lluvia caía sin misericordia. Tanto en aquella desolada playa como en los campos de liquen no se veía alma viviente, y, sin embargo, tenía la sensación de que la vecindad estaba poblada de enemigos. La luz que me había despertado súbitamente y el sombre-.ro encon­trado en la playa eran dos señales del peligro que rodeaba a Clara y a todos los habitantes del pabellón.
Serían poco más de las siete y media, cuando se abrió la puerta y vi a aquella figura adorada adelantarse en medio de la lluvia. Yo la estaba esperando en la playa antes de que ella cruzara las colinas de arena.
-¡Me ha costado tanto poder venir! -dijo ella­. No querían dejarme salir lloviendo.
-¡Clara! -la dije. ¿No tenéis miedo?
-No -contestó con una sencillez que me llenó de confianza; porque mi esposa fue la más va­liente, al mismo tiempo que la mejor de las mu­jeres. No siempre van estas dos condiciones unidas, pero ella las reunió como nadie. Le ex­pliqué cuanto había sucedido y aunque sus mejillas palidecieron visiblemente, permaneció por completo dueña de sí misma.
-Ahora os lo puedo decir -repuse. No es a mí a quien buscaban, pues si así hubiera sido, me hubieran matado esta noche.
Ella apoyando su mano en mi brazo acabó la frase diciendo:
-Y yo no había tenido ningún presentimien­to.
Su tono llenó mi corazón de alegría, y a pe­sar de que no nos habíamos dicho una palabra de amor, yo me sentía inmensamente feliz en estar y conversar con ella. Ahora que la he per­dido y que yo he de acabar mi peregrinación solo, es mi única alegría el recordar nuestros amores y la honrada y durable afección que nos ha unido.
No sé el tiempo que hubiéramos prolongado nuestro coloquio pues a los enamorados se les pasa el tiempo de prisa, a no ser por una carca­jada que resonó a nuestro lado y que nos sacó bruscamente de nuestro éxtasis. No era una explosión de alegría; parecía más bien un des­ahogo de amargos sentimientos. Los dos nos volvimos y a pocos pasos de nosotros estaba Northmour, con las manos a la espalda, más blanco que el cuello de su camisa y con las na­rices dilatadas por la rabia.
-¡Ah! ¡Cassilis! -dijo en cuanto vio mi rostro.
-El mismo -respondí, porque no me alteré lo más mínimo.
-¿Es decir, señorita Hudlstone -dijo en voz baja y silbando las palabras al salir de entre sus apretados dientes, que es así como cumplís vuestra palabra a vuestro padre y a mí? ¿Es este el valor que dais a la vida de vuestro padre? Y ¿tan enamorada estáis de este caballero que por él lo arriesgáis todo?
-¡Señorita Hudlstone! -empecé yo a decir, pero él me interrumpió brutal-mente diciendo:
-¡Callad! Hablo con esta joven.
-¡Esta joven es mi esposa! -dije yo con alti­vez, y ella para afirmarlo se acercó un paso a mí.
-¿Vuestra qué? -dijo él. ¡Mentira!
-Northmour -le dije; todos sabemos que te­néis muy mal carácter, y yo soy el hombre me­nos a propósito para irritarme por palabras inútiles. Por tanto, os propongo que bajéis la voz, porque estoy convencido de que no esta­mos solos. Dirigió una mirada a su alrededor; y era evidente que mi serenidad le había calmado un poco. Yo no dije más que una palabra en explicación de las anterio-res:
-¡Italianos!
Lanzó un juramento redondo, y su mirada pasó sucesivamente de uno a otro.
-El señor Cassilis -dijo Clara, sabe tanto co­mo yo.
-Lo que yo necesito saber -dijo con violencia- es de dónde viene el señor Cassilis aquí, y qué demonios tiene que hacer aquí. Habéis dicho que estáis casado y yo no lo creo; y si lo estáis, ya veréis que pronto las arenas pantanosas pronuncian el divorcio. Ya recordaréis, Cassilis, que a cuatro minutos y medio, tengo ese ce­menterio particular para los amigos.
-Puede que no haya sido tan rápido para ese Italiano -dije yo.
Me miró durante unos instantes, y después me preguntó con relativa cortesía qué es lo que quería decir, añadiendo:
-Me lleváis mucha ventaja en sangre fría, Cassilis.
Me apresuré a satisfacer su curiosidad, y le conté cuanto había sucedido; él escuchó con profunda atención, lanzando algunas interjec­ciones, mientras referí cómo había venido a Graden, y que era yo a quien había querido asesinar la noche de su llegada y por último cuanto sabía acerca de los italianos.
-¡Bueno! -dijo cuando hube terminado. Ya están aquí por fin, en eso no hay duda; y ahora puedo preguntaros: ¿qué es lo que vos propo­néis?
-Propongo quedarme a vuestro lado y ayu­daros en lo que pueda -contesté.
-Sois un valiente -dijo con peculiar entona­ción.
-No acostumbro a tener miedo -contesté.
-Pero ¿he de entender -preguntó- que estáis casados? Y ¿os atrevéis a decirlo delante de mi cara señorita Hudlstone?
-No lo estamos aún -respondió Clara, pero lo estaremos lo más pronto posible.
-¡Bravo! -gritó Northmour. ¿Y el trato? Aquí podemos hablar con franqueza. ¿Y el trato? Bien sabéis mejor que nadie lo amenazada que está la vida de vuestro padre, no tengo más que hacer que meterme las manos en los bolsillos y antes de la noche ya no existirá.
-Verdad es, señor Northmour -dijo Clara con gran entereza, pero eso es lo que no llevaréis a efecto. Hicisteis un trato indigno de un caballe­ro, pero, como sois caballero, a pesar de todo, no desampararéis a un hombre a quien habéis empezado a ayudar.
-¡Ah! -exclamó él. ¿Creéis que voy a dar mi yate por nada? ¿Pensáis quizá que voy a arries­gar mi libertad y mi vida por amor al prójimo? ¿O que tal vez llegaré a ser testigo de la boda? Bueno -dijo después con una extraña sonrisa, puede, que no estéis del todo equivocada; pero preguntad a Cassilis; él me conoce, ¿soy yo un hombre bueno?
-Sin necesidad de preguntar a nadie -dijo Clara- ya sé yo también que habláis muchas veces de una manera imprudente y sin pensar lo que decís, pero al mismo tiempo sé que sois un caballero y que yo no os tengo el menor miedo.
Northmour la miró con aire de admirativa aprobación. Después volviéndose a mí dijo:
-¿Habéis creído que yo os la voy a ceder sin pelear, Frank? La próxima vez lucharemos.
-Y será la tercera -interrumpí sonriendo.
-¡Ay, es verdad! -contestó. Ya lo había olvi­dado, pero a la tercera va la vencida.
-La tercera vez quizás traigáis a la tripula­ción del Conde Rojo para que os ayude.
-¿Oís esto? -preguntó volviéndose a Clara.
-Oigo -dijo ésta- a dos hombres que hablan como cobardes. Me despreciaría a mí misma si pensara o hablara así; y, como ninguno de los dos cree lo que dice, la cosa resulta doblemente tonta y ridícula.
-¡Es un demonio! -exclamó Northmour, pe­ro no es todavía señora Cassilis, y no digo más. Entonces me sorprendió Clara.
-Os dejo. Mi padre ya ha estado bastante so­lo. Pero acordaos bien de lo que digo. Tenéis que ser amigos, porque los dos sois míos.
Después me explicó el motivo de tal deter­minación; comprendió que mientras estuviera allí, continuaríamos regañando, y tenía razón, pues en cuanto se fue nos sentimos los dos más confidenciales.
Northmour la siguió con la vista, mientras cruzaba la playa.
-¡No hay otra mujer como ella en el mundo! -exclamó. ¡Qué valiente!
Yo quise aclarar la situación en seguida.
-Oíd, Northmour -dije, estamos todos en una situación compro-metida ¿no es cierto?
-Muy cierto, Frank -contestó mirándome de frente. Todos llevamos un trozo de infierno pendiente sobre nuestras cabezas. Podéis creerme o no, pero temo perder esta malhadada vida.
-Decidme una cosa -pregunté: ¿qué hay de verdad en eso de los italianos? ¿Y qué es lo que quieren de ese pobre hombre?
-¿No lo sabéis? -exclamó: pues, ese viejo es­tafador poseía en depósito los fondos de la so­ciedad de Carbonarlos doscientas ochenta mil libras- que naturalmente arriesgó y perdió. Con ese dinero tenían que haber hecho una revolu­ción en Padua o el Tridentino y como la revolución no se ha podido llevar a cabo, todos estos pillos se han dedicado a la caza de Hudlstone y podremos darnos por muy contentos si salva­mos el pellejo.
-¡Los Carbonarlos! -exclamé. ¡Dios le ayude!
-Amén -respondió Northmour. Ahora aten­ded, convengo en que nuestra situación es muy comprometida y francamente me alegro de vuestra ayuda. Si no logro salvar al viejo, quie­ro al menos salvar a la chica. Venid y permane­ced con nosotros en el pabellón, y aquí tenéis mi mano en prueba de que seré vuestro amigo hasta que hayamos logrado salvar al viejo o que se haya muerto. Pero una vez concluido ese asunto -añadió, volveremos a ser rivales y en­tonces a quien más pueda.
-Acepto -dije estrechándole la mano.
-Y ahora retirémonos al fuerte -dijo mi ami­go y empezó a guiarme por el camino a través de la lluvia.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

No hay comentarios:

Publicar un comentario