-Mi misión -dijo el
doctor- está ya cumplida, y puedo afirmar con orgullo que bien cumplida. Sólo
falta alejarle a usted de esta ciudad fría y dañina, y darle un par de meses de
aire puro y tranquilidad de conciencia. Esto último depende de usted. En cuanto
a lo primero, creo que puedo proporcionarle ayuda. Verá usted qué casualidad:
el otro día precisamente vino el cura del pueblo, y como somos viejos amigos,
aunque de profesiones contrarias, me pidió auxilio para aliviar la penosa
situación de unos feligreses suyos. Se trata de una familia que... Pero usted
no conoce España, y aun los nombres de nuestra grandeza le dirían muy poco,
bástele, pues, saber que en otro tiempo fue una familia eminente, y que se
encuentra ahora al borde de la miseria. Ya nada les queda, fuera de una finca
rústica y algunas leguas de monte abandonado, que, en su mayor parte, no bastan
para alimentar a una cabra. Pero la casa es muy buena: una finca antigua, en lo
alto de unas colinas, un lugar de lo más salubre. En cuanto mi amigo me expuso
el caso, yo me acordé de usted. Le dije que justamente estaba asistiendo a un
oficial herido, herido por la buena causa, que necesitaba cambiar de aires; y
le propuse que sus amigos lo recibieran a usted como huésped. Conforme a lo que
yo me esperaba, el cura se puso al instante muy serio. Me dijo que era inútil
hablar de eso. "Entonces, que se mueran de hambre", le contesté,
porque el orgullo en el menesteroso es cosa que no me agrada. Y nos separamos
algo picados; pero ayer, con gran sorpresa mía, el cura vino a verme e hizo
acto de contrición: había tratado el asunto, dijo, y la dificultad no era tan
grande como él se temía; en otros términos: que la orgullosa familia estaba
dispuesta a guardarse su orgullo para mejor ocasión. Entonces cerré el trato y,
salvo la aprobación de usted, hemos quedado en que irá usted a pasar una
temporada a la residencia campestre. El aire de la montaña le renovará a usted
la sangre, y la quietud en que vivirá usted vale por todas las medicinas del
mundo.
-Doctor -dije yo,
hasta aquí ha sido usted mi ángel bueno, y un consejo de usted es para mí una
orden. Pero hágame el favor de contarme algo de la familia con quien voy a
vivir.
-A eso voy -replicó
mi amigo, porque realmente la cosa ofrece alguna dificultad. Estos indigentes
son, como he dicho a usted, personas de muy alta descendencia y tienen una
vanidad de lo más infundada. Durante varias generaciones han vivido en un
aislamiento creciente, alejándose, por una parte, del rico que ya estaba
demasiado arriba para ellos, y por otra, del pobre, a quien todavía
consideraban muy abajo. Ahora mismo, cuando ya la pobreza los obliga a abrir su
puerta a un huésped extraño, no pueden resolverse a hacerlo sin una
estipulación muy desagradable. Y es que usted deberá permanecer siempre ajeno a
la vida de ellos; ellos lo atenderán a usted, pero desde ahora se niegan a la
sola idea de la más leve intimidad entre usted y ellos.
No puedo negar que
esto me impresionó un poco, y que tal vez la curiosidad acrecentó mi deseo de
ir a aquel sitio, porque yo confiaba en que, a empeñarme en ello, rompería la
barrera.
-La condición no
tiene nada de ofensiva -declaré. El sentimiento en que ella se inspira me es
del todo simpático.
-Verdad es -añadió
el doctor cortésmente- que no lo han visto a usted nunca; y si supieran que es
usted el hombre más apuesto y agradable que nos ha venido de Inglaterra (donde,
según me Areguran, abundan los hombres apuestos, mas no tanto los agradables),
no hay duda que le prepararían a usted la bienvenida que se merece. Pero puesto
que usted no lo toma a mala parte, no hay más que hablar. A mí me parece una
falta de cortesía. Pero es usted quien sale ganando. La familia no le había de
seducir a usted gran cosa. Una madre, un hijo y una hija: una señora que parece
está medio imbécil, un chico zafio, una muchacha criada en el campo, de quien
su confesor tiene la más alta idea y que, en consecuencia -añadió el médico con
cierta sonrisa, debe ser fea: todo esto no es para cautivar a un bizarro
militar.
-Sin embargo -objeté,
dice usted que son de muy alta cuna.
-Bueno, distingamos -replicó
el doctor. La madre lo es: no los hijos. La madre es el último vástago de una
raza principesca, tan degenerada en sus virtudes como decaída en su fortuna. El
padre de esta señora, además de pobre, era loco; y ella, la hija, vivió
abandonada en la residencia hasta que él murió. La mayor parte de la fortuna
pereció con él; la familia quedó casi extinta; la muchacha, más abandonada y
silvestre que nunca, se casó al fin, sabe Dios con quién: unos dicen que con un
arriero; otros, que con un matutero, y tampoco falta quien asegure que no hubo
tal matrimonio, y que Felipe y Olalla son bastardos. Como quiera, la unión
quedó disuelta trágicamente hace algunos años; pero la familia vive en
reclusión tan completa, y la comarca, por aquel tiempo, estaba en un desorden
tan grande, que el verdadero fin del padre sólo lo conoce el cura, si es que él
lo conoce.
-Me parece que voy a
ver cosas extraordinarias -dije.
-Yo, en el caso de
usted, no fantasearía mucho -repuso el doctor- me temo que se encuentre usted
con la realidad más llana y rastrera. A Felipe, por ejemplo, lo he visto. Y
¿qué le diré a usted? Es un chico muy rústico, muy socarrón, muy zafio, y, en suma,
un inocente; los demás miembros de la familia serán dignos de él. No, no, señor
comandante. Usted debe buscar la compañía que le conviene en la contemplación
de nuestras hermosas montañas; y en esto, si sabe usted admirar las obras de la
naturaleza, le prometo que no quedará defraudado.
Al día siguiente,
Felipe vino por mí en un tosco carricoche tirado por una mula; y, poco antes de
dar las doce, tras de haber dicho adiós al doctor, al posadero y a algunas
almas caritativas que me habían auxiliado durante mi enfermedad, salimos de la
ciudad por la puerta de oriente, y empezamos a trepar la sierra. Por tanto
tiempo había estado yo prisionero, desde el día en que, tras la pérdida del
convoy, me abandonaron por muerto, que el mero olor de la tierra me hizo
sonreír. El país que atravesábamos era rocalloso y agreste, cubierto
parcialmente de hirsutos bosques, ya de alcornoques, ya de castaños -los
robustos castaños españoles, y frecuentemente inter-rumpido por las
torrenteras. Brillaba el sol, el viento susurraba, gozoso, y habíamos
adelantado ya algunas millas, y ya la ciudad aparecía como un montoncito de
tierra en el llano, que se extendía a nuestra espalda, cuando comencé a reparar
en mi compañero de viaje. A primera vista, era un muchachillo campesino, bien
formado, pero zafio, como me lo había descrito el doctor; muy presto y activo,
pero exento de toda cultura. Para la mayoría de los que lo observaban, esta
primera impresión era definitiva. Lo que comenzó a chocarme en él fue su charla
familiar y desordenada, que parecía estar tan poco de acuerdo con las
condiciones que se me habían impuesto, y que -parte por lo imperfecta en la
forma, y parte por la vivaz incoherencia del asunto- era tan difícil de seguir.
Cierto es que ya antes había yo hablado con gente de constitución mental
semejante, gente que como este muchacho, parece vivir sólo por los sentidos, de
quien se apodera por completo el primer objeto que se ofrece a la vista, y que
es incapaz de descargar su mente de esta fugitiva impresión. La conversación de
aquel muchacho me iba pareciendo una conversación propia de conductores y
cocheros, que se pasan lo más del tiempo en completo ocio mental, desfilando
por entre paisajes que les son familiares. Pero el caso de Felipe era otro,
porque, según él mismo me contó, él era el guardián del hogar.
-Ya quisiera haber
llegado -dijo- y mirando un árbol junto al camino, añadió, sin transición, que
un día había visto allí un cuervo.
-¿Un cuervo? -repetí
yo, extrañado de la incoherencia, y creyendo haber oído mal.
Pero ya el muchacho
estaba embargado por otra idea. Con un gesto de atención concentrada, ladeó la
cabeza, frunció el ceño, y me dio un empellón para obligarme a guardar
silencio. Después sonrió y movió la cabeza.
-¿Qué ha oído usted?
-pregunté.
-Nada, no importa -contestó.
Y empezó a azuzar a su mula con unos gritos que resonaban extrañamente en los
muros de la montaña.
Lo observé más de
cerca. Estaba admirablemente bien construido: era ligero, flexible, fuerte; de
facciones regulares, de ojos dorados y muy grandes, aunque tal vez no muy
expresivos. En conjunto, era un muchacho de muy buen aire, en quien no descubrí
más defectos que la tez sombría y cierta tendencia a ser velludo, cosas ambas
de que abomino. Pero lo que en él más me atraía, a la par que intrigaba, era su
espíritu. Volvió a mi memoria la frase del doctor: "Es un inocente".
Y me preguntaba yo si, después de todo, sería eso lo más exacto que de él se
podía decir, cuando el camino comenzó a descender hacia la garganta angosta y
desnuda de un torrente. En el fondo, tronaban las aguas tumultuosas, y el
barranco parecía como henchido todo con el rumor, el tenue vapor y los aletazos
de viento que hacían coro a la catarata. El espectáculo impresionaba
ciertamente, pero el camino era muy seguro por aquella parte, y la mula
adelantaba sin un tropiezo. Así, me sorprendió advertir en la cara de mi
compañero la palidez del terror. La voz salvaje del torrente era de lo más
mudable: ya languidecía con fatiga, ya redoblaba sus roncos gritos. Momentáneas
crecidas parecían de pronto hincharlo, precipitándose por la garganta y
agolpándose con furia contra los muros de roca. Y pude observar que, a cada
espasmo de clamor, mi conductor desfallecía y palidecía visiblemente. Cruzó por
mi espíritu el recuerdo de las supersticiones escocesas en torno al río Kelpie,
y me pregunté si habría por acaso algo semejante en aquella región de España; y
al fin, abordando a Felipe, traté de averiguar lo que le pasaba:
-¿Qué hay? -le dije.
-Es que tengo miedo -me
contestó.
-Pero ¿de qué tiene
usted miedo? -insistí. Éste me parece uno de los sitios más seguros de todo
este peligrosísimo camino.
-Es que como hace
ruido... -confesó con una ingenuidad que aclaró todas mis dudas.
Sí: aquel muchacho
tenía una mente pueril, activa y ágil como su cuerpo, pero retardada en su
desarrollo. Y en adelante comencé a considerarlo con cierta compasión, y a
seguir su cháchara inconexa, primero con indulgencia y finalmente hasta con
agrado.
Hacia las cuatro de
la tarde ya habíamos traspuesto las cumbres y, despidiéndonos del crepúsculo,
empezábamos a bajar la cuesta, asomándonos a los precipicios y discurriendo por
entre las sombras de penumbrosos bosques. Por todas partes se levantaban los
rumores de las cascadas, no ya condensados y formidables como en la garganta
que habíamos dejado atrás, sino dispersos, alegres y musicales, entre las
cañadas del camino. El ánimo de mi conductor pareció también recobrarse:
comenzó a cantar en falsete, con singular carencia de sentido musical, desentonando
y destrozando la melodía, en un vaguear continuo; y, sin embargo, el efecto era
natural y agradable como el del canto de los pájaros. A medida que la sombra
aumentaba, el sortilegio de aquel gorjeo sin arte se fue apoderando más y más
de mí, obligándome a escuchar, en espera de alguna melodía definida, pero
siempre en vano. Cuando al fin le pregunté qué era lo que cantaba.
-¡Oh -me contestó,
si nada más canto!
Lo que más me
llamaba la atención en aquel canto era el artificio de repetir incansablemente,
a cortos intervalos, la misma nota, lo cual no resultaba tan monótono como
pudiera creerse, o, por lo menos, no era desagradable, y parecía exhalar un
dulce contenta-miento con todo lo que existe, como el que creemos ver en la
actitud de los árboles o en el reposo de un lago.
Ya había cerrado la
noche cuando salimos a una meseta y descubrimos a poco un bulto negro, que
supuse fuera la residencia campestre. Mi guía, saltando del coche, estuvo un
rato gritando y silbando inútilmente, hasta que por fin se nos acercó un viejo
campesino, salido de entre las sombras que nos envolvían, con una vela en la
mano. A la escasa luz de la vela pude columbrar una gran puerta en arco, de
carácter moruno: tenía unos batientes con chapas de hierro, y en uno de ellos,
un postigo que Felipe abrió. El campesino se llevó el coche a algún pabellón
accesorio, y mi guía y yo pasamos por el postigo, que se cerró nuevamente a
nuestra espalda. Alumbrados por la vela, atravesamos un patio, subimos por una
escalera de piedra, cruzamos una galería abierta, después trepamos por otra
escalera y, por último, nos encontramos a la puerta de un aposento espacioso y
algo desamueblado. Este aposento, que comprendí iba a ser el mío, tenía tres
ventanas, estaba revestido de tableros de reluciente madera y tapizado con
pieles de animales salvajes. En la chimenea ardía un vivo fuego, que difundía
por la estancia su resplandor voluble. Junto al fuego, una mesa dispuesta para
servir la cena; y, al otro extremo, la cama ya tendida. Estos preparativos me produjeron
una emoción agradable, y así se lo manifesté a Felipe, el cual, con la misma
sencillez que ya había yo observado en él, confirmó calurosamente mis
alabanzas.
-Un cuarto excelente
-dijo. Un cuarto muy hermoso. Y fuego también: buena cosa para alegrar los
huesos. Y la cama -continuó, alumbrando la otra parte de la habitación: Vea
usted qué buenas mantas, qué finas, qué suaves, suaves...
Y pasaba la mano una
y otra vez por la manta, y ladeaba la cabeza hinchando los carrillos con una
expresión de agrado tan grosera que casi me molestó. Le quité la vela, por
miedo de que pusiese fuego a la cama, y me dirigí a la mesa. En la mesa había
vino: llené una copa y lo invité a beber. Se me acercó al instante con una viva
expresión de anhelo; pero, al ver el vino, se estremeció y dijo:
-No, no. Eso no:
eso, para usted. Yo aborrezco el vino.
-Muy bien, señor -le
dije. Entonces voy a beber yo a la salud de usted, y por la prosperidad de su
casa y familia. Y a propósito -añadí, tras de apurar la copa, ¿podría yo tener
el gusto de ofrecer mis respetos a su señora madre?
Al oír esto, la
expresión infantil desapareció de su rostro, dando lugar a una indescriptible
expresión de astucia y misterio. Retrocedió como si fuera yo un animal
dispuesto a saltar sobre él o algún sujeto peligroso que blandiese un arma
temible, y, al llegar a la puerta, me echó una mirada ceñuda, con contraídos
párpados, y...
-No -me dijo. Y
salió silenciosamente del aposento. Y oí el ruido de sus pisadas por la
escalera, como un leve rumor de lluvia. Y la casa se sumergió en el silencio.
Cené. Acerqué la
mesa a la cama, y me dispuse a dormir. En la nueva posición de la luz, me llamó
la atención un cuadro que colgaba del muro; era una mujer, todavía joven. A
juzgar por el vestido y cierta blanda uniformidad que reinaba en la tela, era
una mujer muerta hacía tiempo; pero a juzgar por la vivacidad de la actitud,
los ojos y los rasgos, me parecía estar contemplando en un espejo la imagen de
la vida. El talle era delgado y enérgico, de proporciones muy justas; sobre las
cejas, a modo de corona, se enredaban unas trenzas rojas; sus ojos, de oro
oscuro, se apoderaban de los míos; y la cara, de perfecto dibujo, tenía, sin
embargo, un no sé qué de crueldad, de adustez y sensualidad a un tiempo. Algo en
aquel talle, en aquella cara, algo exquisitamente inefable -eco de un eco, me
recordaba los rasgos y el porte de mi guía; y un buen rato estuve considerando,
con una curiosidad incómoda, la singularidad de aquel parecido. La herencia
común, carnal, de aquella raza, originalmente trazada para producir damas tan
superiores como la que así me cautivaba en la tela, había decaído a más bajos
usos, y vestía ahora trajes campesinos, y se sentaba al pescante y llevaba la
rienda de un coche tirado por una mula, para traer a casa un huésped. Tal vez
quedaba aún un eslabón intacto; tal vez un último escrúpulo de aquella
sustancia delicada que un día vistiera el satén y el brocado de la dama de ayer
se estremecía hoy al contacto de la ruda frisa de Felipe.
La primera luz de la
mañana cayó de lleno sobre el retrato, y yo, desde la cama y ya despierto,
continuaba examinándolo con creciente complacencia: su belleza se insinuaba
hasta mi corazón insidiosamente, acallando uno tras otro mis escrúpulos; y,
aunque harto sabía yo que enamorarse de aquella mujer era firmar la propia
sentencia de degeneración, también me daba cuenta de que, a estar viva, no
hubiera podido menos de amarla. Día tras día fue hacién-dose mayor esta doble
impresión de su perversidad y mi flaqueza. Aquella mujer llegó a convertirse en
heroína de mis sueños, sueños en que sus ojos me arrastraban al crimen y eran,
después, mi recompensa. Mi imaginación, por su influjo, se fue haciendo
sombría; y cuando me encontraba al aire libre, entregado a vigorosos ejercicios
y renovando saludablemente la corriente de mi sangre, no podía menos de
regocijarme a la idea de que mi embrujadora beldad yacía bien segura en la
tumba, roto el talismán de su belleza, sellados sus labios en perenne mutismo y
agotados sus filtros. Y, con todo, en mí bullía el incierto temor de que
aquella mujer no estuviera muerta del todo, sino resucitada -por decirlo así-
en alguno de sus descendientes.
Felipe me servía de
comer en mi aposento, y cada vez me impresionaba más su parecido con el
retrato. A veces, el parecido se desvanecía por completo; otras, en algún
cambio de actitud o momentánea expresión, el misterio del parecido era tal que
se apoderaba de mí. Y esto, sobre todo, cuando Felipe estaba de mal humor.
Notoriamente yo le era simpático; le enorgullecía que yo me fijara en él, y
trataba de llamarme la atención con mil trazas infantiles y cándidas; gustaba
de sentarse junto a mi fuego y soltar su charla inconexa o cantar sus extrañas
canciones sin términos y sin palabras; y, alguna vez, me pasaba la mano con una
familiaridad afectuosa que me provocaba cierto embarazo de que yo mismo me
avergonzaba. Pero de pronto le entraban raptos de ira inexplicables o se ponía
de humor huraño. A la menor palabra de protesta, volcaba el plato que acababa
de servirme, y esto no con disimulo, sino con franca rudeza; y en cuanto yo
manifestaba la menor curiosidad, hacía también alguna extravagancia. Mi
curiosidad era más que natural, en aquel lugar extraño y entre gente tan
extraña; pero, en cuanto apuntaba yo una pregunta, el muchacho retrocedía,
amenazador y temible. Y entonces, por una fracción de segundo, el tosco
muchacho resultaba un hermano gemelo de la dama del retrato. Pero pronto se
disipaba este humor sombrío, y con él se disipaba también el parecido.
Durante los primeros
días no vi a nadie más que a Felipe, salvo la dama del retrato; y como el
muchacho era notoriamente dese-quilibrado y tenía raptos de pasión, parecerá
extraño que yo tolerara con tanta calma su peligrosa vecindad. Y la verdad es
que durante los primeros días me inquietó; pero pronto llegué a ejercer tal
autoridad sobre él que pude considerarme tranquilo.
He aquí cómo fue. Él
era por naturaleza holgazán y tenía mucho de vagabundo, y, sin embargo,
gobernaba la casa, y no sólo atendía en persona a mi servicio, sino que
trabajaba todos los días en el huerto o pequeña granja que había a espaldas de
la residencia. En esta labor le auxiliaba el labriego que vi por primera vez la
noche de mi llegada, el cual habitaba en el término del cercado, en una casita
rústica que quedaba a una media milla. Pero yo estaba seguro de que Felipe era
el que trabajaba más de los dos. Cierto que a veces lo veía yo arrojar la azada
y echarse a dormir entre las mismas plantas que había estado arrancando; pero
su constancia y energía eran admirables, y más si se considera que yo estaba
seguro de que eran extrañas a su disposición natural y producto de un esfuerzo
penoso. Yo lo admiraba, preguntándome qué podía provocar, en aquella cabeza a
pájaros, un sentimiento tan claro del deber. ¿Qué fuerza podía mantenerlo? Y,
¿hasta qué punto prevalecería sobre sus instintos? Tal vez el sacerdote era su
consejero y guía; pero el sacerdote había venido a la residencia sólo una vez
y, desde una loma donde me entretenía yo en hacer apuntes del paisaje, lo vi
entrar y salir tras un intervalo de cerca de una hora, y durante todo ese
tiempo Felipe continuó su ininterrumpida labor en el huerto.
Al fin un día, con
ánimo verdaderamente punible, resolví desviar al muchacho de sus buenas
costumbres, y acechándolo desde la puerta, fácilmente lo persuadí a que se me
reuniera en el campo. Era un hermoso día, y el bosque adonde lo conduje estaba
rebosante de verdor y alegría y embalsamado e hirviente de zumbidos de
insectos. Aquí manifestó toda la vitalidad de su carácter, levantándose hasta
unas alturas de regocijo que casi me humillaban, y desplegando una energía y
gracia de movimientos que deleitaban los ojos. Saltaba, corría en mi derredor
lleno de júbilo; de pronto, deteniéndose, miraba, escuchaba y parecía beber el
espectáculo del mundo como se bebe un vino cordial; y después trepaba a un
árbol de un salto, y allí se balanceaba y brincaba a su sabor. Aunque me habló
poco, y cosas sin importancia, pocas veces habré disfrutado de una compañía más
grata; sólo el verlo tan divertido era ya una continua fiesta; la viveza y
exactitud de sus movimientos me encantaban; y sin duda habría yo incurrido en
la maldad de convertir en costumbre estos paseos al campo, a no haber sido
porque el azar prevenía una brusca interrupción a mis alegrías. Un día el
joven, con no sé qué mañas o destrezas, atrapó una ardilla en la copa de un
árbol. Estaba algo lejos de mí, pero lo vi claramente descolgarse del árbol,
ponerse en cuclillas y gritar de gozo como un niño. Aquellos gritos -tan espontáneos
e inocentes- me produjeron una emoción agradable. Pero al acercarme, el
chillido de la ardilla me produjo cierta turbación. Yo había oído hablar, y
había presenciado por mí mismo, muchas crueldades de muchachos, y sobre todo
entre la gente de campo; pero esta crueldad me encolerizó. Sacudí al perverso
muchacho, le arrebaté el pobre animalillo y, con eficaz compasión, le di la
muerte. Después me volví al verdugo, le hablé largo rato en el calor de la
indignación, le dije mil cosas que parecieron llenarlo de vergüenza, y
finalmente, indicándole el camino de la casa, le ordené que se fuera y me
dejara solo, porque a mí me gustaba la compañía de los seres humanos, no de las
sabandijas. Entonces cayó de rodillas y, acudiéndole las palabras con más
claridad que de costumbre, desató una corriente de súplicas conmovedoras,
pidiéndome que por favor le perdonara, que olvidara lo que había hecho y
confiara en su conducta futura.
-¡Es que me cuesta
tanto trabajo! -exclamó. Comandante: ¡perdone usted a Felipe por esta vez; ya
no volveré a ser bruto!
A esto, mucho más
afectado de lo que dejaba traslucir, cedí, en efecto, y al fin cambiamos un
apretón de manos y dimos por concluido el asunto. En cuanto a la ardilla, yo me
empeñé en que fuera enterrada, a guisa de penitencia, y le hablé largamente de
la belleza del cuitado animalejo, de lo que había sufrido y de lo bajo que es
abusar de la propia fuerza.
-Mira, Felipe -le
dije, tú eres muy fuerte. Pero, en mis manos, casi serías tan débil como en las
tuyas ese pobrecillo huésped de los árboles. Préstame la mano. Ya ves que no te
puedes soltar. Pues figúrate ahora que yo fuera cruel para contigo y me
complaciera en hacerte sufrir. No hago más que apretar la mano, y ya ves lo que
te duele.
Gritó, se puso
pálido y sudoroso; y, cuando al fin lo solté, se dejó caer al suelo, y estuvo
acariciándose la mano y quejándose como un bebé. Pero le aprovechó la lección
y, sea por esto o por lo que le dije, o por la alta noción que ahora tenía de
mi fuerza física, su afecto tendió a transformarse en una fidelidad, en una
adoración como la del perro por su amo.
Entre tanto, mi
salud se recobraba rápidamente. La residencia se levantaba en un valle
rocalloso, al que servía de corona, valle abrigado de montañas por todas
partes, de suerte que sólo desde el techo -en "bartizan"- era posible
distinguir, por entre dos picos, un trocito de llanura azul y distante. En
aquella altura, el aire circulaba amplia y libremente; grandes nubes se
apiñaban, que el viento desgarraba luego, dejándolas en airones prendidos a las
cumbres de las colinas; en torno se oía el rumor, bronco, aunque difuso, de los
torrentes; propio sitio, en suma, para estudiar los caracteres más rudos y
antiguos de la naturaleza, en el hervor de su fuerza primitiva. Aquel escenario
vigoroso me deleitó desde el primer momento, lo mismo que su clima mudable, y
también la vieja y destartalada mansión en que fui a vivir. La casa era un
cuadrilongo que se prolongaba en las esquinas opuestas por dos apéndices como
bastiones, uno de ellos sobre la puerta, y ambos con troneras para mosquetería.
Además, el cuerpo bajo carecía de ventanas para que, en caso de sitio, la plaza
no pudiera ser atacada sin artillería. Este recinto bajo se reducía a un patio
donde crecían granados. De aquí, por una amplia escalera de mármol, se llegaba
a una galería abierta que corría por los cuatro lados y cuyo techo estaba
sostenido por esbeltas columnas. Y de aquí, otras escaleras cerradas conducían
al piso superior, que estaba dividido en departamentos. Las ventanas, internas
y externas, siempre estaban cerradas; algunas piedras de los dinteles se habían
caído, una parte del techo había sido arrancada por el huracán, cosa frecuente
en aquellas montañas, y la casa toda, el fuego del sol, yaciendo pesadamente
entre un bosquecillo de pequeños alcornoques, cenicienta de polvo, parecía el
dormido palacio de la leyenda. El patio, sobre todo, era la propia morada del
sueño: por sus aleros zumbaba el arrullo de las palomas y, aunque no daba al
aire libre, cuando soplaba el viento afuera, el polvo de la montaña se
precipitaba allí como lluvia espesa, empañando el rojo sangriento de las
granadas. Rodeábanlo las ventanas condenadas, las cerradas puertas de numerosas
celdas, los arcos de la amplia galería; y todo el día el sol proyectaba rotos
perfiles por alguna de sus cuatro caras, alineando sobre el piso de la galería
las sombras de los pilares. En el piso bajo, entre unas columnas, había un
rinconcito que bien podía ser habitación humana. Quedaba abierto al patio, y
tenía una chimenea, donde ardía todo el día un buen fuego de leña, y el suelo
de azulejos estaba tapizado con pieles.
Allí vi a mi
huéspeda por primera vez. Había sacado una piel al sol y estaba sentada sobre
ella, apoyada en una columna. Lo que primero me llamó la atención fue su
vestido, rico y abigarrado, que brillaba casi en aquel patio polvoroso,
aliviando los ojos como las flores del granado. Después reparé en su extremada
belleza. Cuando alzó la cara -supongo que para verme, aunque no distinguí sus
ojos- con una expresión de buen humor y contento casi imbécil, mostró una
perfección de rasgos y una nobleza de actitud mayores que las de una estatua.
Yo me descubrí al pasar, y en su cara hubo entonces un fruncimiento de
desconfianza tan rápido y leve como el temblor del agua a la brisa; pero no
hizo caso de mi saludo. Yo continué, camino de mi paseo habitual, un poquillo
desconcertado; aquella impasibilidad de ídolo me turbaba. A mi regreso, aunque
estaba aún en igual postura, me chocó advertir que, siguiendo el sol, se había
trasladado al otro pilar. Esta vez ya me saludó: fue un saludo trivial,
bastante cortés en la forma, pero, en el tono, tan profundo, indistinto y
balbuciente que, como en los de su hijo, contrariaba la expresión a la
exquisitez del saludo. Contesté sin saber lo que hacía; porque, aparte de que
no entendí claramente, me quedé asombrado ante aquellos ojos que se abrieron de
pronto. Eran unos ojazos enormes, el iris dorado como en los de Felipe, pero la
pupila tan dilatada en aquel instante que casi parecían negros; y lo que más me
asombró no fue el tamaño de los ojos, sino -lo que tal vez era consecuencia de
lo otro- la singular insignificancia de la mirada. Jamás había yo visto una
mirada más anodina y estúpida. Mientras contestaba el saludo, desvié la mirada
instintivamente y trepé a mi habitación, entre embarazado y contrariado. Pero
cuando, al llegar allí, contemplé el retrato, de nuevo se apoderó de mí el
milagro de la descendencia familiar. Mi huéspeda era desde luego mayor de edad
y más desarrollada que la dama del cuadro; los ojos eran de otro color, su
rostro no tenía nada de aquella expresión perversa que tanto me atraía y
ofendía en el retrato: no; en él no se leían ni el bien ni el mal, sino la nada
moral más inexpresiva y absoluta, y, con todo, el parecido era innegable; no
expreso, sino inmanente; no en tal o cual rasgo particular, sino más bien en el
conjunto. Se diría, pues, que el pintor, al firmar el retrato, no sólo había
sorprendido en ella a una mujer risueña y artera, sino a toda una raza, en su
calidad esencial.
A partir de aquel
día, al entrar o salir, estaba yo seguro de encontrarme siempre a la señora
sentada al sol y apoyada en una columna, o acurrucada junto al fuego sobre un
tapete; sólo una que otra vez cambiaba su sitio acostumbrado por el último
peldaño de la escalera, adonde, con el mismo abandono habitual, la encontraba
yo en mitad de mi camino. Y nunca vi que gastara en nada la menor suma de
energía, fuera de la muy escasa que es necesaria para peinar una y otra vez su
copiosa cabellera color de cobre, o para balbucir, con aquella voz rica,
profunda y quebrada, sus acostum-brados saludos perezosos. Creo que éstos eran
sus mayores placeres, fuera del placer de la quietud. Parecía estar muy
orgullosa de todo lo que decía, como si todo ello fuera muy ingenioso; y, en
verdad, aunque su conversación era tan poco importante como suele serlo la de
tanta gente respetable, y se movía dentro de muy estrechos límites y asuntos,
nunca era incoherente ni insustancial; más aún: sus palabras poseían no sé qué
belleza propia, como si fueran una emanación de su contento. Ya hablaba del
buen tiempo, del que disfrutaba tanto como su hijo; ya de las flores de los
granados, ya de las palomas blancas y golondrinas de largas alas que abanicaban
el aire del patio. Los pájaros la excitaban. Cuando, en sus vuelos ágiles,
azotaban los arcos de la galería, o pasaban junto a ella casi rasándola en un
golpe de viento, la dama se agitaba un poco, se incorporaba, y parecía
despertar de su sueño de satisfacción. Pero, fuera de esto, yacía
voluptuosamente replegada en sí misma, hundida en perezoso placer. Al principio
me molestaba aquel contentamiento invencible, pero al cabo me resultó un
espectáculo reparador, hasta que acabé por acostumbrarme a perder un rato a su
lado cuatro veces al día -a la ida y a la vuelta- y charlar con ella
somnolientamente, no sé ni de qué. En suma: que acabé por gustar de su sosa y
casi animal compañía: su belleza y su bobería me confortaban y me divertían a
la vez. Poco a poco descubrí en sus observaciones cierto buen sentido
trascendental, y su inalterable buen humor causaba mi admiración y envidia. La
simpatía era correspondida; a ella, medio inconscientemente, le agradaba mi presencia,
como le agrada al hombre sumergido en profundas meditaciones el parloteo del
arroyo. No puedo decir que, al acercarme yo, hubiera en su rostro la menor
señal de satisfacción, porque la satisfacción estaba escrita en él para
siempre, como en una estatua que representara la sandez contenta; pero una
comunicación más íntima aún que la mirada me revelaba su simpatía hacia mí.
Hasta que un día, al sentarme junto a ella, en la escalera de mármol, alargó de
pronto una mano y acarició la mía. Hecho esto, volvió a su actitud
acostumbrada, antes de que me diera yo cuenta de lo sucedido; y, cuando busqué
sus ojos, no leí nada en ellos. Era evidente que no daba la menor importancia
al hecho, y me censuré interiormente por mi exceso de conciencia y escrúpulo.
La contemplación y,
por decirlo así, el trato con la madre, confirmó el juicio que del hijo me
había formado. La sangre de aquella familia se había ido empobreciendo, sin
duda por causa de una larga procreación, error común de las clases orgullosas y
exclusivas. Sin embargo, no podía advertirse la menor decadencia en las líneas
del cuerpo, modelado con sin igual maestría y fuerza; de suerte que las caras
de la actual generación tenían tan marcado el cuño como aquella cara de hacía
dos siglos que me sonreía desde el retrato. Pero la inteligencia -que es el
patrimonio más precioso- había degenerado; el tesoro de la memoria ancestral
había caído muy abajo, y había sido menester el cruce plebeyo y potente del
arriero o contrabandista de las montañas para levantar el torpor de la madre
hasta la actividad desigual del hijo. Sin embargo, entre los dos, yo prefería a
la madre. A Felipe, vengativo un día y otro sumiso, lleno de arranques y
arrepentimientos, inconstante como una liebre, fácilmente me lo imaginaba
convertido en un ser perjudicial. Pero la madre, en cambio, sólo me sugería
ideas de bondad. Y como los espectadores son ligeros para tomar partido, yo
escogí pronto mi partido en la sorda enemistad que creí descubrir entre ambos.
Esta enemistad me parecía manifiesta, sobre todo en la madre. A veces, cuando
el hijo se acercaba a ella, se dijera que ella perdía el aliento, y sus pupilas
inexpresivas se contraían de horror y miedo. Las emociones de la madre, por
escasas que fuesen, eran enteramente superficiales y fácilmente las comunicaba.
Aquella repulsión latente hacia su hijo llegó a ser para mí un motivo de
preocupación, y a menudo me preguntaba yo cuáles podían ser las causas de
aquella anomalía, y si realmente el hijo tendría la culpa de todo.
Haría diez días que
estaba yo en la residencia, cuando el viento se soltó, soplando con gran fuerza
y arrastrando nubes de polvo. Aquel viento venía de pantanos insalubres y
bajaba de las sierras nevadas. Todo el que sufría su azote quedaba con los
nervios destemplados y maltrechos, con los ojos irritados de polvo, las piernas
adoloridas bajo el peso del propio cuerpo; y sólo frotarse las manos producía
una sensación intolerable. El viento bajaba de las barrancas y zumbaba en torno
a la casa con un rumor profundo y unos inacabables silbidos, tan fatigosos para
el oído como deprimentes para el ánimo. No soplaba en ráfagas súbitas, sino con
el ímpetu continuo de una cascada, de suerte que, en cuanto empezaba, no había
reposo posible. Pero sin duda en las cumbres era más desigual, y tenía
repentinos accesos de furia, porque de allá nos llegaban de tiempo en tiempo
unos como doloridos lamentos que hacían daño; y otras veces, en algún declive o
explanada, alzaba y deshacía en un instante una torre de polvo semejante al
humo de una explosión.
No bien abrí los
ojos, cuando me di cuenta de la gran tensión nerviosa y depresión general
provocada en mí por el mal tiempo, y esta impresión fue aumentando por horas.
En vano traté de resistirla; en vano me dispuse a mi paseo matinal, como de
costumbre; aquel viento tan continuo y furioso pronto quebrantó mis energías. Y
volví a la residencia, rojo de calor y blanco de polvo. El patio tenía un
aspecto lamentable; de tiempo en tiempo se arrastraba por allí un rayo de sol;
a veces el viento hacía presa en los granados, sacudiendo y dispersando las
flores, y las ventanas cerradas vibraban incesantemente. En su rincón, la
señora paseaba de aquí para allá con rostro encendido y ardientes ojos. Hasta
me pareció que hablaba sola como persona encolerizada. Al dirigirle mi
acostumbrado saludo, apenas me contestó con un gesto agrio y continuó su paseo.
El mal tiempo había logrado perturbar hasta a aquella impasible criatura.
Pensando en esto, llegué a mi aposento menos avergonzado de mi propio malestar.
El viento duró todo
el día. Me instalé a mis anchas, traté de leer, estuve paseando de un lado a
otro, y oyendo sin cesar el tumulto de afuera. Llegó la noche y me sorprendió
sin una bujía. Sentí la necesidad de la compañía y me escurrí hasta el patio. El
patio estaba sumergido en la bruma azul de la primera sombra; pero, en el
rincón, ardía un fuego rojo. Había mucha leña amontonada, y el alto penacho de
llamas bailaba sin cesar en la chimenea. Al tembloroso resplandor, la señora
continuaba yendo y viniendo, con descom-puestos ademanes, ora trabando las
manos, ora cruzándose de brazos, ora echando atrás la cabeza como quien clama
al cielo. En este desorden de movimientos, su belleza y gracia lucían todavía
más que de ordinario; pero en sus ojos ardía una chispa inquietadora... Yo,
tras de observarla en silencio, sin ser advertido, al parecer, me volví por
donde había venido y me encaminé a mi cuarto, resignado a pasarla solo.
Cuando Felipe entró
a traerme unas velas y a servirme la cena, mi excitación era ya considerable;
y, si el muchacho hubiera sido el mismo de siempre, me habría apoderado de él -aun
por fuerza- obligándole a compartir mi triste soledad. Pero también sobre
Felipe el viento había producido su efecto. Todo el día había tenido fiebre y,
al anochecer, había caído en un estado de depresión y en un humor irritable que
obraban, a su vez, sobre mi propio estado. Sólo el ver su cara asustada, sus
estreme-cimientos, su palidez, la inquietud conque se ponía a escuchar de
repente el ruido exterior, me pusieron enfermo. Como se le cayera un plato que
se estrelló en el suelo, di un salto en mi asiento sin poder contenerme ya.
Todavía, tratando de bromear, exclamé:
-Creo que hoy todos
estamos locos.
-¡El negro viento! -contestó
amargamente. Está uno como si tuviera que hacer algo, sin saber qué.
La descripción era
exactísima. Felipe, en efecto, tenía a veces un raro tino para expresar en
palabras las sensaciones del cuerpo.
-Lo mismo está tu
madre -continué. Parece que la afecta mucho el mal tiempo. ¿No se habrá puesto
mala?
Se me quedó mirando
un instante, y luego repuso, como quien lanza un reto:
-No.
Y después,
llevándose la mano a la frente, se quejó amargamente de aquel ventarrón y de
aquel ruido que parecían andarle en la cabeza.
-¡Quién va a estar
bueno hoy! -exclamó.
Y, en verdad, no
pude menos de repetir sus palabras, porque yo me sentía muy trastornado.
Me metí en cama
temprano, fatigado de aquel día de malestar; pero la venenosa naturaleza del
viento y sus impíos e incesantes aullidos no me dejaron dormir. Y así estuve
revolcándome, los nervios y los sentidos tirantes; dormitando a ratos entre
horribles pesadillas, que me obligaban a despertar otra vez, y perdida la
noción del tiempo entre aquellas alternativas de sueño.
Era ya muy tarde sin
duda cuando de pronto me sobresaltó un ruido de gritos horribles y temerosos.
Brinqué de la cama, creyendo que soñaba. Pero los gritos continuaban, llenando
los ámbitos de la casa: unos gritos que parecían de dolor y, al mismo tiempo,
de rabia; tan descompuestos y salvajes, que apretaban el corazón. No: no era
engaño, estaban torturando a algún ser vivo, a algún loco, a algún animal
salvaje. Y el recuerdo de la ardilla de Felipe estalló en mi mente, y corrí a
la puerta... ¡Pero me habían encerrado con llave por afuera!
Preso y bien preso,
por más que sacudía la puerta. Los gritos continuaban. Ahora menguaban en unos
gemidos articulados, y ahora creía yo percibir claramente que eran voces
humanas. Y de pronto se soltaban otra vez, llenando la casa de infernales
alaridos. Yo, pegado a la puerta, escuchaba. Al fin se apagaron. Pero mucho
tiempo después yo seguía acechando y me parecía seguirlos oyendo, mezclados a
los alaridos del viento. Cuando, por fin, me tumbé en la cama fatigado, estaba
mortalmente enfermo y sentía el corazón sumido en horrendas negruras.
Como era natural, ya
no pude conciliar el sueño. ¿Por qué me habían encerrado? ¿Qué había sucedido?
¿Quién gritaba de aquella manera indescriptible y extraña? ¿Era un ser humano?
¡Inconcebible! ¿Una fiera, acaso? Sí: los gritos eran bestiales. Pero, salvo un
león o un tigre, ¿qué animal podía hacer retemblar así los muros de la casona?
Y reflexionando, caí en la cuenta de que aún no había llegado a ver a la hija
de la casa. La hija de aquella señora, la herma-na de Felipe, bien podía estar
loca: nada más probable. Aquella gente ignorante y estúpida era muy capaz de
tratar a golpes a una pobre loca: nada más creíble. La suposición no era
descabellada; con todo, al recordar aquellos gritos -y sólo el recuerdo me
hacía estre-mecer- la suposición resultaba insuficiente: ni la misma crueldad
era capaz de arrancar a la locura misma tales aullidos. Sólo de una cosa estaba
seguro: de que me era imposible continuar en una casa donde sucedían semejantes
misterios, sin tratar de averiguarlos y sin intervenir, si era preciso.
Amaneció al fin. El
viento se había aplacado, y nada quedaba que pudiera recordarme el suceso de la
noche pasada. Felipe vino a sentarse a mi cabecera muy alegre. Al pasar por el
patio, vi a la señora asoleándose con su habitual impasibilidad. Y al salir a
la puerta, me encontré con que la naturaleza sonreía discretamente, los cielos
eran de un azul frío, sembrado de islotes de nubes, y las laderas de la montaña
se desplegaban en zonas de luz y sombra.
Un breve paseo me
hizo recobrar el dominio de mí mismo, y me reafirmó en mi decisión de averiguar
el misterio. Cuando, desde la altura de una loma, vi que Felipe se dirigía al
huerto para empezar sus cotidianas labores, regresé a la residencia para poner
mis planes en práctica.
La señora se había
dormido. Me detuve un poco a observarla: no pestañeó. Mis deseos, por
indiscretos que fueran, no tenían nada que temer de semejante guardián.
Entonces trepé decidido hacia la galería para comenzar mis exploraciones en la
casa.
Toda la mañana
anduve de una en otra puerta, penetré en cuartos espaciosos y destartalados,
aquéllos cerrados a machamartillo, éstos abiertos a plena luz, todos vacíos e
inhospitalarios. Era aquélla una riquísima casa, empañada por el vaho del
tiempo y mancillada por el polvo. Por dondequiera colgaban arañas. La hinchada
tarántula huía por las cornisas. Las hormigas formaban avenidas sobre el piso
de los salones; el asqueroso moscón de la carroña, mensajero de la muerte,
escondía su nido entre los huecos de la madera podrida y zumbaba, terco, en el
aire. Aquí y allá uno que otro banquillo, un canapé, un lecho, un sillón
labrado, olvidados a modo de islas sobre el suelo desnudo, daban testimonio de
que aquello había sido en otro tiempo una morada humana; y, por todas partes,
las paredes colgadas con retratos de los antepasados. Merced a esas borrosas
efigies pude juzgar de la grandeza y hermosura de la raza por cuyo hogar andaba
yo curioseando. Muchos llevaban al pecho la insignia de alguna orden y tenían
la dignidad de los oficios nobles. Las mujeres estaban ricamente ataviadas. La
mayoría de las telas Osten-taba firmas ilustres.
Pero más que estas
evidencias de la grandeza -aun contrastada con la actual decadencia y
despoblación de aquella poderosa casa- me impresionó la parábola de la vida
familiar, escrita en aquella serie de rostros gentiles y apuestos talles. Nunca
había yo percibido mejor el milagro de la raza continua, de la creación y la
recreación, del removerse y mudarse y remodelarse de los elementos carnales de
una familia. El que nazca un hijo de madre, el que crezca y se revista -no
sabemos cómo- de humanidad, y herede hasta el modo de ver, y mueva la cabeza
como tal o cual de sus ascendientes, y dé la mano como aquel otro, son
maravillas que el hábito y la repetición han opacado a nuestros ojos. Pero en
aquellas generaciones pintadas que colgaban de los muros, en la singular
uniformidad de las miradas, en los rasgos y portes comunes, el milagro se me
reveló de lleno y frente a frente. Y como de pronto me saliera al paso un
antiguo espejo, me detuve a contemplar largo rato mis propios rasgos, trazando
con la imaginación, a uno y otro lado, las líneas de mi descendencia y las
ligas que me unían con el centro de mi familia.
Al fin, en el curso
de mis investigaciones, vine a abrir la puerta de una sala que tenía trazas de
estar habitada. Era de vastas proporciones, y daba al norte, donde las
montañas del contorno adquirían perfiles más acentuados. En el hogar humeaban y
chisporroteaban las ascuas. Cerca había una silla. El aposento tenía un aire
extremadamente ascético. La silla no tenía almohadón; el piso y las paredes
estaban desnudos, y entre los libros que yacían en desorden por el cuarto no
había el menor instrumento u objeto de solaz. El ver libros en aquella casa me
llenó de asombro, y a toda prisa y temiendo ser interrumpido comencé a
recorrerlos para ver qué clase de libros eran. Los había de todas clases: de
devoción, de historia, de ciencia; pero la mayoría eran muy antiguos y estaban
en latín. Algunos mostraban señales del estudio constante; otros habían sido
arrojados por ahí, como en un arrebato de petulancia o disgusto. Finalmente,
navegando por la desierta estancia, di con unos papeles escritos con lápiz, y olvidados
en una mesa que estaba junto a la ventana. Con mecánica curiosidad tomé un
papel, y pude leer unos versos toscamente escritos en español, que decían así:
Llegó el placer entre vergüenza
y sangre;
con diadema de lirios,
el dolor.
El placer señalaba
-¡oh, Jesús mío!
-la alegre luz del sol;
pero el dolor, con fatigada mano,
-¡oh, Jesús mío!
-a Ti, en la cruz,
Te señaló.
La vergüenza y
la confusión se apoderaron de mí a un tiempo mismo, y, volviendo el papel a su
sitio, me batí en retirada. Ni Felipe ni su madre eran capaces de leer aquellos
libros ni de escribir aquellos versos, aunque no sublimes, tan sentidos. Era,
pues, evidente que la alcoba que yo acababa de hollar con pies sacrílegos
pertenecía a la hija de la casa. Sabe Dios que mi propia conciencia me lo
reprendía y castigaba cruelmente. La sola idea de que hubiera yo osado penetrar
a hurto en la intimidad de aquella niña, a quien la vida había colocado en
situación tan extraña, y el temor de que ella lo averiguase de algún modo, me oprimían
como pecados mortales. Amén de esto, me reprendía yo a mí mismo por mis
sospechas de la noche anterior, corrido de haber atribuido aquellos
descomunales gritos a una mujer que ya se me figuraba una santa, de semblante
espectral, desvaída por la maceración, entregada a las prácticas de la
devoción, y conviviendo entre sus absurdos parientes con una ejemplar soledad
de alma. Y como me inclinara yo en la balaustrada de la galería, para ver el
jardinillo de gustosos granados y la sorno-lienta dama del vistoso atavío -quien
en aquel preciso momento se desperezaba, humedeciéndose delicadamente los
labios, en la más completa sensualidad del ocio, vino a mi mente una rápida
comparación entre aquel cuadro y la fría alcoba que miraba al norte, hacia las
montañas, donde vivía la hija reclusa.
Aquella misma tarde,
de lo alto de mi colina, vi que el sacerdote cruzaba la reja de la residencia.
La impresión que me causó descubrir el misticismo de la joven se había
apoderado de mí hasta el punto de borrar casi los horrores de la noche pasada;
pero al ver al digno sacerdote, no sé cómo, las tristes memorias revivieron.
Bajé de mi atalaya y, haciendo un rodeo por el bosque, me aposté a medio camino
para salirle al paso. En cuanto le vi aparecer lo abordé y me presenté solo,
diciéndole que yo era el huésped de la casa. Tenía un aire muy robusto y
buenazo, y fácilmente adiviné en él las mezcladas emociones con que me
consideraba, a la vez como extranjero y hereje, y como herido de la buena
causa. Habló de la familia con reserva, pero con evidente respeto. Le dije que
aún no había yo visto a la hija de la casa, a lo cual repuso -mirándome de
soslayo- que era natural. Finalmente, me armé de valor y le conté la historia
de los gritos y extrañas voces que me habían sobresaltado durante la noche. Me
escuchó en silencio, y luego, con un leve movimiento, me dio a entender
claramente que debíamos separarnos.
-¿Toma usted rapé? -me
dijo, ofreciéndome su tabaquera. Yo rehusé, y él continuó: Soy bastante viejo,
y no le molestará que le recuerde que usted es un simple huésped en esta casa.
-¿Quiere decir que
me autoriza usted -contesté con firmeza, aunque avergonzado por la lección,
para dejar las cosas como están, sin tratar de intervenir en nada?
-Sí -me contestó. Y
con un saludo algo torpe se alejó de mí.
Pero aquel hombre
había logrado dos triunfos: primero, tranquilizar mi conciencia; segundo,
despertar mi delicadeza. Hice, pues, un esfuerzo; arrojé de mí el recuerdo de
la noche, y me entregué de nuevo a fantasear en torno a mi santa poetisa. Al
mismo tiempo, no podía yo olvidar que me habían encerrado con llave, y por la
noche, cuando Felipe me llevó la cena, lo ataqué fieramente sobre aquellos dos
puntos de resistencia:
-Nunca veo a tu
hermana -le dije.
-¡Ah, no! -dijo él.
Es una muchacha muy buena, pero que muy buena.
Y, al instante, se
puso a hablar de otra cosa.
-Tu hermana -insistí-
ha de ser muy religiosa, me figuro.
-¡Ah! -exclamó
juntando las manos con fervor. ¡Una santa! Ella es quien me sostiene.
-Pues tienes suerte.
Porque la mayoría, y yo en el número, estamos siempre a punto de caer.
-No, señor -dijo
Felipe gravemente. Eso no se dice. No tiente usted a su ángel guardián. Si uno
se deja caer solo, él ¿qué ha de hacer?
-¿Sabes, Felipe?
Ignoraba yo que fueras predicador, y buen predicador por cierto. Supongo que
eso lo debes a tu hermana.
Él me miró con sus
ojazos redondos sin decir palabra.
-De modo -continué-
que tu hermana te habrá reprendido por tus crueldades.
-¡Doce veces lo
menos! -exclamó.
Con tal frase
expresaba siempre esta extraña criatura su sentimiento de la frecuencia.
-Y yo le conté que
usted también me había reprendido -añadió muy orgulloso. Me acuerdo bien que se
lo conté. Sí. Y a ella le pareció muy bien hecho.
-Y dime, Felipe -continué:
¿qué gritos eran esos que se oían anoche? Porque parecían gritos de
sufrimiento...
-Sería el viento -contestó
Felipe mirando el fuego de la chimenea.
Le cogí la mano. Él,
tomándolo por caricia, sonrió tan confiadamente que estuvo a punto de
desarmarme. Pero recobré ánimos.
-El viento ¿eh? -repetí.
Pero yo creo que quien me encerró antes con llave fue esta mano.
El muchacho se
desconcertó visiblemente, pero no contestó una palabra.
-Bueno -continué. Yo
soy extranjero y soy un simple huésped. A mí no me toca mezclarme en vuestros
asuntos ni juzgarlos; en este punto, lo mejor será tomar el consejo de tu
hermana, que será sin duda excelente. Pero, por lo que a mí me atañe, no quiero
ser prisionero de nadie. ¿Entiendes? Y me vas a entregar la llave.
Media hora después,
mi puerta se abrió de golpe, y la llave cayó, resonando, en mitad de la
habitación.
Uno o dos días
después de esto, volvía yo de mi paseo un poco antes de mediodía. La señora
yacía envuelta en su habitual sorno-lencia, a la entrada del rincón tapizado de
pieles. Los pichones dormían sobre los arcos como grandes copos de nieve. La
casa toda estaba sumida en el sortilegio adormecedor del mediodía. Apenas un
vientecillo grato y vagaroso que bajaba de las cumbres resbalaba por la galería
y susurraba entre los granados, haciendo que se mezclaran sus sombras. El
silencio, el reposo, ganaron mí ánimo. Y atravesé el patio rápidamente y
comencé a trepar por la escalera de mármol. Al llegar al último peldaño se abre
una puerta, y he aquí que me encuentro frente a frente de Olalla.
La sorpresa me
inmovilizó. Su belleza se me entró hasta el alma. Olalla, en la sombra de la
galería, brillaba como una gema de colores. Sus ojos aprisionaban y retenían
los míos, juntándonos como en un apretón de manos. Y aquel instante en que,
frente a frente, los dos nos mirábamos, y, por decirlo así, nos bebíamos el uno
al otro, fue un instante sacramental, porque en él se cumplieron las bodas de
las almas.
Ignoro cuánto tiempo
pasé en aquel éxtasis profundo; al fin, haciendo una presurosa reverencia,
continué hacia el segundo piso. Ella no se movió. Pero me siguió con sus
grandes ojos sedientos. Y, cuando hube desaparecido, pude figurarme que ella
palidecía y caía desmayada.
Una vez en mi
cuarto, abrí la ventana y me puse a contemplar el campo, sin entender qué
mudanza había acontecido en aquel austero teatro de montañas, que ahora todo
parecía cantar y brillar bajo la dulzura de los cielos. ¡La había visto! ¡Había
visto a Olalla! Y los picos rocallosos contestaban: "¡Olalla!" Y
hasta el azur insondable y mudo repetía: "¡Olalla!" La pálida santa
de mis sueños se había desva-necido para siempre, cediendo el lugar a esta
mujer en quien Dios había derramado los más ricos matices y las energías
exuberantes de la vida, haciéndola tan vivaz como el gamo, tan esbelta como el
junco, y en cuyos grandes ojos ardían las antorchas del alma. El temblor de su
vida joven, tensa como la del animal salvaje, había hincado en mí toda la
fuerza de aquella alma, que, acechándome desde sus ojos, cautivaba los míos,
invadía mi corazón y brotaba hasta mi labio en canciones. Ella misma circulaba
ya por mis venas; era una conmigo.
Y mi entusiasmo
crecía. Mi alma se recogió en su éxtasis como en fuerte castillo, y en vano la
sitiaban de afuera mil reflexiones frías y amargas. No me era dable dudar de
que me había enamorado de ella desde el primer momento, y aun con un ardor
palpitante de que no tenía yo experiencia. ¿Qué iba, pues, a pasar? Era la hija
de una familia castigada: la hija de "la señora", la hermana de
Felipe; su misma belleza lo decía. Tenía, del uno, la vivacidad y el brillo:
vivacidad de flecha, brillo de rocío. Tenía, de la otra, ese resplan-decer
sobre el fondo pálido de su vida, como con un resalte de flor. Yo no podría
nunca dar el nombre de hermano a aquel muchacho simplón, ni el nombre de madre
a aquel bulto de carne tan hermoso como impasible, cuyos ojos inexpresivos y
perpetua sonrisa me eran ahora francamente odiosos. Y si no había yo de casarme
con Olalla, ¿entonces?...
Ella estaba
desamparada en el mundo. Sus ojos, en aquella única y larga mirada a que se
reducían nuestras relaciones, me habían confesado una debilidad idéntica a la
mía. Pero yo sabía para mí que aquella mujer era la que estudiaba solitaria en
la fría alcoba del norte, la que escribía versos de dolor, y esto hubiera
bastado para contener a un bruto. ¿Huir? No tenía yo el valor de hacerlo. Por
lo menos, me juré a mí mismo guardar la circunspección más completa.
Al alejarme de la
ventana, mis ojos cayeron de nuevo sobre el retrato. El retrato se había
apagado, como una vela ante la luz de la aurora: parecía seguirme penosamente
con sus ojos pintados. Ahora estaba yo seguro de que el retrato se asemejaba al
modelo, y me asombraba una vez más ante la tenacidad del tipo en aquella raza
decadente. Pero ahora la semejanza general se desvanecía para mí ante la
diferencia particular. El retrato -bien lo recordaba yo- me había parecido
hasta entonces una cosa superior a la vida, un producto del arte sublime del
pintor más que de la humilde natura-leza; y ahora, deslumbrado ante la
hermosura de Olalla, me admiraba yo de mis dudas. Muchas veces había
contemplado la belleza, sin sentirme deslumbrado; y algunas veces me habían
atraído mujeres que sólo para mí eran bellas. Pero en Olalla se juntaba cuanto
yo había apetecido sin ser capaz de imaginarlo.
No la vi en todo el
día siguiente, y ya me dolía el corazón, y mis ojos la deseaban como a la luz
de la mañana el viajero. Pero al otro día, al regresar a la hora acostumbrada,
la encontré en la misma galería, y una vez más nuestras miradas se juntarón y
penetraron. Yo hubiera podido hablarle, hubiera podido acercarme a ella; pero,
aunque reinaba en mi corazón, atrayéndome como imán potente, me contuvo un
sentimiento todavía más imperioso; y así, me limité a saludarla con una
inclinación, y seguí mi camino. Ella, sin contestar mi saludo, me siguió con
sus bellos ojos.
Ya me sabía yo de
memoria su imagen, y, al recordar sus líneas, parecía leer claramente en su
corazón. Vestía con algo de la coquetería materna, y con positivo gusto por los
colores. Su vestido -que sospeché era obra de sus manos- la envolvía con una
gracia sutil. Conforme a la moda del país, el corpiño se abría por el pecho, en
un escote estrecho y largo, y en el ángulo, y descansando sobre su pecho moreno
se veía -a pesar de la pobreza de la casa- una medalla de oro, colgada de un
cinta. Por si hacía falta, éstas eran pruebas bastantes de su innato amor a la
vida y su carácter nada ascético. Por otra parte, en aquellos ojazos que se
prendían a los míos pude leer profundidades de pasión y amargura, fulgores de
poesía y esperanza, negruras de desesperación y pensamientos superiores al
mundo. El cuerpo era amable, y lo íntimo, el alma, parecía ser más que digno de
tal cuerpo. ¿Era posible que dejara yo marchitarse aquella flor incomparable,
perdida en la aspereza de la montaña? ¿Era posible que yo desdeñara el precioso
don que me ofrecían, con elocuente silencio, aquellos ojos? Alma emparedada ¿no
había yo de quebrantar sus prisiones? Ante estas consideraciones, todos los
demás argumentos callaban: así fuera la hija de Herodes, yo habría de hacerla
mía. Y aquella misma noche, con un sentimiento mezclado de traición e infamia,
me dediqué a ganarme al hermano. Sea que lo viera yo con ojos más favorables,
sea que el solo recuerdo de su hermana hiciera siempre revelarse los mejores
aspectos de aquella alma imperfecta, ello es que el muchacho me pareció más
simpático que nunca; aun su semejanza con Olalla, al par que me inquietaba, me
predisponía en su favor.
Pasó un tercer día
en vano: un desierto de horas. Yo no desper-diciaba ocasión, y toda la tarde
anduve paseando por el patio y hablando más que de costumbre con la señora, por
matar el tiempo. Bien sabe Dios que ahora la estudiaba yo con interés más
tierno y sincero. Para ella, como antes para Felipe, sentía yo brotar en mí un
nuevo calor de tolerancia.
Con todo, aquella
mujer me sorprendía: aun en mitad de mi charla, dormitaba a veces con un sueño
ligero, y luego despertaba sin manifestar el menor embarazo. Esta naturalidad
era lo que más me desconcertaba. Y observando los infinitesimales cambios de
postura con que de tiempo en tiempo saboreaba y palpaba el placer corpóreo del
movimiento, me quedaba yo asombrado ante tal abismo de sensualidad pasiva.
Aquella mujer vivía en su cuerpo: toda su conciencia estaba como hundida y
diseminada por sus miembros, donde yacía en lujuriosa pereza... Además, yo no
podía acostum-brarme a sus ojos. Cada vez que volvía hacia mí aquellos dos inmensos
orbes, hermosos y anodinos, abiertos a la luz del día, pero cerrados a la
comunicación humana; cada vez que advertía los rápidos movimientos de sus
pupilas, que se contraían y se dilataban de pronto, yo no sé lo que me pasaba,
porque no hay nombre para expresar aquella confusión de desconcierto,
repugnancia y disgusto que corría por mis nervios.
Yo intentaba darle
conversación sobre mil asuntos diversos, siempre en vano. Finalmente se me
ocurrió hablarle de su hija. Pero ella siguió tan indiferente. Dijo, sí, que
era una chica bonita, lo cual era el mejor elogio que sabía hacer de sus hijos;
pero no pudo decir nada más. Y cuando yo observé que Olalla parecía llevar una
existencia muy quieta, se conformó con bostezarme en la cara, y después añadió
que el don del habla no era cosa muy útil cuando no tenía uno nada que decirse.
-La gente habla
demasiado, demasiado -añadió, mirándome con dilatadas pupilas.
Y volvió a bostezar,
mostrándome otra vez aquella boca tan preciosa como un juguete. Me di por entendido
y, abandonándola a su reposo perpetuo, subí a mi cuarto y me senté junto a la
ventana; y allí me puse a ver sin mirar las colinas, sumergido en luminosos
ensueños, y creyendo oír, con fantasía, el acento de una voz que hasta hoy no
había yo escuchado.
Al quinto día me
desperté con un ánimo profético que parecía desafiar al destino. Me sentía yo
confiado, dueño de mí, libre de corazón, ágil de pies y manos, y resuelto a
someter mi amor a la prueba del conocimiento. ¡Que no padeciera más en las
cadenas del silencio, arrastrando sorda existencia que sólo por los ojos
irradia como el triste amor de las bestias! ¡Que entrara ya en pleno dominio
del espíritu, disfrutando de los goces de la intimidad y comunicación humanas!
Así pensaba yo lleno de esperanzas, como quien se embarca rumbo a El Dorado, y
ya sin temor de aventurarme por el desconocido y encantado reino de aquella
alma.
Pero, al encontrarme
con ella, la fuerza misma de la pasión me anonadó por completo; la palabra huyó
de mí, y apenas acerté a acercármele como se acerca al abismo el hombre atraído
por el vértigo. Al verme aproximar, ella retrocedió un poco, pero sin desviar
los ojos de mí, y esto me animó a aproximarme más. Por fin, cuando estuve al
alcance de su mano, me detuve. El don de la palabra me había sido negado. Un
poco más, y me vería obligado a estrecharla contra mi corazón, en silencio. Y
cuanto aún quedaba en mí de razón y de libertad se sublevó contra semejante
disparate. De modo que permanecimos así unos segundos, con toda el alma en los
ojos, cambiándonos ondas de atracción y resistiéndonos mutua-mente. Hasta que,
con un poderoso esfuerzo de voluntad, y con cierta vaga impresión de amargura y
despecho, me volví a otra parte y me alejé silenciosamente.
¿Qué extraña fuerza
me había privado de la palabra? ¿Por qué retrocedió ella, muda, con fascinados
ojos? ¿Era esto amor? ¿O no era más, por ventura, que una atracción bruta,
inconsciente, inevita-ble, como la del imán y el acero? Nunca habíamos cruzado
una palabra, éramos completamente ajenos el uno al otro, y, sin embargo, una
influencia extraña y poderosa como la garra de un gigante nos juntaba,
silenciosos y absortos... Yo comenzaba a impacientarme. Sin embargo, ella era
digna de mi amor: yo había visto sus libros, sus versos, y, en cierto modo,
divinizado su alma. Pero ella, por su parte, me parecía fría. Ella no conocía
de mí más que mi recomendable presencia; ella se sentía atraída por mí como la
piedra que cae al suelo; las leyes que gobiernan la tierra, de un modo
inconsciente, la precipitaban en mis brazos. Y retrocedí a la idea de
semejantes nupcias, y empecé a sentirme celoso de mí mismo. Yo no quería ser
amado de esa suerte. Al mismo tiempo, me inspiraba compasión, considerando cuál
sería su vergüenza de haber confesado así -¡ella, la estudiosa, la reclusa, la
santa maestra de Felipe!- una atracción indomeñable hacia un hombre con quien
jamás había cambiado una palabra. Ante este sentimiento de compasión, todo lo
demás fue cediendo: ya no deseaba yo más que encontrarme con ella para
consolarla y tranquilizarla, para explicarle hasta qué punto su amor era
correspondido, hasta qué punto su elección -aunque ciega- resultaba acertada.
El día siguiente
amaneció espléndido. Sobre las montañas caían doseles de azul profundo; el sol
reverberaba, y el viento en los árboles y los torrentes en las cañadas poblaban
el aire de música. Pero yo me sentía muy triste. Mi corazón lloraba por Olalla
como llora el niño por su madre. Me senté en una roca, junto a las escarpaduras
que limitan la meseta por el lado norte, y me puse a contemplar el boscoso
valle donde no había huellas humanas. Me hacía bien contemplar aquella región
desierta. Sólo me faltaba Olalla. ¡Qué delicia, qué singular gloria el pasarme
toda la vida a su lado, en medio de aquel aire puro, en aquel escenario
encantador y abrupto! Así pensaba yo, con un sentimiento de aflicción que poco
a poco se fue transformando en gozo vivaz, y haciéndome sentir que crecía en
estatura y fuerzas como nuevo Sansón.
Y, de pronto, he
aquí a Olalla, que se me acerca. Salió de un bosquecillo de alcornoques y vino
directamente hacia mí. Me puse en pie. Había en su andar tanta vida, ligereza y
fuego que quedé deslumbrado, a pesar de que venía lentamente y con gran mesura.
Pero en su misma lentitud había fuerza; tanta como si corriera, como si volara
hacia mí. Se acercaba con los ojos bajos. Cuando estuvo cerca, se dirigió a mí
sin mirarme. Al oír el ruido de su voz me saltó el corazón. ¡Tanto había
esperado aquel instante, aquella prueba última de mi amor! ¡Oh, qué clara y
precisa su articulación, qué distinta de aquel balbuceo torpe de la familia! Su
voz, aunque más grave que en la mayoría de las mujeres, era femenina y juvenil.
La cuerda era rica: dorados sones de contralto mezclados con unas notas roncas:
tales las vetas rojas tejidas entre sus cabellos castaños. No sólo era una voz
que me llegaba al alma: era una voz en que toda ella se me descubría. Pero sus
palabras me sumieron en una profunda desesperación.
-Usted debe alejarse
de aquí -dijo- hoy mismo.
Su ejemplo me
alentó, y al fin pude romper las amarras del lenguaje. Me sentí aligerado de un
peso, libertado de un conjuro. No sé lo que contesté. En pie, frente a ella,
entre las rocas, volqué todo el ardor de mi alma, diciéndole que sólo vivía
pensando en ella, que sólo soñaba con su belleza, y que estaba dispuesto a
abandonar patria, lengua y amigos para merecer vivir a su lado. Y después,
recobrándome por extraño modo, cambié el tono, la tranquilicé, la consolé, le
dije que adivinaba en ella un alma piadosa y heroica, de quien no me
consideraba yo compañero indigno, y de cuyas luces y trato quería participar.
-La naturaleza -le
dije- es la voz de Dios, que el hombre no puede desobedecer sin gran riesgo. Y
si de tal manera nos hemos sentido atraídos, casi por un milagro de amor, esto
indica que hay una divina adecuación en nuestras almas; esto indica -proseguí-
que estamos hechos el uno para el otro; que seríamos unos locos -exclamé, unos
locos rebeldes, alzados contra la voluntad de Dios, si desoyéramos al instinto.
Ella movió la
cabeza:
-Usted debe irse hoy
mismo -repitió. Y después, con un gesto brusco, con voz ronca: No, hoy no,
mañana.
Ante este
desfallecimiento, mis esfuerzos redoblaron en marejada. Alargué las manos
suplicantes, imploré su nombre, y ella saltó a mi cuello y se apretó contra mí.
Las colinas parecieron bambolearse, la tierra estreme-cerse a nuestros pies.
Sufrí como un choque que me dejó ciego y aturdido. Y, un instante después, ella
me rechazó, se escapó de mis brazos, y huyó, con la ligereza del ciervo, por
entre los alcornoques de abajo.
Me quedé inmóvil,
clamé a las montañas, y al cabo me volví camino de la casa, pareciéndome que
pisaba en el aire. ¿De modo que ella me despedía, pero bastaba que yo
pronunciara su nombre para que cayera en mis brazos? ¡Debilidad de muchacha, a
que ella misma, tan superior a su sexo, no era extraña! ¿Irme yo? ¡No, yo no,
Olalla; no, yo no, Olalla, Olalla mía! Un pájaro cantaba en el campo: los
pájaros eran raros en aquella estación. Sin duda era un buen agüero, sí. Y de
nuevo todas las fuerzas de la naturaleza, desde las ponderosas y sólidas
montañas hasta la hoja leve y la más diminuta mosca que flota en la penumbra
del bosque, empezaron a girar en mi derredor con alegre fiesta. El sol cayó sobre
las colinas tan pesado como un martillo sobre el yunque, y las colinas
vacilaron. La tierra, con la insolación, exhaló profundos aromas. Los bosques
humeaban al sol. Sentí circular por el mundo la vibración de la alegría y el
trabajo. Y aquella fuerza elemental, ruda, violenta, salvaje -el amor que
gritaba en mi corazón- me abrió como una llave los secretos de la naturaleza, y
aun las piedras con que tropezaban mis pies me parecían cosas vivas y
fraternales. ¡Olalla! Su contacto me había removido, renovado y fortalecido al
grado de recobrar el perdido concierto con la bronca tierra, hasta una
culminación del alma que los hombres han olvidado en su mediocre vida
civilizada. El amor ardía en mi pecho con furia, y la ternura me derretía: yo
la odiaba, la adoraba, la compadecía, la reverenciaba con éxtasis. Por una
parte ella era cadena que me unía a muchas cosas idas; por otra, la que me unía
a la pureza y la piedad de Dios: algo a la vez brutal y divino, entre inocencia
pura y desatada fuerza del mundo.
Me daba vueltas la
cabeza cuando entré en el patio, y al encon-trarme con la madre tuve una
revelación. La madre yacía sentada, toda pereza y contento, pestañeando bajo el
ardiente sol, llena de pasiva alegría, criatura aparte; y, al verla, todo mi
ardor se apagó como avergonzado. Me detuve y, dominándome lo mejor que pude, le
dije dos o tres palabras al azar. Ella me miró con su imperturbable bondad, y
su voz, al contestarme, me pareció salir de aquel reino de paz en que siempre
estaba sumergida; entonces, por primera vez, cruzó por mi mente una noción de
respeto hacia aquel ser tan invariablemente ingenuo y feliz; y proseguí mi
camino preguntán-dome cómo había yo podido arrebatarme a tal grado.
Sobre mi mesa
encontré una hoja del mismo papel amarillento que había yo visto en el aposento
del ala norte: estaba escrita con lápiz, y por la misma mano, la mano de
Olalla. Muy alarmado, cogí el papel y leí:
Si
hay en usted algún sentimiento de bondad hacia Olalla, si hay en usted alguna
consideración para el desdichado, váyase usted de aquí hoy mismo; por
compasión, por su honor, por aquel que murió en la Cruz, le ruego que se vaya.
Me quedé un rato sin
saber qué pensar, y de pronto se despertó en mí un impulso de horror a la vida;
la luz se apagó en las colinas, y empecé a temblar como un hombre aterrorizado.
Aquel hueco que se abría en mi vida me acobardaba como el vacío físico. Ya no
se trataba de mi corazón, ni de mi felicidad, sino de mi vida misma. Yo no
podía renunciar a Olalla. Me lo dije una y otra vez. Y luego, como en sueños,
me dirigí a la ventana, alargué la mano para abrirla, y distraído rompí la
vidriera. La sangre saltó de mi muñeca; reco-brando instantáneamente el perdido
juicio, me apreté con el pulgar para contener la diminuta fuente, y me puse a
pensar en el remedio. En mi cuarto no había nada que me sirviera para el caso;
además, era preciso que alguien me ayudara. Se me ocurrió que la misma Olalla
podría ayudarme, y bajé al otro piso, siempre conteniéndome la sangre.
No encontré a Olalla
ni a Felipe, y entonces me dirigí al rincón del patio donde la señora estaba
acurrucada, cabeceando junto al fuego, porque todo calor era poco para ella.
-Dispense usted,
señora -le dije, si la molesto; pero necesito que me auxilie usted.
Me miró con somnolencia,
y me preguntó qué pasaba; y, al tiempo que yo le respondía, me pareció que
respiraba con fuerza, que se le dilataban las ventanas de la nariz, y que por
primera vez entraba de lleno en la vida.
-Que me he herido -le
dije, y creo que la herida es seria. Mire usted.
Y le mostré la mano,
de donde manaba y caía la sangre.
Sus ojazos se
abrieron inmensamente, las pupilas se redujeron a puntos, un velo cayó de su
cara, que al fin adquirió una expresión marcada, aunque indefinible. Y mientras
yo contemplaba estupefacto semejante transformación, ella, saltando de pronto
sobre mí, me cogió la mano, se la llevó a la boca, y me dio un mordisco hasta
los huesos. El dolor, la sangre que brotó, el horror mismo de aquel acto, todo
obró sobre mí de tal suerte que la rechacé de un empellón; pero ella siguió
atacándome, arrojándose sobre mí con gritos bestiales, gritos que entonces
reconocí, los mismos gritos que me habían despertado la noche del huracán. Ella
tenía toda la fuerza de la locura, y mi fuerza se debilitaba con la pérdida de
sangre, aparte del trastorno enorme que me había causado aquel acto abominable;
y materialmente estaba yo cogido contra la pared, cuando Olalla llegó corriendo
a separarnos, y Felipe, que se acercó de un salto, logró derribar a su madre.
Y desfallecí. Podía
ver, oír y sentir, pero era incapaz de moverme. Oí claramente que los dos
cuerpos luchaban rodando por el suelo. Ella trataba de atraparme, él de
impedirlo; y los alaridos de gato montés llegaban hasta el cielo. Sentí que
Olalla me cogía en brazos, que su cabellera barría mi cara, y que, con la
fuerza de un hombre, me levantaba y llevaba a cuestas por las escaleras hasta
mi cuarto, y me descargaba en la cama. Después la vi correr a la puerta, cerrar
con llave, y quedarme un rato escuchando los salvajes gritos que poblaban la
casa. A poco, rápida como el pensamiento, se me acercó, me vendó la mano y la
llevó sobre su corazón, gimiendo y lamentán-dose con un rumor de paloma. No
hablaba; no salían palabras de su boca, sino sonidos más bellos que el
lenguaje, infinitamente conmovedores y tiernos. En medio de mi postración,
cruzó por mi mente un pensamiento, un pensamiento que me hizo daño como una
espada, un pensamiento que, como un gusano en una rosa, vino a profanar la
santidad de mi amor. Sí: aquellos murmullos y ruidos eran muy bellos, y era
indudable que la misma ternura los inspiraba; pero... ¿eran acaso humanos?
Todo el día estuve
reposando. Por mucho tiempo siguieron oyéndose los gritos de aquella hembra
abominable que luchaba con su cachorro, lo cual me llenaba de amargura y
horror. Eran los gritos de muerte de mi amor; mi amor había sido asesinado de
tal modo, que en su muerte había ofensa. Y, sin embargo, por mucho que lo
pensara y lo sintiera así, mi amor todavía se agitaba en mí como una tormenta
de dulzura, y mi corazón se deshacía ante las miradas y las caricias de Olalla.
Aquella horrible idea que había surgido en mi mente, aquella sospecha sobre la
normalidad de Olalla, aquel elemento salvaje y bestial que se descubría en la
conducta de toda aquella familia, y aun se dejaba sentir en los comienzos de mi
historia de amor, todo esto, por mucho que me desanimara, molestara y
enfermara, no era capaz de romper el encantamiento.
Cuando cesaron los
gritos, vino el arañar de la puerta: era Felipe. Olalla estuvo hablando con él,
a través de la puerta, no sé qué. Pero ya no se alejó más de mi lado, y ora se
arrodillaba junto a mi cama en fervientes plegarias, ora se sentaba, mirándome
largamente a los ojos. Así, durante unas seis horas me estuvo embriagando con
su belleza y dejándome repasar silenciosa-mente la lección de su cara. Contemplé
la medalla de oro que llevaba al pecho: admiré a mi sabor aquellos ojos que
brillaban y se oscurecían por instantes. Nunca le oí hablar más lenguaje que el
de una infinita bondad. Miré hasta saciarme aquella cara perfecta, y adiviné, a
través del vestido, las líneas de aquel cuerpo perfecto.
Por fin cayó la
noche, y en la oscuridad creciente de la alcoba su imagen se me iba perdiendo
poco a poco; pero el contacto suave de su mano persistía en la mía y me hablaba
por ella. Yacer así, en mortal desfallecimiento, y embriagarse con la belleza
de la amada, es sentir que se reaviva el amor a pesar de todos los despechos.
Yo reflexionaba, reflexionaba... Y cerré los ojos a todos los horrores, y otra
vez me sentí bastante audaz para aceptar el peor de todos. ¿Qué importaba todo,
si aquel imperioso sentimiento sobrevivía; si todavía sus ojos me atraían y
magnetizaban; si ahora, como antes, todas las fibras de mi cuerpo agobiado
anhelaban hacia ella? Muy entrada ya la noche, me recobré un poco y pude
hablar:
-Olalla -le dije, no
importa lo pasado. No quiero saber nada. Estoy contento. La amo a usted.
Ella se arrodilló
otra vez y se puso a orar, y yo respeté sus devociones. La luna brillaba en las
ventanas, difundiendo una vaga claridad por el cuarto, de modo que podía yo
distinguir a Olalla. Cuando se incorporó, la vi hacer el signo de la cruz.
-Ahora me toca a mí
hablar -dijo- y a usted oír. Yo sé bien a qué atenerme y sé bien lo que hago;
usted sólo sospecha algo. He estado rezando, ¡oh, cuánto he rezado!, para que
usted se aleje de aquí. Ya se lo he pedido a usted, y sé bien que usted me lo
habrá concedido ya; o, por lo menos, déjeme usted que lo crea así.
-La amo a usted -le
dije.
-¡Y pensar -continuó
ella tras una pausa- que usted ha vivido en el mundo, que es usted un hombre, y
un hombre juicioso, y yo no soy más que una simple muchacha! Perdóneme usted si
parece que trato de darle lecciones; yo, que soy tan ignorante como el árbol de
la montaña; pero después de todo, aun el que ha aprendido mucho no ha hecho más
que tocar levemente el conocimiento: aprende, por ejemplo, las leyes del mundo,
concibe la dignidad de los planes generales de las cosas..., ¡pero el horror
del hecho bruto huye de su memoria! Nosotras, las que nos quedamos en casa a
rumiar el alma, sólo nosotras lo recordamos, sólo nosotras creo yo que tenemos
bastante prudencia y compasión. Váyase usted, será lo mejor: váyase y acuérdese
de mí. Así al menos viviré entre los recuerdos gratos de usted, con una vida
tan real como la que llevo en mí misma.
-La amo a usted -repetí.
Y con mi mano herida
tomé la suya, la llevé a mis labios y la besé. Ella no se resistió, aunque se
agitó un poco, y me pareció que me contemplaba con una expresión que, sin dejar
de ser bondadosa, era triste y desconcertada. De pronto tomó una resolución
extrema: se inclinó un poco, atrajo mi mano, y la puso donde más latía su
corazón.
-Aquí -me dijo, aquí
estás palpando la fuente de mi vida. Sólo palpita por ti: es tuyo. Pero, ¿es
mío siquiera? Es mío hasta donde puedo tomarlo y ofrecértelo como lo haría con
el medallón que llevo al cuello, como podría arrancar de un árbol una rama para
dártela. ¡Pero no es lo bastante mío! Yo vivo, o creo vivir, si esto es vida,
en un sitio aparte, prisionera impotente, arrastrada y ensordecida por una
multitud de seres que en vano repudio. Jadeando como jadea el costado del
animal con la fatiga, este corazón palpitante ha reconocido en ti a su dueño.
Él te ama, es cierto. Pero, ¿y mi alma, te ama mi alma? Tal vez no. No lo sé,
temo preguntárselo. Cuando tú me hablas, tus palabras vienen de tu alma, las
pides a tu alma... Sólo por el alma podrías adueñarte de mí.
-Olalla -dije yo, el
alma y el cuerpo son lo mismo, y más para las cosas de amor. Lo que el cuerpo
escoge, lo ama el alma; donde el cuerpo se acerca, el alma se junta; y juntos
los cuerpos, las almas se juntan al mandato de Dios, y lo más bajo de nosotros
(si es que tenemos derecho de juzgar) no es más que el fundamento y raíz de lo
más alto.
-¿Ha visto usted los
retratos que hay en la casa? -continuó ella. ¿Se ha fijado usted en mi madre o
en Felipe? ¿En ese retrato que está allí? El modelo murió hace muchos años: fue
una mujer que hizo mucho mal. Pero, mire usted: su mano está reproducida en la
mía, línea por línea; tiene mis mismos ojos, mis propios cabellos. ¿Qué es,
pues, mío, de todo esto, y dónde estoy yo? ¡Si todas las curvas de este pobre
cuerpo que usted desea, y por amor del cual se figura usted que me quiere a mí,
si todos los gestos de mi cara, y hasta los acentos de mi voz, las miradas de
mis ojos (y eso en el momento en que hablo al que amo), han pertenecido ya a
tantos otros!... Otras, en otro tiempo, han subyugado a otros hombres con estos
mismos ojos; otros hombres han oído los reclamos de esta misma voz. En mi seno
viven los manes de las muertas: ellos me mueven, me arrastran, me conducen; soy
una muñeca en sus manos, y soy mera reencarnación de rasgos y atributos que el
pecado ha ido acumu-lando en la quietud de las tumbas. ¿Es a mí a quien ama
usted, amigo mío? ¿No es más bien a la raza que me hizo? ¿Ama usted, acaso, a
la pobre muchacha que no puede responder de una sola de las porciones de sí
misma? ¿O ama usted más bien la corriente de que ella es un pasajero remanso,
el árbol de que ella es sólo un fruto marchitable? La raza existe: es muy
antigua, siempre joven, lleva en sí su eterno destino; sobre ella, como las
olas sobre el mar, el individuo sucede al individuo, engañado con una
apariencia de libertad; pero los individuos no son nada. Hablamos del alma...
¡y el alma está en la raza!
-Usted intenta
levantarse contra la ley común -dije yo. Se rebela usted contra la voz de Dios,
tan persuasiva como imperiosa. ¡Óigala usted! Escuche usted cómo habla adentro
de nosotros. Su mano tiembla en mi mano, su pecho palpita a mi contacto, y los
ignorados elementos que nos integran se despiertan y agitan con una sola
mirada. La arcilla terrestre, recordando su independencia primitiva, quisiera
juntarnos en uno. Caemos el uno hacia el otro como se atraen las estrellas en
el espacio o como va y viene la marea, en virtud de leyes más antiguas y más
poderosas que nosotros.
-¡Ay! -exclamó ella.
¿Qué voy a decirle a usted? Mis padres, hace ochocientos años, gobernaban toda
esta comarca; eran sabios, grandes, astutos y crueles; eran, en España, una
raza escogida; sus enseñas conducían a la guerra; los reyes los llamaban
primos; el pueblo, cuando veía que alzaban horcas o cuando, al regresar a sus
cabañas, las encontraban humeando, maldecía sus nombres. De pronto sobreviene
un cambio. El hombre se ha levantado del bruto, y como se ha levantado del
nivel del bruto, puede otra vez caer. El soplo de la fatiga comenzó a azotar a
aquella raza y las cuerdas se relajaron, y empezaron a degenerar los hombres;
su razón se fue adormeciendo, sus pasiones se agitaron en torbellino, reacias e
insensibles como el viento en los cañones de la montaña. Todavía conservaban el
don de la belleza, pero no ya la mente guiadora ni el corazón humano. La
simiente se propagaba, se revestía de carne, y la carne cubría los huesos; pero
aquello era ya carne y hueso de brutos, sin más racionalidad que la de la
última bestezuela. Se lo explico a usted como puedo. Usted habrá apreciado ya
por sí mismo lo que ha decaído mi raza condenada. En este descenso inevitable,
yo estoy sobre una pequeña eminencia accidental, y puedo ver un poco hacia
atrás y hacia adelante, calculando así lo que perdimos y lo que aún estamos sentenciados
a perder. ¿Y he de ser yo, yo misma, que habito con horror esta morada de la
muerte, este cuerpo, quien repita el conjuro funesto? ¿He de obligar a otro ser
tan renuente a ello como yo misma, a vivir dentro de esta abominable morada que
yo no puedo soportar? ¿Puedo yo misma empuñar este vaso humano y cargarlo de
nueva vida como de nuevo veneno, para lanzarlo después, a modo de fuego
asolador, a la cara de la posteridad? No, mi voto está hecho; la raza tiene que
desaparecer del haz de la tierra. A estas horas mi hermano estará acabando los
arreglos; pronto hemos de oír sus pasos en la escalera; usted se irá con él, y
yo no he de volver a verlo en mi vida. Recuérdeme usted, de tarde en tarde,
como a una pobre criatura para quien la lección de la vida fue muy cruel, pero
que supo aprovecharla con valor; recuérdeme usted como una mujer que lo amó,
pero que se odiaba tanto a sí misma que hasta su mismo amor le era odioso; como
una mujer que lo despidió a usted, y que hubiera querido retenerlo para siempre
a su lado; que nada desea más que olvidarlo, y nada teme más que ser olvidada.
Y se encaminaba
hacia la puerta, y su rica y profunda voz se oía cada vez más lejana. Al llegar
a la última palabra, ya había desaparecido del todo, dejándome solo, envuelto en
la claridad de la luna. No sé lo que hubiera hecho, a habérmelo permitido la
extrema debilidad en que estaba. Hizo presa en mí la más negra deses-peración.
Poco después, entró en mi estancia la luz rojiza de una linterna. Era Felipe,
que, sin decir palabra, me cargó sobre sus hombros, y echó a andar. Y así
traspusimos la puerta, junto a la cual nos esperaba ya el coche.
A la luna, las
colinas se destacaban distintamente, como recortadas en tarjetas; sobre la
llanura enlunada, y entre los árboles enanos que se mecían y rebrillaban, el
inmenso cubo negro de la mansión resaltaba como una masa compacta, donde sólo
se veían tres ventanas tenuemente iluminadas en el frente norte, sobre la
puerta. Eran las ventanas de Olalla. Yo, mientras el carro avanzaba y saltaba
entre la noche, mantenía los ojos fijos en ellas. Por fin, al bajar al valle,
las perdí de vista. Felipe silencioso, en el pescante. De tiempo en tiempo,
refrenaba un poco la mula y se volvía a mirarme. Poco a poco se me fue
aproximando, y puso su mano en mi cabeza. Había tanta bondad en aquella
caricia, tanta sencillez animal, que las lágrimas salieron de mí cual la sangre
de rota arteria.
-Felipe -le dije,
llévame adonde no me hagan preguntas.
No dijo nada, pero
hizo girar a la mula, desanduvo un trecho, y entrando por otra senda me condujo
al pueblecito de la montaña, que era, como en Escocia decimos, el kirkton, la diócesis de aquel populoso
distrito. Vagamente bullen en mi memoria los recuerdos del amanecer en los
campos, del coche que se detiene, de unos brazos que me ayudan a descender, de
un humilde cuarto en que me alojan, y de un desmayo profundo como un sueño.
Al día siguiente, y
al otro, y al otro, el sacerdote asistió a mi cabecera con su caja de rapé y su
breviario. Después, cuando empecé a restablecerme, me dijo que yo estaba en
camino de salud y me convenía apresurar mi regreso. Y, sin dar sus razones,
sorbió un poco de rapé y me miró de reojo. Yo no me hice desentendido.
Comprendí que había hablado con Olalla.
-Y ahora, señor -le
dije, pues ya sabe usted que no lo pregunto con mala intención, ¿qué me cuenta
usted de esa familia?
Me dijo que eran muy
infortunados; que eran, al parecer, una raza decadente, y que estaban muy
pobres y habían vivido muy abandonados.
-Pero no ella -le dije.
Gracias a usted, sin duda, ella es muy instruida y mucho más sabia de lo que
suelen ser las mujeres.
-Sí -afirmó, la
señorita es muy ilustrada. Pero la familia es de lo más ignorante.
-¿La madre también? -pregunté.
-Sí, también la
madre -dijo el sacerdote tomando rapé. Pero Felipe es un chico bien inclinado.
-La madre es muy
extraña, ¿verdad?
-Mucho -asintió el
sacerdote.
-Señor, creo que nos
andamos con circunloquios -dije yo. Usted debe de conocer mi situación mejor de
lo que aparenta conocerla. Usted sabe bien que mi curiosidad es, por muchas
causas, justificada. ¿No quiere usted ser franco conmigo?
-Hijo mío -dijo el
anciano. Seré muy franco con usted en asuntos de mi competencia; pero, en los
que ignoro, no hace falta mucha prudencia para comprender que debo callar. No
he de fingir ni disimular: entiendo perfecta-mente lo que usted quiere decirme:
pero, ¿qué quiere usted que le diga, sino que todos estamos en las manos de
Dios, y que sus caminos no son los nuestros? Hasta lo he consultado ya con mis
superiores eclesiásticos; pero ellos también permanecen mudos. Se trata de un
misterio muy grande.
-¿La señora está
loca? -pregunté.
-Le contestaré a
usted lo que creo: creo que no lo está -dijo el buen cura, o no lo estaba al
menos. Cuando era joven (Dios me perdone: temo haber abandonado un poco a mi
oveja) seguramente era cuerda; y, sin embargo, ya se le notaba ese humor,
aunque no llegaba a los extremos de ahora. Ya antes de ella lo había tenido su
padre; y aun creo que venía de más atrás: por eso, tal vez, nunca hice mucho
caso... Pero estas cosas crecen y crecen, no sólo en el individuo, sino en la
raza.
-Cuando era joven -comencé,
y mi voz tembló un instante y tuve que hacer un esfuerzo para continuar, ¿se
parecía a Olalla?
-¡No, por Dios! -exclamó.
No quiera Dios que nadie se figure tal cosa de mi penitente favorita. No, no;
la señorita (salvo en su belleza, que yo, honradamente, desearía que fuera
menor) no se parece a lo que fue su madre en un cabello. No quiero que se
figure usted eso, aunque sabe el cielo que más le valdría a usted figurár-selo.
Entonces me
incorporé en la cama y abrí mi corazón al anciano. Le conté nuestro amor y la
decisión de ella. Le confesé mis propios temores, mis tristes y pasajeras
imaginaciones, aunque asegurándole también que se habían acabado ya. Y con una
sumisión que no era fingida, apelé a su juicio.
Me escuchó con
paciencia y sin la menor sorpresa. Y cuando terminé se quedó callado un buen
rato. Al fin dijo así:
-La Iglesia... -y se
detuvo para pedir excusas. Hijo mío: había olvidado que no es usted cristiano.
Pero es la verdad: en un punto tan excepcional como éste, la misma Iglesia
puede decirse que no ha decidido nada. Sin embargo, ¿quiere usted que le diga
mi opinión? En esta materia el mejor juez es la señorita. Y yo acepto su
sentencia.
Después se despidió,
y en adelante sus visitas fueron menos frecuentes. Lo cierto es que, en cuanto
me restablecí del todo, hasta parecía temer y huir mi sociedad, no por disgusto
de mí, sino por huir del enigma de la esfinge. También en el pueblo se me
alejaban. Nadie quería guiarme por la montaña. Yo creo que me miraban con
desconfianza, y los más supersticiosos hasta se santiguaban al verme. Al
principio lo achacaba yo a mis ideas heréticas; pero poco a poco fui comprendiendo
que la causa de todo era mi estancia en la triste residencia. Aunque nadie hace
caso de supersticiones simples, yo sentía que sobre mi amor iba cayendo una
sombra fría. No diré que lo apagaba, no; más bien servía para enfurecerlo.
Pocas millas al
oeste del pueblo, había una abertura en la sierra desde donde era fácil
distinguir la residencia. Allí iba yo diariamente a respirar el aire libre. En
la cima había un bosque, y en el sitio justo en que el camino salía del bosque
se alzaba un montón de rocas, arriba del cual había un crucifijo de tamaño
natural y de expresión más que dolorida. Aquél era mi lugar predilecto. Desde
allí, día tras día, acechaba yo el valle y la antigua casona, y podía ver a
Felipe, no mayor que una mosca, que iba y venía por el jardín. A veces había
niebla, niebla que el viento de la montaña acababa por disipar. A veces todo el
valle dormía a mis pies ardiendo en sol. Otras, la lluvia tendía sobre él sus
redes. Aquel vigilar a distancia, aquella contemplación interrumpida del sitio
en que mi vida había sufrido tan extraña mudanza, convenían singularmente a mi
humor indeciso. Allí me pasaba yo los días enteros, discutiendo para mis
adentros los diversos aspectos de la situación, ya doblegándome ante las seduce-ciones
del amor, ya dando oídos a la prudencia, y finalmente volviendo a mi indecisión
primera.
Un día que estaba
yo, como de costumbre, sentado en mi roca, pasó por allí un campesino, un
hombre alto envuelto en una manta. Era forastero, y no me conocía ni de oídas,
porque, en lugar de desviarse de mí como todos, me abordó, se sentó a mi vera,
y nos pusimos a conversar. Me dijo, entre otras cosas, que había sido mulero, y
en otro tiempo había frecuentado mucho aquella sierra. Más tarde había servido
al ejército con sus mulas, había logrado ahorrar algo, y ahora vivía retirado
con su familia.
-¿Y conoce usted
aquella casa? -le pregunté señalando la residencia, porque yo no podía hablar
más que de Olalla.
Me miró con arrugado
ceño, se santiguó y me dijo:
-¡Y bien que sí!
Como que allí vendió el alma a Satanás un compañero. ¡La Virgen María nos
guarde de tentaciones! Pero ya lo ha pagado, porque a estas horas está ardiendo
en los vivos infiernos.
Sentí un vago
terror. No supe qué decir. Y el hombre, como hablando para sí, continuó.
-¡Sí, ya lo creo que
la conozco! Alguna vez he entrado allí. Nevaba mucho, y el viento arrastraba la
nieve. De seguro andaba la muerte suelta en la montaña, pero era peor todavía
en aquel hogar. Y verá usted, señor: entré, cogí del brazo a mi compañero, lo
arrastré hasta la puerta, le pedí por todo lo más sagrado que huyera conmigo;
hasta me le arrodillé en la nieve, y vi claramente que estaba conmovido. Pero
en ese instante se asomó ella por la galería y lo llamó por su nombre. Él se
volvió. Ella, con una lámpara en la mano, lo llamaba y le sonreía. Yo invoqué
el nombre de Dios y le eché encima los brazos, pero él me dio un empellón, y se
me escapó. Ya había escogido para siempre entre el Bueno y el Malo. ¡Dios nos
ayude! Yo hubiera rezado por él. ¿Para qué? Hay pecados con los que no puede ni
el papa.
-Y, ¿en qué paró al
fin su amigo?
-¡Hombre, sabe Dios!
-dijo el arriero. A ser cierto lo que se cuenta, su fin fue, como sus pecados,
para erizar los cabellos.
-¿Quiere usted decir
que lo mataron?
-Claro que lo
mataron -repuso el hombre. Pero ¿cómo, eh? ¿Cómo? Hay cosas que sólo nombrarlas
es pecado.
-La gente que vive
allí... -comencé a decir.
Pero él me
interrumpió rudamente:
-¿Qué gente? ¡Si en
esa casa de Satanás no vive nadie! ¿Cómo? ¿Tanto tiempo de vivir aquí y no
saberlo?
Y aquí, acercándose,
me habló al oído, como temiendo que las aves de la montaña lo oyeran y
enfermaran de horror.
Lo que me contó, ni
era cierto ni muy original: una nueva versión, remendada por la superstición e
ignorancia de los campesinos, de cuentos tan viejos como el hombre. Lo único
que me impresionó fue la moraleja final.
En otro tiempo -me
dijo, la Iglesia hubiera podido quemar aquel nido de basiliscos; pero ahora la
Iglesia era débil. Su amigo Miguel no había sido castigado por la mano del
hombre, sino abandonado al tremendo castigo de Dios. Eso no era justo, y no
debía repetirse. El cura estaba ya viejo, y probablemente también a él lo
habían embrujado. Pero ahora el rebaño estaba más alerta para cuidarse solo; y
algún día -no lejano- el humo de aquella casa subiría al cielo.
Me dejó horrorizado.
¿Qué hacer? ¿Prevenir al cura o directa-mente a los amenazados? La suerte iba a
decidirlo por mí. En efecto, mientras yo vacilaba, vi aparecer por el camino
una mujer cubierta con un velo. El velo no podía engañar mi penetración. En
todas las líneas y movimientos del cuerpo reconocí a Olalla. Y, ocultándome
tras la roca, la dejé llegar a la cumbre. Entonces me descubrí. Ella,
reconociéndome, se detuvo sin decir palabra. Yo también permanecí silencioso. Y
así estuvimos contemplándonos, con apasionada amargura.
-Creí que ya se
había usted ido de aquí -dijo ella al cabo. Es lo mejor que puede usted hacer
por mí; alejarse. ¡Y usted, que se empeña en quedarse!... Pero, ¿no ve usted
que cada día acumula peligros de muerte, no sólo sobre su cabeza, sino también
sobre la nuestra? Han corrido rumores por la montaña: hablan de que usted está
enamorado de mí, y la gente no lo toleraría...
Comprendí que ya
estaba informada del peligro que amenazaba su casa: más valía así.
-Olalla -le dije.
Estoy dispuesto a partir este mismo día, esta misma hora, pero no solo.
Ella dio unos pasos,
y se arrodilló ante el crucifijo. Y yo me quedé contemplando alternativamente a
aquella devota y al objeto de su adoración: ya la hermosa figura de la
penitente, ya el semblante lívido y embadurnado, las llagas pintadas y las
flacas costillas de la imagen. El silencio sólo era turbado por los lamentos de
unos pájaros que revoloteaban, como asustados, por las cumbres. Al fin, Olalla
se levantó, se volvió hacia mí, alzó su velo y, apoyándose con una mano en el
madero de la Cruz, me contempló con semblante pálido y doliente:
-Tengo -dijo- la
mano puesta en la Cruz. Mi confesor me ha dicho que usted no es cristiano. No
importa: por un instante contemple usted a través de mis ojos el rostro del
Crucificado. Todos somos, como Él, herederos del pecado; todos tenemos que
soportar y expiar un pasado que no es nuestro; en todos hay, hasta en mí, un
reflejo divino. Como Él, todos debemos padecer un poco, en tanto que se hace la
paz de la mañana. Déjeme usted seguir a solas mi camino: así estaré menos sola,
porque me acompañará Aquel que es amigo de todos los que sufren; así, seré más
dichosa porque habré dicho adiós a las dichas terrestres y aceptado
voluntariamente mi patrimonio de dolor.
Alcé los ojos para
ver el rostro del Cristo, y, aunque no gusto de imágenes y desdeño este arte
imitativo y gesticulante de que el Crucifijo era tosco ejemplo, invadió mi
espíritu un vago sentimiento del símbolo. El rostro, caído, me contemplaba con
una confracción de dolor y muerte; pero rayos de gloria lo circundaban,
haciéndome recordar la grandeza del sacrificio voluntario. En lo alto,
coronando la roca, como en tantos otros caminos, predicando en vano al
pasajero, el Crucifijo se alzaba, emblema imponente de austeras y nobles
verdades: que el placer no es un fin, sino un simple acaso; que el dolor es la
opción del magnánimo, que la virtud está en sufrir y hacer siempre el bien... Y
empecé, en silencio, a bajar la cuesta. Y cuando por última vez volví la cara,
antes de internarme en el bosque, vi a Olalla, abrazada todavía a la Cruz.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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